LA AGONÍA DE LA PAZ

El sol de Roma se ha puesto. Nuestro día murió.

Nubes, rocío y peligros se acercan;

hemos cumplido nuestra labor.

SHAKESPEARE, Julio César

Así como en su momento Sorrento no significó un exilio para Gorki, tampoco lo fue Inglaterra para mí durante los primeros meses. Austria siguió existiendo después de aquella —así llamada— «revolución» y de la tentativa inmediatamente posterior de los nacionalsocialistas de apoderarse del país mediante un golpe de mano y el asesinato de Dollfuss. La agonía de mi patria habría de durar todavía cuatro años. Podía volver a mi casa en aquel momento, no estaba desterrado, aún no era un proscrito. Nadie había tocado mis libros de la casa de Salzburgo, todavía tenía el pasaporte austriaco, la patria seguía siendo mi patria y yo, ciudadano suyo con todos los derechos. No había empezado aún esa espantosa condición de apátrida, imposible de explicar a quien no la haya padecido en carne propia, esa enervante sensación de tambalearse suspendido en el vacío con los ojos abiertos y de saber que dondequiera que uno eche raíces puede ser rechazado en cualquier momento. Me encontraba tan sólo al comienzo del periplo y, sin embargo, todo fue muy diferente cuando, a finales de febrero de 1934, bajé del tren en Victoria Station; se ve diferente una ciudad si uno ha decidido quedarse en ella o si sólo la visita como turista. No sabía cuánto tiempo viviría en Londres. Me importaba una sola cosa: poder volver a mi trabajo, defender mi libertad interior y exterior. No me compré ninguna casa, porque toda propiedad significa una atadura, sino que alquilé un pisito, lo bastante grande como para colocar una mesa escritorio y guardar en dos armarios empotrados los pocos libros de los que no estaba dispuesto a desprenderme. En realidad, con eso tenía todo lo que un trabajador intelectual necesita. No había espacio para la vida social, es cierto, pero yo prefería vivir en un marco limitado y, a cambio de ello, poder viajar libremente de vez en cuando; sin saberlo, mi vida ya había enfilado el camino de la provisionalidad y abandonado la permanencia en un mismo lugar.

La primera tarde —ya anochecía y los contornos de las paredes se desdibujaban en el crepúsculo— entré en la pequeña vivienda, ya por fin preparada, y me asusté, porque en aquel momento tuve la impresión de entrar en aquel otro pequeño alojamiento que había preparado en Viena, con las mismas pequeñas habitaciones, los mismos libros que me saludaban desde la pared y los alucinados ojos del Rey Juan de Blake, que me acompañaba a todas partes. Necesité de veras un rato para reponerme, pues durante años no había vuelto a recordar aquel domicilio. ¿Era un símbolo de que mi vida —tan dilatada ya— se retraía hacia el pasado y yo me convertía en una sombra de mí mismo? Cuando, veinte años atrás, escogí aquel piso de Viena, también era un comienzo. No había escrito nada todavía o, al menos, nada importante; mis libros, mi nombre, todavía no existían en mi país. Ahora, por una curiosa similitud, mis libros habían vuelto a desaparecer de la lengua en que habían sido escritos y todo lo nuevo que escribía era desconocido para Alemania. Los amigos estaban lejos, el viejo círculo se había roto, la casa había desaparecido junto con sus colecciones y cuadros; exactamente igual que antaño, me volvía a encontrar rodeado de extraños. Todo lo que había intentado, hecho, aprendido y vivido entretanto parecía como si se lo hubiera llevado el viento; a los cincuenta años y pico me encontraba otra vez al principio, volvía a ser un estudiante que se sentaba ante su escritorio y por la mañana trotaba hacia la biblioteca, bien que ya no tan crédulo, no tan entusiasta, con un reflejo gris en el pelo y un atisbo de desánimo en el alma cansada.

Me cuesta decidirme a contar muchas cosas de aquellos años de 1934 a 1940 pasados en Inglaterra, porque me estoy acercando a la época actual y todos la hemos vivido casi de la misma forma, con el mismo desasosiego avivado por la radio y los periódicos, con las mismas esperanzas y angustias. Hoy todos recordamos con poco orgullo la ceguera política de aquellos años y vemos con horror hasta dónde nos ha conducido; quien quisiera explicarlo, tendría que acusar, ¡y quién de nosotros tendría derecho a hacerlo! Además, mi vida en Inglaterra fue muy reservada. Aun sabiéndome lo bastante necio como para no poder superar un obstáculo tan superfluo, viví todos aquellos años de semiexilio y exilio desconectado de toda vida social franca y abierta, llevado por el error de considerar que en un país extranjero no me estaba permitido participar en debates sobre la época. Si en Austria no había podido hacer nada contra la insensatez de los círculos dirigentes, ¿qué podía intentar allí, donde me sentía huésped de aquella buena isla, sabiendo (gracias a un mejor y más exacto conocimiento que ya teníamos de ella) que si señalaba los peligros con los que Hitler amenazaba al mundo se lo tomarían como una opinión personal interesada? Era francamente difícil a veces morderse la lengua ante errores notorios. Era doloroso ver cómo una propaganda magistralmente escenificada abusaba precisamente de la suprema virtud de Inglaterra, la lealtad, la sincera voluntad de dar crédito a cualquiera desde el principio y sin pedirle pruebas. Una y otra vez se pretendía hacer creer que Hitler sólo quería atraer a los alemanes de los territorios fronterizos, que luego se daría por satisfecho y, en agradecimiento, exterminaría al bolchevismo; este anzuelo funcionó a la perfección. A Hitler le bastaba mencionar la palabra «paz» en un discurso para que los periódicos olvidaran con júbilo y pasión todas las infamias cometidas y dejaran de preguntar por qué Alemania se estaba armando con tanto frenesí. Los turistas que regresaban de Berlín, donde, con toda previsión, se les había guiado y halagado, elogiaban el orden que allí reinaba y a su nuevo amo; poco a poco fueron surgiendo voces en Inglaterra que empezaban a justificar en parte sus «reivindicaciones» de una Gran Alemania; nadie comprendía que Austria era la piedra angular del edificio y que, tan pronto como la hicieran saltar, Europa se derrumbaría. Pero yo percibía la ingenuidad y la noble buena fe con las que los ingleses y sus dirigentes se dejaban seducir; me daba cuenta de ello con los ojos ardientes de quien en su país había visto de cerca las caras de las tropas de asalto y les había oído cantar: «Hoy Alemania es nuestra, mañana lo será el mundo entero». Cuanto más se acentuaba la tensión política, más me apartaba de las conversaciones en torno a ella y de cualquier actividad pública. Inglaterra es el único país del viejo mundo donde no he publicado ningún artículo relacionado con temas contemporáneos, donde nunca he hablado por la radio ni he participado en debates públicos; he vivido allí, en mi pequeño domicilio, en mayor anonimato que treinta años antes cuando era estudiante en Viena. Por lo tanto, no soy un testigo válido con derecho a hablar de Inglaterra y menos aún si, como tuve que confesar más tarde, antes de la guerra no había llegado a descubrir la fuerza profunda de Inglaterra, retenida en sí misma, que se revela sólo en los momentos de extremo peligro.

Tampoco vi a muchos escritores. Precisamente a los dos con los que acabé trabando amistad, John Drinwater y Hugh Walpole, se los llevó una muerte prematura, y no trataba mucho con los más jóvenes porque, a causa de la sensación de inseguridad del foreigner, que me agobiaba funestamente, evitaba clubes, cenas y actos públicos. Sin embargo, en una ocasión tuve el placer especial y realmente inolvidable de ver a los dos cerebros más agudos, Bernard Shaw y H. G. Wells, en una discusión, muy cargada por debajo, pero caballerosa y brillante por fuera. Fue durante un lunch con pocas personas en casa de Shaw y yo me hallaba en la situación —en parte atractiva y en parte desagradable— de no estar al tanto de lo que provocaba la tensión subterránea que se percibía como una corriente eléctrica entre los dos patriarcas, ya desde el momento en que se saludaron con una familiaridad ligeramente impregnada de ironía. Debía existir entre ellos una divergencia de opinión en cuestiones de principios que se había dirimido poco antes o se había de dirimir durante aquel almuerzo. Estas dos grandes figuras, cada una de ellas una gloria de Inglaterra, habían luchado codo a codo, hacía medio siglo y en el círculo de la Sociedad Fabiana, a favor del socialismo, por aquella época un movimiento también joven todavía. Desde entonces esas dos personalidades tan definidas habían evolucionado por caminos cada vez más divergentes: Wells, perseverando en su idealismo activo y trabajando incansablemente en su visión del futuro de la humanidad; Shaw, en cambio, observando tanto el futuro como el presente cada vez con más ironía y escepticismo, para así poner a prueba su juego mental, hecho de reflexión y divertimiento. También físicamente se habían convertido con los años en dos figuras completamente opuestas. Shaw, el increíblemente vigoroso octogenario que en las comidas sólo mordisqueaba nueces y fruta, alto, delgado, siempre tenso, siempre con una estrepitosa carcajada en sus labios fácilmente comunicativos y más enamorado que nunca de los fuegos artificiales de sus paradojas; Wells, el septuagenario con más gusto por la vida y con una vida más holgada que nunca, bajo de estatura, mofletudo e implacablemente serio tras su ocasional hilaridad. Shaw, brillante en su agresividad, rápido y ligero a la hora de cambiar los puntos de ataque; Wells, con una defensa tácticamente fuerte, imperturbable como siempre en su fe y sus convicciones. En seguida tuve la impresión de que Wells no había acudido a una simple sobremesa para conversar con amigos, sino a una especie de exposición de principios. Y precisamente porque yo no estaba informado de los motivos ocultos de aquel conflicto de ideas, percibí con más intensidad la atmósfera que se respiraba. En cada gesto, cada mirada y cada palabra de ambos llameaban unas ganas de pelear a menudo traviesas, pero en el fondo también serias; era como si dos esgrimidores, antes de atacarse de veras, ensayaran su agilidad con pequeñas estocadas exploratorias. Shaw poseía un intelecto más rápido. Bajo sus espesas cejas sus ojos centelleaban cada vez que daba una respuesta o atajaba otra; su gusto por las agudezas, sus juegos de palabras, que había perfeccionado durante sesenta años hasta convertirlos en un virtuosismo sin igual, los superó hasta llegar a una especie de petulancia. A ratos, la blanca y espesa barba le temblaba de espontáneas risas llenas de furia contenida, y la cabeza, un poco ladeada, parecía seguir con la mirada la trayectoria de las saetas que disparaba para ver si daban en el blanco. Wells, con sus mofletes colorados y sus ojos tranquilos y tapados, era más mordaz y directo; también su inteligencia trabajaba con una rapidez extraordinaria, pero sin tantos malabarismos, ya que él prefería las estocadas directas, lanzadas con desenvoltura y naturalidad. Era un relampagueo tan intenso y rápido —parada y estocada, estocada y parada, siempre con apariencia de jocosidad— que el espectador no se cansaba de admirar el juego de floretes, el centelleo y las fintas. Pero tras aquel diálogo rápido, mantenido constantemente en un nivel de lo más alto, aparecía una especie de enfurecimiento intelectual que se disciplinaba con nobleza, a la manera inglesa, adoptando las formas dialécticas más corteses. Había —y eso hacía tanto más interesante la discusión— formalidad en el juego y juego en la formalidad, era una brava confrontación entre dos caracteres diametralmente opuestos, que sólo en apariencia se inflamaba por razones objetivas, pero que en realidad se basaba en causas y motivos ocultos que yo desconocía. Sea como fuere, vi a los dos mejores hombres de Inglaterra en uno de sus mejores momentos, y la continuación de esa polémica, publicada en las semanas siguientes en la Nation, no me proporcionó ni la centésima parte del placer que experimenté durante aquel fogoso diálogo, porque tras los argumentos, convertidos ya en abstractos, ya no se revelaba lo bastante el hombre vivo ni la esencia propiamente dicha del debate. Pocas veces he disfrutado tanto con la fosforescencia producida por la fricción de dos espíritus ni he visto el arte del diálogo ejercido con tanto virtuosismo en una comedia teatral, ni antes ni después, como en aquella ocasión en la que alcanzó la perfección en sus formas más nobles, sin proponérselo y sin teatralidad.

Viví aquellos años en Inglaterra sólo físicamente, no con toda el alma. Y fue precisamente la inquietud por Europa, esa dolorosa inquietud que nos destrozaba los nervios, lo que, en los años entre la toma del poder por Hitler y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, me movió a viajar a menudo e incluso a cruzar el océano por dos veces. Quizá me empujaba a ello el presentimiento de que era necesario almacenar, para tiempos más tenebrosos, todas las impresiones y experiencias que el corazón pudiera contener, mientras el mundo permaneciera abierto y los barcos pudieran recorrer en paz su ruta a través de los mares; quizá también me empujaba el afán de saber que, mientras la desconfianza y la discordia destruían nuestro mundo, en alguna parte se estaba construyendo otro; quizá también una intuición, muy vaga todavía, me decía que nuestro futuro, y también el mío, se encontraba lejos de Europa. Un ciclo de conferencias a lo largo y ancho de los Estados Unidos me ofreció la grata oportunidad de ver este inmenso país en toda su diversidad y, a la vez, unidad, de este a oeste y de norte a sur. Pero quizá fue todavía más fuerte la impresión que me causo América del Sur, adonde acepté viajar de buen grado a raíz de una invitación al congreso del PEN Club Internacional; nada me pareció tan importante en aquel momento como reforzar la idea de la solidaridad espiritual por encima de países y lenguas. Las últimas horas pasadas en Europa antes de aquel viaje me exhortaron a ponerme en camino con un nuevo y serio aviso. En aquel verano de 1936 había estallado la guerra civil española, la cual, vista superficialmente, sólo era una disensión interna en el seno de ese bello y trágico país, pero que, en realidad, era ya una maniobra preparada por las dos potencias ideológicas con vistas a su futuro choque. Había salido yo de Southampton en un barco inglés con la idea de que el vapor evitaría la primera escala, en Vigo, para eludir la zona en conflicto. Sin embargo, y para mi sorpresa, entramos en ese puerto e incluso se nos permitió a los pasajeros bajar a tierra durante unas horas. Vigo se encontraba entonces en poder de los franquistas y lejos del escenario de la guerra propiamente dicha. No obstante, en aquellas pocas horas pude ver cosas que me dieron motivos justificados para reflexiones abrumadoras. Delante del ayuntamiento, donde ondeaba la bandera de Franco, estaban de pie y formados en fila unos jóvenes, en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas campesinas, traídos seguramente de los pueblos vecinos. De momento no comprendí para qué los querían. ¿Eran obreros reclutados para un servicio de urgencia? ¿Eran parados a los que allí daban de comer? Pero al cabo de un cuarto de hora, los vi salir del ayuntamiento completamente transformados. Llevaban uniformes nuevos y relucientes, fusiles y bayonetas; bajo la vigilancia de unos oficiales fueron cargados en automóviles igualmente nuevos y relucientes y salieron como un rayo de la ciudad. Me estremecí. ¿Dónde lo había visto antes? ¡Primero en Italia y luego en Alemania! Tanto en un lugar como en otro habían aparecido de repente estos uniformes: nuevos e inmaculados, los flamantes automóviles y las ametralladoras. Y una vez más me pregunté: ¿quién proporciona y paga esos uniformes nuevos? ¿Quién organiza a esos pobres jóvenes anémicos? ¿Quién los empuja a luchar contra el poder establecido, contra el parlamento elegido, contra los representantes legítimos de su propio pueblo? Yo sabía que el tesoro público estaba en manos del gobierno legítimo, como también los depósitos de armas. Por consiguiente, esas armas y esos automóviles tenían que haber sido suministrados desde el extranjero y sin duda habían cruzado la frontera desde la vecina Portugal. Pero, ¿quién los había suministrado? ¿Quién los había pagado? Era un poder nuevo que quería el dominio, el mismo poder que actuaba aquí y allá, un poder que amaba la violencia, que necesitaba la violencia y que consideraba debilidades anticuadas todas las ideas que nosotros profesábamos y por las cuales vivíamos: paz, humanidad, entendimiento mutuo. Eran grupos secretos, escondidos en sus despachos y consorcios, que cínicamente se aprovechaban del idealismo ingenuo de los jóvenes para sus ambiciones de poder y sus negocios. Era una voluntad de imponer la fuerza que, con una técnica nueva y más sutil, quería extender por nuestra infausta Europa la vieja barbarie de la guerra. Una sola impresión óptica, sensorial, siempre causa más impacto en el alma que mil opúsculos y artículos de periódico. Y en el momento en que vi cómo instigadores ocultos proveían de armas a aquellos muchachos jóvenes e inocentes y los lanzaban contra muchachos también jóvenes e inocentes de su propia patria, tuve el presentimiento de lo que nos esperaba, de lo que amenazaba a Europa. Cuando, al cabo de unas horas de parada, el barco desatracó de nuevo, corrí a mi camarote. Me resultaba demasiado doloroso seguir viendo ese hermoso país que había caído víctima de una horrible desolación por culpa de otros; Europa me parecía condenada a muerte por su propia locura, Europa, nuestra santa patria, cuna y Partenón de nuestra civilización occidental.

Tanto más plácida se ofreció después Argentina a la mirada. Volvía a ser España, su vieja cultura, protegida y preservada en una nueva tierra, más vasta, todavía no abonada con sangre, todavía no emponzoñada con odio. Había abundancia e incluso exceso de alimentos, de riqueza, había espacio infinito y, con él, comida para el futuro. Se apoderó de mí una inmensa alegría y una especie de nueva confianza. ¿No habían emigrado las culturas de un país a otro desde hacía miles de años? ¿No se salvaban siempre las semillas, aunque el árbol cayera bajo el hacha, y con ellas también las nuevas flores y los frutos? Lo que las generaciones anteriores y contemporáneas habían logrado nunca se perdería del todo. Sólo hacía falta aprender a pensar a partir de dimensiones más grandes, a contar con lapsos de tiempo más amplios. Deberíamos empezar a pensar, me decía a mí mismo, ya no sólo a la europea, sino mirando más allá de Europa; no deberíamos enterrarnos en un pasado moribundo, sino participar en su renacimiento. Y es que, por la cordialidad con la que toda la población de esta nueva ciudad de millones de habitantes ha participado en nuestro congreso, he visto que allí no éramos unos extraños, que todavía estaba viva, vigente y eficaz la fe en la unidad espiritual, a la cual hemos dedicado los mejores años de nuestra vida, y que en la época de las nuevas velocidades, ya ni el océano nos separaba. Una nueva misión sustituía a la vieja: construir la comunidad que soñábamos en unas dimensiones más grandes y en uniones más osadas. Si, después de la última mirada a la inminente guerra, había dado a Europa por perdida, ahora, allí, bajo la Cruz del Sur, de nuevo empezaba a creer y a tener esperanza.

Una impresión no menos imponente, una promesa no menor, supuso para mí Brasil, este país generosamente dotado por la naturaleza de la ciudad más bella del mundo, este país con un espacio inmenso que ni los ferrocarriles ni las carreteras, ni siquiera los aviones, podían recorrer todavía de cabo a rabo. Aquí el pasado se ha conservado con más esmero que en la misma Europa; aquí, el embrutecimiento que trajo consigo la Primera Guerra Mundial no ha penetrado todavía en las costumbres, en el espíritu de las naciones; aquí los hombres viven más pacífica y educadamente que entre nosotros, menos hostil que entre nosotros es el trato entre las diferentes razas; aquí el hombre no ha sido separado del hombre por absurdas teorías de sangre, raza y origen; se tenía el singular presentimiento de que aquí todavía se podía vivir en paz; aquí el espacio, por cuya mínima partícula luchaban los estados de Europa y lloriqueaban los políticos, estaba preparado, en una abundancia inconmensurable, para recibir el futuro; aquí la tierra esperaba todavía al hombre para que la utilizara y la llenara con su presencia; aquí se podía continuar y desarrollar en nuevas y grandiosas formas la civilización que Europa había creado. Con ojos felices ante las mil formas de la belleza de aquella nueva naturaleza, vi el futuro.

Pero viajar e irme lejos, hasta otros mundos y otras estrellas, no quería decir huir de Europa ni de la aflicción por Europa. Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica —gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas— le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo. Por más que me alejara de Europa, su destino me acompañaba. Desembarcando de noche en Pernambuco, con la Cruz del Sur sobre mi cabeza y rodeado de gentes de piel oscura en la calle, vi en un periódico la noticia del bombardeo de Barcelona y del fusilamiento de un amigo español en cuya compañía había pasado unas agradables horas no hacía muchos meses. Cuando me dirigía a Tejas a toda velocidad en un vagón pulman, entre Houston y otra ciudad petrolera oí de repente a alguien que gritaba furioso en alemán: un compañero de viaje había sintonizado casualmente una emisora alemana en la radio del tren y tuve que escuchar, a través de la llanura de Tejas, un exaltado discurso de Hitler. No había modo de escaparse, ni de día ni de noche; siempre debía pensar, con dolorosa ansiedad, en Europa y, dentro de Europa, en Austria. Puede parecer patriotismo mezquino el que, ante la inmensidad del peligro que amenazaba desde China hasta más allá del Ebro y el Manzanares, yo me preocupara especialmente por el destino de Austria. Pero sabía que el destino de toda Europa estaba ligado a este pequeño país que, casualmente, era mi patria. Cuando uno intenta trazar retrospectivamente los errores de la política después de la Primera Guerra Mundial, se da cuenta de que el mayor de todos fue que tanto los políticos europeos como los norteamericanos no llevaron a la práctica el claro y simple plan de Wilson, sino que lo mutilaron. La idea del mismo era conceder libertad e independencia a las pequeñas naciones, pero él había visto con acierto que tal libertad e independencia sólo podían mantenerse dentro de una unidad de todos los estados, pequeños y grandes, en una organización de orden superior. Al no crear esa organización —la auténtica y total Liga de las Naciones— y al aplicar sólo la otra parte de su programa, la independencia de los estados pequeños, en vez de paz y tranquilidad se creó una tensión crispante. Pues nada es más peligroso que el delirio de grandeza de los pequeños y lo primero que hicieron los estados pequeños, tan pronto como se formaron, fue intrigar los unos contra los otros y disputarse territorios minúsculos: Polonia contra Chequia, Hungría contra Rumania, Bulgaria contra Serbia, y el más débil de todos en esas rivalidades era la diminuta Austria frente a la prepotente Alemania. Este troceado y mutilado país, cuyos soberanos en otro tiempo habían mandado en Europa a sus anchas, era —tengo que repetirlo— la piedra angular del edificio. Yo sabía lo que no podían ver los millones de habitantes de la capital inglesa que me rodeaban: que con Austria caería Checoslovaquia y que, después, Hitler tendría el camino despejado para apoderarse de los Balcanes; sabía que el nacionalsocialismo, con Viena en su poder y gracias a la peculiar estructura de la ciudad, tenía en su inflexible mano la palanca capaz de zarandear Europa y sacarla de sus goznes. Sólo los austriacos sabíamos con qué avidez, estimulada por el resentimiento, Hitler ambicionaba Viena, la ciudad que lo había visto en la miseria más extrema y en la que quería entrar como triunfador. Por eso, cada vez que yo hacía una escapada a Austria y luego volvía a cruzar la frontera, respiraba con alivio: «Esta vez, todavía no». Y miraba hacia atrás como si fuera la última. Veía acercarse la catástrofe, inevitablemente; cien veces durante aquellos años, mientras los demás leían confiados los periódicos, yo temía en lo más íntimo de mi ser ver en ellos los titulares: Finis Austriae. ¡Ah, cómo me había engañado a mí mismo con la ilusión de creer que desde hacía tiempo me había desligado de su destino! Desde lejos compartía todos los días el sufrimiento de su lenta y febril agonía: infinitamente más que mis amigos que vivían en ella, que a su vez se engañaban con muestras de patriotismo y se repetían los unos a los otros, día tras día: «Francia e Inglaterra. Y sobre todo Mussolini no lo permitirá». Creían en la Liga de las Naciones y en los tratados de paz como los enfermos en las medicinas con hermosas etiquetas. Vivían tranquilos y despreocupados, mientras que a mí, que lo veía todo más claro, se me partía el corazón de angustia.

Tampoco mi último viaje a Austria estuvo motivado por otra cosa que por un estallido espontáneo de miedo ante la catástrofe cada vez más inminente. Había estado en Viena en el otoño de 1937 para visitar a mi anciana madre y durante un tiempo no tuve nada más que hacer allí; como nada urgente me retenía, regresé a Londres. Al cabo de pocas semanas (sería a finales de noviembre), una tarde me dirigía a casa por Regent Street y compré el Evening Standard. Era el día en que lord Halifax volaba hacia Berlín para intentar por primera vez negociar personalmente con Hitler. En aquella edición del periódico se especificaban —todavía lo veo, el texto a la derecha y en negrita— los puntos sobre los que Halifax quería llegar a un acuerdo con Hitler. Y entre líneas leí, o creí leer: el sacrificio de Austria, pues ¿qué otra cosa podía significar una entrevista con Hitler? Y es que los austríacos sabíamos que Hitler no cedería nunca en este punto. Curiosamente la enumeración programática de los temas de debate sólo se incluyó en la edición del mediodía del Evening Standard y desapareció completamente de las demás ediciones del mismo periódico a partir de la tarde. (Luego corrió el rumor de que esa información la había proporcionado al periódico la legación italiana, porque lo que más temía Italia en 1937 era un acuerdo entre Alemania e Inglaterra a sus espaldas). No podría decir hasta qué punto era objetiva y cierta la noticia (inadvertida seguramente para la gran mayoría) tal como se publicó en aquella edición del Evening Standard. Sólo sé que me estremecí horrorizado ante la idea de que Hitler e Inglaterra negociaran ya respecto a Austria; no me avergüenza decir que el periódico me temblaba en las manos. Falsa o verdadera, la noticia me conmocionó como ninguna otra desde hacía años, pues sabía que, aun cuando se confirmara sólo una pequeña parte de la misma, sería el principio del fin, caería la piedra angular del edificio y, con ella, el edificio entero. Di marcha atrás en el acto, subí al primer autobús en dirección a Victoria Station y me dirigí a Imperial Airways para preguntar si quedaba algún asiento libre en el avión de la mañana siguiente. Quería volver a ver a mi madre, la familia, la patria. Por casualidad pude hacerme todavía con un billete; metí cuatro cosas en una maleta y volé hacia Viena.

Los amigos se sorprendieron ante mi regreso tan rápido y repentino. Y ¡cómo se rieron a costa mía cuando les insinué mis inquietudes! «El mismo Jeremías de siempre», dijeron con sorna. ¿Acaso no sabía que la población entera de Austria apoyaba ahora a Schuschnigg al cien por cien? Elogiaron con profusión de detalles las grandiosas manifestaciones del «Frente Patriótico», mientras yo, por el contrario, había observado en Salzburgo que la mayoría de los participantes sólo llevaba el distintivo reglamentario de la coalición pegado en la solapa por miedo a perder sus puestos de trabajo, pero a la vez desde hacía tiempo estaban inscritos —por precaución en Munich— en las filas de los nacionalsocialistas: había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento. Sabía que las mismas voces que hoy gritaban «¡Heil Schuschnigg!» mañana rugirían «¡Heil Hitler!». Sin embargo, todos aquellos con los que hablé en Viena mostraban una sincera despreocupación. Se invitaban mutuamente a actos sociales con esmoquin y frac (sin sospechar que pronto llevarían el uniforme de prisioneros en campos de concentración); desbordaban los comercios con compras de Navidad para sus hermosas casas (sin sospechar que en unos meses otros se las quitarían y las saquearían). Y esa eterna despreocupación de la vieja Viena, que tanto me había gustado antes y con la que he soñado toda la vida, esa despreocupación que el poeta nacional vienés Anzengruber resumió una vez en el axioma «Nada te puede pasar», por primera vez me dolió. Aunque quizás, en última instancia, eran más sabios que yo todos aquellos amigos de Viena, pues sufrían sólo cuando pasaba algo, mientras que yo me imaginaba las desgracias, las padecía antes de tiempo y volvía a padecerlas cuando ocurrían de veras. Sin embargo ya no comprendía a mis amigos, ni podía hacerme comprender por ellos. Después del segundo día ya no previne a nadie más. ¿Para qué inquietar a alguien que no quiere ser inquietado?

Que el lector no lo tome como un adorno añadido, sino como la pura verdad, si digo que en los últimos días que pasé en Viena contemplé cada una de las familiares casas, cada iglesia, cada jardín y cada uno de los viejos rincones de la ciudad en la que había nacido con un «¡Nunca más!» mudo y desesperado. Había abrazado a mi madre con un secreto «¡Es la última vez!». Me despedí de toda la ciudad y de todo el país con un sentimiento de «Nunca más», pues tenía conciencia de que era una despedida, un adiós para siempre. Pasé de largo por Salzburgo, la ciudad donde tenía la casa en la que había trabajado durante veinte años, sin siquiera bajar del tren en la estación. Por supuesto que desde la ventanilla habría podido ver la casa de la colina, con todos sus recuerdos de los años vividos. Pero no volví los ojos hacia ella. ¿Para qué, mirándolo bien, si no volvería a vivir allí?, y en el instante en que el tren cruzó la frontera, supe, como el patriarca Lot de la Biblia, que detrás de mí todo era polvo y ceniza, un pasado petrificado en sal amarga.

Creía haber presentido todos los horrores que podían ocurrir cuando el sueño de odio de Hitler se hiciera realidad y él mismo ocupara victorioso Viena, la ciudad que lo rechazó cuando era un joven pobre y fracasado. Pero, ¡qué tímida, pequeña y lastimosa resultó mi fantasía, como toda fantasía humana, ante la inhumanidad que se desató aquel 13 de marzo de 1938, el día en que Austria, y con ella Europa, sucumbió a la fuerza bruta! Finalmente cayó la máscara. Como los demás estados ya habían manifestado abiertamente su miedo, la brutalidad ya no tenía que imponerse trabas morales, así que no se sirvió —¿conservaban todavía algún peso Inglaterra, Francia, el mundo?— de ningún pretexto hipócrita para excluir, por ejemplo, a los «marxistas» de la vida política. Ya no simplemente se robaba y saqueaba, sino que se daba rienda suelta a cualquier ansia de venganza personal. Catedráticos de universidad eran obligados a fregar las calles con las manos, judíos creyentes de barba blanca eran arrastrados al templo y obligados por mozalbetes vocingleros a arrodillarse y gritar a coro «¡Heil Hitler!». Por las calles se cazaba a gente inocente como a conejos y se los llevaba a empujones a los cuarteles de las SA para que limpiaran las letrinas; todo lo que la enfermiza y sórdida fantasía del odio había ideado durante muchas noches de orgía se desataba a la luz del día. Hechos tales como irrumpir en las casas y arrancar los pendientes a temblorosas mujeres pudieron haber ocurrido también siglos atrás, en las guerras medievales, durante el saqueo de las ciudades, pero el impúdico placer de la tortura en público, el tormento psíquico y la humillación refinada eran algo nuevo. Todo esto está registrado no por una sola persona, sino por las miles que lo han sufrido, y llegará un día en que una época más tranquila, no moralmente cansada como ya lo está la nuestra, leerá estremecida sobre los crímenes que cometió un solo hombre, rabioso de odio, en el siglo XX, en aquella ciudad de la cultura. Porque ése fue el diabólico triunfo de Hitler en medio de sus victorias militares y políticas: este hombre solo logró con sus constantes excesos embotar todo concepto de justicia. Antes de su «nuevo orden», el asesinato de una sola persona sin sentencia judicial ni causa notoria estremecía aún al mundo, la tortura era inconcebible en el siglo XX y se llamaba a las expropiaciones lisa y llanamente rapiña y robo. Ahora, en cambio, tras la nueva versión de las sucesivas Noches de San Bartolomé, después de las torturas hasta la muerte en las celdas de las SA y detrás de los alambres de espino, ¡qué importaba una injusticia aislada y el sufrimiento en este valle de lágrimas! En 1938, después de Austria, nuestro mundo ya estaba más acostumbrado a la inhumanidad, la injusticia y la brutalidad que cuanto lo había estado durante siglos. Lo que había ocurrido en aquella infausta ciudad de Viena antes habría bastado para provocar un boicot internacional, pero en el año 1938 la conciencia mundial claudicaba o sólo se quejaba un poco antes de olvidar y perdonarlo todo.

Aquellos días en que resonaban los gritos de auxilio lanzados diariamente desde la patria, en que sabía que amigos próximos eran secuestrados, torturados y humillados, en que, impotente, temblaba de miedo por aquellos a los que amaba, aquellos días fueron unos de los más terribles de mi vida. No me avergüenza decir —he aquí hasta qué punto la época nos ha pervertido el corazón— que no me estremecí ni lloré cuando me llegó la noticia de la muerte de mi madre, a la que había dejado en Viena, sino que, al contrario, sentí algo parecido a un alivio, pues ahora la sabía a salvo de todos los sufrimientos y peligros. A los ochenta y cuatro años, casi sorda del todo, vivía en nuestra casa familiar y, por lo tanto, de momento no podía ser desahuciada ni siquiera de acuerdo con las nuevas «leyes arias» y teníamos la esperanza de llevarla al extranjero de un modo u otro al cabo de un tiempo. Uno de los primeros decretos de Viena la había afectado seriamente. A su edad tenía las piernas débiles y estaba acostumbrada, durante sus paseos diarios, a descansar en un banco del Ring o del parque después de cada cinco o diez minutos de penoso andar. No hacía siquiera ocho días que Hitler se había convertido en amo y señor de la ciudad, cuando proclamó la orden que prohibía a los judíos sentarse en los bancos: era una de aquellas prohibiciones ideadas, obviamente, con el único y sádico propósito de martirizar con malicia. Y es que robar a los judíos tenía, al fin y al cabo, una cierta lógica y un sentido, pues con el producto del robo de las fábricas, del mobiliario de las casas y villas y de los puestos de trabajo vacantes, se podía alimentar a los partidarios y recompensar a los antiguos satélites; en definitiva la galería de arte de Göring debe su esplendor principalmente a esa práctica aplicada al por mayor. Ahora bien, impedir a una anciana o a un hombre mayor cansado sentarse unos minutos en un banco para recuperar el aliento, eso estaba reservado al siglo y al hombre que millones de personas adoraban como al más grande de la época.

Por fortuna a mi madre le fue ahorrado el tomar parte por mucho tiempo en tales groserías y humillaciones. Murió pocos meses después de la ocupación de Viena y no puedo menos que mencionar un episodio relacionado con su muerte, pues creo importante dejar constancia de esta clase de detalles con vistas a un futuro que los tendrá por imposibles. Una mañana, aquella mujer de ochenta y cuatro años sufrió un desmayo. El médico que la atendió pronosticó en seguida que difícilmente pasaría de aquella noche y mandó buscar a una enfermera, una mujer de cuarenta años, para que la velara junto a su cama. Ni mi hermano ni yo, sus dos únicos hijos, estábamos en Viena y, naturalmente, no podíamos acudir, pues para los representantes de la cultura alemana regresar a Austria para visitar a una madre en su lecho de muerte también constituía un delito. De modo que un primo nuestro aceptó pasar la noche en la casa para que al menos alguien de la familia estuviera presente en el momento de la muerte. Aquel primo era entonces un hombre de sesenta años que tampoco gozaba de buena salud y que de hecho también murió al cabo de un año. Cuando había empezado a prepararse la cama en la habitación contigua para pasar allí la noche, apareció la enfermera —hay que decir en su honor que bastante avergonzada— para comunicar que, lamentándolo mucho, según las nuevas leyes nacionalsocialistas, le resultaba imposible pasar la noche al lado de la moribunda. Dijo que mi primo era judío y, puesto que ella era una mujer de menos de cincuenta años, no podía pasar la noche bajo el mismo techo al mismo tiempo que él, ni siquiera para velar a una moribunda, pues, conforme a la mentalidad de Streicher, lo primero que se le ocurriría a un judío sería practicar con ella un acto de deshonra racial. Por supuesto, añadió, lamentaba mucho aquella orden, pero debía cumplir la ley. Y así mi primo de sesenta años, para que la enfermera pudiera quedarse junto a la moribunda, se vio obligado a salir de la casa al anochecer. Quizás ahora se comprenda que yo considerara afortunada a mi madre por no tener que seguir viviendo entre esa clase de gente.

La caída de Austria produjo en mi vida privada un cambio que en un principio consideré del todo insignificante y puramente formal: perdí mi pasaporte austriaco y tuve que pedir a las autoridades británicas un documento sustitutivo, un pasaporte de apátrida. En mis sueños cosmopolitas me había imaginado a menudo en mi fuero interno cuán espléndido y conforme a mis sentimientos sería vivir sin estado, no estar obligado a ningún país: y, por lo tanto, pertenecer a todos sin distinción. Pero una vez más tuve que reconocer cuán imperfecta es la fantasía humana y hasta qué punto no comprendemos las sensaciones más importantes hasta que no las hemos vivido nosotros mismos. Diez años antes, en una ocasión en que encontré a Dmitri Merezhkovski en París y le oí lamentarse de que sus libros estaban prohibidos en Rusia, yo, inexperto, intenté consolarlo maquinalmente diciéndole que aquello significaba muy poco teniendo en cuenta la difusión universal que habían tenido. Pero luego, cuando mis libros desaparecieron de la lengua alemana, ¡con qué claridad comprendí su queja de no poder publicar la palabra creada más que en traducciones, un medio diluido, cambiado! Asimismo, no fue hasta el instante en que fui admitido en un despacho oficial inglés, después de una larga espera en una antesala sentado en el banco de los solicitantes, cuando comprendí qué significaba el cambio de mi pasaporte por un papel para extranjeros. Máxime cuando hasta entonces había tenido derecho a un pasaporte austriaco. Cualquier funcionario austriaco del consulado o de la policía tenía la obligación de extendérmelo como a ciudadano de pleno derecho. En cambio, el documento de extranjero que me dieron los ingleses tuve que pedirlo. Era un favor, pero un favor que me podían retirar en cualquier momento. De la noche a la mañana había descendido un peldaño más. Ayer todavía era un huésped extranjero y, en cierto modo, un gentleman que gastaba allí sus ingresos internacionales y pagaba sus impuestos, y hoy me había convertido en un emigrado, un «refugiado». Me rebajaron a una categoría inferior, aunque no deshonrosa. Además, de ahora en adelante debía solicitar cualquier visado extranjero en aquella hoja de papel, porque en todos los países desconfiaban de esa «clase» de hombres de los cuales, de repente, yo formaba parte: hombres privados de derechos y sin patria, a los que, en caso de necesidad, se los podía expulsar y devolver a su país como a los demás, si se convertían en una carga o permanecían allí demasiado tiempo. Y tuve que recordar las palabras que un exiliado ruso me había dicho años atrás: «Antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se lo trata como a un hombre».

En efecto: tal vez nada demuestra de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía. Todas las humillaciones que se habían inventado antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes y durante el viaje. Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido.

Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione. Pero con estas absurdas «bagatelas» nuestra generación ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. Si calculo los formularios que rellené aquellos años, las declaraciones de impuestos, los certificados de divisas, los permisos de paso de fronteras, de residencia y salida del país, los formularios de entrada y salida, las horas que pasé haciendo cola en las antesalas de los consulados y las administraciones públicas, el número de funcionarios ante los que me senté, amables o huraños, aburridos o ajetreados, todos los registros e interrogatorios que tuve que soportar en las fronteras, me doy cuenta entonces de cuánta dignidad humana se ha perdido en este siglo que los jóvenes habíamos soñado como un siglo de libertad, como la futura era del cosmopolitismo. ¡Cuánta parte de nuestra producción, de nuestra creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma! Durante aquellos años, todos estudiamos más normativa oficial que libros; los primeros pasos que dábamos en una ciudad extranjera, un país extranjero, ya no se dirigían a los museos y monumentos, sino al consulado o a la jefatura de policía en busca de un «permiso». Cuando nos encontrábamos, los mismos que antes solíamos hablar de una poesía de Baudelaire y discutíamos de diversos problemas con pasión intelectual, ahora nos sorprendíamos hablando de «afidávits» y permisos y de si debíamos solicitar un visado permanente o de turista; conocer a una funcionaria insignificante de un consulado que nos acortara el rato de espera era, en aquella década, más vital que la amistad de un Toscanini o un Rolland. Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal, considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales.

Quizás estaba yo demasiado mal acostumbrado de antes. Quizá mi sensibilidad se había vuelto cada vez más irritable por los cambios bruscos de los últimos años. La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi «yo» original y auténtico quedó destruida para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío. Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras.

Pero no era yo el único que tenía esta sensación de inseguridad. Poco a poco la inquietud fue extendiéndose por toda Europa. El horizonte político se oscureció desde el día en que Hitler atacó Austria, y los mismos que en Inglaterra en secreto le habían allanado el camino con la esperanza de comprar así la paz para su país, entonces empezaron a reflexionar. Desde 1938 no hubo en Londres, París, Roma, Bruselas, así como en ninguno de los pueblos y ciudades, ninguna conversación que, por alejado que fuera su tema al inicio, no desembocara en la inevitable pregunta de si todavía se podía evitar la guerra, o por lo menos diferirla, y cómo. Cuando pienso en todos esos meses de miedo continuo y creciente ante la posibilidad de una guerra en Europa, sólo recuerdo dos o tres días de plena confianza, dos o tres días en los que aún teníamos la sensación, por última vez, de que las nubes pasarían de largo y podríamos volver a respirar libremente y en paz como antes. El perverso destino, sin embargo, quiso que aquellos dos o tres días fueran precisamente los que quedaran registrados como los más funestos de la historia contemporánea: los días de la Entrevista de Chamberlain con Hitler en Munich.

Sé que hoy se recuerda con disgusto aquel encuentro en que Chamberlain y Daladier, colocados impotentes contra la pared, capitularon ante Hitler y Mussolini, pero, puesto que quiero servir a la verdad basándome en documentos, debo confesar que todo aquel que vivió aquellos días en Inglaterra entonces los consideró admirables. La situación era desesperada en los últimos días de septiembre de 1938. Chamberlain regresaba en avión de su segunda entrevista con Hitler y al cabo de unos días se supo lo que había ocurrido. Chamberlain había ido a Goldemberg para conceder a Hitler todo lo que éste le había pedido anteriormente en Berchtesgaden. Pero lo que unas semanas antes le había parecido suficiente a Hitler luego ya no satisfacía su histeria de poder. La política del appeasement y del try and try again había fracasado estrepitosamente y en Inglaterra se había acabado de la noche a la mañana la época de la buena fe. Inglaterra, Francia, Checoslovaquia, Europa, sólo podían escoger entre humillarse ante las perentorias ansias de poder de Hitler o plantarle cara con las armas. Inglaterra parecía dispuesta a todo. Ya no escondía sus preparativos bélicos, sino que exhibía públicamente su armamento. De repente aparecieron obreros excavando refugios antiaéreos en medio de los jardines de Londres: en Hyde Park, Regent’s Park y, sobre todo, frente a la Embajada alemana. Se movilizó a la flota, los oficiales del estado mayor volaban sin parar entre París y Londres para decidir conjuntamente las últimas medidas, los barcos que se dirigían a América eran abordados por extranjeros que querían ponerse a salvo antes de que fuera demasiado tarde; desde 1914 Inglaterra no había conocido un despertar como aquél. La gente iba por la calle con un ademán más serio y pensativo. Miraba las casas y las calles rebosantes pensando para sus adentros: ¿no se abatirán mañana las bombas sobre ellas? Y, tras las puertas, todos se sentaban alrededor de la radio para escuchar las noticias. Una tensión tremenda, invisible pero perceptible, se había apoderado de todos y de cada segundo a lo largo y ancho del país.

Después se celebró aquella histórica sesión del Parlamento en la que Chamberlain informó sobre su nuevo intento de llegar a un acuerdo con Hitler y sobre una nueva propuesta, la tercera, de ir a visitarlo en cualquier lugar de Alemania para salvar la seriamente amenazada paz. Todavía no había obtenido respuesta. Y entonces, en mitad de la sesión, llegó —calculado con exagerado dramatismo— el telegrama que anunciaba el consentimiento de Hitler y Mussolini a una conferencia conjunta en Munich, y en aquel momento —un caso prácticamente único en la historia de Inglaterra— el Parlamento inglés perdió los nervios. Los diputados se pusieron en pie de un salto, gritando y aplaudiendo, las tribunas retumbaron de alegría. Hacía años que la honorable casa no había vibrado con tamaño estallido de júbilo como en aquella ocasión. Desde el punto de vista humano era un espectáculo maravilloso ver cómo el sincero entusiasmo por la posibilidad de salvar todavía la paz superaba el porte y la moderación tan virtuosamente practicados por los ingleses. Desde el punto de vista político, empero, aquel arrebato representó un terrible error, pues con aquella alegría desbordada el Parlamento y el país habían revelado hasta qué punto aborrecían la guerra y estaban dispuestos a cualquier sacrificio, a renunciar a sus intereses y hasta a su prestigio por amor a la paz. Sin embargo, de aquel día en adelante Chamberlain quedó señalado como el hombre que iba a Munich no a luchar por la paz, sino a implorarla. Pero entonces nadie sospechaba todavía la clase de capitulación que les aguardaba. Todo el mundo creía —yo también, no lo niego— que Chamberlain iba a Munich a negociar, no a capitular. Luego siguieron dos o tres días de impaciente espera, días en que el mundo entero, como quien dice, contuvo la respiración. Se excavaba en los parques, se trabajaba en las fábricas de armamento, se instalaban baterías antiaéreas, se repartían caretas antigás, se sopesaba la conveniencia de evacuar a los niños de Londres y se tomaban misteriosas medidas que nadie comprendía, pero que todo el mundo sabía a qué estaban destinadas. La gente volvió a pasar mañanas, tardes y noches esperando el periódico, escuchando la radio. Se repitieron aquellos momentos de julio de 1914 con una espera terrible y crispada, del sí o el no.

Y, de repente, como llevados por una fuerte ráfaga de viento, los sofocantes nubarrones se despejaron, los corazones se ensancharon y las almas se sintieron libres. Se había dado la noticia de que Hitler, Chamberlain, Daladier y Mussolini habían llegado a un acuerdo total y, más aún, que Chamberlain había conseguido cerrar un pacto con Alemania que garantizaba el arreglo pacífico de todos los posibles conflictos entre ambos países para siempre. Parecía una victoria decisiva de la tenaz voluntad de paz de un hombre de estado, por sí mismo soso e insignificante, y todos los corazones latieron de gratitud hacia él en aquel momento. Por radio se oyó primero el mensaje Peace for our time que anunciaba a nuestra sufrida generación que podíamos volver a vivir en paz y contribuir a la construcción de un mundo nuevo y mejor, y miente quien quiera negar a posteriori lo mucho que nos embriagaron aquellas palabras mágicas. Pues, ¿quién podía creer que un hombre que regresaba preparado para una entrada triunfal era un hombre derrotado? Si la gran masa de Londres hubiera sabido la hora exacta de la llegada de Chamberlain en la mañana de su regreso de Munich, centenares de miles de personas habrían invadido el aeródromo de Croydon para saludar y vitorear al hombre que, según creíamos todos en aquel momento, había salvado la paz de Europa y el honor de Inglaterra. Luego salieron los periódicos a la calle. Las fotografías mostraban a un Chamberlain (su rostro severo normalmente recordaba la cabeza de un pájaro irritado) orgulloso y sonriente en la puerta del avión, agitando el histórico documento que anunciaba Peace for our time y que él traía a su pueblo como valiosísimo regalo. Por la noche ya se pasaba la escena en los cines; la gente saltaba de los asientos, gritando y vitoreando, casi abrazándose, con el sentimiento de la nueva hermandad que se iniciaba entonces en el mundo. Para toda persona que en aquel momento estallaba en Londres, en Inglaterra, aquél fue un día inolvidable que prestó alas al espíritu.

En aquellos históricos días me encantaba pasear por las calles para impregnarme con más intensidad de su atmósfera, para respirar con todos los sentidos, en el sentido más propio de la palabra, el aire del momento. Los obreros habían dejado de excavar en los parques, la gente los rodeaba riendo y charlando, pues gracias a la peace for our time los refugios antiaéreos ya no eran necesarios; oí a dos chavales mofarse, en un cockney excelente, de aquellos refugios, diciendo que ojalá los convirtieran en meaderos públicos subterráneos, porque en Londres no había suficientes. Todos los presentes se rieron y todo el mundo parecía más animado, devuelto a la vida, como las plantas después de la tempestad. Caminaban más erguidos que el día anterior, con los hombros más ligeros y en sus ojos ingleses, por lo general tan fríos, centelleaba un brillo de alegría. Las casas parecían más luminosas desde que la gente sabía que no las amenazaban las bombas; los autobuses, más elegantes; el sol, más radiante; la vida de miles y miles de personas, sublimada y fortalecida por aquella sola palabra embriagadora. Yo notaba cómo también a mí me embriagaba la euforia. Caminaba incansable, cada vez más deprisa y más ligero: también a mí me llevaba la ola de la confianza reavivada, con más fuerza y alegría. En la esquina de Picadilly, de pronto se me acercó alguien precipitadamente. Era un funcionario del gobierno inglés al que en realidad conocía muy poco, un hombre impasible y reservado. En circunstancias normales nos habríamos saludado cortésmente y nada más y a él no se le habría ocurrido dirigirme la palabra. Pero en aquella ocasión venía a mi encuentro con los ojos chispeantes.

—Qué le ha parecido Chamberlain —me preguntó radiante de alegría—. Nadie confiaba en él, pero ha obrado correctamente. No ha transigido y así ha salvado la paz.

Era la opinión de todos; también la mía aquel día. Y el día siguiente también fue un día feliz. Los periódicos se mostraban unánimes en su júbilo, los valores de la bolsa subieron espectacularmente, por primera vez desde hacía años llegaban voces de amistad desde Alemania y en Francia proponían levantar un monumento a Chamberlain. Pero, ay, sólo fue la última llamarada de un fuego que iba a extinguirse definitivamente. En los días siguientes empezaron a filtrarse los fatales detalles: cuán absoluta había sido la capitulación ante Hitler y cuán ignominiosa la entrega de Checoslovaquia, a la que se había garantizado ayuda y apoyo; y hacia el fin de semana ya era público que ni siquiera la capitulación había satisfecho a Hitler y que, incluso antes de que se hubiera secado la firma del pacto, él ya lo había violado en todos sus puntos. Sin ninguna clase de escrúpulos Goebbels proclamó entonces públicamente y a los cuatro vientos que en Munich habían acorralado a Inglaterra contra la pared. La gran luz de la esperanza se había apagado. Pero había brillado durante un día o dos y nos había calentado los corazones. No quiero ni puedo olvidar aquellos días.

Desde el momento en que supimos la verdad de lo ocurrido en Munich, paradójicamente ya no vi en Inglaterra sino a muy pocos ingleses. La culpa fue mía, pues los evitaba o, mejor dicho, evitaba entrar en conversación con ellos, aunque tenía la obligación moral de admirarlos más que nunca. Eran generosos con los refugiados, que llegaban a tropeles, mostraban hacia ellos una compasión de lo más noble y un interés caritativo. Pero entre ellos y nosotros se iba alzando una especie de muro interior que separaba los dos lados: a nosotros ya nos había sucedido, a ellos todavía no; nosotros comprendíamos lo que había ocurrido y lo que ocurriría, y ellos todavía se negaban a comprenderlo (en parte en contra de su propia conciencia). Intentaban, a pesar de todo, perseverar en la ilusión de que una palabra era una palabra y un pacto era un pacto y que se podía negociar con Hitler si se le hablaba sensata y humanamente. Entregados durante siglos a la noción de derecho por su tradición democrática, los círculos dirigentes ingleses no podían o no querían reconocer que a su lado se instalaba conscientemente una nueva técnica de cínica amoralidad y que la nueva Alemania anulaba todas las reglas de juego vigentes en las relaciones entre los pueblos y en el marco del derecho tan pronto como las encontraba incómodas. A los ingleses de mente clara y perspicaz, que desde hacía tiempo habían renunciado a cualquier tipo de aventuras, les parecía improbable que aquel hombre que había conseguido tanto, tan rápida y fácilmente, se atreviera a ir más lejos; no dejaban de creer y esperar que primero iría contra los otros —¡preferentemente Rusia!— y que entretanto se podría llegar a algún acuerdo con él. Nosotros, en cambio, sabíamos que se podía esperar de él lo más monstruoso como lo más natural. Todos teníamos grabada en la pupila la imagen de un amigo asesinado, de un camarada torturado, y por ello nuestros ojos eran más duros, más penetrantes e inflexibles. Los proscritos, los perseguidos y los desposeídos de nuestros derechos sabíamos que no existía ningún pretexto demasiado absurdo ni demasiado falso cuando se trataba de robo y de poder. Y, así, los que habíamos sido puestos a prueba y los que todavía estaban expuestos a ella, los emigrados y los ingleses, hablábamos lenguas diferentes; no creo exagerar si digo que, salvo un minúsculo número de ingleses, nosotros éramos los únicos en Inglaterra que no se engañaban respecto al alcance total del peligro. Como en otro tiempo en Austria, también en Inglaterra me había sido destinado prever lo inevitable con más claridad, con el corazón roto y una perspicacia torturadora, sólo que, como extranjero, como huésped tolerado, no podía lanzar un grito de alarma.

De modo, pues, que los marcados con el estigma del destino sólo nos teníamos a nosotros mismos cuando el sabor amargo de los acontecimientos nos roía los labios, y ¡cómo nos torturaba el alma la ansiedad por el país que nos había acogido fraternalmente! Las horas de amistad que pude compartir con Sigmund Freud en aquellos últimos meses antes de la catástrofe me demostraron, de un modo inolvidable, que incluso en las horas más tenebrosas una conversación con un intelectual de gran talla moral puede ofrecer un inmenso y reconfortante consuelo al alma. Durante meses me había atormentado la idea de que aquel hombre enfermo de ochenta y tres años habría podido permanecer en la Viena de Hitler, si no fuese porque la extraordinaria princesa María Bonaparte, su discípula más fiel, que vivía en la Viena esclavizada, logró salvarlo y traerlo a Londres. Fue uno de los grandes y felices días de mi vida aquel en que leí en la prensa que el más venerado de mis amigos, a quien ya creía perdido, había llegado a la isla y así regresaba del Hades.

Había conocido en Viena a Sigmund Freud —ese espíritu grande y fuerte que como ningún otro de nuestra época había profundizado, ampliándolo, en el conocimiento del alma humana—, en una época en que todavía era amado y combatido como hombre huraño, obstinado y meticuloso. Fanático de la verdad, pero a la vez consciente de los límites de toda verdad, me dijo un día: «Existe tan poca verdad al ciento por ciento como alcohol puro».

Se había distanciado de la universidad y de sus cautelas académicas a causa del modo impertérrito con que se había aventurado en las zonas terrenales y subterráneas del instinto, hasta entonces nunca pisadas y siempre evitadas con temor, es decir, precisamente la esfera que la época había solemnemente declarado «tabú». Sin darse cuenta de ello, el mundo del optimismo liberal se percató de que aquel espíritu no comprometido con su psicoanálisis le socavaba implacablemente las tesis de la paulatina represión de los instintos por parte de la «razón» y el «progreso», y de que ponía en peligro su método de ignorar las cosas molestas con la técnica despiadada de sacarlas a la luz. Pero no fue sólo la universidad, ni sólo la camarilla de los médicos de los nervios pasada de moda, los que hicieron causa común contra aquel incómodo «intruso», sino que fue el mundo entero, todo el viejo mundo, el viejo modo de pensar, la «convención» moral, toda la época, que veía en él a aquel que «quita el velo» y eso le daba miedo. Poco a poco se organizó un boicot médico en su contra, él perdió el consultorio y, como no se podían rebatir científicamente sus tesis, ni siquiera sus planteamientos más osados, se intentó liquidar sus teorías de los sueños a la manera vienesa, esto es, ironizando y banalizándolas como temas jocosos de conversaciones sociales. Sólo un reducido grupo de fieles seguidores se reunían alrededor del solitario maestro en tertulias semanales, en las que fue tomando forma la nueva ciencia del psicoanálisis. Mucho antes de que yo mismo me diera cuenta de las dimensiones reales de la revolución espiritual que se estaba preparando a partir de los primeros trabajos fundamentales de Freud, me había ganado ya para su causa la actitud firme y moralmente inquebrantable de ese hombre extraordinario. He aquí por fin a un hombre de ciencia, un hombre que un joven hubiera soñado tener como modelo, prudente en sus afirmaciones mientras no tuviera la prueba definitiva y la seguridad absoluta de las mismas, pero impertérrito ante la oposición del mundo entero tan pronto como una hipótesis se convertía en certeza válida, un hombre modesto como no había otro en cuanto a su persona, pero dispuesto a luchar por cada dogma de su doctrina y fiel hasta la muerte a la verdad inmanente que defendía a partir de sus conocimientos. Era imposible imaginarse a un hombre más intrépido. Freud tenía la audacia de decir siempre lo que pensaba, aun sabiendo que con sus palabras claras e inexorables inquietaba y perturbaba; nunca trataba de hacer más fácil su difícil posición a fuerza de concesiones, por pequeñas o puramente formales que fuesen. Estoy convencido de que Freud habría podido exponer una quinta parte de sus teorías sin tropezar con la oposición académica, si hubiera estado dispuesto a adornarlas y, por ejemplo, decir «erotismo» en vez de «sexualidad», «eros» en vez de «libido», y no llegar siempre implacablemente a las últimas consecuencias en vez de limitarse a insinuarlas. Pero era intransigente cuando se trataba de la doctrina y de la verdad; cuanto más fuerte era el antagonismo, más fuerte se volvía su determinación. Cuando busco un símbolo para el concepto de coraje moral —el único heroísmo en la Tierra que no reclama víctimas ajenas—, veo siempre ante mí el bello, claro y humano rostro de Freud, con sus oscuros ojos de mirada sincera y serena.

El hombre que ahora buscaba refugio en Londres huyendo de su patria, a la que había dado fama por todo el mundo y a través de los tiempos, era un hombre viejo desde hacía años y, además, estaba gravemente enfermo. Pero no era un hombre cansado ni abatido. En mi fuero interno tenía un poco de miedo de encontrarlo amargado o trastornado después de los dolorosos momentos que debía de haber pasado en Viena; todo lo contrario: lo vi más libre y feliz que nunca. Me llevó al jardín de su casa de suburbio londinense.

—¿Ha vivido alguna vez en un lugar tan bonito como éste? —me preguntó con una clara sonrisa dibujándose en su boca, antes tan severa. Me mostró las tan queridas estatuillas egipciacas que María Bonaparte había salvado para él—. ¿Acaso no estoy de nuevo en casa?

Y en el escritorio tenía desplegados los grandes folios de su nuevo manuscrito; a sus ochenta y tres años escribía día tras día con la misma clara letra redonda y el mismo espíritu lúcido e incansable de sus mejores días; su firme voluntad lo había superado todo, la enfermedad, la edad y el exilio; y por primera vez daba curso libre a la bondad que había estado estancada en su interior durante los largos años de lucha. La vejez sólo lo había vuelto más moderado, y las pruebas superadas, más indulgente. A ratos descubría en él gestos afectuosos que no le conocía de antes, tan reservado como era; le ponía la mano en la espalda a uno y, tras las relucientes gafas, sus ojos miraban con más calidez. Durante todos aquellos años, conversar con Freud fue para mí uno de los mayores placeres intelectuales. Aprendía de él y a la vez lo admiraba; se sentía uno comprendido con cada palabra que pronunciaba aquel hombre magnífico y sin prejuicios al que ninguna confesión asustaba, ninguna afirmación irritaba y para el que la voluntad de educar a los demás a ver y sentir con claridad se había convertido en una voluntad instintiva de vivir. Pero nunca experimenté con tanta gratitud el valor insustituible de aquellas largas conversaciones como durante aquel año sombrío, el último de su vida. Tan pronto como uno entraba en su habitación, quedaba excluida de la misma, por decirlo así, la locura del mundo exterior. Lo más cruel se volvía abstracto, lo más confuso se aclaraba, la actualidad se subordinaba humildemente a las grandes fases cíclicas. Por primera vez veía al verdadero sabio que, elevado por encima de sí mismo, ya no sentía el dolor y la muerte como una experiencia personal, sino como objetos supra personales de observación y reflexión: su muerte no era una proeza moral inferior a su vida. Freud sufría horriblemente entonces a causa de la enfermedad que había de arrebatárnoslo. Se veía que le cansaba visiblemente el tener que hablar con el paladar artificial y uno se sentía realmente avergonzado ante cada palabra que el anciano le concedía, porque articularla le costaba un gran esfuerzo. Pero no abandonaba al amigo; para su espíritu de acero representaba una ambición especial el mostrar a los amigos que su voluntad seguía siendo más fuerte que los viles tormentos que el cuerpo le infligía. Con la boca deformada por el dolor, siguió escribiendo en su escritorio hasta el último día e, incluso de noche, cuando el sufrimiento le atormentaba el sueño —su sueño sano y profundo que durante ochenta años había sido la fuente de su energía—, se negaba a tomar somníferos o cualquier clase de inyección estupefaciente. No quería que ni por una hora la claridad de su espíritu se amortiguara por obra de los sedantes; prefería sufrir y permanecer despierto, pensar en medio de suplicios a no pensar, héroe del espíritu hasta el último momento, el último de todos. Fue una lucha terrible y más grandiosa a medida que se prolongaba. A cada momento la muerte proyectaba su sombra con más claridad sobre su rostro. Le hundía las mejillas, le esculpía las cejas en la frente, le sesgaba la boca, le entorpecía la palabra en los labios; sólo contra los ojos no podía hacer nada el tétrico verdugo, contra aquella atalaya inexpugnable desde la cual aquel espíritu heroico contemplaba el mundo: los ojos y el espíritu permanecieron claros hasta el final. En una de mis últimas visitas llevé conmigo a Salvador Dalí, en mi opinión el pintor de más talento de la nueva generación, que admiraba enormemente a Freud, y mientras yo hablaba con el maestro, él dibujó un esbozo suyo. Nunca me atreví a enseñárselo a Freud porque Dalí, clarividente, había incluido ya la muerte en él.

Cada vez se hacía más cruel la lucha de la voluntad más fuerte, del espíritu más agudo de nuestro tiempo, contra el ocaso. Sólo cuando él mismo, para quien la claridad había sido la virtud suprema del pensamiento, vio claro que no volvería a escribir ni a trabajar, como un héroe romano dio permiso al médico para que pusiera fin al dolor. Era el final grandioso para una vida grandiosa, una muerte memorable incluso en medio de las hecatombes de aquella época asesina. Y cuando sus amigos sepultamos su ataúd en tierra inglesa, sabíamos que entregábamos lo mejor de nuestra patria.

En aquellas horas con Freud a menudo hablamos del mundo de Hitler y de la guerra. Como persona estaba profundamente conmovido, pero como pensador no le sorprendía en absoluto aquel escalofriante estallido de bestialidad. Siempre lo habían tachado de pesimista, decía, porque negaba la supremacía de la cultura sobre los instintos; ahora se podía ver horriblemente confirmada —y en verdad no estaba nada orgulloso de ello— su opinión de que la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana. Quizás, en siglos venideros, se encontraría un modo, al menos en la vida común de los pueblos, de reprimir tales instintos; en la vida cotidiana, sin embargo, subsistían en la naturaleza humana más íntima como fuerzas inextirpables y quizá necesarias. Le preocupaba más, en sus últimos días, el problema del judaísmo y su tragedia actual; para este caso el científico no poseía ninguna fórmula y su espíritu lúcido, ninguna respuesta. Recientemente había publicado su estudio sobre Moisés, en el que lo presentaba como a un no-judío, sino como egipcio, y con esta afirmación, científicamente difícil de justificar, hirió tanto a los judíos creyentes como a los judíos con conciencia nacional. Ahora lamentaba la publicación de ese libro en la hora más funesta para el judaísmo, «ahora que todo se les quita, yo les quito a su mejor hombre». Tuve que darle la razón en el sentido de que los judíos se habían vuelto siete veces más sensibles, pues, en medio de la omnipresente tragedia mundial, ellos eran sus auténticas víctimas, y lo eran en todas partes, ya que, azorados ya antes del golpe, sabían que toda abominación primero se desplomaría sobre ellos, y multiplicada por siete, y que el hombre más rabioso de odio de todos los tiempos trataría de humillarlos y perseguirlos, precisamente a ellos, hasta los confines de la tierra e incluso bajo tierra. Semana tras semana, mes tras mes, llegaban cada vez más refugiados, que parecían cada vez más pobres y más angustiados que los que les habían precedido. Los primeros, los que habían salido de Alemania con más premura, aún habían podido salvar la ropa, las maletas y los enseres de la casa y muchos incluso algún dinero. Pero cuanto más tiempo habían confiado en Alemania, cuanto más les había costado desprenderse de su amada patria, más severamente habían sido castigados. Primero les quitaron la profesión, les prohibieron la entrada en los teatros, cines y museos, y a los investigadores, el acceso a las bibliotecas: seguían allí por fidelidad o pereza, por cobardía u orgullo. Preferían ser humillados en su patria a humillarse como pordioseros en el extranjero. Luego se les privó del personal de servicio y se les quitó las radios y los teléfonos de las viviendas; después, las viviendas mismas; a continuación se les obligó a llevar pegada la estrella de David, para que todo el mundo los reconociera, los evitara y escarneciera en la calle como a leprosos, expulsados y proscritos. Se les privó de todos los derechos, se ejerció sobre ellos con sadismo toda clase de violencia física y psíquica y, de repente, se convirtió en espeluznante verdad el viejo dicho popular ruso: «Del saco de mendigo y de la cárcel, nadie está a salvo». Al que no se marchaba se le mandaba a un campo de concentración, donde la disciplina alemana ablandaba hasta al más orgulloso, y después, una vez desposeído de todo, se le expulsaba del país con un solo traje y diez marcos en el bolsillo, sin preguntarle adónde quería ir. Y entonces hacían cola en la frontera, imploraban en los consulados, casi siempre en vano, pues ¿qué país quería a gente desvalijada y pordiosera? Nunca olvidaré el cuadro que se me ofreció a la vista una vez que entré en una agencia de viajes de Londres; estaba abarrotada de refugiados, casi todos judíos, y todos querían ir a algún lugar. Les daba igual a qué país, a los hielos del polo Norte o a la hirviente caldera de las arenas del Sahara, lo importante era irse lejos, muy lejos, pues el permiso de residencia había caducado y tenían que proseguir su camino, emprender viaje con mujer e hijos a otros lugares, bajo otras estrellas, a un mundo de habla extraña, entre personas a las que no conocían y que no querían forasteros. Encontré allí a un vienés, en otro tiempo rico industrial y a la vez uno de nuestros coleccionistas de arte más inteligentes. De momento no lo reconocí, de tan lívido, viejo y cansado como estaba. La debilidad le obligaba a apoyarse en la mesa con ambas manos. Le pregunté adónde quería ir:

—No lo sé —dijo—. ¿Quién nos pregunta hoy lo que queremos? Uno va allí donde le permiten ir. Alguien me ha dicho que aquí se puede obtener un visado para Haití o Santo Domingo.

El corazón me dio un vuelco. ¡Un hombre viejo y agotado, con hijos y nietos, que tiembla con la esperanza de poder trasladarse a un país que nunca ha visto en el mapa, sólo para ir tirando, para pedir limosna y seguir siendo un extraño y un inútil! A su lado alguien preguntó con ansia desesperada el modo de llegar a Shanghai, pues le habían dicho que los chinos todavía acogían a refugiados. Y así se amontonaban unos al lado de otros, ex catedráticos, ex directores de banco, ex comerciantes; ex hacendados, ex músicos, todos ellos dispuestos a arrastrar las miserables ruinas de su existencia allá dónde fuere, por tierra y por mar, a hacer cualquier cosa, a soportar cualquier cosa, ¡pero lejos de Europa, lejos, lejos! Era un grupo fantasmal. Pero lo más trágico para mí era pensar que aquellas cincuenta personas maltratadas representaban sólo la dispersa y minúscula vanguardia del inmenso ejército de cinco, ocho o quizá diez millones de judíos que ya estaban a punto de marchar tras ellos, de todas las personas desposeídas y, por si eso fuera poco, pisoteadas luego por la guerra, que esperaban los envíos de las instituciones de beneficencia, los permisos de las autoridades y el dinero para el viaje, una masa gigantesca que, criminalmente espantada y huyendo con pánico del incendio hitleriano, asediaba las estaciones de tren en todas las fronteras y llenaba las cárceles, todo un pueblo expulsado al que se negaba el derecho a ser pueblo y, sin embargo, un pueblo que durante dos mil años no había deseado otra cosa que no tener que emigrar nunca más y sentir bajo sus pies en reposo una tierra, una tierra tranquila y pacífica.

Pero lo más trágico de esta tragedia judía del siglo era que quienes la padecían no encontraban en ella sentido ni culpa. Todos los desterrados de los tiempos medievales, sus patriarcas y antepasados, sabían como mínimo por qué sufrían: por su fe y por su ley. Poseían todavía como talismán del espíritu lo que los de hoy día han perdido hace tiempo: la confianza absoluta en su Dios. Vivían y sufrían con la orgullosa ilusión de haber sido escogidos por el Creador del mundo y de los hombres para un destino y una misión especiales, y la palabra promisoria de la Biblia era para ellos mandamiento y ley. Cuando se los lanzaba a la hoguera, apretaban contra su pecho las Sagradas Escrituras y, gracias a este fuego interior, no sentían tanto el ardor de las llamas asesinas. Cuando se les perseguía por todos los países, siempre les quedaba una última patria, la de Dios, de la que no les podía expulsar ningún poder terrenal, ningún emperador, rey o inquisidor. Mientras la religión los mantenía unidos, eran una comunidad y, por consiguiente, una fuerza; cuando se les expulsaba y perseguía, expiaban la culpa de haberse separado conscientemente de los demás pueblos de la Tierra a causa de su religión y sus costumbres. Los judíos del siglo, en cambio, habían dejado de ser una comunidad desde hacía tiempo. No tenían una fe común, consideraban su judaísmo más una carga que un orgullo y no tenían conciencia de ninguna misión. Vivían alejados de los mandamientos de sus libros antaño sagrados y ya no querían hablar su antigua lengua común. Con todo su afán, cada vez más impaciente, aspiraban a incorporarse e integrarse en los pueblos que los rodeaban, disolverse en la colectividad, sólo para tener paz y no tener que sufrir persecuciones, descansar de su eterna huida. Y, así, los unos ya no comprendían a los otros, refundidos con los demás pueblos: desde hacía tiempo eran más franceses, alemanes, ingleses o rusos que judíos. Hasta hoy, cuando se les amontona y se les barre de las calles como inmundicia (los directores de banco expulsados de sus palacios berlineses, los servidores de las sinagogas excluidos de las comunidades ortodoxas, los catedráticos de filosofía de París y los cocheros rumanos, los lavadores de cadáveres y los premios Nobel, los cantantes de concierto y las plañideras, los escritores y los destiladores, los hacendados y los desheredados, los grandes y los pequeños, los devotos y los ilustrados, los usureros y los sabios, los sionistas y los asimilados, los ashkenazis y los sefarditas, los justos y los pecadores y, tras ellos, la atónita multitud de los que creían haber escapado hace tiempo de la maldición, los bautizados y los mezclados), hasta hoy, digo, por primera vez durante siglos, no se ha obligado a los judíos a volver a ser una comunidad que no sentían como suya desde tiempos inmemoriales, la comunidad del éxodo que desde Egipto se repite una y otra vez. Pero ¿por qué este destino les estaba reservado a ellos y sólo a ellos? ¿Cuál era la causa, el sentido y la finalidad de esta absurda persecución? Se les expulsaba de sus tierras y no se les daba ninguna otra. Se les decía: no queremos que habitéis entre nosotros, pero no se les decía dónde tenían que vivir. Se les achacaba la culpa y se les negaban los medios para expiarla. Y se miraban los unos a los otros con ojos ardientes en el momento de la huida y se preguntaban: ¿Por qué yo? ¿Por qué tú? ¿Por qué yo y tú, a quien no conozco, cuya lengua no comprendo, cuya manera de pensar no entiendo, a quien nada me ata? ¿Por qué todos nosotros? Y nadie sabía la respuesta. Ni siquiera Freud, la cabeza más clara de la época, con quien yo hablaba a menudo aquellos días, veía una solución o un sentido a tal absurdo. Pero quizás el sentido último del judaísmo sea el de repetir una y otra vez, a través de su existencia misteriosamente perdurable, la eterna pregunta de Job a Dios, para que no sea totalmente olvidada en la Tierra.

Nada hay más fantasmagórico que quien se creía muerto y enterrado hacía tiempo vuelva a aparecerse en la vida, con la misma forma y figura. Había llegado el verano de 1939, Munich había pasado ya a la historia con su breve ilusión de peace for our time; Hitler había atacado y anexionado la mutilada Checoslovaquia, rompiendo juramentos y promesas; Kláipeda había sido ocupada; la prensa alemana, artificialmente encauzada por el delirio, reclamaba Danzig y el corredor polaco. Inglaterra se despertó con un amargo regusto de su leal credulidad. Incluso la gente sencilla e inculta, que sólo por instinto aborrecía la guerra, empezó a exteriorizar con vehemencia su enojo. Todos los ingleses, normalmente tan reservados, le dirigían a uno la palabra: el portero que guardaba nuestro espacioso bloque de pisos, el liftboy del ascensor, la camarera que arreglaba las habitaciones. Nadie entendía muy bien lo que pasaba, pero todo el mundo recordaba una cosa, algo innegablemente manifiesto: que Chamberlain, el primer ministro de Inglaterra, había volado tres veces a Alemania para salvar la paz y que ninguna de las concesiones hechas de buena fe había satisfecho a Hitler. En el Parlamento inglés se oyeron de pronto palabras duras: Stop aggression! Por doquier se veían preparativos para (o, más propiamente dicho, contra) la inminente guerra. De nuevo se cernieron sobre Londres los globos de defensa —todavía tenían el inocente aspecto de elefantes de juguete para niños—, de nuevo se abrieron los refugios antiaéreos y se revisaron las caretas antigás que se habían distribuido. La situación se había vuelto tan tensa como un año antes, quizás incluso más, pues esta vez el gobierno ya no tenía detrás a una población cándida e ingenua, sino a una decidida y exasperada.

Yo había abandonado Londres durante aquellos meses para retirarme al campo, en Bath. En toda mi vida no había sentido de un modo más cruel la impotencia del hombre frente a los acontecimientos mundiales. He aquí a un hombre despierto, pensante, que trabajaba al margen de la política, consagrado a su trabajo y dedicado, tranquilo y tenaz, a transformar sus años en obras. Y allá, en algún lugar, invisibles, una docena de otros hombres, a los que no conocía ni había visto nunca, unos cuantos en la Wilhelmstrasse de Berlín, otros en el Quai d’Orsay de París y otros más en el Palacio Venecia de Roma y en Downing Street de Londres, esos diez o veinte hombres, muy pocos de los cuales habían demostrado hasta el momento una sensatez y una habilidad especiales, hablaban, escribían, telefoneaban y pactaban cosas que los demás no sabíamos. Tomaban decisiones en las que no teníamos arte ni parte y de cuyos detalles no llegábamos a enterarnos, y, sin embargo, disponían así, irrevocablemente, de mi vida y de la de todos los europeos. Mi destino estaba en sus manos y no en las mías. Nos aniquilaban o nos perdonaban la vida; a nosotros, impotentes, nos concedían la libertad o nos esclavizaban, decidían la guerra o la paz para millones de seres. Y heme a mí sentado en mi habitación, como todos los demás, indefenso como una mosca, impotente como un caracol, mientras estaba en juego mi muerte o mi vida, mi «yo» más íntimo y mi futuro, los pensamientos que se formaban en mi cerebro, los proyectos nacidos o todavía por nacer, mi sueño y mi vigilia, mi voluntad, mis bienes, todo mi ser. Heme sentado, esperando con ansiedad y la vista fija en el vacío, como un condenado en su celda, encerrado entre cuatro paredes y encadenado en una espera absurda y lánguida, y los compañeros de cautividad preguntando a diestra y siniestra, aconsejando y charlando, como si ninguno de nosotros supiera o pudiera saber cómo y qué decidirían respecto a nosotros. Sonaba el teléfono y un amigo me preguntaba qué opinaba. Tenía ante mí el periódico, que me desconcertaba más aún. Escuchaba la radio y un comentario contradecía el anterior. Salía a la calle y la primera persona con la que tropezaba me pedía la opinión, a mí, tan ignorante como ella: ¿habría guerra o no? Y yo, en mi ansiedad, también preguntaba, hablaba, charlaba y discutía, aun sabiendo de sobra que todo conocimiento, toda experiencia y toda previsión adquiridas o inculcadas a lo largo de los años eran fútiles ante las decisiones de aquella docena de extraños y que, por segunda vez en el transcurso de veinticinco años, me encontraba de nuevo sin fuerza ni voluntad frente al destino y los pensamientos latían vacíos de sentido en mis doloridas sienes. Al final no pude soportar la gran ciudad por más tiempo, porque en cada esquina los posters, los carteles pegados, me acometían con palabras chillonas como perros hostiles, y también porque, sin querer, podía leer los pensamientos en la frente de los miles de seres que pasaba por mi lado como una exhalación. Y, en realidad, todos pensábamos lo mismo, pensábamos únicamente en el «sí» o el «no», en el negro o el rojo de la jugada decisiva en la que, en mi caso, se apostaba mi vida entera, los últimos años que el destino me reservaba, mis libros no escritos, todo lo que hasta entonces había considerado mi misión y daba sentido a mi vida.

Pero la bolita, con una lentitud exasperante, daba vueltas indecisa de un lado para otro en la ruleta de la diplomacia. De aquí para allá, de allá para aquí, negro y rojo, rojo y negro, esperanza y desencanto, buenas y malas noticias, y nunca la última, la decisiva. «¡Olvida!», me decía a mí mismo. «Huye, refúgiate en la espesura más íntima de tu ser, en tu trabajo, ahí donde sólo eres tu “yo” anhelante, no un ciudadano, no el objeto de ese juego infernal, ahí, el único lugar donde la poca razón que te queda todavía puede actuar con sensatez en un mundo que ha enloquecido».

No me faltaba una misión. Durante años había ido acumulando sin cesar el material preliminar para un gran estudio en dos volúmenes de la vida y obra de Balzac, pero no había tenido valor suficiente para dar comienzo a una obra tan extensa y proyectada a tan largo plazo. Sin embargo, justo ahora el desánimo me daba ánimos para dedicarme a ella. Me retiré a Bath, y precisamente a Bath porque esa ciudad, en la que habían escrito muchos de los mejores autores de la gloriosa literatura inglesa, Fielding sobre todo, ofrecía a la mirada tranquila, con más fidelidad y fuerza que cualquier otra ciudad inglesa, la apariencia de un siglo diferente, más pacífico: el XVIII. Aunque, ¡qué contraste tan doloroso el de aquel paisaje suave y dotado de plástica belleza, frente a la creciente agitación del mundo y de mis pensamientos! Tan provocativamente espléndido fue aquel agosto de 1939 en Inglaterra como lo había sido en 1914 el mes de julio más hermoso que recuerdo haber pasado en Austria. De nuevo el cielo suave, de un azul sedoso como una divina tienda de paz; de nuevo la benéfica luz del sol sobre los prados y los bosques, además de una indescriptible magnificencia de flores: la misma gran paz sobre la Tierra, mientras sus habitantes se preparaban para la guerra. Igual que entonces, la locura humana parecía increíble ante aquel florecimiento exuberante, tranquilo y tenaz, ante aquella quietud que se respiraba en los valles de Bath y que se deleitaba en sí misma, unos valles que por su misterio me recordaban los del paisaje de Bad en 1914.

Y una vez más no quería creerlo. Una vez más me preparaba, como entonces, para un viaje de verano. Se había fijado el congreso del PEN Club en Estocolmo para la primera semana de septiembre de 1939 y los compañeros suecos me habían invitado a asistir como huésped de honor, puesto que yo era un anfibio que ya no representaba a ninguna nación. Los amables anfitriones ya habían dispuesto de antemano las comidas del mediodía y de la noche para las semanas venideras. Yo había reservado con antelación un pasaje para el barco, cuando empezaron a llegar en tropel las alarmantes noticias sobre la inminente movilización. Según todas las leyes de la razón, hubiera tenido que empaquetar en seguida todos mis libros y manuscritos y salir de Inglaterra, que era una posible zona de guerra: yo era extranjero en ese país y, en caso de, guerra, me convertiría de inmediato en extranjero enemigo, amenazado con padecer todas las restricciones de libertad imaginables. Pero algo inexplicable se oponía dentro de mí a la huida para ponerme a salvo. En parte era obstinación, el deseo de no seguir huyendo toda la vida, pues, a pesar de todo, el destino me perseguiría allá donde fuera, pero en parte también era cansancio. «Acojamos el tiempo tal como él nos quiere», me decía con Shakespeare. Si te quiere, ¡no te resistas por más tiempo, a tus casi sesenta años! Ya no te robará lo mejor que tienes, tu vida vivida hasta ahora. Así, pues, me quedé. No obstante, quería poner el máximo posible de orden en mi vida civil y pública, y como tenía intención de volverme a casar, no quería perder un instante, no fuera a ser que el internamiento en un campo de concentración o cualquier otra medida imprevista me separaran de mi futura compañera. De modo que una mañana —era el 1 de septiembre, un día festivo— fui al registro civil de Bath para inscribir mi boda. El funcionario aceptó los papeles y se mostró sumamente amable y solícito. Comprendió perfectamente, como todo el mundo en aquellos tiempos, nuestro deseo de acelerar los trámites en lo posible. La boda quedó fijada para el día siguiente; cogió la pluma y empezó a escribir nuestros nombres en el registro con letra redondilla.

En aquel momento —serían las once— se abrió de golpe la puerta de la habitación contigua. Irrumpió en la nuestra un funcionario joven que se ponía la chaqueta mientras caminaba.

—¡Los alemanes han invadido Polonia! ¡Es la guerra! —anunció a gritos en aquella sala silenciosa.

La noticia me golpeó el corazón como un martillazo. Pero el corazón de nuestra generación ya estaba acostumbrado a toda clase de golpes duros.

—No necesariamente significa la guerra —dije yo, sinceramente convencido. Pero el funcionario por poco se enfadó conmigo.

—¡No! —gritó furioso—. ¡Ya basta! ¡No podemos tolerar que esto se repita cada seis meses! ¡Tiene que terminar!

Mientras tanto el otro funcionario, que había empezado a redactar nuestro certificado de matrimonio, dejó caer la pluma con ademán pensativo. Al fin y al cabo, debió de pensar, nosotros éramos extranjeros y, en caso de guerra, nos convertiríamos automáticamente en enemigos. No sabía si, dadas las circunstancias, era lícito permitirnos contraer matrimonio. Dijo que lo lamentaba, pero que prefería pedir instrucciones a Londres. Los dos días siguientes fueron días de espera, esperanza y miedo, dos días de terrible tensión. En la mañana del domingo la radio dio la noticia de que Inglaterra había declarando la guerra a Alemania.

Fue una mañana singular. Nos alejamos de la radio, que había lanzado al espacio un mensaje que iba a durar siglos, un mensaje destinado a transformar totalmente nuestro mundo y la vida de cada uno de nosotros, un mensaje que encerraba la muerte para miles de los que lo escuchaban en silencio; aflicción y desventura, desesperación y amenaza para todos nosotros; un mensaje del que quizá no se sacaría la lección hasta el cabo de años y más años. Una vez más era la guerra, una guerra más terrible y de peores consecuencias que cualquiera anterior. Una vez más se terminaba una época, una vez más empezaba una época nueva. Permanecíamos en silencio en la habitación, de pronto sumida en una quietud sepulcral, y evitábamos mirarnos. De fuera llegaba el gorjeo despreocupado de pájaros, que, en su frívolo juego amoroso, se dejaban llevar por el suave viento, y los árboles se balanceaban en el dorado resplandor de la luz, como si sus hojas quisieran tocarse tiernamente como labios amorosos. Una vez más la viejísima madre naturaleza no sabía nada de las angustias de sus criaturas.

Fui a mi habitación y coloqué mis cosas en una maleta. Si se confirmaba lo que había predicho un amigo que ocupaba un cargo importante, en Inglaterra a los austriacos nos contarían entre los alemanes y cabía esperar que nos impusieran las mismas restricciones; quizás aquella misma noche ya no me dejarían dormir en mi cama. Había bajado un escalón más: desde hacía una hora ya no era sólo un extranjero en aquel país, sino también un enemy alien, un extranjero enemigo, exiliado por la fuerza en un lugar donde no se hallaba su corazón palpitante. ¿Se podía imaginar una situación más absurda para un hombre expulsado hacía tiempo de una Alemania que lo había estigmatizado como antialemán a causa de su raza y de su modo de pensar, que la de encontrarse en otro país donde, por un decreto burocrático, le imponen una comunidad de la cual, como austriaco, nunca ha formado parte? De un plumazo el sentido de toda una vida se había convertido en contrasentido; yo escribía y pensaba en alemán, pero cada idea que concebía, cada deseo que sentía, pertenecía a los países que se alzaban en armas por la libertad del mundo. Cualquier otro vínculo, todo lo anterior y pasado, se había roto y destruido, y yo sabía que, después de esta guerra, todo debería volver a empezar de nuevo, pues la misión más íntima a la que había dedicado toda la fuerza de mi convicción durante cuarenta años, la unión pacífica de Europa, había fracasado. Aquello que yo temía más que a la propia muerte, la guerra de todos contra todos, se había desencadenado por segunda vez. Y quien había luchado con pasión durante toda su vida por la solidaridad humana y por la unión de los espíritus, se sentía en aquellos momentos —que exigían como nunca una comunión absoluta—, inútil y solo como en ninguna otra época anterior a causa de esa brusca segregación.

Bajé al centro de la ciudad para echar una última mirada a la paz. Resplandecía serena a la luz del mediodía y no me pareció diferente de como solía ser. La gente seguía su camino de costumbre con su paso habitual. No corría, no formaba corros en mitad de la calle. Su comportamiento aparecía tranquilo y sereno, propio de los domingos, y por un momento me pregunté: ¿acaso todavía no lo saben? Pero eran ingleses, acostumbrados a reprimir sus sentimientos. No necesitaban banderas ni tambores, ruido ni música, para afirmarse en su tenaz determinación, desprovista de patetismo. ¡Qué diferente de aquellos días de julio de 1914 en Austria, pero qué diferente era yo ahora de aquel joven de entonces, cuán cargado de recuerdos! Sabía qué significaba la guerra y, contemplando los comercios relucientes y repletos de artículos, veía de nuevo, en una visión intensísima, los de 1918, desvalijados y vacíos y que me miraban con ojos desencajados. Veía, como alguien que sueña despierto, una larga cola de mujeres afligidas ante las tiendas de comestibles, a madres vestidas de luto, a heridos, a inválidos: todo el tremendo horror de antes volvía como un fantasma a la luz radiante del mediodía. Recordaba a nuestros viejos soldados, exhaustos y andrajosos, que regresaban del campo de batalla; con el corazón palpitante percibía la guerra pasada en la que ahora empezaba y que todavía ocultaba su horror a las miradas. Y sabía que una vez más todo lo pasado estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar a ella!

El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.