24

Reivan bostezó mientras retiraba la silla del escritorio. La noche anterior había trasnochado para ayudar a Imenja a conseguir un acuerdo comercial, y ahora iba a empezar tarde sus tareas de la mañana. Arrastraba un dolor de cabeza pertinaz desde antes de acostarse, y el ulular incesante de la tormenta de arena que hacía días que duraba empezaba a irritarla.

Aunque su ascenso a Servidora había puesto fin a su formación, sus nuevas obligaciones ocupaban el tiempo que antes dedicaba a las clases. Imenja le había confiado más responsabilidades. Ahora, Reivan debía organizarle su horario. Esto implicaba entrevistarse con personas que solicitaban audiencia con la Voz Segunda y decidir si su propósito o su posición eran lo bastante importantes para concertar una reunión.

Le habían proporcionado una habitación cerca de la fachada del Santuario para que recibiera en ella a dichas personas. Tenía dos entradas: una pública y una privada. Esta última le permitía ir y venir sin que la abordara la gente que esperaba acceder desde el área pública.

Asimismo, le habían asignado un ayudante, el Servidor Kikarn. Era un hombre feo, tan flaco que parecía tener siempre una expresión severa, aunque ella empezaba a descubrir que poseía una inteligencia y un ingenio agudos. En cuanto Reivan se sentó, él depositó una lista especialmente larga sobre su mesa y ella reprimió un gruñido. «El pasillo debe de estar abarrotado hoy», pensó, divertida.

—¿Qué nos trae el viento esta mañana? —dijo.

Kikarn soltó una risita.

—De todo, desde polvo de oro hasta basura —respondió—. El mercader Ario desea sobornar…, es decir, hacerle un donativo sustancioso a la Voz Segunda.

—¿De cuánto?

—Lo suficiente para construir un templo nuevo.

—Impresionante. ¿Qué quiere a cambio?

—Nada, por supuesto.

Ella sonrió.

—Eso está por verse. ¿Qué más?

—Una mujer que fue criada de palacio en Kave asegura que a la esposa del Gran Cacique le ha dado por adorar a una deidad muerta. Dice que tiene pruebas.

—Debe de estar muy segura, o no acudiría a la Voz Segunda Imenja.

—A menos que ignore que las Voces poseen la facultad de leer la mente.

—Ya lo veremos. —Revisó la lista y se detuvo en un nombre conocido—. ¿El Pensador Kuerres?

—Ha venido a hablar con vos.

—¿Con Imenja no?

—No.

—¿Qué quiere?

—No lo dice, pero insiste en que es un asunto urgente. La vida de alguien podría depender de ello.

«Tenía que estar en juego la vida de alguien para que los Pensadores se dignaran dirigirme la palabra otra vez», pensó ella.

—¿Y los otros?

—No son tan importantes como los dos primeros.

—Me llevará un tiempo despacharlos. Que pase Kuerres. Que yo sepa, no acostumbra a exagerar o mentir. Lo más probable es que quieran saber qué he hecho con mis libros e instrumentos.

Kikarn inclinó la cabeza. Mientras se alejaba hacia la puerta, ella repasó en su mente lo que sabía sobre Kuerres. Nunca se había mostrado desconsiderado con ella, pero tampoco le había hecho demasiado caso. Rebuscó en su memoria datos que pudieran serle de utilidad. Él tenía familia. Mantenía una colección de animales exóticos.

No logró acordarse de más detalles. Aunque reconoció al hombre de mediana edad que entró en la habitación, su actitud no era en absoluto como la recordaba. Él miró alrededor, nervioso, con la cara pálida, retorciéndose las manos.

—Pensador Kuerres —lo saludó ella—. Me alegro de volver a verte. Toma asiento.

—Servidora Reivan —dijo él, trazándose una estrella sobre el pecho. Tras echar un vistazo a Kikarn, se acercó y se dejó caer en la silla.

—¿Qué te trae al Santuario? —preguntó ella.

—Tengo… tengo que denunciar un crimen.

Ella se quedó callada. Había supuesto que la inquietud del hombre se debía a que estaba en el Santuario, hablando con personas importantes. Ahora empezó a preguntarse si Kuerres se había metido en algún lío.

—Continúa —lo animó.

Él respiró hondo.

—Ayer un mercader acudió a nosotros, los Pensadores. Era un comerciante rico que quería información y estaba dispuesto a pagar generosamente por ella. —Kuerres hizo una pausa y clavó los ojos en ella—. Nos pidió que lo ilustráramos sobre los elay.

—¿La gente del mar? Algunos Pensadores ni siquiera creen que existan.

—Así es. Le contamos todo cuanto sabíamos, pero no quedó satisfecho. Preguntó si alguno de nosotros era un experto en el cuidado de los animales salvajes, y yo le ofrecí mis servicios.

Reivan sonrió.

—Deja que adivine: había comprado una especie de criatura marina grande y extraña, y creía que podía ser el origen de la leyenda, ¿verdad?

Kuerres negó con un gesto.

—Más bien lo contrario. Accedí a ayudarlo. Tenía curiosidad. Me llevó a su casa. Lo que encontré allí fue… —se estremeció— una visión sobrecogedora. Una niña enferma y asustada, pero muy distinta de cualquier otra niña que yo hubiera visto. Su piel era gruesa y negra. Estaba totalmente desprovista de pelo. Presentaba membranas entre los dedos de manos y pies.

—¿Pies? ¿No tenía cola de pez?

—No tenía cola de pez. Tampoco branquias. Pero resultaba evidente que era… un ser acuático. No me cabe la menor duda de que esa niña es una elay.

Reivan sintió un escalofrío a causa de la impresión, pero por costumbre evitó exteriorizarla. Los Pensadores no permitían que la emoción nublara su razón. Era demasiado fácil convencerse a uno mismo de algo si deseaba creer en ello con todas sus fuerzas.

—¿Explicó el mercader dónde la había encontrado?

—No. Se quejó de que le había costado una fortuna y hablaba de ella como si fuera un animal. —Meneó la cabeza con indignación—. No es un animal. Es humana. Al haberla comprado y mantenerla encerrada, él ha quebrantado nuestras leyes.

—Esclavizar a una inocente. —Asintió—. ¿Cómo se llama el comerciante?

Kuerres arrugó la nariz.

—Devlem Ruedero. Es genriano. Se cambió el nombre antes de la guerra.

Reivan movió la cabeza afirmativamente.

—He oído hablar de él. Más tarde informaré a la Voz Segunda sobre este asunto. Estoy segura de que enviará a alguien…

—¡Tenéis que hacer algo ya! —la interrumpió—. Estoy seguro de que él sospecha que lo denunciaré. ¡Es posible que se deshaga de ella… que la mate… antes de que lleguéis allí!

Fijó en ella una mirada severa, visiblemente preocupado por la niña del mar. Reivan juntó las palmas de las manos, ensimismada.

Si el mercader consideraba a la niña un animal, alegaría que no había cometido delito alguno. Aun así, no correría el riesgo de que otros llegaran a la misma conclusión que Kuerres. La pena por esclavizar a una persona inocente era la esclavitud. «La matará o la trasladará a otro sitio, según la suma que haya pagado por ella. De cualquier manera, cuanto antes actuemos, más probable será que encontremos a la chica antes de que él le haga algo».

Sin embargo, abandonar el Santuario para rescatar a una niña no formaba parte de sus obligaciones, y ella carecía de la autoridad necesaria para registrar la finca del hombre. Necesitaba la ayuda de Imenja. ¿Era la cuestión lo bastante importante para interrumpir a la Voz Segunda?

«¿O simplemente tengo curiosidad por saber si la niña es una elay?

»Lo sea o no, la tienen encerrada como a un animal. Imenja querrá hacer algo al respecto».

Inspiró profundamente, se llevó la mano al colgante y cerró los ojos.

:¿Imenja?

Aguardó antes de llamarla de nuevo. Debido a su falta de habilidad en el uso de la magia, a menudo tenía que realizar varios intentos antes de conseguir que el colgante funcionara. Finalmente, obtuvo respuesta.

:¿Eres tú, Reivan?

:Sí, soy yo.

:Buenos días. ¿A qué se debe que me llames tan temprano?

:A la denuncia de un delito.

:Cuéntame.

Le refirió la declaración de Kuerres sobre la chica del mar.

:Qué horror. Debes liberar a esa chica. Si no está allí, tráeme al mercader y leeré el paradero de la prisionera en su mente.

:Así lo haré. Creo que tal vez necesitaré ayuda.

:Sí. Que te acompañe Kikarn. Comunícate conmigo en cuanto la encuentres.

:Entendido.

Cuando abrió los párpados, Reivan vio que Kuerres la miraba con fijeza. Tuvo que contenerse para no sonreír por su curiosidad.

—Nos encargaremos de esto de inmediato —le dijo. El Servidor Kikarn emitió un leve gruñido de protesta. Ella supuso que estaba pensando en las visitas que aún esperaban a que las recibiera—. Servidor Kikarn, dile a la criada dekkana que aguarde a mi regreso, pero informa a los demás de que ha surgido un asunto urgente e inesperado del que debo ocuparme y que los atenderé mañana por la mañana. Asegúrale a Ario que será el primero.

Él sonrió e inclinó la cabeza. Reivan se puso de pie, y Kuerres se levantó de un salto.

—¿Quieres acompañarme? —preguntó ella.

Él titubeó.

—Debería regresar a casa —dijo, indeciso.

Reivan rodeó el escritorio.

—Entonces vete. Ya te enviaré noticias cuando volvamos. Mandaré a un mensajero normal, no a uno del Santuario.

Kuerres se mostró aliviado.

—Gracias, Reivan… Servidora Reivan.

Ella sonrió.

—Gracias a ti por traer esta información al Santuario, Pensador Kuerres. Eres un hombre compasivo, y espero que tu buena acción no tenga consecuencias negativas para ti.

—Hay personas que me apoyan —aseveró él. Se encaminó hacia la puerta, se detuvo y miró hacia atrás—. Del mismo modo que hay personas que os apoyan a vos.

Sorprendida, Reivan lo siguió con la vista mientras se alejaba, deseando ser más osada para preguntarle quiénes la respaldaban, pero consciente de que él no podía revelarle nada más.

Los informes continuos de Tyve sobre el terreno que tenía delante habían permitido a Mirar avanzar más deprisa que cuando había viajado a Si con Emerahl. El muchacho, que volaba en círculos por encima de su cabeza, le advertía de barrancos sin salida y lo guiaba hacia valles que podían cruzarse a pie con facilidad. Cada noche, Tyve se marchaba para visitar su aldea, y cada mañana regresaba, más preocupado que nunca. Otros miembros de su tribu habían caído enfermos. Un recién nacido había muerto, y después su madre, debilitada por un parto difícil. El estado de Vice empeoraba a ojos vistas. Con cada detalle que oía, Mirar se convencía más de que a los siyís los aquejaba una peste. Caminaba desde el alba hasta el anochecer, y solo se detenía para comer y beber, pues sabía que la situación en la aldea empeoraba hora tras hora.

Había visto muchas veces los efectos de la peste. Era bastante sencillo para un hechicero con conocimientos de sanación y fuerza mágica tratar lesiones, heridas y dolencias menores, pero cuando una enfermedad se propagaba rápidamente, el número de sanadores capaces de combatirla no tardaba en resultar insuficiente para atender a todas las víctimas, entre las que a veces se contaban ellos mismos.

«Y aquí en Si eres el único», añadió Leiard.

Mirar suspiró. «Ojalá hubiera impedido que los siyís salieran de la aldea y transmitieran la enfermedad».

Les había enviado este consejo por medio de Tyve, pero las noticias que el muchacho le había comunicado a su regreso eran alarmantes. Algunas familias ya habían huido a otras aldeas. Habían mandado mensajeros al Claro.

«Ya se han dejado llevar por el pánico —dijo Leiard—. Su miedo a enfermar te dará tanto trabajo como la enfermedad en sí».

Mirar no respondió. La cuesta rocosa por la que estaba bajando se había convertido en una escalera enorme y toscamente tallada que requería toda su atención. Saltaba de una roca plana a otra, y su cuerpo entero sufría una sacudida cada vez que sus pies se posaban en la piedra.

Los escalones perdían altura a medida que los árboles que lo rodeaban se hacían más grandes. Al poco rato, caminaba sobre un suelo blando, cubierto de hojas, entre los troncos de árboles gigantescos. El aire estaba cargado de humedad. Un arroyo cercano discurría lentamente, se bifurcaba en brazos que más adelante volvían a juntarse y formaba charcas aquí y allá.

Era un paraje apacible en el que le habría resultado agradable acampar, a pesar del olor persistente a heces de animales. La zona debía de ser una vía de paso de la fauna del bosque. Al recordar el propósito de su viaje, apretó el paso de nuevo.

De pronto, oyó un silbido de alerta siyí y se detuvo.

Alzó la mirada y parpadeó sorprendido al ver que había plataformas construidas entre muchas de las ramas. Varios rostros que asomaban por el borde lo observaban, y él percibió una mezcla de miedo, esperanza y curiosidad.

Había llegado a la aldea.

Desde su derecha, un siyí descendió planeando para recibirlo. Era Tyve.

—Algunos han colgado cuerdas para que trepes por ellas —le dijo a Mirar—. Otros desconfían demasiado de ti. Cambiarán de parecer en cuanto se enteren de que has curado a algunos de nosotros.

Mirar asintió.

—¿Cuántos enfermos hay ya?

—No lo sé. Eran diez la última vez que los conté.

—Llévame a ver al que esté peor, y luego vete volando a visitar a todos los habitantes de la aldea para averiguar cuántos están enfermos o muestran los primeros síntomas.

—Sí. Eso haré. Sígueme.

Tyve avanzó unos centenares de pasos entre los árboles. Una cuerda pendía de una de las plataformas. Mirar ató el extremo a las asas de su bolsa.

—¿Quién vive ahí?

Tyve se contuvo y miró hacia arriba.

—El portavoz Vice, su esposa y su hermana.

«El anciano. —Pensó Mirar conteniendo un gesto de agobio—. Incluso entre los pisatierra, la devoracorazones se cobra la vida de los viejos y de los más jóvenes».

Se agarró a la cuerda y comenzó a escalar.

La plataforma estaba muy arriba. A medio camino, él bajó la vista preguntó qué ocurriría si resbalaba y se caía.

«Resultaría herido, seguro. Probablemente de gravedad. Probablemente hasta un punto que sería letal para los mortales».

Pero él no moriría. Su organismo sanaría por sí mismo, aunque de manera gradual.

«Tal como sucedió después de que me sacaran de debajo de los escombros de la Casa de los Tejedores en Jarime. Estaba hecho un saco de huesos rotos, medio vivo, medio muerto. —Mirar se estremeció—. Con la mente centrada exclusivamente en mantenerme con vida durante el tiempo suficiente para regenerarme, con unas partes del cuerpo descomponiéndose mientras otras sanaban…».

«Piensa en otra cosa», le sugirió Leiard.

Mirar respiró hondo y se concentró en el ascenso. Cuando llegó arriba, se aupó a la plataforma y se quedó tumbado boca arriba, jadeando. Una vez que hubo recuperado el aliento, se dio la vuelta y advirtió que tenía a dos ancianas siyís cerca.

«Padecen la enfermedad», observó Leiard.

Estaba en lo cierto. Tenían el rostro pálido y brillante de sudor, y los labios azulados. La enfermedad, a pesar de su nombre, en realidad atacaba a los pulmones. Conforme los corroía, a la víctima le costaba cada vez más respirar y se le debilitaba la sangre. En algunos lugares este mal era conocido como «Muerte Blanca».

Mirar se puso de pie. Sobre la plataforma se alzaba una enramada. Desde su posición elevada, él alcanzó a ver estructuras similares encima de casi todas las plataformas… y a numerosos siyís que lo miraban. Se volvió hacia las dos mujeres.

—Soy el tejedor de sueños Wilar. Intentaré ayudar al portavoz Vice, si os parece bien.

Tras intercambiar una mirada breve, ambas asintieron.

—Gracias por venir. Él está dentro —dijo una de ellas con voz ronca, antes de convulsionarse a causa de un ataque de tos.

Mirar movió la cabeza afirmativamente.

—Subiré mi bolsa de remedios y después entraré para ver qué puedo hacer por él.

Dio media vuelta y comenzó a tirar de la cuerda. Le dio la impresión de que tardaba horas en izar la bolsa. Tras desatarla, la llevó al interior de la enramada.

El portavoz yacía en una manta, en el centro de la habitación. Aunque Mirar nunca había visto al hombre antes, dudaba que lo hubiera reconocido de todos modos. La piel, blanquecina y cadavérica, se tensaba sobre sus huesos. Tenía los labios de color azul oscuro y respiraba de forma rápida y dolorosa.

«Está agonizando», murmuró Leiard.

«Es verdad —convino Mirar—. Pero si no lo salvo, ¿se fiarán de mí los demás?».

«Tal vez, tal vez no. Será mejor que pongas manos a la obra».

Mirar abrió su bolsa y comenzó a hurgar dentro. Un golpe sordo procedente del exterior lo distrajo. Cuando levantó la mirada, vio a Tyve de pie en la entrada.

—Hay veinte enfermos, doce que se encuentran mal y el resto afirma sentirse bien —informó el muchacho.

Mirar asintió. «Ojalá Emerahl no se hubiera marchado. Su ayuda me vendría bien».

—Quédate por aquí —le indicó al chico—. Es posible que te necesite para… —Frunció el ceño y fijó los ojos en la esposa de Vice—. ¿De dónde sacáis el agua?

La mujer señaló un agujero pequeño en el suelo. A su lado había un cubo y un rollo de cuerda.

—La sacamos del arroyo que fluye debajo.

Mirar recordó el curso serpenteante del riachuelo y el hedor a heces.

—¿Dónde depositáis vuestros residuos corporales?

Ella señaló hacia abajo otra vez.

—La corriente se los lleva.

—No lo bastante deprisa —replicó él.

La mujer se encogió de hombros.

—Antes sí, pero un corrimiento de tierras río arriba desvió parte del agua.

—O despejáis el cauce, o tendréis que trasladar la aldea a otro sitio —dijo él—. Tyve, tráeme agua de algún sitio que esté más arriba, lejos de la aldea. No uses ningún recipiente que haya estado sumergido en el arroyo.

El muchacho hizo un gesto afirmativo y se alejó volando. Mirar percibió indignación en la mujer. Le sostuvo la mirada.

—Más vale estar seguros —le dijo.

Ella bajó los ojos y asintió. Mirar desvió la vista, se acercó a Vice y comenzó a trabajar.