LUCES Y SOMBRAS SOBRE EUROPA

Había vivido diez años del nuevo siglo y había visto la India, una parte de América y África; empecé a mirar a nuestra Europa con alegría renovada, más sabia. Nunca he amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba.

Tal vez resulte difícil describir a la generación de hoy, que se ha criado en medio de catástrofes, ruinas y crisis y para la cual la guerra ha sido una posibilidad constante y una expectativa casi diaria, tal vez resulte difícil, digo, describirle el optimismo y la confianza en el mundo que nos animaba a los jóvenes desde el cambio de siglo. Cuarenta años de paz habían fortalecido el organismo económico de los países, la técnica había acelerado el ritmo de vida y los descubrimientos científicos habían enorgullecido el espíritu de aquella generación; había empezado un período de prosperidad que se hacía notar en todos los países de nuestra Europa casi con la misma fuerza. Las ciudades se volvían más bellas y populosas de año en año, el Berlín de 1905 ya no se parecía al que yo había conocido en 1901: aquella capital imperial se había convertido en una metrópoli y de nuevo se veía espléndidamente superada por el Berlín de 1910. Viena, Milán, París, Londres, Amsterdam: cada vez que volvía uno allí, quedaba asombrado y se sentía feliz; las calles eran más anchas, más suntuosas; los edificios públicos, más imponentes; los comercios, más lujosos y elegantes. En todo se notaba cómo la riqueza crecía y se propagaba; incluso los escritores lo notábamos en las tiradas que, en un solo período de diez años, se multiplicaban por tres, por cinco y por diez. Por doquier surgían nuevos teatros, bibliotecas y museos; comodidades como el cuarto de baño y el teléfono, que antes habían sido privilegio de unos pocos, llegaban a los círculos pequeñoburgueses y, desde que se había reducido la jornada laboral, el proletario había ido subiendo desde abajo para participar, por lo menos, en las pequeñas alegrías y comodidades de la vida. El progreso se respiraba por doquier. Quien se arriesgaba, ganaba. Quien compraba una casa, un libro raro o un cuadro, veía cómo subía su precio; con cuanta mayor audacia y prodigalidad se creara una empresa, más asegurados estaban los beneficios. Al mismo tiempo una prodigiosa despreocupación había descendido al mundo, porque ¿quién podía parar ese avance, frenar ese ímpetu que no cesaba de sacar nuevas fuerzas de su propio empuje? Nunca fue Europa más fuerte, rica y hermosa; nunca creyó sinceramente en un futuro todavía mejor; nadie, excepto cuatro viejos arrugados, se lamentaba como antes diciendo que «los tiempos pasados eran mejores».

Pero no sólo las ciudades sino también las personas se hicieron más bellas y sanas gracias al deporte, a una mejor alimentación, a la jornada laboral más corta y a un contacto más íntimo con la naturaleza. Descubrieron que el invierno —antes una época triste y desabrida, desaprovechada por la gente que, malhumorada, jugaba a cartas en las tabernas o se aburría en habitaciones demasiado caldeadas— en la montaña era como un lagar de sol filtrado, como un néctar para los pulmones, un placer para la piel, la cual sentía por debajo cómo fluía la sangre a borbotones. Y los montes, los lagos y el mar ya no eran tan lejanos como antes. La bicicleta, el automóvil y los ferrocarriles eléctricos habían acortado las distancias y habían dado al mundo una nueva sensación de espacio. Los domingos, miles y miles de personas, con flamantes chaquetas sport, bajaban a toda velocidad por las laderas nevadas sobre esquís y trineos, por doquier surgían palacios de deportes y piscinas. Y justo en las piscinas se podía ver claramente el cambio: mientras que en mis tiempos de juventud llamaba la atención ver un cuerpo masculino realmente bien formado en medio de papadas, vientres gruesos y pechos hundidos, ahora figuras ágiles, curtidas por el sol, con la piel lisa gracias al deporte, rivalizaban entre sí en competiciones llenas de serenidad antigua. Salvo los más pobres, ya nadie se quedaba en casa los domingos; todos los jóvenes, entrenados en toda suerte de deportes, salían a caminar, escalar y luchar; quien tenía vacaciones, no las pasaba, como en tiempos de mis padres, cerca de la ciudad o, en el mejor de los casos, en las comarcas de Salzburgo; la gente sentía curiosidad por ver mundo, por comprobar si en todas partes había lugares tan bellos o de una belleza distinta; mientras que antes sólo los privilegiados salían al extranjero, ahora viajaban a Francia e Italia empleados de banco y pequeños industriales. Viajar era más barato y más cómodo y, sobre todo, la gente tenía otro coraje, una audacia nueva que la hacía más temeraria en las excursiones, menos miedosa y prudente en la vida; más aún: la gente se avergonzaba de tener miedo. La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven; de pronto desaparecieron las barbas, primero entre los más jóvenes y, luego, entre los mayores, que imitaban a los primeros para no parecer viejos. La consigna era ser joven y vigoroso y dejarse de apariencias dignas y venerables. Las mujeres tiraron a la basura los corsés que les apretaban los pechos, renunciaron a las sombrillas y los velos, porque ya no temían al aire y al sol, se acortaron las faldas para poder mover mejor las piernas cuando jugaban a tenis y ya no se avergonzaban de dejarlas al descubierto y exhibirlas. Los hombres llevaban bombachos, las mujeres se atrevieron a montar a caballo como los hombres, nadie se tapaba ni se escondía de los demás. El mundo se había vuelto no sólo más bello, sino también más libre.

Fueron la salud y la confianza en sí misma de la generación posterior a la nuestra las que conquistaron esa libertad también para las costumbres. Por primera vez vi a muchachas saliendo de excursión con chicos sin institutriz y practicando deportes en una franca y confiada camaradería; ya no eran las tímidas mojigatas de antes, sabían lo que querían y lo que no. Liberadas del temeroso control de los padres, ganándose la vida como secretarias o funcionarias, se tomaron el derecho de moldear su vida a su antojo. La prostitución, la única institución del amor permitida en el viejo mundo, disminuyó visiblemente; gracias a esa nueva y sana libertad, toda forma de beatería se convirtió en pasada de moda. En las piscinas, cada vez más a menudo se fueron derribando las vallas de madera que hasta entonces habían separado implacablemente la sección de los hombres de la de las mujeres; hombres y mujeres ya no se avergonzaban de mostrar sus cuerpos; en aquellos diez años hubo más libertad, despreocupación y desenfado que en los cien años anteriores.

Y es que el mundo se movía a otro ritmo. Un año, ¡cuántas cosas pasaban en un año! Los inventos y descubrimientos se sucedían a una velocidad vertiginosa y no tardaban en convertirse en un bien común; las naciones sentían por primera vez que formaban parte de una colectividad, cuando se trataba de intereses comunes. El día en que el zepelín se elevó para emprender su primer viaje, yo me hallaba casualmente en Estrasburgo, de camino hacia Bélgica, y vi, en medio de los estruendosos gritos de la multitud, el dirigible planeando alrededor de la catedral como si quisiera inclinarse ante aquella obra milenaria. Aquella misma noche, ya estando yo en Bélgica, en casa de Verhaeren, llegó la noticia de que la nave se había estrellado en Echterdingen. Verhaeren tenía lágrimas en los ojos y estaba terriblemente conmocionado. Como belga no se sentía indiferente ante la catástrofe alemana, puesto que como europeo, como hombre de nuestro tiempo, era sensible tanto a la victoria común sobre los elementos como a la aflicción común. Lanzamos gritos de júbilo en Viena cuando Blériot sobrevoló el canal de la Mancha, como si fuera un héroe de nuestro país; el orgullo por los triunfos de nuestra ciencia y de nuestra técnica, que se sucedían hora tras hora, propició por primera vez un sentimiento europeo común, una conciencia nacional europea. ¡Qué absurdas, nos decíamos, aquellas fronteras, cuando un avión las podía superar fácilmente, casi como en un juego! ¡Qué provincianas y artificiales aquellas barreras aduaneras y los policías de fronteras! ¡Qué contradicción con el espíritu de los tiempos que ansía a ojos vistas unión y fraternidad universales! El vuelo de los sentimientos no fue menos prodigioso que el de los aviones; compadezco a los que en su juventud no vivieron esos últimos años de confianza en Europa, porque el aire que nos rodea no está muerto ni vacío, sino que lleva en sí la vibración y el ritmo del momento; nos los inyecta en la sangre y los conduce hasta el fondo del corazón y el cerebro. En aquellos años todos nosotros absorbíamos energía del impulso general de la época y nuestra confianza personal se alimentaba de la colectiva. Ingratos como somos los hombres, quizás entonces no apreciábamos la fuerza y la seguridad con que nos llevaba la ola. Pero sólo quien vivió aquella época de confianza universal sabe que, desde entonces, todo ha sido recaída y ofuscación.

Magnífica fue aquella oleada de fuerza tonificante que batía contra nuestros corazones desde todas las costas de Europa. Pero todo lo que nos llenaba de júbilo a la vez constituía, sin que lo sospecháramos, un peligro. La tempestad de orgullo y de confianza que rugía sobre Europa arrastraba también densos nubarrones. Quizás el progreso había llegado demasiado deprisa, quizá los Estados y las ciudades se habían hecho fuertes con demasiada rapidez; y la sensación de poder siempre induce a hombres y Estados a hacer uso o abuso de él. Francia rebosaba riqueza, pero aún quería más: quería otra colonia, a pesar de que no contaba con gente suficiente para poblar la primera; faltó poco para que estallase una guerra a causa de Marruecos. Italia quería la Cirenaica, Austria se anexionó Bosnia. Serbios y búlgaros, a su vez, atacaron a Turquía, y Alemania, excluida por el momento, extendía ya las garras para asestar su furioso golpe. La sangre se subía a la cabeza de todos los Estados y la congestionaba. De la fecunda voluntad de consolidación interior surgió, a la vez y por doquier, un afán de expansión que se propagó como una infección vírica. Los industriales franceses, que hacían su agosto, estaban en contra de los alemanes, que también se hacían de oro, porque unos y otros querían más suministros de cañones: Krupp y Schneider-Creusot. La navegación hamburguesa, con sus colosales dividendos, trabajaba contra la de Southampton, los agricultores húngaros contra los serbios, unos consorcios contra otros: la coyuntura los había vuelto locos a todos, aquí y allá, llenos de un afán desenfrenado de poseer siempre más. Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo. No era una cuestión de ideas, y menos aún se trataba de los pequeños distritos fronterizos; no sabría explicarlo de otro modo sino por el exceso de fuerza, por las trágicas consecuencias de ese dinamismo interior que durante cuarenta años había ido acumulando paz y quería descargarla violentamente. De repente todos los Estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás. Y lo peor fue que nos engañó precisamente la sensación que más valorábamos todos: nuestro optimismo común, porque todo el mundo creía que en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás; y, así, los diplomáticos empezaron el juego del bluf recíproco. Hasta cuatro y cinco veces en Agadir, en la guerra de los Balcanes, en Albania, todo quedó en un juego; pero en cada nueva ocasión las alianzas se volvían cada vez más estrechas y adquirían un carácter marcadamente belicista. En Alemania se introdujo un impuesto de guerra en pleno período de paz y en Francia se prolongó el servicio militar; a la larga, el exceso de energía tenía que descargar y las señales de tormenta en los Balcanes indicaban la dirección de los nubarrones que ya se acercaban a Europa.

Todavía no cundía el pánico, pero sí una inquietud que quemaba lenta, pero constante, siempre que sonaban disparos en los Balcanes, experimentábamos un cierto malestar. ¿Acabaría por sorprendernos la guerra, sin saber por qué ni para qué? Poco a poco —demasiado poco a poco, demasiado tímidamente, ¡como hoy sabemos!— se fueron concentrando las fuerzas antagónicas. Ahí estaba el Partido Socialista, millones de hombres en un lado y en el otro, que en sus programas decía «no» a la guerra; ahí estaban los poderosos grupos católicos bajo la dirección del Papa y algunos consorcios de composición internacional; ahí estaban unos pocos políticos sensatos que mostraron su repulsa ante aquellas maquinaciones subterráneas. Y también nosotros, los escritores, formábamos parte de las filas contrarias a la guerra, aunque, como siempre, de forma individual y aislada, en vez de formar una unidad compacta y decidida. Por desgracia, la actitud de la mayoría de intelectuales era de pasividad e indiferencia, porque, gracias a nuestro optimismo, el problema de la guerra, con todas sus consecuencias morales, aún no había penetrado en nuestro horizonte interior: en ninguno de los escritos importantes de los prohombres de la época se encuentra una sola exposición de principios ni un solo aviso arrebatado. Nos parecía que bastaba con pensar a escala europea y unirnos en una hermandad internacional, declararnos partidarios del ideal de un entendimiento pacífico —dentro de nuestra esfera, que sólo de modo muy indirecto influía en el presente— y de una fraternidad espiritual por encima de lenguas y países. Y precisamente era la nueva generación la que se adhería con más entusiasmo a esa idea europea. En París, en el círculo próximo a mi amigo Bazalgette, encontré a un grupo de jóvenes que, al contrario de la generación anterior, rechazaba cualquier nacionalismo estrecho y cualquier imperialismo agresivo: Jules Romains, quien más adelante, durante la guerra, escribió su gran poema dedicado a Europa; y Georges Duhamel, Charles Vidrac, Durtain, René Arcos, Jean Richard Bloch, reunidos primero en la Abbaye y después en la Effort libre, que fueron apasionados paladines de un futuro europeísmo y que —como lo demostró la prueba de fuego de la guerra— se mostraron inalterables en su aversión hacia cualquier tipo de militarismo; he aquí una juventud intrépida, dotada de talento y moralmente decidida, como muy pocas veces ha engendrado Francia. En Alemania fue Werfel quien, con su Amigo del mundo, puso el acento lírico más intenso en la hermandad universal; René Schickele, a quien, como alsaciano, el destino había situado entre las dos naciones, trabajó fervientemente a favor de un entendimiento; desde Italia nos saludó como camarada G. A. Borghese; de las tierras escandinavas y eslavas nos llegaban voces de ánimo. «Pues, venga, va, venga a visitarnos», me decía en una carta un gran escritor ruso. «Demostrad a los paneslavistas que nos quieren incitar a una guerra que vosotros, allí en Austria, no queréis». ¡Ah, todos amábamos nuestra época, que nos llevaba sobre sus alas, todos amábamos, a Europa! Pero esa fe ingenua en la razón, de la que esperábamos que evitaría la locura en el último momento, fue a la vez nuestra única culpa. Cierto que no examinamos con suficiente desconfianza las señales escritas en la pared, pero ¿acaso no es propio de la juventud el no ser desconfiada, sino crédula? Confiábamos en Jaurés, en la Internacional Socialista, creíamos que los ferroviarios volarían las vías antes que cargar a sus camaradas hacia el frente como animales hacía el matadero, contábamos con que las mujeres se negarían a sacrificar a sus hijos y maridos al dios Moloc, estábamos convencidos de que la fuerza espiritual y moral de Europa triunfaría en el último momento crítico. Nuestro idealismo colectivo, nuestro optimismo condicionado por el progreso nos llevó a ignorar y despreciar el peligro.

Además, nos faltaba un organizador que uniera decididamente nuestras fuerzas latentes. Existía entre nosotros un solo hombre, uno solo, que lo advertía todo, que reconocía las señales desde lejos; pero, por extraño que pueda parecer, a pesar de que vivía entre nosotros, durante largo tiempo no supimos nada de él, de ese hombre que el destino nos había designado como guía. Fui muy afortunado al descubrirlo en el último momento, cosa que me costó lo mío porque, aunque vivía en pleno centro de París, se hallaba lejos de la foire sur la place. Si un día alguien emprende la tarea de escribir una historia íntegra y real de la literatura francesa del siglo XX, no podrá pasar por alto el sorprendente fenómeno de que los periódicos de París de aquella época elogiaban a todos los escritores y nombres imaginables, ignorando, en cambio, los de los tres más importantes o citándolos en contextos erróneos. Entre 1900 y 1914 nunca vi citado el nombre de Paul Valéry como escritor ni en Le Figaro ni en Le Matin; Marcel Proust pasaba por un pisaverde de salón y Romain Rolland por un musicólogo erudito; tenían casi cincuenta años cuando el primer tímido rayo de fama iluminó sus nombres y habían creado su gran obra en la sombra, en medio de la ciudad más curiosa e intelectual del mundo.

Fue una casualidad descubrir a Romain Rolland a tiempo. En Florencia una escultora rusa me había invitado a tomar un té para mostrarme sus obras y también para intentar hacerme un boceto. Me presenté en su casa a las cuatro en punto, olvidando que era rusa y que, por lo tanto, no tenía sentido del tiempo ni de la puntualidad. Una vieja babushka, que, según había oído, ya había sido nodriza de su madre, me acompañó al estudio, donde la cosa más pintoresca era el desorden, y me pidió que esperase. En total había allí cuatro esculturas pequeñas y en un par de minutos las tuve más que vistas. De modo que, para no perder el tiempo, cogí un libro o, mejor dicho, unos cuadernos parduzcos que estaban desperdigados por el estudio. Cahiers de la Quinzaine, se llamaban, y recordé que ya había oído antes ese título en París. Pero ¿quién podía seguir de cerca todas las revistillas que aparecían y desaparecían a lo largo y ancho del país como efímeras flores idealistas? Hojeé el volumen L’aube de Romain Rolland y empecé a leerlo, cada vez más asombrado e interesado. ¿Quién era aquel francés que conocía tan bien Alemania? Pronto agradecí a la bendita rusa su falta de puntualidad. Cuando finalmente apareció, mi primera pregunta fue: «¿Quién es ese Romain Rolland?».

No me supo dar información cumplida y sólo cuando hube logrado reunir el resto de los volúmenes (los últimos se encontraban todavía en fase de elaboración), supe que por fin tenía en mis manos la obra que no servía a una sola nación europea sino a todas y al hermanamiento entre ellas; supe que aquél era el hombre, el escritor, que ponía en juego todas sus fuerzas morales: el amor al conocimiento y la sincera voluntad de conocer, la imparcialidad probada y alambicada y una fe alentadora en la misión unificadora del arte. Mientras nosotros dispersábamos las fuerzas en pequeñas proclamas, él había puesto manos a la obra en silencio y pacientemente para mostrar a los pueblos las cualidades más atractivas de cada uno de ellos; en aquellas páginas se estaba escribiendo la primera novela conscientemente europea, se estaba ultimando la primera llamada decisiva a la fraternidad, más eficaz que los himnos de Verhaeren, porque llegaba a masas más amplias, más enérgica que todos los panfletos y protestas; se estaba llevando a cabo en ellas, en silencio, lo que todos esperábamos y anhelábamos inconscientemente.

Lo primero que hice en París fue recabar información acerca de él, recordando las palabras de Goethe: «Él ha aprendido, él puede enseñarnos». Pregunté por él a los amigos. A Verhaeren le pareció recordar un drama, Los lobos, que se había representado en el socialista Théâtre du Peuple. Bazalgette, a su vez, había oído que Rolland era musicólogo y habría escrito un librito sobre Beethoven; en el catálogo de la Biblioteca Nacional encontré una docena de obras sobre música antigua y moderna y siete u ocho dramas: todo ello publicado por pequeñas editoriales o en los Cahiers de la Quinzaine. Finalmente, con el propósito de encontrar un punto de contacto, le envié un libro mío. No tardé en recibir una carta que me invitaba a su casa y así inicié una amistad que, junto con la de Freud y la de Verhaeren, resultó la más fecunda de mi vida y, en algunos momentos, incluso decisiva.

Los días memorables de la vida tienen una luminosidad más intensa que los normales. Por eso recuerdo con extraordinaria claridad aquella primera visita. Por una estrecha escalera de caracol, subí cinco pisos de una sencilla casa cercana al bulevar de Montparnasse, y ya ante la puerta noté un silencio especial; el rumor del bulevar se oía tan poco como el viento que, bajo las ventanas, rozaba los árboles del jardincillo de un viejo convento. Rolland me abrió la puerta y me condujo a su pequeño gabinete, repleto de libros hasta el techo. Vi por primera vez sus ojos azules, extrañamente luminosos, los ojos más claros y a la vez más bondadosos que he visto nunca en una persona, unos ojos de esos que durante la conversación extraen fuego y color de los sentimientos más profundos, se ensombrecen con la tristeza, se ahondan con la meditación y centellean con la emoción; aquellas pupilas únicas entre unos párpados un poco demasiado cansados, ligeramente enrojecidas de tanto leer y velar, que eran capaces de resplandecer con una luz benévola y comunicativa. Examiné su figura con una cierta timidez. Muy alto y delgado, andaba un tanto encorvado, como si las incontables horas pasadas ante el escritorio le hubiesen doblado la espalda; su aspecto era enfermizo a causa de los rasgos muy pronunciados del rostro y de un color de piel muy pálido. Hablaba en voz muy baja y en todos los demás aspectos mostraba un sumo cuidado de su cuerpo; casi nunca salía a pasear, comía poco, no bebía ni fumaba y evitaba cualquier esfuerzo físico, pero más adelante tuve que reconocer con admiración el enorme aguante de aquel cuerpo ascético y la gran capacidad de trabajo intelectual que se escondía tras aquella aparente fragilidad. Escribía durante horas y horas en un pequeño escritorio colmado de libros y papeles, leía durante horas y horas en la cama, no concedía a su cuerpo fatigado más de cuatro o cinco horas de sueño y el único esparcimiento que se permitía era la música; tocaba el piano de maravilla, con una pulsación delicada que nunca olvidaré, acariciando las teclas, como si no quisiera arrancarles las notas por la fuerza, sino a base de caricias. Ningún otro virtuoso de la música —y debo decir que he oído tocar en la intimidad a Max Reger, a Busoni y a Bruno Walter— me ha causado tal sensación de comunicación inmediata con los admirados maestros.

Su polifacético saber avergonzaba a los demás; viviendo, de hecho, sólo con ojos de lector, dominaba la literatura, la filosofía, la historia, los problemas de todos los países y de todos los tiempos. Conocía la música hasta el último compás, estaba familiarizado incluso con las obras más distantes de Galuppi, de Telemann y también de músicos de sexta y séptima categoría, y al mismo tiempo participaba con ardor en todos los acontecimientos de la actualidad. En aquella modesta celda monacal el mundo se reflejaba como en una camera obscura. Desde el punto de vista de las relaciones humanas, había disfrutado de la confianza de los grandes de su época, había sido discípulo de Renan, huésped en casa de Wagner, amigo de Jaurès; Tolstói le había dirigido la famosa carta que, como humana confesión, acompaña dignamente su obra literaria. Noté allí —y eso siempre despierta en mí un sentimiento de felicidad— una superioridad humana, moral, una libertad interior sin orgullo, libertad como manifestación natural y evidente de un alma fuerte. A primera vista reconocí en él —y el tiempo me dio la razón— al hombre que se convertiría en la conciencia de Europa en el momento decisivo. Hablamos de su Jean-Christophe. Rolland me contó que con aquel libro había tratado de cumplir con un triple deber: su gratitud hacia la música, su profesión de fe en la unidad europea y una llamada a los pueblos a la reflexión. Cada uno de nosotros debía influir ahora desde su lugar, desde su país, desde su lengua. Era el momento de estar alerta, cada vez más. Las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras; además, se escondían tras ellas intereses económicos con menos escrúpulos que los nuestros. El absurdo se había puesto visiblemente manos a la obra y luchar contra él era incluso más importante que nuestro arte. La aflicción por la fragilidad de la estructura terrenal me resultó doblemente conmovedora en un hombre que en toda su obra había celebrado la inmortalidad del arte.

—Nos puede servir de consuelo a cada uno de nosotros en tanto que individuos —me respondió—, pero nada puede contra la realidad.

Esto ocurría en el año 1913. Fue la primera conversación que me hizo comprender que nuestro deber no consistía en hacer frente —sin preparación y cruzados de brazos— a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea; después, en el momento decisivo, nada dio a Rolland una superioridad moral tan evidente sobre todos los demás como el hecho de que ya de antemano había fortalecido dolorosamente su espíritu. Los de nuestro círculo también habíamos hecho algo; yo había traducido mucho, había llamado la atención sobre los escritores vecinos, en 1912 había acompañado a Verhaeren en una gira de conferencias por toda Alemania que se convirtió en una manifestación de hermandad franco-alemana; en Hamburgo, Verhaeren y Dehmel, el gran poeta francés y el gran poeta alemán, se abrazaron públicamente. Había convencido a Reinhardt para que dirigiera el nuevo, drama de Verhaeren, nuestra colaboración a ambos lados no había sido nunca tan cordial, intensa e impulsiva, y en muchos momentos de entusiasmo fuimos víctimas de la ilusión de haber mostrado al mundo el camino recto y salvador. Pero el mundo se interesaba muy poco por semejantes manifestaciones literarias y seguía su pernicioso camino. Cualquier chisporroteo eléctrico en el maderamen producía fricciones invisibles, la chispa saltaba a cada momento (el asunto Zabern, la crisis de Albania, una entrevista mal llevada), sólo una, pero capaz de hacer estallar todo el material explosivo acumulado. Sobre todo en Austria notábamos que nos hallábamos en el centro de la zona de agitación. En el año 1910 el emperador Francisco José había superado su octogésimo aniversario. No podía durar mucho más aquel anciano convertido ya en un símbolo, y empezó a propagarse un sentimiento místico, un estado de ánimo nacido de la idea de que, tras su fallecimiento, el proceso de disolución de la milenaria monarquía sería imparable. En el interior crecía la presión entre las distintas nacionalidades y en el exterior, Italia, Serbia, Rumanía y, hasta cierto punto, incluso Alemania esperaban repartirse el imperio. La guerra de los Balcanes, donde Krupp y Schneider-Creusot probaban sus respectivos cañones contra «material humano» extranjero —del mismo modo que lo harían más adelante los alemanes e italianos con sus aviones en la Guerra Civil española— nos arrastraba cada vez más hacia una corriente que se precipitaba desde lo alto de una catarata. La gente vivía de sobresalto en sobresalto, para después, empero, volver a respirar aliviada: «Esta vez todavía no. ¡Y esperemos que nunca!».

Sabemos por experiencia que es mucho más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Ésta no se encuentra sedimentada en los acontecimientos oficiales, sino más bien en pequeños episodios personales, como los que desearía intercalar aquí. Para ser sincero, en aquel momento yo no creía en la guerra. Pero por dos veces soñé despierto, como quien dice, y me desperté de un sobresalto. La primera fue a causa del «Asunto Redl», que, como todos los episodios importantes que ocurren en un segundo plano de la historia, es poco conocido.

Al tal coronel Redl, héroe de uno de los dramas más complicados del espionaje, lo conocí personalmente en un breve encuentro. Vivía en el mismo barrio que yo, a una calle de distancia de la mía, me lo había presentado en una ocasión un amigo mío, el fiscal T., en el café donde dicho señor de aspecto agradable y bonachón fumaba sus cigarros puros; desde entonces nos saludábamos. Sólo más tarde descubrí hasta qué punto estamos envueltos por el misterio en la vida y qué poco sabemos de las personas que viven a nuestro alrededor. El tal coronel, de aspecto parecido al de cualquier buen oficial austríaco, era el hombre de confianza del heredero del trono; le habían encomendado la importante tarea de dirigir el servicio secreto del ejército y contrarrestar el del enemigo. Pues bien, resulta que se filtró la noticia de que en 1912, durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, cuando Rusia y Austria se movilizaron una contra otra, el secreto más importante del ejército austríaco, «el plan de operaciones», había sido vendido a Rusia, algo que, en caso de guerra, habría provocado una catástrofe sin precedentes, pues de ese modo los rusos habrían conocido de antemano, paso a paso, todos los movimientos tácticos de la ofensiva austríaca. El pánico que provocó esta traición en los círculos del estado mayor fue terrible; al coronel Redl, como experto máximo, le incumbía la misión de descubrir al traidor, que sólo podía hallarse entre los oficiales de mayor graduación. A su vez, el ministerio de Asuntos Exteriores, que no confiaba del todo en la capacidad de las autoridades militares (un ejemplo típico del antagonismo envidioso de los distintos departamentos), dio la orden, sin informar antes al estado mayor, de investigar el caso por separado y a tal fin encargó a la policía, entre otras medidas, que abriera todas las cartas que llegaban del extranjero a las listas de correos, sin respetar el secreto postal.

Un buen día llegó a una estafeta de correos, a la dirección cifrada Opernball, una carta procedente de la estación fronteriza rusa de Podwoloczyska que, una vez abierta, resultó no contener ningún papel escrito, sino seis o siete billetes de mil coronas austríacas. Este sospechoso hallazgo fue inmediatamente enviado a la jefatura de policía, la cual dio la orden de apostar a un detective al lado de la ventanilla a fin de detener en el acto a la persona que reclamase la sospechosa carta.

Por un instante la tragedia tomó un cariz típicamente vienés. A eso de las doce del mediodía un hombre se personó en la estafeta para pedir la carta a nombre de Opernball. El funcionario de correos hizo de inmediato la señal convenida al detective. Pero el detective había salido a tomar un aperitivo y, cuando regresó, sólo pudo comprobar que el desconocido había subido a un coche de punto y se había marchado en dirección desconocida. Pero en seguida empezó el segundo acto de la comedia vienesa. En aquella época de coches de punto, aquellos elegantes y fashionable carruajes de dos caballos, el cochero se consideraba un personaje demasiado distinguido como para limpiar el vehículo con sus propias manos. Por esta razón en cada parada había un «aguador», cuya función consistía en dar de comer a los caballos y lavar los arreos. Por suerte, el aguador de enfrente de correos se había fijado en el número del coche que acababa de salir; al cabo de un cuarto de hora todas las comisarías de policía habían recibido el aviso y se había encontrado el coche. El cochero había proporcionado la descripción del hombre al que había llevado al café Kaiserhof, donde yo siempre encontraba al coronel Redl, y, además, por una feliz casualidad, habían hallado en el carruaje la navaja de bolsillo con la que el desconocido había abierto el sobre. Los policías acudieron rápidamente al café Kaiserhof. Entre tanto, el hombre cuya descripción facilitaron los agentes había vuelto a salir, pero los camareros declararon con toda naturalidad que no era otro que su cliente habitual, el coronel Redl, y que acababa de regresar al hotel Klomser.

El detective se quedó de una pieza. Se había resuelto el misterio. El coronel Redl, jefe supremo del servicio de espionaje del ejército austríaco, era al mismo tiempo un espía pagado por el estado mayor ruso. No sólo había vendido secretos y el plan de operaciones, sino que ahora, de repente, por fin quedaba claro por qué durante los últimos años todos los espías austríacos que él enviaba a Rusia habían sido detenidos y condenados. Dio comienzo una frenética actividad telefónica que se prolongó hasta que se consiguió hablar con Franz Conrad von Hótzendorf, jefe del estado mayor austríaco. Un testigo ocular de aquella escena me contó que, después de las primeras palabras, el hombre se volvió blanco como la cera. A continuación sonó el teléfono en el palacio imperial; una consulta siguió a la otra. ¿Qué hacer? La policía, a su vez, había tomado medidas para que el coronel Redl no pudiera escapar. Cuando iba a salir de nuevo del hotel Klomser y en el momento de dar un encargo al portero, un detective se le acercó con disimulo, le mostró la navaja y le preguntó amablemente: «¿Por casualidad el coronel se ha dejado olvidada esta navaja en el coche?».

En aquel mismo instante el coronel Redl supo que estaba perdido. Mirara adonde mirara, veía las caras conocidas de los agentes de la policía secreta que lo vigilaban y, cuando volvió a entrar en el hotel, dos de ellos lo siguieron hasta su habitación y le dejaron allí un revólver. Y es que, entre tanto, en el palacio imperial se había decidido acabar de una forma discreta aquel asunto tan ignominioso para el ejército austríaco. Los dos agentes patrullaron hasta las dos de la madrugada por delante de la habitación de Redl en el hotel Klomser. Fue pasada esta hora cuando oyeron el disparo.

Al día siguiente apareció en los periódicos de la noche una breve nota necrológica en honor del benemérito coronel Redl, muerto de repente. Pero había habido demasiadas personas envueltas en esa persecución como para poder guardar el secreto. Además, poco a poco se fueron conociendo detalles que explicaban muchas cosas desde el punto de vista psicológico. El coronel Redl tenía inclinaciones homosexuales, sin que sus superiores y compañeros lo supieran, y durante años había estado en manos de chantajistas, los cuales finalmente le habían empujado a aquella escapatoria desesperada. Un escalofrío de horror recorrió el ejército de punta a punta. Todo el mundo supo que, en caso de guerra, aquella persona sola habría causado centenares de miles de bajas y que por su culpa la monarquía habría llegado al borde del precipicio; hasta aquel momento no comprendimos en Austria cuán cerca de la guerra mundial habíamos estado el año anterior.

Fue la primera vez que experimenté el sabor del miedo. Al día siguiente tropecé con Berta von Suttner, la magnífica y generosa Casandra de nuestra época. Aristócrata de una de las familias más importantes, de muy joven había vivido el horror de la guerra de 1866 cerca del castillo familiar de Bohemia. Y con la pasión de una Florence Nightingale vio que tenía una sola misión en la vida: evitar una segunda guerra, cualquier guerra. Escribió una novela, Abajo las armas, que tuvo un éxito mundial. Organizó incontables asambleas pacifistas y el mayor triunfo de su vida fue despertar la conciencia de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, al que conminó a que instituyera el premio Nobel de la Paz y la Comprensión Internacional como compensación por el mal que había causado con su invento. Vino a mi encuentro muy exaltada.

—Los hombres no comprenden lo que está pasando —dijo gritando en medio de la calle, ella que solía hablar con tanta calma y serenidad—. Eso significaba ya la guerra y nos lo han vuelto a esconder y mantener en secreto. ¿Por qué no hacéis nada los jóvenes? ¡Os concierne más a vosotros que a nadie! ¡Defendeos de una vez! ¡Uníos! No nos lo dejéis todo siempre a nosotras, cuatro pobres viejas a quienes nadie escucha.

Le comuniqué que me iba a París; quizá podríamos organizar una manifestación conjunta.

—¿Por qué sólo quizás? —insistió—. La situación está peor que nunca, la maquinaria ya se ha puesto en marcha.

Inquieto como estaba, me costó tranquilizarla.

Pero precisamente en Francia un segundo episodio personal me recordó con qué profética visión había vislumbrado el futuro aquella anciana a la que en Viena nadie se tomaba en serio. Fue un episodio insignificante, pero que a mí me impresionó muchísimo. En la primavera de 1914 había salido de París con una amiga para pasar unos días en la Turena y visitar la tumba de Leonardo da Vinci. Habíamos caminado a lo largo de la suave y soleada orilla del Loira y por la noche estábamos agotados. Decidimos, pues, ir al cine en la ciudad un tanto soñolienta de Tours, donde anteriormente yo ya había rendido homenaje a la casa natal de Balzac.

Era un pequeño cine de barriada que en nada se parecía a los modernos y luminosos palacios de cromo y cristal. Era una simple sala improvisada, rebosante de gente sencilla, obreros, soldados y verduleras, buena gente que charlaba de buen humor y que, a pesar de la prohibición de fumar, lanzaba al aire asfixiante nubes de humo azul de Scaferlati y Caporal. En primer lugar proyectaron «Noticias del mundo». Una regata en Inglaterra: la gente charlaba y reía. A continuación, un desfile militar francés: tampoco en este caso la gente demostró un gran interés. Tercera imagen: el emperador Guillermo visita al emperador Francisco José en Viena. De repente vi en la pantalla el conocido andén de la fea estación Oeste de Viena con unos policías esperando el tren. Después, un toque de corneta. El anciano emperador Francisco José pasando por delante de la guardia de honor para ir a dar la bienvenida a su huésped. Cuando el viejo emperador apareció en la pantalla, caminando ya un poco encorvado y vacilante, la gente de Tours se rió con simpatía del anciano de blancas patillas. Luego se vio el tren entrando en la estación: el primer vagón, el segundo, el tercero. Se abrió la puerta del coche salón y de él bajó Guillermo II, con su erizado bigote y el uniforme de general austríaco.

Tan pronto como el emperador Guillermo apareció en la pantalla, una pitada tremenda y un pataleo furioso estallaron espontáneamente en la oscurecida sala. Todo el mundo gritaba y silbaba, mujeres, hombres y niños se mofaban, como si el monarca los hubiera ofendido personalmente. La buena gente de Tours, que no sabía del pánico y del mundo más que lo que leía en los periódicos, había enloquecido por unos instantes. Me asusté. Me asusté hasta los tuétanos, porque me di cuenta de hasta qué punto debía de haber progresado el emponzoñamiento provocado por años y años de propaganda de odio, cuando incluso allí, en una pequeña ciudad de provincias, sus cándidos ciudadanos y soldados habían sido ya instigados de tal manera en contra del emperador y de Alemania, que una simple imagen fugaz en la pantalla era capaz de provocar en ellos semejante estallido. Duró un segundo, sólo un segundo. Después, cuando aparecieron otras imágenes, lo olvidaron todo. Rieron a carcajada limpia con la película cómica que vino a continuación y se golpeaban las rodillas con fruición y un gran estrépito. Sólo había sido un segundo, pero un segundo que me demostró cuán fácil sería, en caso de una crisis grave, provocar a los pueblos de uno y otro lado, a pesar de todas las tentativas de entente, a pesar de todos nuestros esfuerzos.

Aquello me estropeó la noche. No podía dormir. Si aquel episodio hubiera tenido lugar en París, me habría inquietado igualmente, pero no me habría trastornado tanto, porque el hecho de que el odio hubiera penetrado tan adentro de la provincia y corroyera incluso a la gente apacible e ingenua, me horripiló. Durante los días siguientes conté el episodio a mis amigos; la mayoría de ellos no se lo tomó en serio.

—Cuántas veces nosotros, los franceses, nos reímos de la gordita reina Victoria y, ya ves, al cabo de dos años teníamos una alianza con Inglaterra. No conoces a los franceses: la política no les cala muy hondo.

Sólo Rolland lo vio de otro modo:

—Cuanto más ingenuo es el pueblo, tanto más fácil resulta embaucarlo. Las cosas andan mal desde que eligieron a Poincaré. Su viaje a Petersburgo no será ciertamente de turismo.

Hablamos todavía un rato acerca del congreso socialista internacional, convocado para el verano en Viena, pero también en este aspecto Rolland era más escéptico que los demás.

—Vete a saber cuántos se mantendrán firmes una vez hayan pegado los carteles con la orden de movilización. Hemos entrado en una época de sensaciones colectivas, de histerias.

Sin embargo, como ya he dicho antes, esos momentos de inquietud pasaban volando como telarañas llevadas por el viento. Cierto que de vez en cuando pensábamos en la guerra, pero no de un modo muy diferente de cómo en ocasiones pensamos en la muerte: como algo que es posible, pero seguramente lejano. Y París era demasiado bello en aquellos días y nosotros, demasiado jóvenes y felices. Todavía recuerdo la encantadora farsa que Jules Romains ideó para coronar —para escarnio del prince des poètes— a un prince des penseurs: un buen hombre, algo simple, al que los estudiantes condujeron solemnemente ante la estatua de Rodin en la entrada de su panteón. Y por la noche, durante el banquete, armamos jolgorio como estudiantes traviesos. Los árboles estaban en flor, el aire era dulce y ligero. Ante tantos encantos, ¿quién quería pensar en algo tan inconcebible? Los amigos eran más amigos que nunca y se nos habían añadido otros nuevos, procedentes del país extranjero: «enemigo». La ciudad aparecía más despreocupada que nunca y la gente amaba esa despreocupación junto con la propia. En aquellos últimos días acompañé a Verhaeren a Rouen, donde debía dar una conferencia. De noche nos detuvimos ante la catedral, cuyas puntas resplandecían con fulgores mágicos a la luz de la luna. Milagros tan cautivadores, ¿pertenecían todavía a una «patria»? ¿No nos pertenecían a todos? Nos despedimos en la estación de Rouen, en el mismo lugar donde, dos años más tarde, una de las máquinas por él cantadas habría de despedazarlo. Nos abrazamos.

—¡El uno de agosto, en mi casa de Caillou qui bique!

Se lo prometí, porque todos los años lo visitaba en esa villa suya para traducir, junto con él, sus nuevos versos. ¿Por qué no, pues, también aquel año? Libre de preocupaciones, me despedí de los demás amigos. Despedida de París, un adiós indolente, nada sentimental, como quien abandona su casa por unas semanas. Mi programa para los meses siguientes estaba muy claro. Primero rumbo a Austria, retirado en cualquier lugar del campo, para adelantar el trabajo sobre Dostoievski (que no se publicaría hasta cinco años más tarde) y terminar el libro Tres maestros, cuyo contenido consistía en presentar a tres grandes naciones, cada una con uno de sus mejores novelistas. Después, a casa de Verhaeren y, en invierno, el viaje a Rusia, planeado desde hacía tiempo, para crear allí un grupo a favor de nuestro mutuo entendimiento espiritual. El camino que se abría ante mí, a la edad de treinta y dos años, era claro y llano; en aquel radiante verano el mundo se me ofrecía bello y lleno de sentido como una fruta exquisita. Y yo lo amaba por su presente y por su futuro, aún más esplendoroso. Entonces, el 28 de junio de 1914, sonó aquel disparo en Sarajevo que, en cuestión de segundos, troceó, como si de un cántaro se tratara, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían criado y educado y que habíamos adoptado como patria.