«INCIPIT» HITLER
Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época. Por esta razón no recuerdo cuando oí por primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre que ya desde hace años nos vemos obligados a recordar o pronunciar en relación con cualquier cosa todos los días, casi cada segundo, el nombre del hombre que ha traído más calamidades a nuestro mundo que cualquier otro en todos los tiempos. Sin embargo, debió de ser bastante pronto, pues nuestra Salzburgo, situada a dos horas y media de tren, era como una ciudad vecina de Munich, de modo que los asuntos puramente locales de allí nos llegaban bastante rápido. Sólo sé que un día —no sabría precisar la fecha— me visitó un conocido de allá quejándose de que en Munich volvía a reinar la agitación. Había sobre todo un agitador tremebundo llamado Hitler que celebraba reuniones con muchas broncas y peleas e incitaba a la gente del modo más vulgar contra la República y los judíos.
Aquel nombre no me decía nada. Y no le presté más atención, porque a saber cuántos nombres de agitadores y golpistas, hoy ya completamente olvidados, aparecían en la desbaratada Alemania de entonces para volver a desaparecer con la misma rapidez: por ejemplo, el del capitán Ehrhardt, con sus tropas del Báltico; el de Wolfgang Kapp, el de los asesinos del tribunal de la Santa Vehma; los de los comunistas bávaros, de los separatistas renanos, de los líderes de los cuerpos de voluntarios. Centenares de pequeñas burbujas como ésas se mezclaban en la efervescencia general y, cuando estallaban, desprendían un hedor que delataba claramente el proceso de putrefacción oculto en la herida todavía abierta de Alemania. También me cayó una vez en las manos aquel periodicucho del nuevo movimiento nacionalsocialista, el Miesbacher Anzeiger (del que más tarde nacería el Völkische Beobachter). Pero Miesbach sólo era un villorrio y el periódico, una cosa vulgar y ordinaria. ¿A quién le importaba?
Pero luego, en las vecinas poblaciones fronterizas de Reichenhall y Berchtesgaden, adonde yo iba casi todas las semanas, de repente empezaron a surgir grupos de jóvenes, al principio pequeños pero después cada vez más numerosos, con botas altas, camisas pardas y brazaletes chillones con la esvástica. Organizaban reuniones y desfiles, se exhibían por las calles cantando y vociferando, pegaban enormes carteles en las paredes y las pintarrajeaban con la cruz gamada. Por primera vez me di cuenta de que detrás de aquellas bandas surgidas de repente debían de esconderse fuerzas económicas poderosas o al menos influyentes en otros ámbitos. Aquel hombre solo, Hitler, que por aquel entonces pronunciaba sus discursos exclusivamente en las cervecerías bávaras, no podía haber organizado y pertrechado a aquellos miles de rapazuelos hasta convertirlos en un aparato tan costoso. Debían de ser manos más fuertes las que impulsaban aquel nuevo «movimiento», porque los uniformes eran flamantes, las «tropas de asalto», que eran mandadas de una ciudad a otra, disponían —en unos tiempos de miseria, cuando los verdaderos veteranos del ejército llevaban uniformes andrajosos— de un sorprendente parque de automóviles, motocicletas y camiones nuevos e impecables. Era evidente, además, que algún mando militar preparaba tácticamente a aquellos jóvenes (o, como se decía entonces, les inculcaba una disciplina «paramilitar») y que tenía que ser el mismo ejército del Reich —en cuyo servicio secreto desde el principio había estado Hitler como soplón— quien se ocupaba de darles una instrucción técnica regular con el material que gustosamente les suministraban. Por casualidad pronto tuve ocasión de presenciar una de aquellas «operaciones militares» preparada de antemano. En una de las poblaciones fronterizas, donde se celebraba una pacífica asamblea socialdemócrata, aparecieron de repente y a toda velocidad cuatro camiones, cada uno de ellos lleno de mozalbetes nacionalsocialistas armados con porras de goma y, lo mismo que había visto antes en la plaza de San Marcos de Venecia, con su celeridad cogieron a la gente desprevenida. Era el método aprendido de los fascistas italianos, sólo que a base de una instrucción militar más precisa y sistemática, al estilo alemán, hasta el último detalle. A golpe de silbato los hombres de las SA saltaron como un rayo de los camiones, repartieron porrazos a cuantos encontraron a su paso y, antes de que la policía pudiera intervenir o los obreros se pudieran concentrar, ya habían vuelto a subir a los camiones y se alejaban a toda velocidad. Lo que me dejó boquiabierto fue la precisión técnica con que habían bajado y subido a los camiones, obedeciendo a un solo silbido estridente del jefe de grupo. Era evidente que cada uno de aquellos muchachos sabía de antemano, hasta los tuétanos, qué asidero debía usar, por qué rueda del camión y en qué lugar debía saltar para no estorbar al siguiente ni poner en peligro la operación. No se trataba en absoluto de una cuestión de habilidad personal, sino que cada una de las maniobras debía de haberse ensayado previamente docenas de veces, quizá centenares, en cuarteles y campos de instrucción. Desde el principio —y aquella primera experiencia lo demostraba— la tropa había sido adiestrada para el ataque, la violencia y el terror.
Pronto se tuvieron más noticias de aquellas maniobras clandestinas en el land bávaro. Cuando todo el mundo dormía, los mozalbetes salían a hurtadillas de sus casas y se reunían para practicar ejercicios nocturnos «sobre el terreno»; oficiales del ejército, en servicio activo o retirados, pagados por el Estado o por los capitalistas secretos del Partido, instruían a esas tropas sin que las autoridades prestaran demasiada atención a sus extrañas maniobras nocturnas. ¿Dormían o simplemente cerraban los ojos? ¿Consideraban que era un movimiento de poca importancia o a escondidas fomentaban su expansión? Sea como fuere, incluso los que apoyaban de tapadillo al movimiento, más tarde se estremecieron ante la brutalidad y la rapidez con que echó a andar. Una mañana, cuando las autoridades se despertaron, Munich había caído en manos de Hitler, todas las oficinas públicas habían sido ocupadas y los periódicos, obligados a punta de pistola a anunciar a bombo y platillo el triunfo de la revolución. Como caído del cielo (el único lugar hacia donde había levantado su soñadora mirada la desprevenida República), había aparecido un deus ex máchina, el general Ludendorff, el primero de muchos que creían que podían driblar a Hitler y que, por el contrario, acabaron engañados por él. Por la mañana empezó el famoso putsch que habría de conquistar Alemania; al mediodía, como se sabe (aquí no hace falta dar lecciones de historia universal), todo había terminado. Hitler huyó y no tardó en ser detenido. Con esto el movimiento parecía extinguido. Aquel año de 1923 desaparecieron las cruces gamadas y las tropas de asalto e incluso el nombre de Hitler cayó en el olvido. Ya nadie pensaba en él como en un factor de poder.
No reapareció hasta pasados unos años y entonces la furiosa oleada de descontento lo elevó en seguida hasta lo más alto. La inflación, el paro, las crisis políticas y, no en menor grado, la estupidez extranjera habían soliviantado al pueblo alemán: para el pueblo alemán el orden ha sido siempre más importante que la libertad y el derecho. Y quien prometía orden (el propio Goethe dijo que prefería una injusticia a un desorden) desde el primer momento podía contar con centenares de miles de seguidores.
Pero todavía no nos dábamos cuenta del peligro. Los pocos escritores que se habían tomado de veras la molestia de leer el libro de Hitler, en vez de analizar el programa que contenía se burlaban de la ampulosidad de su prosa pedestre y aburrida. Los grandes periódicos democráticos en vez de prevenir a sus lectores, los tranquilizaban todos los días diciéndoles que aquel movimiento que, en efecto, a duras penas financiaba su gigantesca actividad agitadora con el dinero de la industria pesada y un endeudamiento temerario, se derrumbaría irremisiblemente al día siguiente o al otro. Pero quizás en el extranjero no se entendió el verdadero motivo por el cual Alemania había menospreciado y banalizado la persona y el poder creciente de Hitler: Alemania no sólo ha sido siempre un Estado de clases, sino que, además, dentro de ese ideal social ha tenido que soportar una veneración exagerada e idólatra hacia la «formación académica», una veneración que no ha cambiado con los siglos. Dejando de lado a algunos generales, los altos cargos del Estado estaban reservados exclusivamente a las llamadas «clases cultas académicas». Mientras que en Inglaterra un Lloyd George, en Italia un Garibaldi o un Mussolini y en Francia un Briand procedían realmente del pueblo y de él habían accedido a los cargos más altos del Estado, para los alemanes era impensable que un hombre que ni siquiera había acabado los estudios primarios, por no hablar de una carrera universitaria, alguien que dormía en asilos y durante años había llevado una vida oscura y precaria de un modo todavía hoy no esclarecido, pudiese aspirar siquiera a una posición que habían ocupado un barón von Stein, un Bismarck o un príncipe Bülow. Este orgullo basado en la formación académica indujo a los intelectuales alemanes, más que cualquier otra cosa, a seguir viendo en Hitler al agitador de las cervecerías que nunca podría llegar a constituir un peligro serio, cuando ya desde hacía tiempo, gracias a sus instigadores invisibles, se había granjeado el favor de poderosos colaboradores en distintos ámbitos. E incluso aquel mismo día de enero de 1933 en que se convirtió en canciller, la gran masa y los mismos que lo habían empujado al cargo lo consideraban un simple depositario provisional del puesto y veían el gobierno del nacionalsocialismo como un mero episodio.
Entonces se manifestó por primera vez y a gran escala la técnica cínicamente genial de Hitler. Durante años había hecho promesas a diestro y siniestro y se había ganado importantes prosélitos en todos los partidos, cada uno de los cuales creía poder aprovechar para sus propios fines las fuerzas místicas de aquel «soldado desconocido». Pero la misma técnica que Hitler empleó más adelante en política internacional, la de concertar alianzas —basadas en juramentos y en la sinceridad alemana— con aquellos a los que quería aniquilar y exterminar, le valió ya su primer triunfo. Sabía engañar tan bien a fuerza de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares. Los monárquicos de Doorn creían que sería el pionero más leal del emperador, e igual de exultantes estaban los monárquicos bávaros y de Wittelsbach en Munich; también ellos lo consideraban «su» hombre. Los del partido nacional-alemán confiaban en que él cortaría la leña que calentaría sus fogones; su líder, Hugenberg, se había asegurado con un pacto el puesto más importante en el gabinete de Hitler y creía que de este modo ya tenía un pie en el estribo (naturalmente, a pesar del acuerdo hecho bajo juramento, tuvo que salir por piernas después de las primeras semanas). Gracias a Hitler, la industria pesada se sentía libre de la pesadilla bolchevique; por fin veía en el poder al hombre a quien durante años había financiado a hurtadillas y, a su vez, la pequeña burguesía depauperada, a la que Hitler había prometido en centenares de reuniones que «pondría fin a la esclavitud de los intereses», respiraba tranquila y entusiasmada. Los pequeños comerciantes recordaban su promesa de cerrar los grandes almacenes, sus competidores más peligrosos (una promesa que nunca se cumplió), y sobre todo el ejército celebró el advenimiento de un hombre que denostaba el pacifismo y cuya mentalidad era militar. Incluso los socialdemócratas no vieron su llegada al poder con tan malos ojos como habría sido de esperar, porque confiaban en que eliminaría a sus enemigos mortales, los comunistas, que tan enojosamente les pisaban los talones. Los partidos más diversos y opuestos entre sí consideraban a ese «soldado desconocido» —que lo había prometido y jurado todo a todos los estamentos, a todos los partidos y a todos los sectores— como a un amigo. Ni siquiera los judíos alemanes se mostraron demasiado preocupados. Se engañaban con la ilusión de que un ministre jacobin ya no era un jacobino, de que un canciller del Reich depondría, por supuesto, la vulgar actitud de un agitador antisemita. Y, por último, ¿podía imponer nada por la fuerza a un Estado en que el derecho estaba firmemente arraigado, en que tenía en contra a la mayoría del Parlamento y en que todos los ciudadanos creían tener aseguradas la libertad y la igualdad de derechos, de acuerdo con la Constitución solemnemente jurada?
Luego se produjo el incendio del Reichstag, el Parlamento desapareció y Göring soltó a sus hordas: de un solo golpe se aplastaron todos los derechos en Alemania. Horrorizada, la gente tuvo noticia de que existían campos de concentración en tiempos de paz y de que en los cuarteles se construían cámaras secretas donde se mataba a personas inocentes sin juicio ni formalidades. Aquello sólo podía ser el estallido de una primera furia insensata, se decía la gente. Algo así no podía durar en pleno siglo XX. Pero sólo era el comienzo. El mundo aguzó los oídos y se negó al principio a creerse lo increíble. Pero ya en aquellos días vi a los primeros fugitivos. De noche habían atravesado las montañas de Salzburgo o el río fronterizo a nado. Nos miraban hambrientos, andrajosos, azorados; con ellos había empezado la huida provocada por el pánico ante la inhumanidad que después se extendería por el mundo entero. Pero viendo a aquellos expulsados, todavía no me imaginaba que sus rostros macilentos anunciaban ya mi propio destino y que todos seríamos víctimas del poder de aquel solo hombre.
Resulta difícil desprenderse en pocas semanas de treinta o cuarenta años de fe profunda en el mundo. Anclados en nuestras ideas del derecho, creíamos en la existencia de una conciencia alemana, europea, mundial, y estábamos convencidos de que la inhumanidad tenía una medida que acabaría de una vez para siempre ante la presencia de la humanidad. Puesto que intento ser tan sincero como puedo, tengo que confesar que en 1933 y todavía en 1934 nadie creía que fuera posible una centésima, ni una milésima parte de lo que sobrevendría al cabo de pocas semanas. De todos modos, teníamos claro de antemano que los escritores libres e independientes íbamos a contar con ciertas dificultades, contrariedades y hostilidades. Justo después del incendio del Reichstag dije a mi editor que pronto se acabarían mis libros en Alemania. No olvidaré su estupefacción.
—¿Quién habría de prohibir sus libros? —dijo entonces, en 1933, todavía muy asombrado—. Usted no ha escrito ni una sola palabra contra Alemania ni se ha metido en política.
Ya lo ven: todas las barbaridades, como la quema de libros y las fiestas alrededor de la picota, que pocos meses más tarde ya eran hechos reales, un mes después de la toma del poder por Hitler todavía eran algo inconcebible incluso para las personas más perspicaces. Porque el nacionalsocialismo, con su técnica del engaño sin escrúpulos, se guardaba muy mucho de mostrar el radicalismo total de sus objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que utilizaban sus métodos con precaución; cada vez igual: una dosis y, luego, una pequeña pausa. Una píldora y, luego, un momento de espera para comprobar si no había sido demasiado fuerte o si la conciencia mundial soportaba la dosis. Y puesto que la conciencia europea —para vergüenza e ignominia de nuestra civilización— insistía con ahínco en su desinterés, ya que aquellos actos de violencia se producían «al otro lado de las fronteras», las dosis fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta tal punto que al final toda Europa cayó víctima de tales actos. Lo más genial de Hitler fue esa táctica suya de tantear el terreno poco a poco e ir aumentado cada vez más su presión sobre una Europa que, moral y militarmente, se debilitaba por momentos. Decidida desde hacía tiempo, también la acción contra la libre expresión y cualquier libro independiente en Alemania se llevó a cabo con el mismo método de tanteo previo. No se promulgó una ley que prohibiera lisa y llanamente nuestros libros: eso llegaría dos años más tarde; en lugar de ello, por lo pronto se organizó un pequeño ensayo para saber hasta dónde se podía llegar y se endosaron los primeros ataques contra nuestros libros a un grupo sin responsabilidad oficial: los estudiantes nacionalsocialistas. Siguiendo el mismo sistema con que se escenificaba la «ira popular» para imponer el boicot a los judíos —decidido desde mucho antes—, se dio una consigna secreta a los estudiantes para que manifestaran públicamente su «indignación» contra nuestros escritos. Y los estudiantes alemanes, contentos de cualquier oportunidad para exteriorizar su mentalidad reaccionaria, se amotinaban obedientemente en todas las universidades, sacaban ejemplares de nuestros libros de las librerías y, con tal botín y ondeando banderas, desfilaban hasta una plaza pública. Una vez allí, y siguiendo la vieja costumbre alemana (la Edad Media volvió a ponerse de moda rápidamente), los clavaban en la picota, los exponían a la vergüenza pública (yo mismo tuve uno de esos ejemplares atravesado por un clavo, que un estudiante amigo mío había salvado después de la ejecución y me había regalado) o, como por desdicha no estaba permitido quemar personas, los reducían a cenizas en grandes hogueras mientras recitaban lemas patrióticos. Es verdad que, después de muchas dudas, Goebbels, ministro de Propaganda, se decidió en el último momento a dar su bendición a la quema de libros, pero ésta siempre constó como una medida semioficial, y nada demuestra tan claramente la poca identificación que tenía entonces Alemania con estas acciones como el hecho de que el común de las gentes no sacó ni la más mínima consecuencia de las quemas y proscripciones llevadas a cabo por los estudiantes. A pesar de la advertencia a los libreros de que no expusieran ninguno de nuestros libros y a pesar de que los periódicos ya no los mencionaban, el auténtico público no se dejó influir en absoluto. Mientras no se castigó su lectura con la cárcel o el campo de concentración, mis libros seguían leyéndose todavía en el año 1933; y durante 1934, a pesar de todas las trabas y dificultades, se vendió casi el mismo número de ejemplares que antes. Primero fue necesario que aquel fantástico decreto «para la protección del pueblo alemán» se convirtiera en ley, ley que declarase crimen de Estado la impresión, venta y difusión de nuestros libros, para que nos dejaran de leer los miles y millones de alemanes que todavía hoy preferirían leernos y acompañarnos fielmente en nuestro ejercicio que leer a «los poetas de la sangre y la tierra».
Para mí fue más un honor que una ignominia el poder compartir el destino de la aniquilación total de la vida literaria en Alemania con contemporáneos tan eminentes como Thomas Mann, Heinrich Mann, Werfel, Freud, Einstein y muchos otros cuya obra considero incomparablemente más importante que la mía, y cualquier gesto de mártir me repugna hasta el punto de que sólo a disgusto menciono la circunstancia de haberme visto incluido en el destino general. Y por extraño que parezca, me correspondió precisamente a mí el poner en una situación especialmente penosa al nacionalsocialismo e incluso a Adolf Hitler en persona. De entre todos los proscritos, no fue sino mi figura literaria la que se convirtió en objeto, y repetidas veces, de la irritación más furibunda y de unos debates interminables en las más altas esferas de la villa de Berchtesgaden, de modo que puedo añadir a las cosas agradables de mi vida la modesta satisfacción de haber disgustado al hombre —de momento— más poderoso de la época moderna, Adolf Hitler.
Ya en los primeros días del nuevo régimen provoqué, inocentemente, una especie de alboroto. El caso es que se proyectaba entonces en toda Alemania una película basada en mi narración corta Secreto ardiente, con el mismo título. Nadie se había escandalizado por ello. Pero he aquí que al día siguiente del incendio del Reichstag, la culpa del cual los nacionalsocialistas intentaban —en vano— cargar a los comunistas, la gente se congregó frente a la cartelera del cine donde se proyectaba Secreto ardiente, guiñándose el ojo, dándose codazos y riendo. Los de la Gestapo pronto entendieron por qué la gente se reía de aquel título. Y aquella misma tarde policías en motocicleta corrieron de un lado para otro prohibiendo la proyección de la película; a partir del día siguiente, el título de mi pequeña novela desapareció sin dejar rastro de las carteleras de los periódicos y de todas las columnas de anuncios. Prohibir una palabra que les molestaba e incluso quemar y destruir todos nuestros libros había sido de todos modos algo bastante fácil. Hubo un caso, en cambio, en que no pudieron alcanzarme sin perjudicar al mismo tiempo al hombre que más necesitábamos en aquellos momentos críticos para el prestigio de la nación alemana ante el mundo, el músico vivo más grande y más famoso del país, Richard Strauss, junto con el cual yo acababa de escribir una ópera.
Era mi primera colaboración con Richard Strauss. Antes, desde Electra y El caballero de la rosa, Hugo von Hofmannsthal le había escrito todos los libretos y yo nunca había conocido personalmente a Richard Strauss. Tras la muerte de Hofmannsthal, me comunicó a través de mi editor que quería empezar una nueva obra y preguntaba si yo estaría dispuesto a escribir el libreto. Consideré un honor un encargo como éste. Desde que Max Reger había musicado mis primeros poemas, había vivido siempre acompañado de música y de músicos. Una estrecha amistad me unía a Busoni, a Toscanini, a Bruno Walter y a Alban Berg. Pero no conocía a ningún compositor de nuestra época al que estuviera más dispuesto a servir que a Richard Strauss, el último de la gran generación de músicos alemanes de pura sangre que, desde Handel y Bach, pasando por Beethoven y Brahms, llega hasta nuestros días. Dije que sí en el acto y, ya en la primera entrevista, propuse a Strauss como motivo de una ópera el tema de The silent woman de Ben Johnson. Fue para mí una agradable sorpresa ver con qué prontitud y clarividencia aceptaba Strauss todas mis propuestas. Nunca habría dicho de él que captara el arte tan rápidamente, que poseyera conocimientos dramáticos tan sorprendentes. Mientras le contaba el argumento, él ya le daba forma dramática y lo adaptaba acto seguido —cosa todavía más sorprendente— a los límites de sus propias capacidades, que dominaba con una claridad casi fantástica. He conocido a muchos artistas a lo largo de mi vida, pero a ninguno que supiera guardar una objetividad respecto de sí mismo tan abstracta y serena. Por ejemplo, desde el primer momento Strauss me confesó con toda franqueza que era plenamente consciente de que un músico de setenta años ya no poseía la fuerza original de la inspiración. Difícilmente conseguiría componer obras como Till Eulenspiegel o Muerte y transfiguración, precisamente porque la música pura requería el máximo de la frescura creadora. Pero la palabra seguía inspirándole. Todavía era capaz de dar forma dramática a algo ya existente, a una materia ya elaborada, porque nacían en él espontáneamente temas musicales a partir de situaciones y palabras, y por eso ahora, a una edad tan avanzada, se dedicaba en exclusiva a la ópera. Sabía muy bien que la ópera como forma artística se había acabado. Wagner era una cima tan gigantesca que nadie podía superarlo.
—Pero yo me las ingenié —añadió con una gran carcajada bávara— para llegar al otro lado dando un rodeo.
Una vez nos hubimos puesto de acuerdo sobre las líneas básicas, me dio algunas pequeñas instrucciones más. Quería concederme libertad absoluta, porque a él no le inspiraba un libreto adaptado previamente, al estilo verdiano, sino una obra poética. Le gustaría que yo intercalara unas cuantas formas complicadas que dieran al colorido posibilidades de desarrollo.
—A mí no se me ocurren melodías largas como a Mozart. Yo sólo me desenvuelvo bien con temas cortos. Pero luego sí sé invertir un tema, parafrasearlo, sacarle todo el jugo que contiene, y creo que en eso nadie es capaz de imitarme hoy en día.
Tanta franqueza me desconcertó una vez más, pues es cierto que apenas se puede encontrar en Strauss una melodía que vaya más allá de unos cuantos compases, pero también es verdad que estos pocos compases —como los del vals del Caballero de la rosa— luego se elevan a la categoría de fuga y se convierten en una plenitud perfecta.
Tanto como en aquella primera entrevista, en todas las demás que la siguieron quedé admirado de la seguridad y la objetividad con que el viejo maestro se encaraba en su obra consigo mismo. En una ocasión estuvimos los dos solos en la sala de los festivales de Salzburgo, donde ensayaban a puerta cerrada su Elena egipciana. No había nadie más en la sala, completamente a oscuras. Él escuchaba. De repente me di cuenta de que tamborileaba con los dedos sobre el respaldo de la butaca, suave pero impacientemente. Luego me dijo al oído:
—¡Malo! ¡Muy malo! En este pasaje no se me ocurría nada.
Y al cabo de un rato insistió:
—Ojalá pudiera suprimirlo. ¡Dios mío, Dios mío, es vacío y demasiado largo! ¡Demasiado largo!
Y después de otro rato:
—¿Lo ve? Esto está bien.
Criticaba su obra con tanta objetividad e imparcialidad como si oyera aquella música por primera vez y hubiera sido escrita por un compositor completamente desconocido, y ese asombroso sentido de la propia medida no le abandonó jamás. Siempre sabía exactamente quién era y de qué era capaz. Le interesaba muy poco si los demás valían o no ni tampoco qué valor tenía él para los demás. Su única satisfacción era el trabajo en sí.
Ese «trabajo» era un proceso bastante curioso en el caso de Strauss. Nada de demoníaco, nada del raptus del artista, nada de esas depresiones y desesperaciones que conocemos por las biografías de Beethoven o de Wagner. Strauss trabaja con objetividad y frialdad —como Johann Sebastian Bach, como todos esos sublimes artesanos del arte—, con calma y regularidad. A las nueve de la mañana se sienta ante el escritorio y retorna el trabajo de composición ahí donde lo había dejado el día anterior; suele escribir a lápiz el primer borrador y en tinta la partitura para piano; y así, sin descanso, hasta las doce o la una. Por la tarde juega a cartas, copia dos o tres páginas de la partitura y a veces, por la noche, dirige en el teatro. Desconoce, por ejemplo, el nerviosismo y tanto de día como de noche su mente artística permanece igual de clara y serena. Cuando el criado llama a su puerta para darle el frac que habrá de llevar para dirigir, interrumpe el trabajo, se va al teatro y dirige con la misma seguridad y calma con que juega a cartas por la tarde, y a la mañana siguiente la inspiración comienza de nuevo en el punto en que la dejó. Porque Strauss «manda», en palabras de Goethe, a sus ideas; para él arte significa saber y poder, y saber hacerlo todo, como lo atestigua su ingeniosa frase: «Quien quiere ser músico de verdad, también tiene que saber componer un menú». Lejos de asustarle, las dificultades más bien divierten a su maestría creadora. Recuerdo con placer cómo chispeaban sus ojillos azules cuando, refiriéndose a un pasaje, me dijo: «Aquí la cantante tropezará con una dificultad. ¡Que se esfuerce por superarla, pardiez!».
En los raros momentos en que le brillan los ojos se nota que algo demoníaco se esconde dentro de ese hombre singular que al principio despierta una cierta desconfianza por su manera de trabajar estricta, metódica, sólida y artesanal, aparentemente falta de nervio; como también su rostro que al pronto parece vulgar, con sus mejillas gruesas e infantiles, la redondez un tanto ordinaria de las facciones y la frente indecisamente arqueada hacia atrás. Pero basta mirarle a los ojos, esos ojos claros, azules y radiantes, para darse cuenta de que tras esta máscara burguesa se esconde una fuerza mágica especial. Son quizá los ojos más vivos que he visto nunca en un músico, unos ojos no ciertamente demoníacos, pero sí de algún modo clarividentes, los ojos de un hombre que conoce a fondo su labor.
De regreso a Salzburgo, después de un encuentro tan estimulante, me puse en seguida manos a la obra. Intrigado por saber si aceptaría mis versos, al cabo de dos semanas le mandé el primer acto. Me contestó a vuelta de correo con una postal y una cita de los Maestros cantores: «Hemos conseguido las primeras estrofas». Con el segundo acto me mandó, como saludo aún más cordial, los compases iniciales de su canción: «¡Ah, qué dicha haberte encontrado, amado niño!». Y esta alegría suya, incluso diría entusiasmo suyo, hizo que yo siguiera trabajando con un placer indescriptible. Richard Strauss no cambió ni una sola línea de mi libreto y sólo en una ocasión me pidió que añadiera tres o cuatro versos para una contraparte. De este modo empezó entre nosotros una relación de lo más cordial: él venía a mi casa y yo iba a la suya de Garmisch, donde, con sus delgados y largos dedos, me iba interpretando la ópera entera a partir de los borradores. Y, sin contrato ni compromiso, quedó convenido, como algo que se sobreentiende, que una vez terminada aquella ópera, yo esbozaría otra cuyas bases él aprobaba de antemano.
En enero de 1933, cuando Adolf Hitler accedió al poder, nuestra ópera, La dama silenciosa, estaba prácticamente acabada en partitura para piano y el primer acto, instrumentado casi del todo. Al cabo de pocas semanas se hizo pública la estricta prohibición de representar en teatros alemanes obras de autores no arios o en las que hubiera intervenido de una forma u otra un judío; el gran interdicto se hizo extensivo incluso a los muertos y, con gran indignación de todos los melómanos del mundo, se retiró la estatua de Mendelssohn situada delante de la Gewandhaus de Leipzig. Con esta prohibición me pareció decidido el destino de nuestra ópera. Di por sentado que Richard Strauss renunciaría a la segunda obra y que empezaría una nueva con algún otro libretista. En lugar de ello, me contestó a vuelta de correo diciéndome que vaya por dios qué ideas se me ocurrían y que, al contrario, dado que él ya trabajaba en la instrumentación de la primera ópera, que yo fuera preparando el libreto de la segunda. No tenía la intención de permitir que nadie le prohibiera colaborar conmigo. Y tengo que confesar sinceramente que, mientras duró nuestra colaboración, me guardó una fidelidad propia de un buen camarada, hasta que pudo. Es verdad que, al mismo tiempo, tomó precauciones que me resultaron menos simpáticas: se acercó a los potentados, se encontró a menudo con Hitler, Göring y Goebbels y, cuando incluso Furtwängler se rebeló públicamente, aceptó la presidencia de la Cámara de Música del Reich nazi.
Esa complicidad suya, franca y sin rodeos, fue importantísima en aquel momento para los nacionalsocialistas, porque para ellos habría sido muy enojoso que no sólo los mejores escritores, sino también los más importantes músicos les hubiesen dado la espalda, y los pocos que se confesaban partidarios suyos o se habían pasado a sus filas eran desconocidos en los círculos más populares. Poder tener a su lado al músico más famoso de Alemania en un momento tan crítico, aunque fuera como simple figura decorativa, significaba para Goebbels y Hitler un logro incalculable. Hitler, que, según me contó Strauss, en sus años bohemios había ido a Graz, con dinero conseguido a duras penas no se sabe cómo, para asistir al estreno de Salomé, le prodigaba honores de un modo ostensible; en las veladas de Berchtesgaden, aparte de Wagner, se interpretaban casi exclusivamente canciones de Strauss. La complicidad de Strauss, en cambio, era sensiblemente menos deliberada. Debido a su egoísmo de artista, que él reconocía siempre con franqueza y frialdad, en el fondo cualquier régimen le era indiferente. Había servido al emperador alemán como director de orquesta, después al emperador de Austria como director de la orquesta de la corte de Viena, pero también había sido persona gratissima a las repúblicas alemana y austríaca. Además, complacer de modo especial al nacionalsocialismo le resultaba de importancia vital, pues, según el espíritu del nacionalsocialismo, tenía que dar cuenta de una larga lista de crímenes. Su hijo se había casado con una mujer judía y debía temer que sus nietos, a los que amaba por encima de todo, fueran expulsados de la escuela como escoria de la humanidad; su nueva ópera tenía el agravante de mi colaboración y las anteriores la intervención del «no puramente ario» Hugo von Hofmannsthal; y su editor era judío. Por todo ello le pareció aún más urgente buscarse un apoyo, y se empeñó en encontrarlo con gran tenacidad. Dirigió orquestas allí donde los nuevos amos se lo pedían, compuso la música de un himno para los Juegos Olímpicos y, al mismo tiempo, en sus cartas inquietantemente sinceras, me escribió acerca de ese encargo con muy poco entusiasmo. En realidad, a su sacro egoísmo de artista sólo le preocupaba una cosa: mantener viva y vigente su obra y, sobre todo, ver representada su nueva ópera, por la que sentía un afecto especial.
Huelga decir que tales concesiones al nacionalsocialismo me resultaban de lo más penoso, porque fácilmente podía dar la impresión de que yo colaboraba con ellos o consentía que se hiciera con mi persona una excepción especial de aquel boicot tan ignominioso. Amigos de todas partes me instaban a protestar públicamente contra la representación de la ópera en la Alemania nacionalsocialista. Pero, en primer lugar, me repugnan por principio los gestos públicos y patéticos y, en segundo lugar, me resistía a crear dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss. Al fin y al cabo, Strauss era el más grande músico vivo y tenía setenta años; había dedicado tres a aquella obra y, durante todo ese tiempo, me había demostrado una actitud amistosa, una gran corrección e incluso coraje. Por eso consideré, a mi vez, que lo mejor era esperar en silencio y dejar que las cosas siguieran su curso. Además, sabía que la mejor manera de aguar la fiesta a los nuevos guardianes de la cultura alemana consistía en adoptar una pasividad absoluta, pues la Cámara de Literatura del Reich y el ministerio de Propaganda nacionalsocialistas buscaban un pretexto oportuno para poder justificar de modo convincente una prohibición contra su mejor músico. Y así, por ejemplo, todos los departamentos y todos los cargos imaginables pidieron el libreto con la secreta esperanza de encontrar en él la ansiada excusa. ¡Qué fácil lo habrían tenido si La dama silenciosa hubiera contenido una escena como la del Caballero de la rosa en la que un joven sale de la habitación de una mujer casada! Entonces habrían podido esgrimir como pretexto su deber de proteger la moral alemana. Pero, con gran decepción por su parte, mi libro no contenía nada inmoral. Acto seguido revolvieron todos los archivos de la Gestapo y examinaron mis primeros libros. Y tampoco descubrieron nada que demostrase que yo hubiera dicho nunca una sola palabra denigrante contra Alemania (como tampoco contra ninguna otra nación del mundo) o que hubiera hecho política. Por más que quisieran y se esforzaran, invariablemente recaía sólo en ellos la decisión de negar al viejo maestro, ante el mundo entero, el derecho de representar su ópera, un músico al que ellos mismos habían entregado el estandarte de la música nacionalsocialista, o de si el nombre de Stefan Zweig, que Richard Strauss insistía expresamente en mencionar como libretista, debía volver a ensuciar, como tantas veces antes —¡vergüenza nacional!—, los carteles de los teatros alemanes. ¡Cómo me alegraba en secreto de su gran preocupación y su doloroso rompecabezas! Sospechaba que, sin mi intervención o quizá precisamente por haberme abstenido de hacer nada a favor ni en contra, mi comedia musical se iba a convertir inevitablemente en una cencerrada político-partidista.
El partido eludió la decisión mientras pudo. Pero al comienzo de 1934 tuvo que decidir finalmente si se colocaba en contra de su propia ley o en contra del músico, más grande de la época. El plazo expiraba. Hacía tiempo que la partitura, los extractos para piano y el libreto ya se habían publicado, el teatro imperial de Dresde había encargado el vestuario, se habían repartido e incluso estudiado los papeles, y todavía no se habían puesto de acuerdo las diferentes instancias: Göring y Goebbels, la Cámara de Literatura del Reich y el Consejo Cultural, el ministerio de Instrucción Pública y la guardia de Streicher. Aunque pueda parecer cosa de locos, el caso de La dama silenciosa acabó convirtiéndose en un asunto de Estado. Ninguna de las instancias se atrevía a asumir la plena responsabilidad de «autorizar» o «prohibir», de modo que no hubo más remedio que dejarlo al buen criterio del amo y señor de Alemania y del partido, Adolf Hitler. Mis libros ya habían conocido el honor de ser suficientemente leídos por los nacionalsocialistas; sobre todo Fouché, al que no paraban de estudiar y discutir como modelo de irreflexión política. Sin embargo, nunca habría esperado que, después de Goebbels y Göring, el mismo Hitler en persona tuviera que molestarse ex officio en estudiar los tres actos de mi libreto lírico. No le resultó fácil decidirse. Según supe posteriormente por toda clase de vías indirectas, se desencadenó una serie de conferencias interminables. Al final, Richard Strauss fue convocado ante el Todopoderoso, y Hitler le comunicó personalmente que haría una excepción y autorizaría la representación de la obra, aun cuando contraviniera todas las leyes del nuevo Reich alemán, una decisión tomada seguramente tan de mala gana y de mala fe como la firma del pacto con Stalin y Mólotov.
Y así, aquel día negro para la Alemania nacionalsocialista trajo consigo la representación de una ópera en que el nombre proscrito de Stefan Zweig volvía a figurar en todos los carteles. Como es de suponer yo no asistí al estreno, porque sabía que la sala rebosaría de uniformes marrones y que incluso se esperaba la asistencia del mismo Hitler a una de las representaciones. La ópera obtuvo un gran éxito y tengo que hacer constar en honor de los críticos musicales que nueve de cada diez aprovecharon de nuevo, por última vez, aquella buena oportunidad para mostrar su profunda oposición a las ideas racistas dedicando a mi libreto los elogios más amables. Todos los teatros alemanes, de Berlín, Hamburgo, Fráncfort y Munich, se apresuraron a anunciar la representación de la ópera para la siguiente temporada.
De repente, tras la segunda representación, cayó un rayo del cielo. Se suspendió todo; de la noche a la mañana se prohibió la ópera en Dresde y en toda Alemania. Y más aún: con gran sorpresa leímos en los periódicos que Richard Strauss había presentado su dimisión como presidente de la Cámara de Música del Reich. Todo el mundo sabía que debía de haber ocurrido algo muy especial. Pero aún tuve que esperar un tiempo antes de poder enterarme de toda la verdad. Strauss me había escrito una carta en que me instaba a trabajar cuanto antes en el libreto de una segunda ópera y se pronunciaba con demasiada franqueza sobre su manera de pensar. La carta cayó en manos de la Gestapo. Se la enseñaron a Strauss, que inmediatamente después tuvo que presentar su dimisión y la ópera fue prohibida. Se ha representado en alemán sólo en Suiza y Praga, con posterioridad también en Italia, en la Scala de Milán, con autorización expresa de Mussolini, que en aquel entonces todavía no se había sometido a las ideas racistas. El pueblo alemán, empero, no pudo volver a oír ni una sola nota más de esta ópera, en parte cautivadora, del más grande de sus músicos vivos.
Mientras este asunto seguía su curso, armando un considerable alboroto, yo viví en el extranjero, pues comprendí que el desasosiego no me habría permitido trabajar con tranquilidad en Austria. La casa de Salzburgo estaba situada tan cerca de la frontera que a simple vista podía ver la montaña de Berchtesgaden, donde se hallaba la casa de Hitler, una vecindad poco agradable y muy inquietante. De todos modos, esa proximidad con la frontera del Reich también me dio la ocasión de juzgar la peligrosidad de la situación en Austria mejor que mis amigos de Viena. Los clientes de los cafés de allí e incluso la gente de los ministerios consideraban al nacionalsocialismo como algo del «otro lado» que no podía afectar a Austria en absoluto. ¿No estaba allí, con su estricta organización, el partido socialdemócrata que tenía detrás a casi media población formando un bloque compacto? ¿No lo apoyaba también el partido clerical en la ferviente defensa de sus principios desde que los «cristianos alemanes» de Hitler perseguían públicamente al cristianismo y proclamaban abierta y literalmente que su Führer era «más grande que Cristo»? ¿No eran Francia, Inglaterra y la Liga de las Naciones los protectores de Austria? ¿No había asumido Mussolini de forma expresa el patrocinio e incluso la garantía de la independencia austríaca? Ni siquiera los judíos se inquietaban y se comportaban como si la privación de sus derechos a los médicos, abogados, eruditos y actores ocurriera en China y no a tres horas de viaje, dentro del mismo dominio lingüístico. Permanecían cómodamente en casa o se paseaban en sus automóviles. Además, todos tenían lista y preparada la frase consoladora: «Eso no puede durar mucho». Pero recuerdo una conversación que mantuve con mi ex editor de Leningrado durante mi breve viaje a Rusia. Me habló acerca de los cuadros que había poseído antes, cuando era rico, y yo le pregunté por qué no se había ido del país como muchos otros antes de que estallara la Revolución.
—Ah —me contestó—, ¿quién podía pensar entonces que algo como una república de soldados y sóviets pudiera durar más de quince días?
Era el mismo engaño, fruto de la misma voluntad de vivir que llevaba a ese engaño.
En Salzburgo, en cambio, muy cerca de la frontera, se veían las cosas con más claridad. Empezó un constante ir y venir por el pequeño río fronterizo; los jóvenes lo cruzaban de noche, a hurtadillas, y se adiestraban en el otro lado; los agitadores pasaban la frontera en automóviles o con bastones de alpinista como simples «turistas» y organizaban sus «células» en todos los estamentos. Empezaron a reclutar a gente y a amenazar diciendo que quienes no se adhirieran a tiempo a su movimiento, luego lo pagarían caro. Eso amedrentó a los policías y los funcionarios. Yo notaba cada vez más una cierta inseguridad en el comportamiento de la gente, veía que empezaba a vacilar. Pues bien, en la vida suelen ser siempre las pequeñas experiencias personales las que resultan más convincentes. Tenía yo en Salzburgo un amigo de infancia, un escritor bastante conocido con el cual había mantenido un trato muy íntimo y cordial durante treinta años. Nos tuteábamos, nos mandábamos libros y nos veíamos todas las semanas. Un día vi a ese viejo amigo por la calle con un desconocido y advertí que de pronto se paraban frente a un escaparate que a él no podía interesarle en absoluto y, dándome la espalda, mostraba algo a aquel hombre con un inusual interés. «Es muy raro —pensé—, a la fuerza ha tenido que verme». Pero podía ser una casualidad. Al día siguiente me llamó por teléfono para preguntarme si por la tarde podía presentarse en mi casa para charlar. Le dije que sí, un tanto sorprendido, porque solíamos encontrarnos siempre en el café. A pesar de la urgencia de aquella visita, resultó que no tenía nada especial para contarme. Y en seguida comprendí que, por un lado, quería mantener nuestra amistad pero, por el otro, para no caer en la sospecha de ser amigo de judíos, no deseaba mostrarse demasiado íntimo conmigo en aquella pequeña ciudad. Eso me llamó la atención. Y en seguida caí en la cuenta de que en los últimos tiempos toda una serie de conocidos, que solían frecuentar mi casa, habían dejado de hacerlo. Me encontraba en una situación peligrosa.
Por aquel entonces aún no tenía la intención de marcharme definitivamente de Salzburgo, pero decidí, con más convicción de lo habitual, pasar el invierno en el extranjero para huir de aquellas pequeñas tensiones. Sin embargo, no sospechaba que se trataba de un adiós cuando en octubre de 1933 abandoné mi hermosa casa.
Mi propósito era pasar enero y febrero trabajando en Francia. Me gustaba este bello país amante del espíritu y en él no me sentía en el extranjero. Valéry, Romain Rolland, Jules Romains, André Gide, Roger Martin du Gard, Duhamel, Vildrac, Jean Richard Bloch, los abanderados de la literatura, eran viejos amigos. Mis libros tenían en Francia casi tantos lectores como en Alemania, nadie me consideraba un escritor extranjero, un extraño. Me gustaba la gente, me gustaba el país, me gustaba París, y me sentía tan en casa que, cada vez que el tren entraba en la Gare du Nord, yo tenía la impresión de «regresar». Esta vez, sin embargo, debido a las especiales circunstancias había partido antes de lo previsto, pero no quería llegar a París hasta después de Navidad. ¿Adónde iría entretanto? Entonces recordé que no había vuelto a Inglaterra desde mi época de estudiante, hacía más de veinticinco años. ¿Por qué siempre París?, me pregunté. ¿Por qué no pasar otra vez diez o quince días en Londres, volver a ver los museos, el país y la ciudad con otros ojos, al cabo de tantos años? Y he aquí que, en lugar del expreso de París, subí al de Calais y un día de noviembre, en medio de la niebla de rigor, volvía a apearme en la Victoria Station después de treinta años y la única cosa que me extrañó a la llegada fue que no me condujo al hotel un cab como antes, sino un taxi. La niebla y el gris frío y blando estaban ahí como antaño. Todavía no había visto la ciudad, pero mi sentido del olfato reconoció, después de treinta años, aquella atmósfera singularmente acre, espesa y húmeda, y que lo envolvía a uno muy de cerca.
Mi equipaje era tan ligero como mis esperanzas. Prácticamente no tenía amistades en Londres; en el campo literario tampoco había mucho contacto entre escritores continentales e ingleses. Llevaban una vida propia, confinada, dentro de su reducido radio de acción y conforme a una tradición que no nos era del todo accesible: entre los muchos libros que llegaban a casa de todo el mundo, no recuerdo haber visto nunca uno de un autor inglés que fuera un obsequio de colega a colega. En una ocasión coincidí con Shaw en Hellerau; Wells había venido una vez de visita a Salzburgo, a mi casa; por otro lado, aunque todos mis libros habían sido traducidos al inglés, eran poco conocidos; Inglaterra había sido siempre el país donde menos éxito habían tenido. Mientras que era amigo personal de mi editor americano, el francés, el italiano y el ruso, nunca había visto a nadie de la empresa que publicaba mis libros en Inglaterra. Así que estaba preparado para sentirme tan extraño como treinta años atrás.
Pero las cosas sucedieron de otro modo. Al cabo de unos días me sentía la mar de bien en Londres. Y no porque Londres hubiera cambiado sustancialmente. Pero yo sí había cambiado. Tenía treinta años más y, después de los años de guerra y posguerra, de tensión e hipertensión, anhelaba volver a vivir tranquilo y no saber nada de política. Desde luego, en Inglaterra también había partidos políticos, los whigs y los tories, liberales los unos y conservadores los otros, y también el Labour Party, pero sus discusiones no eran de mi incumbencia. Sin duda también en literatura había sus tendencias y corrientes, sus disputas y rivalidades, pero yo estaba completamente al margen de ellas. Sin embargo, lo que me aportaba un auténtico bienestar era la posibilidad de volver a respirar, por fin, en una atmósfera civil y educada, sin irritación y sin odio. Nada me había envenenado tanto la vida durante los últimos años como sentir a mi alrededor el odio y la tensión constantes en el país y en la ciudad, tenerme que defender siempre para no verme arrastrado a esa clase de discusiones. La población de allí no estaba tan trastornada, en la vida pública imperaba una mayor medida de honradez y decencia que en nuestros países, que se habían vuelto inmorales a causa del gran engaño de la inflación. La gente vivía más tranquila, más contenta y se preocupaba más por sus jardines y pequeñas aficiones que por sus vecinos. Pero lo que realmente me retuvo allí fue un nuevo trabajo.
Ocurrió del modo siguiente. Acababa de publicarse mi María Antonieta y estaba revisando las galeradas de mi trabajo sobre Erasmo, libro en que ensayaba un retrato espiritual del humanista que, a pesar de comprender el absurdo de la época con más claridad que los reformadores profesionales del mundo, sin embargo vivió la tragedia de no poder cortar el paso a la sinrazón con su razón. Una vez terminado este autorretrato encubierto, tenía la intención de escribir una novela proyectada desde hacía tiempo. Estaba cansado de biografías. Pero he aquí que ya al tercer día, atraído por mi antigua pasión por los manuscritos, estaba examinando en el Museo Británico unas piezas expuestas en una sala pública entre las cuales se hallaba un informe escrito a mano sobre la ejecución de María Estuardo. Involuntariamente me pregunté: ¿qué ocurrió en realidad con María Estuardo? ¿Participó realmente en el asesinato de su segundo marido o no? Como aquella noche no tenía nada para leer, me compré un libro sobre ella. Era un himno que la defendía como a una santa, un libro necio y banal. Curioso por naturaleza, al día siguiente compré otro que más o menos afirmaba todo lo contrario. El caso empezó a interesarme y pedí un libro que fuera realmente fiable. Nadie me supo recomendar uno y así, buscando e informándome, acabé sin querer estableciendo puntos de comparación y resultó que, sin saberlo, había empezado a escribir un libro sobre María Estuardo que me retuvo durante semanas en las bibliotecas. Cuando regresé a Austria a principios de 1934, estaba decidido a viajar de nuevo a mi amado Londres para terminarlo con calma y sosiego.
No me hicieron falta más de dos o tres días en Austria para ver cómo había empeorado la situación en aquellos pocos meses. Volver de la atmósfera tranquila y segura de Inglaterra a aquella Austria sacudida por fiebres y luchas era como salir de un local con aire acondicionado de Nueva York en un día caluroso de julio y hallarse de golpe en la bochornosa calle. La presión nacionalsocialista empezaba a destrozar poco a poco los nervios de los círculos clericales y burgueses; sentían que cada vez con más fuerza se estrechaba en su cuello el dogal de la economía, la presión subversiva de la impaciente Alemania. El gobierno de Dollfuss, que quería mantener a Austria independiente y ponerla a salvo de Hitler, buscaba cada vez más desesperado un último apoyo. Francia e Inglaterra estaban demasiado lejos y, en el fondo, también mantenían una actitud demasiado indiferente; Checoslovaquia estaba todavía llena de rivalidad y rencor contra Viena. Quedaba sólo Italia, que aspiraba a un protectorado económico y político sobre Austria para proteger los pasos alpinos y Trieste. Sin embargo, a cambio de esta protección Mussolini exigía un elevado precio. Austria debía adaptarse a las tendencias fascistas, suprimir el parlamento y, por lo tanto, la democracia. Ahora bien, eso no era posible sin eliminar o declarar ilegal el partido socialdemócrata, el más fuerte y mejor organizado de Austria. Para vencerlo no había otro camino que la fuerza bruta.
El predecesor de Dollfuss, Ignaz Seipel, ya había creado una organización para semejante acción terrorista, la llamada «milicia nacional». Vista desde fuera, representaba lo más miserable que se puede imaginar: pequeños abogados de provincias, oficiales retirados, elementos oscuros, ingenieros sin trabajo, todos ellos mediocridades desengañadas que se odiaban ferozmente entre sí. Finalmente, Seipel encontró en el joven príncipe Starhemberg un pretendido líder que antaño se había sentado a los pies de Hitler y había soltado toda clase de pestes contra la república y la democracia y ahora iba de un lado para otro con sus soldados mercenarios como antagonista de Hitler, prometiendo que «rodarían cabezas». No estaba claro lo que querían a ciencia cierta los hombres de la milicia nacional. En realidad la milicia nacional no tenía otro objetivo que encontrar de un modo u otro una buena prebenda y tener el riñón bien cubierto, y toda su fuerza radicaba en el puño de Mussolini, que la empujaba hacia adelante. Aquellos pretendidos patriotas austríacos no se daban cuenta de que, con las bayonetas que Italia les proporcionaba, cortaban la rama en la que estaban sentados.
El partido socialdemócrata comprendió mejor dónde se encontraba el verdadero peligro. No debía temer la lucha abierta. Tenía sus armas y con una huelga general podía paralizar todos los trenes, las plantas depuradoras de agua y las centrales eléctricas. Pero también sabía que Hitler sólo estaba esperando una de esas «revoluciones rojas» para tener un pretexto para entrar en Austria como su «salvador». Y así, a los socialdemócratas les pareció mejor sacrificar una buena parte de sus derechos, e incluso el parlamento, con tal de llegar a un compromiso aceptable. Todas las personas sensatas abogaban por esta solución en vista de la forzada situación en la que se hallaba Austria a la sombra amenazadora del hitlerismo. Incluso Dollfuss, un hombre dúctil y ambicioso, pero muy realista, parecía inclinado a llegar a un acuerdo. Pero el joven Starhemberg y su acólito, el comandante Fey, que más tarde desempeñaría un sospechoso papel en el asesinato de Dollfuss, exigían que la alianza defensiva depusiera las armas y se destruyera todo vestigio de libertad democrática y civil. Los socialdemócratas se opusieron a esas exigencias y ambas partes se intercambiaron amenazas. Se respiraba en el aire el advenimiento de una decisión final y yo, que participaba de la tensión general, recordé sin querer las palabras de Shakespeare: So foul a sky clears not without a storm («Un cielo tan cargado no se despeja sin tormenta»).
Sólo había pasado unos días en Salzburgo y proseguí mi viaje hasta Viena. Y precisamente en aquellos primeros días de febrero estalló la tormenta. La milicia nacional había asaltado la sede de los obreros de Linz para incautarse del depósito de armas que sospechaba que tenían allí. Los obreros habían respondido con la huelga general y Dollfuss, a su vez, con la orden de reprimir aquella «revolución» provocada artificialmente. Entonces el ejército se movilizó con ametralladoras y cañones contra las sedes obreras de Viena. Durante tres días se combatió encarnizadamente casa por casa; la última vez que la democracia europea se defendió así del fascismo fue en España. Los obreros resistieron tres días antes de sucumbir frente a la superioridad técnica.
Yo estuve en Viena aquellos tres días y, por consiguiente, fui testigo de ese decisivo combate y, con él, del suicidio de la independencia austríaca. Pero, como quiero ser un testigo honrado, debo ante todo subrayar el hecho, aparentemente paradójico, de que no vi nada en absoluto de la mencionada revolución. Quien se propone presentar un cuadro de su época lo más claro y sincero posible, también debe tener valor para defraudar las ideas románticas. Y nada me parece más característico de la técnica y la singularidad de las revoluciones modernas que el hecho de que tengan lugar sólo en unos cuantos puntos concretos dentro del espacio inmenso de una ciudad moderna y, por lo tanto, de que pasen completamente inadvertidas para la mayoría de sus habitantes. Por extraño que pueda parecer, aquel día histórico de febrero de 1934 yo estaba en Viena y no vi nada de los trascendentales acontecimientos que allí se produjeron y tampoco supe nada de ellos, nada en absoluto, mientras sucedían. Se dispararon cañones, se ocuparon casas y se transportaron centenares de cadáveres, pero yo no vi ni uno solo. Cualquier lector de un periódico de Nueva York, Londres o París estaba mejor enterado de los hechos que nosotros, que aparentemente fuimos testigos de los mismos. Y este sorprendente fenómeno de estar menos al corriente de hechos decisivos que ocurren a diez calles de casa que otros que viven a miles de kilómetros de distancia, lo he visto confirmado muchas veces después. Cuando meses más tarde Dollfuss fue asesinado un mediodía en Viena, a las cinco y media de la tarde vi la noticia en los carteles de las calles de Londres. Inmediatamente intenté llamar por teléfono a Viena; ante mi asombro, obtuve comunicación en el acto y, con mayor asombro aún, me enteré de que en Viena, a cinco calles del ministerio de Asuntos Exteriores, la gente sabía menos que en cualquier esquina de Londres. De manera que sólo por defecto puedo referirme a mi experiencia de la revolución de Viena: soy un ejemplo de lo poco que un contemporáneo de hoy sabe de los hechos que cambian la faz del mundo y su propia vida, si no es que por casualidad se encuentra en el lugar donde ocurren. Toda mi experiencia fue la siguiente: aquella tarde tenía una entrevista con la directora del ballet de la ópera, Margarete Wallmann, en un café de la Ringstrasse. Fui a pie hasta allí y, cuando ya iba a cruzar la calle, se me acercaron unos hombres vestidos con uniformes viejos, recogidos apresuradamente, y armados con fusiles. Me preguntaron adónde iba. Cuando les contesté que al café J., me dejaron pasar sin ningún problema. No sabía por qué de repente había soldados de la guardia en la calle ni qué se proponían. En realidad se luchaba y disparaba encarnizadamente en los suburbios desde hacía horas, pero en el centro de la ciudad nadie tenía idea de nada. Fue cuando regresé por la noche al hotel y quise pagar la cuenta —porque tenía la intención de emprender el viaje a Salzburgo a la mañana siguiente— cuando el portero me dijo que mucho se temía que no sería posible porque los trenes no circulaban. Había huelga de trenes y, además, algo pasaba en los suburbios.
A la mañana siguiente los periódicos publicaban informaciones bastante confusas sobre una sublevación organizada por los socialdemócratas, añadiendo que ya estaba más o menos sofocada. En realidad la lucha alcanzó su máxima virulencia aquel mismo día y el gobierno decidió utilizar cañones, después de las ametralladoras, contra las sedes obreras. Pero tampoco oí los cañones. Si en aquel momento Austria entera hubiera estado ocupada por los socialistas, por los nacionalsocialistas o por los comunistas, yo me habría enterado tan poco de la situación como en su día los habitantes de Munich cuando una mañana, al despertarse, supieron por el Münchner Neueste Nachrichten que la ciudad había caído en manos de Hitler. En el centro de la ciudad la vida seguía tranquila y normal como siempre, mientras que en los suburbios los combates se volvían más encarnizados por momentos, y nosotros, necios, dábamos crédito a los comunicados oficiales que decían que todo estaba controlado y solucionado. En la Biblioteca Nacional, adonde había ido para consultar algo, los estudiantes seguían leyendo y estudiando como de costumbre, los comercios estaban abiertos y la gente no se mostraba en absoluto inquieta. La verdad no se supo hasta tres días más tarde, a trozos, cuando todo se había acabado. Tan pronto como los trenes volvieron a circular, al cuarto día, por la mañana regresé a Salzburgo, donde dos o tres conocidos me asediaron por la calle con preguntas sobre lo que había ocurrido en Viena. Y yo, que había sido «testigo ocular» de la revolución, tuve que decirles honradamente: «No lo sé, mejor cómprense un periódico extranjero».
Por una insólita casualidad, al día siguiente se produjo, en relación con estos acontecimientos, un hecho decisivo en mi vida. Aquella tarde en que regresé de Viena a la casa de Salzburgo encontré montones de galeradas y cartas y trabajé hasta muy entrada la noche para terminar el trabajo atrasado. Al día siguiente, mientras todavía estaba leyendo en la cama, llamaron a la puerta; nuestro bueno y anciano sirviente, que nunca me despertaba si yo no le indicaba previamente una hora concreta, apareció con la cara desencajada. Me dijo que tenía que bajar, que habían venido unos señores de la policía para hablar conmigo. Me sorprendió un poco, pero me puse la bata y bajé al piso inferior. Me esperaban allí cuatro policías de paisano, los cuales me comunicaron que tenían orden de registrar la casa; les tenía que entregar en el acto las armas de la Alianza Defensiva Republicana que tuviera escondidas.
Confieso que en el primer momento estaba demasiado desconcertado como para formular una respuesta. ¿Armas de la Alianza Defensiva Republicana en casa? Era demasiado absurdo. Nunca me había afiliado a ningún partido, la política nunca me había interesado. Había estado fuera de Salzburgo durante meses y, aparte de todo eso, habría sido lo más ridículo del mundo tener un arsenal de armas precisamente en aquella casa, situada a las afueras de la ciudad, en una montaña, de modo que habría sido fácil ver a cualquiera entrando o saliendo con un fusil u otra arma. Mi respuesta, pues, fue fría: «Adelante, busquen». Los cuatro detectives recorrieron la casa, abrieron unos cuantos armarios, pegaron golpes en cuatro paredes, pero, por su modo de proceder, en seguida vi claro que aquel registro era pro forma y que ninguno de los cuatro hombres creía de veras que hubiera un arsenal de armas en la casa. Al cabo de media hora dieron por acabada la visita y se marcharon.
Por qué esta farsa me exasperó tanto en aquel momento exige, por desgracia, una observación histórica aclaratoria. A saber: en estas últimas décadas Europa y el mundo casi han olvidado lo sagrados que eran antes los derechos de las personas y la libertad civil. Desde 1933, registros, detenciones arbitrarias, confiscaciones de bienes, expulsiones de los hogares y de la patria, deportaciones y cualquier otra forma de humillación se han convertido en algo habitual, casi natural; prácticamente no recuerdo a ninguno de mis amigos europeos que no haya padecido una cosa u otra. Pero en aquel entonces, a principios de 1934, un registro domiciliario era todavía una afrenta monstruosa. Para que eligieran a alguien como yo, que siempre me había mantenido alejado de la política y desde hacía años ni siquiera ejercía mi derecho a voto, tenía que existir un motivo especial y, de hecho, se trataba de algo típicamente austríaco. El jefe de policía de Salzburgo se había visto obligado a actuar con contundencia contra los nacionalsocialistas, los cuales, noche tras noche, alarmaban a la población con bombas y explosivos, y esa vigilancia era una muestra de valentía considerable, pues en aquellos momentos el Partido ya había empezado a aplicar su técnica del terror. Las autoridades recibían todos los días cartas de amenaza: lo pagarían caro, si seguían «persiguiendo» a los nacionalsocialistas. Y en efecto —cuando se trata de la venganza los nacionalsocialistas siempre han mantenido su palabra al cien por cien—, los funcionarios más leales a Austria fueron conducidos a campos de concentración al día siguiente de la entrada de Hitler en el país. Era de suponer, pues, que un registro en mi casa quería demostrar que no retrocedían ante nadie. Pero al verme envuelto en aquel episodio, insignificante en sí, me di cuenta de hasta qué punto había empeorado la situación en Austria y de lo prepotente que era la presión ejercida desde Alemania.
Tras aquella visita oficial mi casa dejó de gustarme y tuve el presentimiento de que aquellos episodios no eran sino el tímido preludio de intervenciones de mayor alcance. Aquella misma tarde empecé a empaquetar los papeles más importantes, decidido a vivir en adelante en el extranjero, y aquella separación significaba mucho más que abandonar la casa y el país, pues mi familia sentía un gran apego a aquella casa, que consideraba su patria, y amaba al país. Para mí, en cambio, la libertad individual era lo más importante del mundo. Sin informar de mi propósito a ningún amigo ni conocido, dos días más tarde emprendí viaje a Londres; lo primero que hice al llegar fue comunicar a las autoridades de Salzburgo que había abandonado definitivamente mi domicilio en esa ciudad. Pero, desde aquellos días en Viena, sabía que Austria estaba perdida… aunque sin saber todavía cuánto perdía yo mismo con ello.