27
—¡Soy genriano! —gritó Devlem Ruedero—. ¡No podéis hacerme esto!
—Puede que seas genriano —repuso Reivan con serenidad—, pero mientras vivas en Avven tendrás que respetar nuestras leyes. Has residido aquí durante el tiempo suficiente para saber que está prohibido esclavizar a alguien que no sea un delincuente.
—Pero si no es humana —insistió él—. Es un animal, una criatura del mar. Es evidente; basta con verla.
Ella clavó la vista en él.
—Basta con hablar con ella para saber que es humana. Y a juzgar por lo que nos ha contado —sacudió la cabeza con tristeza—, es a ti a quien yo describiría como inhumano.
El hombre profirió un alarido de rabia. Se abalanzó hacia delante. Reivan se encogió de forma instintiva, y las manos extendidas hacia ella no llegaron a tocarla. Chocaron con una barrera invisible.
Magia. Reivan se volvió hacia el Servidor Kikarn. La expresión de desaprobación de él se suavizó cuando se miraron a los ojos. La comisura de sus labios se curvó hacia arriba. En cuanto se recuperó de la sorpresa, ella inclinó la cabeza en señal de gratitud.
—¡No podéis convertirme en esclavo! —bramó Devlem—. ¡Mi familia tiene contactos en las casas nobles de Genria!
—Que venga el Servidor Grenara —ordenó Reivan.
Pese a su baja estatura, el porte y los ademanes del capataz de los esclavos del Santuario denotaban que era un hombre acostumbrado a hacerse obedecer. Tras saludar a Reivan con la señal de la estrella, centró su atención en Devlem y examinó al mercader con los ojos entornados.
—Ven conmigo, Devlem Ruedero.
Devlem lo fulminó con la mirada.
—Si crees que voy a seguirte como un arem sin voluntad propia, estás… estás…
El hombre se encogió de hombros.
—Tú mismo. Algunos lo aceptan con dignidad; a otros hay que atarlos y llevarlos a rastras.
Al oír las palabras «a rastras», la mirada furiosa de Devlem perdió parte de su fuerza. Retrocedió un paso para apartarse del capataz, enderezó la espalda y salió de la habitación con paso decidido. Grenara salió tras él.
Una vez que la puerta se cerró, Reivan exhaló un largo suspiro.
—Gracias, Servidor Kikarn —dijo.
Él la miró con perplejidad fingida.
—¿Por qué, Servidora Reivan?
Ella sonrió. «Al parecer, he conseguido un aliado aquí».
—Hemos trabajado más que suficiente por hoy. Nos vemos mañana por la mañana.
Kikarn inclinó la cabeza y realizó el gesto de la estrella. Ella salió por la segunda puerta mientras él se quedaba para ordenar la habitación.
Los pasillos del Santuario Bajo estaban prácticamente desiertos. Casi todos los Servidores se habían recogido ya. Aunque Reivan anhelaba descansar, no se encaminó hacia sus aposentos.
Tras recorrer varios pasillos y subir varias escaleras, llegó al Santuario Alto. El camino hacia el patio principal estaba iluminado por antorchas. Cuando salió al aire nocturno, Reivan se detuvo por un momento para contemplar lo que tenía delante. En el centro del patio, donde una fuente refrescaba el ambiente durante el día, ahora se alzaba una tienda de campaña grande. Dentro, unas lámparas proyectaban sombras de una mujer y una niña sobre las paredes de tela. Las voces del interior articulaban palabras extrañas, agudas, incomprensibles. Reivan se acercó a la entrada de la tienda.
—¿Puedo pasar? —dijo en voz muy alta.
—Sí —respondió Imenja—. Estábamos hablando del hogar de Imi. Da toda la impresión de ser un lugar fascinante.
Reivan apartó la cortina de la puerta y entró. La joven elay se encontraba acodada en la fuente, que ahora estaba llena de agua marina que los esclavos habían subido hasta allí. Su piel parecía aún más oscura a la luz de las lámparas. Al recordar los dibujos de la gente del mar que había visto en los libros de los Pensadores, le asombró la cantidad de errores que contenían. La muchacha no tenía cola de pez ni largas cabelleras. Estaba totalmente desprovista de pelo y contaba con un par de piernas normales.
«Casi normales», rectificó Reivan. Las manos y los pies de Imi eran desproporcionadamente grandes, y entre los dedos se extendía una membrana gruesa. Presentaba otras deformaciones que parecían indicar más diferencias. Era ancha de pecho para tratarse de una niña. A Reivan no le habría sorprendido descubrir que los elay tenían pulmones mucho más grandes que los humanos normales.
Los autores de ilustraciones tan imaginativas se habrían llevado una desilusión si hubieran visto a Imi. En general, las deformaciones y la falta de pelo no contribuían al atractivo de su raza. Ni siquiera el bonito sayo que llevaba disimulaba su fealdad. Cuando la chica sonrió, dejando al descubierto unos dientes blancos y ligeramente puntiagudos, Reivan tuvo que contener un estremecimiento.
—Reivan —dijo Imi, pronunciando despacio.
—Imi —respondió Reivan—. ¿Cómo te encuentras?
Imenja tradujo sus palabras. La niña echó un vistazo a su piel descamada y una expresión afligida empañó su mirada cuando contestó.
—Se siente más fuerte —le dijo Imenja a Reivan—. Ha vivido experiencias muy duras. Primero la capturaron unos pescadores, y luego unos piratas que la obligaron a trabajar para ellos. Después, la vendieron al mercader… ¿Te has encargado ya de él?
—Sí. Alega que ella es un animal y que por tanto no estaba infringiendo la ley. El capataz se lo ha llevado.
—Bien. La estupidez no justifica la crueldad. Ninguno de sus captores intentó hablar con ella. Solo le daban de comer pescado crudo y dejaban que se deshidratara. Los elay…
Imi dijo algo. Sonriendo, Imenja intercambió unas frases con ella antes de volverse de nuevo hacia Reivan.
—Los elay necesitan pasar un rato sumergidos en agua salada todos los días. Se sustentan de alimentos variados, como nosotros, no solo de productos del mar. —Hizo una pausa—. Jamás adivinarías quién es.
Reivan soltó una risita.
—No, dudo que lo adivinara.
Imenja posó los ojos en Imi.
—Es la hija del rey de los elay.
Sorprendida, Reivan bajó la vista hacia la muchacha, que sonrió con aire inseguro.
—¿Cómo acabó en manos de humanos?
—Se escabulló de su niñera a fin de ir en busca de un regalo para su padre.
—¿Sabe él que fue hecha prisionera?
—Tal vez, tal vez no. Lo que es seguro es que no será el único elay que celebre su regreso.
—A menos que sus enemigos tramaran su secuestro.
Imenja arrugó el entrecejo.
—Es posible.
—Ten cuidado cuando la devuelvas.
—¿Yo? —Imenja arqueó las cejas—. ¿Qué te hace pensar que yo la llevaré a su hogar?
—Es hija de un rey. La compró alguien que vive en nuestro país. Si regresa y relata lo ocurrido, nos culparán en parte de sus penalidades a menos que presentemos disculpas de forma oficial. Además —añadió Reivan, sonriente—, como los elay no se vieron envueltos en la guerra, no albergan un resentimiento que te impida hablarles de los Cinco.
Imenja contempló a Reivan con asombro y aprobación.
—Tienes razón. —Se volvió hacia Imi y sonrió—. Yo misma debo llevarla de vuelta a su hogar. Y tú vendrás conmigo. Tendré que persuadir a Nekaun, por supuesto, pero la posibilidad de ganar un aliado seguramente lo convencerá. Si todo sale bien, nadie se atreverá a protestar cuando te nombre mi Acompañante.
Imi le sostuvo la mirada a Imenja. Y formuló una pregunta con sus extrañas palabras. La respuesta de Imenja hizo que una sonrisa de alivio asomara a su rostro.
—Está cansada —declaró Imenja—. Deberíamos dejarla descansar. —Tras despedirse de la niña, se levantó y salió de la tienda, seguida por Reivan—. Ahora hablaré con Nekaun. Más vale que tú te vayas a dormir. Si él me da su visto bueno, tendrás que organizarnos un viaje por mar en la mañana.
—¡Más trabajo! —gruñó Reivan, fingiendo que esto la agobiaba. La Voz Segunda soltó una carcajada y la apremió para que se fuera. Risueña, Reivan echó a andar hacia sus aposentos.
«Voy a conocer el país de los elay —pensó sin poder evitarlo—. ¡Qué envidia me tendrán los Pensadores!».
Mirar respiró hondo y saltó desde la plataforma. Por un instante, se precipitó en el vacío, hasta que notó que la cuerda en torno a su pecho y espalda se tensaba y aguantaba su peso. La soga más gruesa a la que estaba sujeta su correa se curvó y lo hizo botar arriba y abajo. Cuando dejó de moverse, comenzó a trepar por ella.
La idea de tender cuerdas entre las plataformas se le había ocurrido a Tyve. La impaciencia del muchacho ante el tiempo que tardaba Mirar en descender de una plataforma y escalar a otra lo había llevado a barajar varias posibilidades para transportar con rapidez a un pisatierra entre los árboles. Su primera idea consistía en que varios siyís volaran de una plataforma a otra llevando a Mirar en una red, pero había comprendido lo inviable que era al descubrir cuánto pesaba el tejedor de sueños.
El joven estaba decidido a encontrar una manera. Murmuraba de forma incesante frases como «Tryss sabría cómo» y «¿qué haría Tryss?». Al parecer, Tryss —el siyí que había inventado el arnés para cazar— era el héroe y la fuente de inspiración de Tyve.
Ahora habían colgado cuerdas entre casi todos los árboles. Su elaboración había mantenido ocupados a los siyís más sanos, que estaban confinados en sus plataformas. Tyve era el único al que Mirar permitía ir de un lado a otro, con instrucciones estrictas de no tocar ni acercarse demasiado a nadie, lo que lo pondría en peligro de respirar el aire infectado que ellos exhalaban.
Aunque tampoco habría supuesto una gran diferencia. La mayoría de los siyís ya se había contagiado.
Desde la llegada de Mirar, ninguno había fallecido aún. El portavoz Vice había estado al borde de la muerte, pero Mirar lo había salvado por medio de la sanación mágica. Sin embargo, el organismo del anciano seguía sin mostrar signos de combatir la enfermedad, lo que planteaba un dilema a Mirar.
Lo mejor para el paciente era que su cuerpo aprendiera a hacer frente a la dolencia. Mirar podía utilizar la magia para paliar los síntomas y dar fuerzas al paciente, pero siempre era reacio a usarla para expulsar la enfermedad en sí, pues de ese modo el paciente quedaba expuesto a contraerla de nuevo. En una aldea en que la peste se propagaba con tanta facilidad, era un riesgo bastante elevado. Si el organismo de un paciente no aprendía a luchar contra la enfermedad, la expulsión mágica seguida de aislamiento era la única solución. Mirar lo haría en caso necesario, pero solo como último recurso.
Se aproximaba al otro extremo de la cuerda. La luz de una lámpara alumbraba una pequeña plataforma que sostenía una única enramada. La plataforma anterior era más grande y ligeramente más alta que esta. Mirar la alcanzó y se quedó colgando a poca altura por encima del suelo de madera. Alzó los brazos para soltarse del lazo.
Al oír el golpe sordo de la caída, una niña salió a toda prisa de la enramada. Tras mirarlo por unos instantes, lo agarró del brazo y lo condujo al interior.
Una mujer yacía en un jergón en el suelo, con los ojos cerrados. Tyve, sentado a su lado, le sujetaba la mano. Cerca había un cuenco con agua humeante y volutas de aceite en la superficie. Un olor dulce y fresco a esencia de brei impregnaba el aire.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Mirar.
—Respira de forma agitada —le informó Tyve— y con un ligero borboteo. Tiene los dedos fríos, y sus labios empiezan a amoratarse. Le daré un poco de malina.
«Está aprendiendo deprisa», se dijo Leiard.
A Mirar se le escapó una sonrisa, pero se puso serio de inmediato cuando Tyve alzó la vista hacia él.
—Sé que me advertiste que no tocara a nadie, pero ella me ha tomado de la mano. No ha sido algo deliberado por mi parte. Cuando me he percatado, era demasiado tarde.
Mirar asintió.
—La compasión siempre es una cualidad positiva en un sanador, no una flaqueza. —Dirigió una mirada significativa a la niña que lo tenía cogido del brazo—. Solo debes acordarte de lavarte las manos.
Tras soltarse de las manos de la pequeña, se arrodilló junto a la mujer. Le posó la palma en la frente, se sumió en un trance sanador y proyectó su mente al interior de su cuerpo.
Comprobó aliviado que el organismo de la mujer estaba combatiendo la enfermedad. Solo necesitaba un poco de ayuda. Después de invocar magia, redujo con ella la inflamación de los pulmones y estimuló el corazón para que latiera más deprisa a fin de que bombeara más sangre hacia las extremidades.
Aunque su cuerpo estaba luchando contra la dolencia, Mirar no tenía manera de saber si la habría vencido sin su ayuda. La devoracorazones no producía un efecto tan devastador en los pisatierra. ¿Se enfrentaban a una versión más agresiva de la enfermedad? De ser así, una peste terrible podía abatirse sobre los pisatierra si llegaba a transmitirse más allá de Si. Por otro lado, era posible que los siyís fueran más vulnerables a la devoracorazones. Si bien el mal se había propagado en varias ocasiones por territorio pisatierra, quizá era la primera vez que los siyís lo padecían. ¿Significaba eso que una raza determinada podía llegar a acostumbrarse a una enfermedad?
Era una idea interesante, aunque no muy prometedora para los siyís.
Retrajo su mente del cuerpo de la mujer siyí. Ahora ella respiraba con mayor normalidad y ya no estaba pálida. Tyve le acarició la mano.
—Tiene los dedos calientes —dijo, levantando los ojos hacia Mirar, maravillado—. ¿Cómo lo haces? Es… es… —Sacudió la cabeza—. Daría cualquier cosa por tener esa habilidad.
Mirar esbozó una sonrisa torcida.
—¿Cualquier cosa?
Tyve echó un vistazo a la mujer y asintió.
—Sí —respondió.
«Ya empezamos», pensó Mirar, recordando momentos parecidos que había vivido a lo largo de los siglos. Hombres o mujeres jóvenes, embriagados por la ilusión de salvar vidas. Más tarde, cuando la euforia se extinguía y él les explicaba en qué consistía la vida de un tejedor de sueños, la mayoría cambiaba de idea.
«Si Tyve no cambia de idea, ¿lo instruirás?», preguntó Leiard.
«No hay mucho más que hacer por aquí —contestó Mirar—. Eso me mantendrá ocupado mientras intento permanecer alejado de los Blancos».
«¿Qué hay de Jayim?».
Mirar torció el gesto al pensar en el muchacho que Leiard había tomado como discípulo en Jarime.
«Arlij habrá encontrado a alguien que termine su formación. Para mí es del todo imposible hacerlo».
«Cierto, pero si las circunstancias te fuerzan a interrumpir la instrucción de este chico, no puedes confiar en que Arlij te sustituya», señaló Leiard.
«Sí que podría. Tal vez a Arlij no le haga mucha gracia, pero puedo enviar a Tyve a Somrey. Quizá ella me maldeciría por endosarle otro discípulo, pero reconocerá las ventajas de contar con tejedores siyís».
«Eso no entusiasmará a los Blancos —le advirtió Leiard—. Si los dioses se enteran de que un tejedor de sueños está adiestrando a un siyí, harán averiguaciones. Cuando descubran que Tyve recibe enseñanzas de alguien cuya mente no pueden leer, concebirán sospechas sobre tu identidad».
Mirar reflexionó.
«Si Tyve decide convertirse en tejedor de sueños, tendrá que comprender y aceptar que debe guardarlo en secreto, y que yo tal vez me vea obligado a enviarlo a Somrey a completar su entrenamiento».
«Donde ya no sería necesario ocultarlo. Eso te gustaría, ¿verdad? Te encantaría que los Blancos se enteraran de que mientras ellos formaban a los primeros sacerdotes siyís, tú formabas al primer tejedor de sueños siyí».
«Me complacería bastante», admitió Mirar.
—¿Wilar?
Alzó la vista hacia Tyve.
—¿Qué tengo que hacer? —inquirió el joven.
Mirar sonrió.
—Te lo diré, pero ahora no. Nos queda trabajo por hacer.
Tyve movió la cabeza afirmativamente. Miró a la niña, que estaba sentada a un lado, con las piernas cruzadas.
—Está mostrando los primeros signos de la enfermedad. ¿Qué hacemos?
Mirar posó los ojos en la chiquilla y le hizo una seña.
—Ven aquí, pequeña. ¿Cómo te llamas?