PARÍS, LA CIUDAD DE LA ETERNA JUVENTUD
Como regalo para el primer año de libertad que había conquistado me prometí a mí mismo París. Conocía esta ciudad inagotable sólo superficialmente, por dos visitas anteriores, y sabía que, quien de joven pasa allí un año, guarda de ella un recuerdo incomparable de felicidad a lo largo de toda su vida. Un joven con los sentidos despiertos en ninguna otra parte se encuentra tan identificado con el ambiente como en esta ciudad que se da a todo el mundo y en la que, no obstante, nadie ahonda nunca del todo.
Sé perfectamente que el París de mi juventud, que tenía y daba alas, ya no existe; quizá ya nunca recuperará aquella maravillosa despreocupación después de que la mano más dura de la Tierra lo marcara tiránicamente con el estigma del bronce. En el momento de iniciar estas líneas se acercaban, devastadores, las tropas y los tanques alemanes, como una masa gris de termitas, con el fin de destruir de cuajo el colorido divino, la alegría feliz, el esplendor y el florecimiento inmarchitable de aquella armoniosa obra de creación. Y ahora ha ocurrido: la bandera con la cruz gamada cuelga de la torre Eiffel, las negras tropas de asalto desfilan provocadoras por los Campos Elíseos de Napoleón y, desde lejos, comparto los espasmos de los corazones en los hogares y las miradas humilladas de los antes bonachones burgueses, cuando las botas altas de los conquistadores pisan sus familiares cafés y bistrots. Creo que ninguna desgracia personal me ha afectado, conmocionado y desesperado tanto como la humillación de esta ciudad que, como ninguna otra, había sido agraciada con el don de hacer feliz a todo aquel que se acercara a ella. ¿Podrá dar un día a futuras generaciones lo que nos dio a nosotros: la enseñanza más sabia, el ejemplo más admirable de ser a la vez libre y creadora, estar abierta a todos y enriquecerse cada vez más en esa hermosa prodigalidad?
Lo sé, lo sé, no es sólo París la que sufre hoy; tampoco el resto de Europa volverá a ser en décadas lo que fue antes de la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, las tinieblas que sumieron a Europa todavía no han llegado a disiparse del todo sobre el horizonte del continente, antes tan claro; la amargura y la desconfianza entre un país y otro, entre un hombre y otro, han permanecido como un veneno devorador en su cuerpo mutilado. A pesar de todo el progreso que el cuarto de siglo de entreguerras ha traído en el campo social y técnico, en nuestro pequeño mundo de Occidente no existe ninguna nación que no haya perdido una parte ingente del placer de vivir y de la libertad de espíritu de antaño. Harían falta días y días para describir cuán confiados e infantilmente alegres eran antes los italianos, incluso los que vivían en la pobreza más cruda, cómo se reían y cantaban en las trattorie e inventaban chistes ingeniosos sobre su pésimo governo, mientras que ahora tienen que marcar el paso con ademán sombrío, el mentón erguido y el corazón apesadumbrado. ¿Podemos imaginarnos aún a un austríaco tan tranquilo y sosegado en su carácter bonachón, confiando con la devoción de antaño en su señor emperador y en los dioses que les dieran una vida tan holgada? A los rusos, los alemanes, los españoles, ya nadie sabe cuánta libertad y alegría les ha chupado de la médula el cruel y voraz espantajo del «Estado». Todos los pueblos saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su vida. Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad individual, sabemos, y podemos dar fe de ello, que en otros tiempos Europa disfrutó de su juego de colores calidoscópico. Y nos estremecemos al ver cómo nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia suicida.
Pues sí, en ninguna parte, repito, en ninguna parte como en París se podía percibir con más deleite la despreocupación de la vida, ingenua y, sin embargo, admirablemente sabia, lo que confirmaban gloriosamente la belleza de sus formas, el clima templado, la riqueza y la tradición. Cada uno de nosotros, los jóvenes, absorbíamos una parte de esa ligereza y así también contribuíamos a ella; chinos y escandinavos, españoles y griegos, brasileños y canadienses, todos se sentían como en casa junto al Sena. No había coacciones, se podía hablar, pensar, reír y soltar tacos tanto como se quería, todo el mundo vivía a su gusto, acompañado o solo, dilapidando o ahorrando, con lujo o como un bohemio, había sitio para cualquier extravagancia y se atendían todas las eventualidades. Existían restaurantes sublimes, con todos sus hechizos culinarios, con vinos de doscientos y trescientos francos, y coñacs pecaminosamente caros de los días de Marengo y Waterloo; pero también se podía comer y beber casi con la misma magnificencia en cualquier tienda de marchand de vin en la esquina de al lado. En los restaurantes del Quartier Latin llenos a rebosar de estudiantes servían por cuatro sous las futilidades más deliciosas antes y después de un suculento bistec y, además, vino blanco o tinto y una barra de pan blanco exquisito, tan larga como un árbol. Se podía vestir como uno quería; los estudiantes se paseaban por el bulevar Saint-Michel con sus coquetones birretes; los rapins, estudiantes de escuelas de pintura, se confeccionaban pastos con amplios sombreros que parecían setas gigantes y románticas chaquetas de terciopelo negro; los obreros caminaban despreocupados, con sus blusas azules o en mangas de camisa, por el bulevar más elegante; las nodrizas, con sus cofias bretonas de grandes pliegues, y los taberneros, con sus delantales azules. No hacía falta que fuera precisamente un 14 de julio para que, pasada la medianoche, unas cuantas parejas jóvenes se pusieran a bailar en medio de la calle; y la policía los contemplaba riendo: al fin y al cabo, ¡la calle era de todos! Nadie se sentía incómodo ante nadie; las chicas guapas no se avergonzaban de ir del brazo de un negro color azabache y de entrar con él en el primer petit hôtel. ¿Quién se preocupaba en París de espantajos como raza, clase y origen, que no fueron hinchados sino más tarde? Cualquiera iba, hablaba y dormía con quien quería y le importaban un rábano los demás. Ah, se tenía que haber conocido el Berlín de antes para amar a París de veras, se tenía que haber vivido el servilismo voluntario de Alemania, con su conciencia de clase, angulosa y dolorosamente cortante, donde la esposa del oficial no «se hablaba» con la del maestro ni ésta con la del tendero y ésta aún menos con la del obrero. En París, en cambio, el legado de la Revolución corría todavía vivo por las venas; el proletario se sentía un ciudadano tan libre e importante como su patrono; el camarero, en el café, daba la mano al general con sus galones, de colega a colega; las pequeñas burguesas, diligentes, formales y limpias, no fruncían el ceño cuando tropezaban con la prostituta del rellano, sino que charlaban con ella todos los días en la escalera y sus hijos le regalaban flores. En una ocasión vi entrar en un restaurante elegante (el Laure, cerca de la Madeleine) a unos campesinos normandos ricos que venían de un bautizo, retumbando con sus pesadas botas igual que cascos de caballo, vestidos con el traje típico de su pueblo, el pelo untado con tanta pomada que su olor llegaba hasta la cocina. Hablaban a gritos y, cuanto más bebían, más gritaban, y sin miramiento alguno golpeaban los muslos de sus obesas mujeres. No les molestaba en absoluto sentarse como auténticos labriegos entre fracs relucientes y vestidos elegantes, pero tampoco el camarero de cara afeitada como un huevo fruncía las cejas, como habría hecho en Alemania o Inglaterra ante unos clientes tan rústicos, sino que les servía con tanta cortesía y corrección como si fuesen ministros o excelencias, y al maître d’hôtel incluso le hizo gracia saludar cordialmente a unos clientes tan poco formales. París sólo conocía la coexistencia de contrastes, no había Arriba ni Abajo; no existía una frontera visible entre las calles de lujo y los sucios pasajes de al lado y por doquier reinaban la misma animación y alegría. En los patios de los suburbios tocaban los músicos ambulantes, desde las ventanas se oía cantar a las midinettes mientras trabajaban; por doquier y en todo momento se oía cómo hendía el aire una carcajada o un amable grito de amistad. Si de vez en cuando dos cocheros echaban pestes el uno del otro, al rato se daban la mano y bebían juntos un vaso de vino al tiempo que abrían unas cuantas ostras (a precios irrisorios). Nada era difícil ni formal. Las relaciones con las mujeres se entablaban con facilidad y con la misma facilidad se rompían, no había roto tan feo que no encontrase a su descosido, cualquier joven encontraba a una muchacha alegre y nada cohibida por la falsa modestia. Ah, ¡qué fácil y qué bien se vivía en París, sobre todo si uno era joven! El solo vagar por las calles ya era un placer y, a la vez, una lección permanente, porque todo estaba abierto a todos: por ejemplo, se podía entrar en una librería de viejo y hojear libros durante un cuarto de hora sin que el dueño refunfuñara y gruñera; se podía entrar en las pequeñas galerías, ver y tocar en las tiendas de bric-à-brac, gorrear en las subastas del hotel Drouot y charlar con las institutrices en los jardines; no era fácil detenerse cuando uno había empezado a callejear, la calle le atraía a uno como un imán y le mostraba cosas nuevas sin cesar, como un calidoscopio. Cuando uno se cansaba, se podía sentar en la terraza de uno de los diez mil cafés y escribir cartas en el papel que le daban gratis y dejar que los vendedores ambulantes le exhibieran un montón de objetos absurdos e inútiles. Una sola cosa era difícil: quedarse en casa o volver a casa, sobre todo cuando estallaba la primavera, la luz resplandecía plateada y blanda sobre el Sena, los árboles de los bulevares empezaban a espesarse de verde y las muchachas llevaban, prendidos con agujas, ramilletes de violetas a un sou cada uno; pero la verdad es que no hacía falta la primavera para estar de buen humor en París.
En la época en que la conocí, la ciudad no había llegado todavía a fundirse en una sola mole, como lo ha hecho hoy gracias al metro y los autobuses; todavía eran dueños de la circulación los formidables ómnibus tirados por pesados y humeantes caballos. A decir verdad, la forma más cómoda de descubrir París era desde la «imperial», desde el primer piso de aquellas anchas carrozas o desde los coches de punto abiertos, que tampoco corrían a galope tendido. De todas formas, ir entonces de Montmartre a Montparnasse aún seguía siendo un pequeño viaje y, teniendo en cuenta el sentido del ahorro de los pequeños burgueses de París, se puede tener por muy creíble la leyenda según la cual todavía había parisinos de la rive droite que nunca habían estado en la rive gauche y niños que sólo habían jugado en el jardín de Luxemburgo y nunca habían visto el de las Tullerías o el parque Monceau. El buen ciudadano o el concierge gustaban de quedar chez soi, en su barrio; se creaban su pequeño París dentro del gran París y, por la misma razón, cada uno de sus pequeños arrondissements conservaba aún su carácter definido e incluso provinciano. Y así, para un forastero, hasta cierto punto era toda una decisión escoger dónde plantar su tienda. El Quartier Latin ya no me atraía. A los veinte años, en una breve visita a París, fui a ese barrio directamente desde la estación; la primera tarde ya me había sentado en el café Vachette y, respetuosamente, había pedido que me mostraran el lugar de Verlaine y la mesa de mármol que golpeaba, furioso, con su macizo bastón siempre que estaba borracho, para hacerse respetar. En su honor, yo, acólito abstemio, había bebido una copa de absenta, a pesar de que no me sabía nada bien ese brebaje verde, pero me creía obligado, como joven respetuoso, a observar en el Quartier Latin el ritual de los poetas líricos de Francia; en aquella época, por un sentido de la forma, habría preferido más que nada vivir en un quinto piso, en una buhardilla cerca de la Sorbona, para poder participar de un modo más fiel de la «auténtica» atmósfera del Quartier Latin, tal como la conocía de los libros. A los veinticinco años, en cambio, ya no me sentía tan ingenuamente romántico, el barrio estudiantil me parecía demasiado internacional, demasiado poco parisiense. Y, por encima de todo, no quería escoger mi alojamiento permanente de acuerdo con reminiscencias literarias, sino para hacer mi trabajo lo mejor posible. Busqué por todas partes. El París elegante, los Campos Elíseos, no me servían en absoluto para este propósito, y menos aún el barrio en torno al Café de la Paix, donde se reunían todos los extranjeros ricos de los Balcanes y, excepto los camareros, nadie hablaba francés. Para mí tenía más encanto la zona tranquila, sombreada por iglesias y conventos, de Saint-Sulpice, donde también les gustaba vivir a Rilke y a Suárez; donde más hubiera deseado fijar mi residencia era en la isla de Saint Louis, para estar unido a ambos lados de París a la vez, la rive gauche y la rive droite. Pero, paseando, conseguí encontrar, ya en mi primera semana, algo todavía más bello. Caminando lentamente por las galerías del Palais descubrí que entre las casas de ese grandioso carré, construidas simétricamente en el siglo XVIII por el príncipe Philippe Égalité, había un único palacio, antaño elegante, que había perdido su esplendor y se había convertido en un hotelito algo primitivo. Pedí que me enseñaran una habitación y comprobé, encantado, que desde la ventana tenía vistas a los jardines del Palais Royal, los cuales permanecían cerrados a partir de la caída de la noche. Entonces no se oía más que el zumbido apagado de la ciudad, confuso y rítmico como el oleaje incesante de una costa lejana; las estatuas resplandecían a la luz de la luna y, en las primeras horas de la mañana, el viento a veces traía desde las cercanas Halles el suave aroma de verduras. En esa histórica manzana del Palais Royal habían vivido los poetas y los hombres de Estado de los siglos XVIII y XIX; enfrente estaba la casa en la que tantas veces Balzac y Víctor Hugo habían subido los cien escalones estrechos que conducían a la buhardilla de la poetisa Marceline Desbordes-Valmore, tan querida por mí; allí resplandecía, marmóreo, el lugar desde donde Camine Desmoulins había llamado al pueblo a la toma de la Bastilla; allí estaba el soportal en el que el pobre tenientecillo Bonaparte buscaba a una protectora entre las damas que paseaban, no precisamente muy virtuosas. Desde cada una de aquellas piedras hablaba la historia de Francia, en el corazón de París. Recuerdo que en una ocasión me visitó André Gide y que, asombrado por tanto silencio en el centro mismo de París, dijo: «Tienen que ser los extranjeros quienes nos enseñen los lugares más bellos de nuestra propia ciudad».
Y, efectivamente, no hubiera podido encontrar nada más parisino y a la vez más aislado que aquel estudio romántico sito en el mismísimo centro de la esfera de influencia de la ciudad más animada del mundo.
¡Las calles que recorrí entonces, las cosas que vi y busqué, llevado por mi impaciencia! Pues no sólo quería conocer aquel París de 1904, sino que también buscaba con los sentidos y el corazón el París de Enrique IV y Luis XIV, el de Napoleón y la Revolución, el París de Rétif de la Bretonne y Balzac, de Zola y Charles Louis Philippe, con todas sus calles, sus personajes y acontecimientos. Como siempre en Francia, aquí vi demostrado de modo convincente hasta qué punto una gran literatura, interesada por la verdad, devuelve a su pueblo la fuerza inmortalizadora que la ha creado, y es que todo París me era ya familiar en espíritu, gracias al arte descriptivo de los poetas, novelistas, historiadores y costumbristas, antes de que lo viera con mis propios ojos. El encuentro personal no me hacía sino revivirlo, la contemplación física se convirtió de hecho en un reconocimiento, en ese placer de la anagnórisis griega que Aristóteles ensalza como el más grande y misterioso de los goces artísticos. Y, sin embargo, no se conoce la parte más íntima y oculta de un pueblo o una ciudad a través de los libros, ni siquiera a través de paseos incansables, sino única y exclusivamente a través de sus mejores hombres. Sólo a partir de la amistad intelectual con los vivos podemos formarnos una idea de las relaciones reales entre pueblo y país; toda observación desde fuera sólo consigue darnos una imagen falsa y precipitada.
Amistades de esta índole me fueron dadas, y la mejor fue la de Léon Bazalgette. Gracias a mi estrecha relación con Verhaeren, a quien visitaba dos veces por semana en Saint-Cloud, estaba protegido del peligro de ir a parar, como la mayoría de extranjeros, al círculo de pintores y literatos internacionales —expuesto a todas las inclemencias— que poblaban el Café du Dóme y que, en el fondo, eran los mismos que en todas partes, en Munich, en Roma o en Berlín. Con Verhaeren, en cambio, yo frecuentaba a los escritores que, en medio de esta ciudad voluptuosa y apasionada, vivían sólo para su trabajo, cada uno en su silencio creador como en una isla solitaria; aún pude visitar el estudio de Renoir y a los mejores de sus discípulos. Externamente, las vidas de estos impresionistas, cuyas obras hoy en día se pagan a miles de dólares, no se distinguían en nada de las de los pequeños burgueses y rentistas; una casita cualquiera, con un estudio anejo, sin nada de «escenificaciones», como las que en Munich exhibían Lenbach y otras celebridades, con sus villas lujosas que imitaban las pompeyanas. Con la misma sencillez que los pintores vivían los poetas, con los cuales pronto intimé personalmente. En su mayoría, ocupaban un pequeño cargo oficial que les exigía muy poco trabajo; la gran consideración hacia la labor intelectual, que en Francia iba desde las posiciones inferiores hasta las más altas, había generado desde mucho tiempo atrás el sabio método de otorgar sinecuras discretas a poetas y escritores que no podían vivir de los beneficios de su trabajo; por ejemplo, los nombraban bibliotecarios del ministerio de Marina o del Senado. Esto les proporcionaba un pequeño sueldo y muy poco trabajo, porque los senadores pocas veces pedían libros y así el afortunado poseedor de semejante prebenda podía escribir versos con comodidad y tranquilidad durante su jornada laboral en el elegante palacio del Senado y con los jardines de Luxemburgo delante de la ventana, sin tener que pensar en los honorarios. Otros eran médicos, como más tarde Duhamel y Durtain, o tenían una pequeña galería de arte, como Charles Vildrac, o eran profesores de instituto, como Romains y Jean Richard Bloch, o trabajaban por horas en la agencia Havas, como Paul Valéry, o ayudaban en las editoriales. Pero ninguno de ellos tenía las pretensiones de sus sucesores —echados a perder por el cine y las grandes tiradas de sus obras— de fundamentar rápidamente su existencia soberana sobre la base de una primera inclinación artística. Lo que los escritores querían de esas pequeñas ocupaciones, elegidas sin ambición alguna, no era sino ese mínimo de seguridad en la vida exterior que les garantizara la independencia necesaria para su obra interior. Gracias a esa seguridad, podían prescindir de los grandes y corruptos periódicos de París, escribir sin cobrar para sus pequeñas revistas, mantenidas siempre a base de sacrificios personales, y tolerar tranquilamente que sus obras se representasen sólo en pequeños teatros literarios y que al principio su nombre fuera conocido sólo en algunos círculos reducidos; durante décadas, sólo una minúscula élite tuvo conocimiento de Claudel, Péguy, Rolland, Suárez y Valéry. Eran los únicos que, en medio de una ciudad apremiada y ajetreada, no tenían prisa. Vivir y trabajar tranquilamente para un círculo tranquilo, lejos de la foire sur la place, era más valioso para ellos que darse importancia y no se avergonzaban de vivir como pequeños burgueses y con estrecheces a cambio de poder pensar con libertad y audacia en el campo artístico. Sus mujeres cocinaban y administraban la casa; las veladas entre camaradas transcurrían de forma sencilla y, por lo tanto, mucho más cordial. Se sentaban en sillas baratas de rejilla alrededor de una mesa cubierta de cualquier manera con un mantel a cuadros: no era en absoluto un ambiente más distinguido que el del mecánico del mismo rellano, pero uno se sentía allí libre y desenvuelto. No tenían teléfono, ni máquina de escribir, ni secretaria, evitaban los aparatos técnicos tanto como al aparato intelectual de la propaganda, escribían sus libros a mano, como mil años atrás, y ni siquiera en las grandes editoriales, como la del Mercure de France, había dictáfono ni otros ingenios sofisticados. No se despilfarraba en nada de cara al exterior, por prestigio u ostentación; todos esos jóvenes poetas franceses vivían como todo el mundo, por el placer de vivir, aunque en su forma más sublime: el placer del trabajo creador. ¡Cómo corrigieron estos nuevos amigos míos, con su pulcritud humana, la imagen que yo tenía del poeta francés! ¡Cuán diferente era su modo de vivir del descrito por Bourget y por los demás novelistas famosos de la época, que identificaban el «salón» con el mundo! ¡Y cómo me aleccionaron sus mujeres sobre la imagen criminalmente falsa de la mujer francesa que en nuestro país habíamos sacado de los libros, la imagen de una mujer mundana, preocupada sólo por correr aventuras, dilapidar y aparentar! Jamás he visto amas de casa mejores y más reposadas que en aquel círculo fraternal, ahorradoras, modestas y alegres incluso en las circunstancias más difíciles, haciendo milagros como por arte de magia en un hornillo, cuidando de los hijos y, sin embargo, fielmente vinculadas a la vida intelectual de sus maridos. Sólo quien ha vivido en esos círculos como amigo, como compañero, conoce de veras la auténtica Francia.
Lo que tenía de extraordinario Léon Bazalgette (ese amigo de mis amigos, cuyo nombre ha sido injustamente olvidado en la mayoría de trabajos sobre la nueva literatura francesa), lo que tenía de extraordinario, digo, en medio de aquella generación de escritores era el hecho de que utilizaba su fuerza creadora exclusivamente en favor de obras ajenas y así reservaba toda su espléndida intensidad para las personas que amaba. En él, «camarada» nato, he conocido en carne y huesos al tipo absoluto de persona que se sacrifica, al verdadero abnegado, para quien la única misión en la vida consiste en ayudar a conseguir que los valores esenciales de la época estén en vigor y que ni siquiera se entrega al legítimo orgullo de ser ensalzado como su descubridor o promotor. Su entusiasmo activo no era sino una función natural de su conciencia moral. De aspecto un tanto militar, aunque ferviente antimilitarista, tenía el trato cordial de un auténtico camarada. Siempre dispuesto a ayudar y a aconsejar, honrado como pocos, puntual como un reloj, se preocupaba por todo lo que afectaba a los demás, nunca por su beneficio personal. Nada le importaban el tiempo y el dinero cuando se trataba de un amigo, y tenía amigos por todo el mundo, un grupo de amigos pequeño, pero selecto. Había empleado diez años en dar a conocer a los franceses a Walt Whitman por medio de la traducción de todas sus poesías y de una biografía monumental. Con este modelo de hombre libre y altruista, el objetivo de su vida radicaba en dirigir la mirada interior de la nación más allá de las fronteras, en hacer a sus compatriotas más viriles, más camaradas: siendo el mejor de los franceses, era a la vez el antinacionalista más apasionado.
Pronto nos hicimos amigos íntimos, casi hermanos, porque ni él ni yo pensábamos como patriotas, porque a los dos nos gustaba estar al servicio de las obras de los demás, con abnegación y sin pretender extraer de ello un provecho material, y porque valorábamos la independencia del espíritu como el primum et ultimum de la vida. Con él llegué a conocer por primera vez la Francia «subterránea»; cuando más adelante leí en la novela de Rolland cómo Olivier salía al encuentro del protagonista, el alemán Johann Christroph, casi me pareció ver descrita ahí nuestra experiencia personal. Pero lo más hermoso de nuestra amistad, lo que jamás olvidaré, es que constantemente debía superar un punto delicado, cuya tenaz persistencia hubiera hecho imposible, en circunstancias normales, una amistad sincera y cordial entre escritores. El delicado punto en cuestión consistía en que Bazalgette, con su extraordinaria honradez, rechazaba sin vacilar todo lo que yo escribía en aquella época. Me apreciaba personalmente, tenía la mayor consideración hacia mi dedicación a la obra de Verhaeren. Siempre que llegaba a París, me esperaba fielmente en la estación y era el primero en saludarme; ahí donde podía ayudarme, acudía con prontitud; coincidíamos en todas las cosas importantes de un modo más que fraternal. Sin embargo, en cuanto a mis trabajos, emitía un no firme y decidido. Conocía mi poesía y mi prosa en las traducciones de Henri Guilbeaux (quien más adelante, durante la guerra mundial, habría de tener un papel esencial como amigo de Lenin) y las rechazaba franca y severamente. Nada de aquello tenía relación con la realidad —me reprochaba, implacable—, era literatura esotérica (que él detestaba profundamente) y le disgustaba aún más que fuera yo quien la escribiera. De una honestidad absoluta consigo mismo, tampoco en este punto hacía concesiones, ni siquiera la de la cortesía. En una ocasión, por ejemplo, cuando dirigía una revista, me pidió ayuda, esto es, que le consiguiera colaboradores importantes de Alemania; así pues, colaboraciones que fueran mejores que las mías; de mí, su amigo más íntimo, no quiso publicar, obstinado, ni una sola línea, a pesar de que al mismo tiempo, por simple amistad, consintió en revisar desinteresadamente y con espíritu de sacrificio la traducción francesa de uno de mis libros para una editorial. El que nuestra camaradería de hermanos no sufriera merma alguna durante diez años a causa de esta circunstancia, me la hizo aún más querida. Y jamás me ha alegrado tanto un aplauso como el de Bazalgette cuando, durante la guerra, tras anular yo mismo todos mis escritos anteriores, alcancé finalmente una forma de expresión personal. Pues sabía que su sí a mis nuevas obras era tan sincero como durante diez años lo había sido su estricto no.
Si escribo el querido nombre de Rainer Maria Rilke en la página correspondiente a los días de París, a pesar de que era un poeta alemán, es porque en París gocé de su compañía con más frecuencia e intensidad y, como en los cuadros antiguos, veo su rostro recortado sobre el fondo de esta ciudad, que él amaba como a ninguna otra. Cuando hoy lo recuerdo, y recuerdo también a los demás maestros de la palabra, cincelado como en el ilustre arte de la orfebrería, cuando recuerdo los venerados nombres que iluminaron mi juventud como constelaciones inalcanzables, me asalta irresistible esta melancólica pregunta: estos poetas puros, consagrados exclusivamente a la creación lírica, ¿volverán a repetirse en nuestra actual época de turbulencia y conmoción general? No lloro en ellos una generación perdida, una generación sin sucesión directa en nuestros días, una generación de poetas que no codiciaban nada de la vida exterior: ni el interés de las masas, ni distinciones, ni honores, ni beneficios; que nada ambicionaban si no era enlazar estrofas una tras otra, con la máxima perfección, en un esfuerzo callado y, sin embargo, apasionado, cada verso impregnado de música, resplandeciente de colores, ardiente de imágenes. Formaban un gremio, una orden casi monástica en medio de nuestro mundo tumultuoso; para ellos, conscientemente alejados de lo cotidiano, no había en el universo nada más importante que el sonido dulce y, sin embargo, más duradero que el fragor de los tiempos, con que una rima, al encadenarse con otra, liberaba una emoción indescriptible que era más silenciosa que el susurro de una hoja llevada por el viento y que, en cambio, rozaba con sus vibraciones las almas más lejanas. Pero ¡qué impresionante era para nosotros, los jóvenes, la presencia de aquellos hombres fieles a sí mismos! ¡Qué ejemplares aquellos rigurosos servidores y guardianes de la lengua, que consagraban su amor exclusivamente a la palabra purificada, a la palabra válida no para la inmediatez del día y de los periódicos, sino para lo perenne e imperecedero! Casi daba vergüenza mirarlos, pues ¡cuán quieta era la vida que llevaban, cuán falta de apariencias, cuán invisible! Uno, viviendo en el campo como un labriego; otro, dedicado a un oficio humilde; el tercero, recorriendo el mundo como un passionate pilgrim; y todos ellos, conocidos tan sólo por unas pocas personas, pero tanto más queridos por ellas. Uno vivía en Alemania, otro en Francia y un tercero en Italia, pero todos compartían una misma patria, porque sólo vivían en la poesía, y así, evitando lo efímero con una estricta renuncia y creando obras de arte, convertían en obra de arte su propia vida. Me parece maravilloso —no puedo menos de repetirlo cada vez que lo recuerdo— que en nuestra juventud hayamos tenido entre nosotros a semejantes poetas. Pero, también por ello, no puedo dejar de preguntarme con cierta angustia secreta: en nuestros tiempos, dentro de nuestras nuevas formas de vida, que, sanguinarias, sacan a los hombres de toda concentración interior del mismo modo que un incendio forestal expulsa a los animales de sus guaridas más ocultas, ¿podrán también existir almas semejantes, consagradas plenamente al arte lírico? Sé muy bien que en todo tiempo se produce el milagro del nacimiento de un poeta y que el consuelo emocionado de Goethe, en su naenia a Lord Byron, seguirá siendo una verdad eterna: «Pues la Tierra los engendra de nuevo, como siempre los ha engendrado». Siempre surgirán de nuevo estos poetas en un feliz regreso, porque, a pesar de todo, la inmortalidad concede de vez en cuando esa preciosa prenda incluso a la época más indigna. ¿Y no es la nuestra una época que no permite al hombre más puro, más aislado, quietud alguna, la quietud de la espera y la madurez, de la reflexión y el recogimiento, como la que todavía fuera concedida a los de la época más benigna y serena del mundo europeo de la preguerra? Ignoro hasta qué punto tienen validez aún hoy día todos aquellos poetas, Valéry, Verhaeren, Rilke, Pascoli y Francis Jammes, hasta qué punto son importantes para una generación cuyo oído, en vez de escuchar su suave música, ha sido ensordecido durante años y más años por el tableteo de la rueda del molino de la propaganda y dos veces por el estruendo de los cañones. Tan sólo sé, y me creo en el deber de manifestarlo agradecido, que la presencia de estos hombres consagrados a la perfección en un mundo que ya empezaba a mecanizarse representó para nosotros una gran lección y una felicidad inmensa. Y al repasar mi vida, no encuentro en ella un bien más preciado que el de haber podido estar humanamente cerca de muchos de ellos y, en algunos casos, haber podido unir mi admiración temprana a una amistad duradera.
De entre todos ellos, quizá ninguno vivió de un modo más silencioso, enigmático e invisible que Rilke. Pero la suya no fue una soledad pretendida, forzada o revestida de un aire sacerdotal como, por ejemplo, la que Stefan George celebraba en Alemania; en cierto modo, se puede decir que el silencio surgía a su alrededor, estuviera donde estuviera, fuera adonde fuera. Puesto que evitaba el ruido e incluso la fama (esa «suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre», como dijo él mismo tan bellamente en una ocasión), la ola de vanidosa curiosidad que lo acometía sólo salpicaba su nombre pero no a su persona. Rilke era un hombre muy poco accesible. No tenía casa ni dirección donde poderlo visitar, ni hogar, ni residencia fija, ni trabajo estable. Estaba siempre de camino por el mundo y nadie, ni él mismo, sabía de antemano hacia dónde se dirigía. Para su alma inmensamente sensible y susceptible a las presiones, el tomar cualquier decisión, el tener que hacer planes o contestar una notificación era una carga molesta. Por esta razón tropezar con él era siempre una pura casualidad. Uno se hallaba en una galería italiana y sentía que le llegaba una sonrisa silenciosa, amable, sin saber muy bien de quién emanaba. Sólo después reconocía sus ojos azules que, cuando miraban, animaban con su luz interior los rasgos de aquel rostro, de por sí poco llamativos. Y precisamente aquel pasar inadvertido era el secreto más íntimo de su ser. Miles de personas pueden haber pasado al lado del joven de bigote rubio, un poco melancólicamente caído, y de fisonomía no destacable por ningún rasgo especial, algo eslava, sin imaginarse que era un poeta y uno de los más grandes de nuestro siglo; su rasgo más singular no se traslucía hasta que se entraba en un trato más íntimo con él: su carácter reservado. Su forma de andar y de hablar era indescriptiblemente silenciosa. Cuando entraba en una habitación donde había gente reunida, lo hacía con tanto sigilo que casi nadie se daba cuenta. Luego permanecía sentado, escuchando en silencio, levantando maquinalmente la frente en cuanto parecía interesarle algo y, cuando se ponía a hablar, lo hacía siempre sin afectación y sin subrayar las palabras. Contaba las cosas con naturalidad y sencillez, como cuenta una madre un cuento a su hijo, y con el mismo cariño; era una delicia escucharlo, oír cómo el tema más intrascendente en su boca cobraba plasticidad y significación. Pero en cuanto notaba que se había convertido en el centro de atención de un grupo mayor, se interrumpía y se retiraba de nuevo a su papel de oyente atento y silencioso. Esta quietud se manifestaba en todos sus movimientos, en cada uno de sus gestos; incluso cuando reía, lo hacía en un tono que simplemente insinuaba la risa. La sordina era para él una necesidad y, por ello, nada le molestaba tanto como el ruido y, en la esfera de los sentimientos, la vehemencia.
—Cómo me cansa esa gente que escupe sus sentimientos como si fuera sangre —me dijo en cierta ocasión—. Por eso saboreo a los rusos como un licor que se toma sólo a pequeñas dosis.
Al igual que el comedimiento en la conducta, también el orden, la limpieza y el silencio eran para él verdaderas necesidades físicas; tener que viajar en un tranvía lleno a rebosar o estar en un local ruidoso lo trastornaba durante horas. La vulgaridad se le antojaba insoportable y, a pesar de vivir con estrecheces, su ropa siempre era el súmmum de la pulcritud, el aseo y el buen gusto. Su indumentaria también era una obra del arte de la discreción, estudiada y meditada, pero siempre provista de una sencilla nota personal, un pequeño accesorio que le complacía en secreto, por ejemplo un pequeño brazalete de plata en la muñeca. Y es que incluso en las cosas más íntimas y personales su sentido estético buscaba la perfección y la simetría. En una ocasión lo estuve observando en su casa mientras hacía las maletas antes de un viaje (había rechazado mi ayuda, y con razón, porque soy un incompetente para esas cosas). Era como hacer un mosaico: cada pieza, engastada casi con ternura en un espacio cuidadosamente reservado; me habría parecido un sacrilegio deshacer aquel conjunto floral con mi intervención. Y este elemental sentido de la belleza lo acompañaba hasta en el detalle más insignificante; no sólo escribía sus manuscritos con cuidada caligrafía de redondilla en papel de la mejor calidad y mantenía las líneas paralelas entre sí, como trazadas con regla, sino que también para las cartas menos importantes escogía un papel selecto y su letra caligráfica, regular, pulcra y redonda casi llegaba hasta los márgenes. Nunca, ni siquiera cuando la carta era urgente, jamás se permitió tachar una palabra, sino que, cada vez que una frase o una expresión se le antojaba poco afortunada, con toda su inmensa paciencia, volvía a escribir la carta entera. De las manos de Rilke jamás salió una cosa que no fuera absolutamente perfecta.
Ese carácter a la vez mortecino y retraído cautivaba a todos los que lo conocían íntimamente. Tan imposible era imaginarse a Rilke arrebatado como que otra persona, en su presencia, no perdiera su tono chillón y arrogante a causa de las vibraciones que emanaban del silencio del poeta. Pues su actitud retraída vibraba con una fuerza moral que proseguía misteriosamente su labor educadora. Tras una larga conversación con él, uno era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas e incluso días. Por otro lado, es verdad que la temperancia constante de su carácter, ese «no querer entregarse nunca del todo», de entrada ponía límites a una cordialidad más efusiva; creo que pocos pueden jactarse de haber sido «amigos» de Rilke. En los seis volúmenes de cartas suyas que se han publicado casi nunca aparece el tratamiento de amigo y parece que, desde sus años escolares, no concedió a mucha gente el tú íntimo y fraternal. Su extraordinaria sensibilidad no podía soportar que alguien o algo se le acercara demasiado, y sobre todo lo marcadamente masculino le producía un auténtico malestar físico. Le resultaba más fácil entablar una conversación con las mujeres. Les escribía a menudo y de buen grado y se sentía mucho más libre en presencia de ellas. Quizás era la ausencia de sonidos guturales en sus voces lo que le aliviaba, porque sufría de veras con las voces desagradables. Aún lo veo ante mí charlando con un gran aristócrata, completamente recluido en sí mismo, con los hombros hundidos y sin siquiera levantar los ojos para que no delataran hasta qué punto le hacía sufrir físicamente aquel molesto falsete. En cambio, ¡qué agradable era su compañía cuando el trato era amistoso! Entonces, a pesar de su parsimonia, se notaba su bondad interior, que irradiaba calor y consuelo hasta lo más íntimo del alma.
La impresión de timidez y reserva que causaba Rilke era mucho más evidente en París, esa ciudad que ensancha los corazones, quizá porque allí todavía no se conocía su nombre y su obra y se sentía más libre en el anonimato. Allí lo visité dos veces, cada una en una habitación alquilada distinta. Ambas eran sencillas y sin adornos y, sin embargo, no tardaban en adquirir estilo y quietud gracias al sentido estético que prevalecía en el que las ocupaba. Las habitaciones nunca podían hallarse en grandes casas de pisos con vecinos ruidosos; él prefería edificios antiguos, aun cuando fueran más incómodos, donde pudiera encontrarse a sus anchas, y, con su capacidad de organización, en seguida sabía disponer del espacio interior, fuera donde fuera, del modo más práctico y apropiado para su carácter. Siempre tenía pocas cosas a su alrededor, pero nunca podían faltar flores en un jarrón o en una taza, quizá regalo de algunas mujeres, quizá traídas por él mismo a casa: un tierno detalle. Siempre lucían libros en la pared, bellamente encuadernados o cuidadosamente forrados con papel, porque los amaba como a animales mudos. En el escritorio había plumas y lápices colocados en línea recta y hojas de papel en blanco formando un rectángulo perfecto; un icono ruso y un crucifijo católico que, según creo, lo habían acompañado en todos sus viajes, daban al estudio un carácter ligeramente religioso, a pesar de que su religiosidad no estaba vinculada a ningún dogma concreto. Se notaba que había elegido escrupulosamente todos aquellos detalles y que los conservaba con cariño. Cuando le prestaban un libro que no conocía, lo devolvía envuelto en papel de seda, sin una sola arruga y atado con cinta de color como un regalo suntuoso; todavía recuerdo la ocasión en que me trajo a casa, como un espléndido regalo, el manuscrito de Canción de amor y de muerte del corneta Cristóbal Rilke, y conservo aún la cinta con la que iba atado el paquete. Pero lo mejor de todo era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se diría, con ojos iluminados; reparaba en cualquier pequeñez y hasta le gustaba pronunciar en voz alta los rótulos, cuando le parecía que tenían un sonido rítmico; conocer la ciudad única de París, con todos sus rincones y recovecos, era su pasión, la única que le conocí. En una ocasión en que nos encontramos en casa de unos amigos comunes, le conté que el día anterior me había acercado por casualidad a la vieja Barrière, donde, en el cementerio de Picpus, estaban enterradas las últimas víctimas de la guillotina, entre ellas André Chenier; le describí aquel pequeño prado conmovedor, con sus tumbas desperdigadas, que rara vez acoge a visitantes extranjeros y cómo, de regreso, vi en una calle, a través de una puerta abierta, un convento con una especie de beguinas que en silencio, sin decir palabra, con el rosario en la mano, caminaban en círculo, como en un sueño piadoso. Fue una de las pocas veces en que vi casi impaciente a ese hombre tan sosegado y tan dueño de sí mismo; era imperioso que viera la tumba de André Chenier y el convento. Me pidió que lo condujera al lugar. Fuimos al día siguiente. Permaneció en una especie de silencio extático ante el cementerio solitario y afirmó que era «el más lírico de París». Pero, a la vuelta, resultó que la puerta del convento estaba cerrada. Así pude ver puesta a prueba su paciencia serena, que dominaba su vida tanto como su obra.
—Esperemos el azar —dijo.
Y, con la cabeza ligeramente agachada, se situó de modo que pudiera ver a través de la puerta, si ésta se abría. Esperamos unos veinte minutos. Luego, una religiosa que venía por la calle se acercó e hizo sonar la campanilla.
—Ahora —susurró Rilke, en voz muy baja y con agitación.
Pero la monja, que se había dado cuenta de su acecho silencioso (he dicho antes que se notaba de lejos la atmósfera que creaba a su alrededor), se le acercó y le preguntó si esperaba a alguien. Él le sonrió de esa manera tierna que en seguida creaba confianza y le dijo con toda franqueza que le gustaría mucho ver el claustro. La monja le devolvió la sonrisa y le contestó que lo lamentaba, pero que no podía dejarle entrar. De todos modos, le aconsejó que fuera a la casita del jardinero, al lado, donde podría contemplar, desde la ventana del piso superior, una vista magnífica. Y así, también aquello le fue dado, como tantas otras cosas.
Nuestros caminos se cruzaron todavía varias veces, pero siempre que pienso en Rilke lo veo en París, en esa ciudad cuya hora más triste él se libró de vivir.
Para un principiante como yo, las personas de esa especie tan rara eran de gran provecho, pero todavía tenía que recibir la lección decisiva, la que me valdría para toda la vida. Fue un regalo del azar. En casa de Verhaeren nos habíamos enfrascado en una discusión con un historiador del arte que se lamentaba de que la gran época de la escultura y la pintura ya había pasado. Yo le contradije con vehemencia. ¿Acaso no contábamos todavía entre nosotros con Rodin, un creador de no menos valor que los grandes del pasado? Empecé a enumerar sus obras y, como con casi siempre que uno lucha contra una oposición, lo hice con una fogosidad casi encolerizada. Verhaeren sonreía disimuladamente.
—Alguien que tanto ama a Rodin, debería conocerlo —dijo finalmente—. Mañana voy a su estudio. Si te apetece, vienes conmigo.
¿Que si me apetecía? No pude dormir de alegría. Pero en casa de Rodin me quedé cohibido. No pude dirigirle la palabra ni una sola vez y permanecí entre las estatuas como una de ellas. Curiosamente, este desconcierto mío pareció complacerlo, pues al despedirnos el anciano me preguntó si quería ver su verdadero estudio, en Meudon, e incluso me invitó a comer. Había recibido la primera lección: los grandes hombres son siempre los más amables.
La segunda me enseñó que casi siempre son los que viven de la forma más sencilla. En casa de este hombre, cuya fama llenaba el mundo y cuyas obras conocía nuestra generación línea por línea como se conoce a los amigos más íntimos, se comía con la misma simplicidad que en la de un campesino medio: un buen y sustancioso pedazo de carne, unas cuantas aceitunas y fruta en abundancia, y todo ello acompañado de un vigoroso vino de la tierra. Esto me infundió tantos ánimos que, al final, acabé hablando de nuevo con desenvoltura, como si aquel anciano y su esposa fueran íntimos amigos míos desde hacía años.
Después de comer pasamos al estudio. Era una sala enorme que reunía copias de sus obras más importantes, pero en medio había centenares de preciosos estudios de detalle: una mano, un brazo, una crin de caballo, una oreja de mujer; la mayoría sólo en yeso. Todavía hoy recuerdo con precisión muchos de aquellos esbozos, que Rodin había plasmado como meros ejercicios, y podría hablar de ellos durante horas. Finalmente, el maestro me condujo a un pedestal cubierto por unos trapos humedecidos que escondían su última obra, un retrato de mujer. Con sus pesadas y arrugadas manos de labriego retiró los trapos y retrocedió unos pasos. Sin querer, se escapó de mi pecho oprimido un grito de «admirable» y al acto me arrepentí de una reacción tan banal. Pero él, con una objetividad tranquila en la que no habría sido posible descubrir ni un asomo de vanidad, contemplando su obra, dijo en voz baja a modo de aprobación:
—N’est-ce pas? —luego dudó—. Sólo aquí, en el hombro… ¡Un momento!
Se quitó el batín, lo echó al suelo, se puso la bata blanca, cogió una espátula y con trazo magistral alisó la blanda piel femenina del hombro, que respiraba como si estuviera viva. Luego retrocedió de nuevo unos pasos.
—Y aquí también —murmuró.
Y de nuevo realzó el efecto con un detalle minúsculo. Ya no dijo nada más. Avanzaba y retrocedía, contemplaba la figura en un espejo, murmuraba emitiendo ruidos incomprensibles, cambiaba y corregía. Sus ojos, divertidos y amables durante el almuerzo, ahora se contraían convulsivamente y despedían destellos extraños; parecía más alto y más joven. Trabajaba y trabajaba, trabajaba con toda la fuerza y la pasión de su enorme y robusto cuerpo; cada vez que avanzaba y retrocedía, crujían los maderos del piso. Pero él no los oía. No se daba cuenta de que detrás de él estaba un joven silencioso, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, feliz de poder observar en pleno trabajo a un maestro único como él. Se había olvidado completamente de mí. Para él yo no existía. Sólo existía la escultura, la obra y, más allá de ella, la visión de la perfección absoluta.
Transcurrió un cuarto de hora, media hora, no sé cuánto rato. Los grandes momentos se hallan siempre más allá del tiempo. Rodin estaba tan absorto, tan sumido en el trabajo, que ni siquiera un trueno lo habría despertado. Sus movimientos eran cada vez más vehementes, casi furiosos; una especie de ferocidad o embriaguez se había apoderado de él, trabajaba cada vez más y más deprisa. Luego sus manos se volvieron más vacilantes. Parecía como si se hubieran dado cuenta de que ya no tenían nada más que hacer. Una, dos, tres veces retrocedió sin haber cambiado nada. Después masculló algo entre dientes y colocó de nuevo los trapos alrededor de la figura con la misma ternura con que un hombre cubre con un chal los hombros de su amada. Suspiró profunda y relajadamente. Su cuerpo parecía de nuevo más pesado. El fuego se había consumido. Y a continuación sucedió algo para mí incomprensible, la lección magistral: se quitó la bata, se puso el batín y se dio la vuelta para salir. Se había olvidado de mí por completo en aquellos momentos de máxima concentración. No se acordaba de que un joven al que él mismo había invitado al estudio para mostrarle sus obras había permanecido todo el tiempo detrás de él, desconcertado, sin aliento e inmóvil como una de sus estatuas.
Se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a cerrarla, me descubrió y, casi enojado, fijó en mí sus ojos: ¿quién era aquel joven desconocido que se había entrometido en su estudio? Pero se acordó enseguida y se me acercó casi avergonzado.
—Pardon, monsieur —empezó a decir.
Pero no lo dejé continuar. Me limité a estrecharle la mano como muestra de agradecimiento; hubiera preferido besársela. En aquella hora había visto revelarse el eterno secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista. Había aprendido algo para toda la vida.
Había decidido trasladarme de París a Londres a finales de mayo. Pero me vi obligado a aplazar el viaje quince días, porque una circunstancia imprevista había hecho incómodo mi encantador alojamiento. Fue a causa de un episodio curioso que me divirtió y, al mismo tiempo, me permitió formarme una idea bastante instructiva de la forma de pensar en distintos ambientes franceses.
Me había ausentado de París durante los dos días de la fiesta de Pentecostés para ir con unos amigos a admirar la magnífica catedral de Chartres. A mi regreso, el martes por la mañana, cuando entré en mi habitación de hotel para cambiarme de ropa, no encontré la maleta, la cual había permanecido todos aquellos meses muy tranquila en un rincón. Bajé para hablar con el dueño del pequeño hotel, que alternaba con su mujer el trabajo en la minúscula portería; era un marsellés bajito, rechoncho y mofletudo con el cual yo solía bromear e incluso jugaba al chaquete, su juego predilecto, en el café de enfrente. La noticia lo inquietó terriblemente y, muy irritado, pegó un puñetazo en la mesa mientras soltaba un enigmático: «Vaya, ¡conque ésas tenemos!». Y mientras se apresuraba a ponerse la chaqueta —como de costumbre, iba en mangas de camisa— y a cambiarse las cómodas zapatillas por los zapatos, me expuso la situación. Pero quizá fuera conveniente recordar primero una peculiaridad de las casas y los hoteles de París para poder hacerse cargo cabalmente del estado de cosas. En París, los pequeños hoteles y la mayoría de casas particulares no tienen llave de la puerta de la calle, sino que la abre automáticamente desde la portería el concierge, el portero, cuando alguien llama desde fuera. Ahora bien, en los pequeños hoteles y en las casas, el dueño o el portero no se queda toda la noche en la portería, sino que abre la puerta desde el dormitorio apretando un botón (normalmente medio dormido); para salir, hay que gritar le cordon, s’il vous plaît y, para entrar, uno tiene que decir su nombre, de manera que, en teoría, ningún extraño puede colarse en las casas de noche. He aquí, pues, que a las dos de la madrugada alguien había tocado la campanilla de mi hotel y, una vez dentro, había dicho un nombre que se parecía al de un cliente del hotel y había cogido una llave de las que todavía colgaban en la portería. En realidad, la obligación del cancerbero hubiera sido verificar la identidad del trasnochador a través del cristal, pero evidentemente estaba demasiado dormido. Cuando, al cabo de una hora, alguien gritó desde dentro Cordon, s’il vous plaît para salir a la calle, al hombre le extrañó —pero ya después de abrir la puerta— que alguien saliera a las dos de la madrugada. Se levantó y, escrutando la calle arriba y abajo, comprobó que alguien había salido con una maleta y, en bata y zapatillas, se puso a seguir al sospechoso. Sin embargo, en cuanto vio que doblaba la esquina y se dirigía a un pequeño hotel de la Rue des Petits Champs, ya no pensó que el hombre fuera un ladrón o un desvalijador y volvió a meterse tranquilamente en la cama.
Alterado como estaba por la equivocación, me llevó consigo a la comisaría de policía más cercana. La policía en seguida se puso a indagar en el hotelito de la Rue des Petits Champs y comprobó que la maleta efectivamente estaba allí, pero el ladrón no; tal vez había salido a tomar un café en un bar del barrio. Dos detectives se apostaron en la portería del hotel para esperar al bribón; cuando, al cabo de media hora, éste regresó cándidamente, lo detuvieron en el acto.
Luego, el hotelero y yo tuvimos que volver a la comisaría para asistir al acto oficial. Nos mandaron entrar en el despacho del subprefecto, un hombre desmesuradamente gordo, bigotudo y de trato agradable, que, con la chaqueta desabrochada, estaba sentado detrás de un escritorio de lo más desordenado, repleto de papeles. Todo el despacho olía a tabaco, y una enorme botella de vino encima de la mesa indicaba que aquel hombre no era en absoluto uno de los crueles y hostiles servidores de la Santa Hermandad. Ante todo dio la orden de que trajeran la maleta; yo debía comprobar si faltaba algo importante. El único objeto aparentemente de valor era una carta de crédito de dos mil francos, ya un poco raída después de unos meses de estancia en París, pero, por razones obvias, esa carta no tenía utilidad más que para mí y, de hecho, seguía intacta en el fondo de la maleta. Una vez concluido el atestado, según el cual yo reconocía que la maleta era de mi propiedad y que no habían robado nada de su contenido, el subprefecto mandó llamar al ladrón, a quien yo deseaba ver con no poca curiosidad.
Y valió la pena. Apareció un pobre diablo entre dos corpulentos sargentos que todavía hacían destacar más grotescamente su endeble delgadez: desharrapado, sin cuello, con un bigotito caído y un rostro de rata triste, visiblemente medio muerto de hambre. Era, si se me permite, un mal ladrón, como lo había demostrado con su técnica chapucera, puesto que no había huido inmediatamente del hotel con la maleta. Estaba de pie ante el fornido policía, con la cabeza gacha, temblando ligeramente como si tuviera frío; y para mi vergüenza tengo que confesar que incluso sentí una cierta simpatía por él. Además, este interés compasivo aumentó cuando un policía puso sobre una mesa grande, ceremoniosamente ordenados, todos los objetos que le habían encontrado durante el registro. Era difícil imaginarse una colección más extraña: un pañuelo de lo más sucio y astroso, una docena de ganzúas y llaves falsas de todos los tamaños que tintineaban en un llavero, y una cartera gastada y raída, pero por fortuna ni una sola arma, cosa que por lo menos demostraba que el ladrón ejercía su oficio sin pericia, pero también sin violencia.
Primero examinaron la cartera ante todos nosotros. El resultado fue sorprendente. No porque contuviera billetes de mil o cien francos, ni siquiera uno solo, sino ni más ni menos que veintisiete fotografías de famosas bailarinas y actrices muy escotadas, así como tres o cuatro fotografías de desnudos, todo lo cual no puso de manifiesto otro delito que el de que aquel mozo delgado y tristón era un amante apasionado de la belleza y quería que las estrellas del mundo teatral de París, inasequibles para él, descansaran cerca de su corazón, cuando menos en fotografía. A pesar de que el subprefecto examinó con mirada severa una por una las fotos de mujeres desnudas, no se me escapó que ese extraño gusto de coleccionista en un delincuente de semejante categoría lo divertía tanto como a mí. Y es que mi simpatía por aquel pobre ladrón había aumentado aún más gracias a su inclinación por la belleza y la estética, y cuando el funcionario, tomando solemnemente la pluma, me preguntó si quería porter plainte, esto es, presentar una demanda contra el delincuente, por supuesto contesté con un «no» rotundo.
Llegados a este punto, quizá fuera conveniente abrir otro paréntesis para comprender mejor la situación. Mientras que en nuestro país, y en muchos otros, la acusación, en el caso de un delito, se efectúa ex officio, es decir, el Estado soberano toma la justicia en sus manos, en Francia el presentar cargos o no se deja al buen criterio del individuo perjudicado. Personalmente, este concepto de justicia me parece más acertado que el llamado derecho rígido, porque ofrece la posibilidad de perdonarle a otro el mal que ha causado, mientras que, por ejemplo en Alemania, si una mujer hiere de un disparo a su amante en un ataque de celos, ni todos los ruegos y súplicas de la víctima pueden salvarla de la condena. El Estado interviene, separa por la fuerza a la mujer del hombre, quien, emocionado, quizás ahora la ame más a causa de su arrebato de pasión, y la arroja a la prisión, mientras que en Francia, una vez concedido el perdón, los dos pueden regresar a casa cogidos del brazo y considerar resuelta la cuestión entre ellos.
Apenas había pronunciado yo mi «No» decisivo, se produjo un incidente triple. El hombre delgado se levantó de un salto entre los dos policías y me dedicó una mirada llena de indescriptible gratitud, que jamás olvidaré. El subprefecto dejó la pluma encima de la mesa, satisfecho; a él también le resultó grata, claro está, mi negativa a procesar al ladrón, pues así se ahorraba más papeleo. Pero el dueño de mi hotel no compartía mi opinión. Se puso rojo como un tomate y me chilló de mala manera diciendo que yo no tenía derecho a hacerlo, que era preciso acabar con aquella gentuza, cette vermine, que yo no tenía idea del daño que causaba esa clase de gente; las personas honradas tenían que andar con cuidado noche y día para protegerse de aquellos canallas y, si soltaban a uno, era como si alentaran a otros cien. Fue una explosión de honradez y probidad, y a la vez de mezquindad, de un pequeño burgués al que le habían alterado el buen funcionamiento del negocio; en consideración a las molestias que le había causado el asunto, me exigió, casi con grosería y amenazas, que revocara mi perdón. Pero yo me mantuve firme en mi decisión. Le dije en un tono resuelto que había recuperado mi maleta y que, por lo tanto, no tenía que lamentar ningún daño y daba el caso por cerrado; que en toda mi vida no había presentado demanda contra nadie y que para almorzar me comería un bistec muy grande más a gusto sabiendo que nadie tendría que comerse, por mi culpa, el rancho de la prisión. Mi hotelero replicaba cada vez más enfadado y, cuando el funcionario le explicó que no era él sino yo quien tenía que decidirlo y que mi negativa había cerrado el caso, se volvió bruscamente y salió de la sala echando pestes y dando un portazo. Sonriendo ante el berrinche del hotelero, el subprefecto se levantó y me tendió la mano en un gesto de tácito acuerdo. Así terminó la actuación oficial. Yo iba a coger la maleta para llevármela a casa cuando ocurrió algo singular: el ladrón se me acercó presuroso y con actitud humilde.
—Oh non, monsíeur —dijo—. Yo se la llevaré a casa. Y así, seguido por el ladrón con la maleta, desanduve las cuatro calles hasta el hotel.
He aquí, pues, que un asunto que había empezado de modo enojoso parecía haber terminado de la forma más alegre y satisfactoria. Pero, en rápida sucesión, originó dos epílogos a los que debo una contribución muy instructiva a mi conocimiento de la psicología francesa. Al día siguiente, cuando fui a ver a Verhaeren, éste me saludó con una sonrisa maliciosa.
—Te ocurren unas aventuras muy extrañas aquí en París —dijo burlón—. Para empezar, no sabía que fueras tan rico.
En un primer momento no entendí a qué se refería. Me pasó el periódico, que, mira por dónde, publicaba una relación larguísima del incidente del día anterior, sólo que apenas pude reconocer los auténticos hechos en aquella prosa romántica. Con un excelente arte periodístico, se describía que en un hotel del centro de la ciudad un distinguido forastero (me habían convertido en distinguido para hacerlo más interesante) había sido víctima del robo de una maleta que contenía una serie de objetos de gran valor, entre ellos una carta de crédito de veinte mil francos (los dos mil se habían multiplicado de la noche a la mañana), así como otros objetos insustituibles (que en realidad consistían exclusivamente en camisas y corbatas). Al principio parecía imposible hallar pista alguna porque el ladrón había cometido el robo con un refinamiento increíble y, según todos los indicios, con un conocimiento exactísimo del lugar. Pero el souspréfet des arrondissements, el señor «tal», con su «conocida energía» y grande perspicacité, había tomado de inmediato las medidas oportunas. Siguiendo sus instrucciones dictadas por teléfono, en menos de una hora se habían registrado a fondo todos los hoteles y pensiones de París, y tales medidas, ejecutadas con la precisión habitual, habían conducido a la detención del malhechor en un tiempo brevísimo. Sin tardanza, el jefe superior de la policía había dedicado especiales palabras de elogio al excelente funcionario por esta admirable acción, ya que gracias a su energía y gran visión había dado una vez más un ejemplo brillante de la modélica organización de la policía parisiense.
La noticia no contenía, huelga decirlo, ni pizca de verdad; el excelente funcionario no había tenido que moverse ni un minuto de su escritorio, nosotros le habíamos llevado a casa al ladrón y la maleta. Pero el hombre había aprovechado la ocasión para sacar de ella un buen rendimiento publicitario personal.
Si el episodio tuvo un final feliz tanto para el ladrón como para la policía, no lo tuvo para mí, pues a partir de aquel momento mi hotelero, antes tan jovial, hizo todo lo posible para impedir que me quedara más tiempo en su hotel. Cuando yo bajaba las escaleras y saludaba cortésmente a su mujer en la portería, ella no me contestaba y, ofendida, volvía a un lado su honrada cabeza burguesa; el criado ya no me arreglaba la habitación, las cartas se perdían misteriosamente; incluso en las tiendas del vecindario y en el bureau de tabac, donde antes me saludaban como a un verdadero copain debido a mi gran consumo de tabaco, me encontré de repente con caras glaciales. La moral pequeñoburguesa, no sólo del hotel, sino también de toda la calle y del barrio entero, se sintió ofendida y cerró filas contra mí por haber «ayudado» al ladrón. Finalmente, no tuve más remedio que mudarme y, con la maleta recuperada, abandoné aquel cómodo hotel, tan ignominiosamente como si hubiera sido yo el malhechor.
Después de París, Londres me dio la impresión de entrar de repente en la sombra tras un día de calor abrasador: en el primer momento se siente cómo un escalofrío involuntario recorre todo el cuerpo, pero luego los ojos y los sentidos no tardan en aclimatarse. De antemano me había impuesto a mí mismo, como un deber, estar en Londres entre dos y tres meses, porque ¿cómo conocer nuestro mundo y evaluar sus fuerzas sin conocer el país que, desde hace siglos, ha tenido a ese mundo bajo su férula? También confiaba en poder pulir mi inglés oxidado (el cual, dicho sea de paso, nunca fue demasiado fluido) aplicándome en la conversación y frecuentando la sociedad. Por desgracia no fue así: como todos los continentales, había tenido poco contacto literario con el otro lado del Canal y lamento decir que me sentía incompetente en medio de tertulias que versaban sobre temas como la corte, las carreras de caballos y los parties, conversaciones de breakfast y los small talks que se repetían en nuestra pequeña pensión. Cuando se discutía de política, yo no podía seguir la conversación, porque hablaban de un tal Joe y yo no sabía que se referían a Chamberlain, e igualmente llamaban por el nombre de pila a todos los sirs; por otro lado, ante el cockney de los cocheros me sentía como si llevara tapones en los oídos. De manera, pues, que no progresé tan deprisa como esperaba. Intenté aprender un poquitín de buena dicción de los predicadores en las iglesias, dos o tres veces fui a curiosear por el palacio de justicia durante los juicios, fui al teatro para oír buen inglés, pero me las vi y me las deseé para encontrar lo que en París me salía al paso a raudales: vida social, compañerismo y alegría. No encontré a nadie con quien hablar de temas que para mí eran los más importantes; por otra parte, yo debía de parecer a los ingleses, incluso a los más indulgentes, un individuo más bien inculto y soso dada mi indiferencia infinita por el deporte, el juego, la política y todo aquello con que ellos se entretenían. En ninguna parte conseguí adaptarme en cuerpo y alma a un ambiente, a un círculo; de modo, pues, que en realidad pasé las nueve décimas partes de mi estancia en Londres trabajando en mi habitación o en el Museo Británico.
Huelga decir que al principio lo intenté de veras: paseando. En los primeros ocho días recorrí Londres hasta quemarme las suelas de los zapatos. Con un sentido del deber propio de un estudiante, visité todas las curiosidades reseñadas en la guía turística, desde el museo de Madame Tussaud hasta el Parlamento; aprendí a beber ale, sustituí los cigarrillos parisienses por la habitual pipa del país y me esforcé por adaptarme a otros cien detalles más. Pero no llegué a establecer ningún contacto, ni literario ni social, y quien ve Inglaterra desde fuera, pasa por alto lo esencial… como pasa por alto las empresas millonarias de la City, de las que, desde fuera, sólo ve el estereotipado y lustroso letrero de latón. Admitido en un club, no sabía qué hacer allí; la sola visión de los hundidos sillones de cuero me incitaba, como toda su atmósfera, a una especie de sopor intelectual, pues no me había concentrado en ninguna actividad ni deporte merecedores de tan sabio reposo. Y es que la ciudad eliminaba tenazmente al ocioso, al mero espectador, como a un cuerpo extraño, a menos que tuviera millones y supiera elevar el ocio a la categoría de arte social, mientras que París lo acogía en su cálido engranaje y lo hacía rodar alegremente con todos los demás. Reconocí mi error demasiado tarde: debí haber pasado esos dos meses de Londres dedicado a alguna forma de actividad: como meritorio en una tienda o como secretario de un periódico; así, hubiera penetrado en la vida inglesa, aunque sólo fuese unos centímetros. Como simple espectador, desde fuera conocí muy poco y hasta muchos años más tarde, durante la guerra, no llegué a hacerme una idea de la auténtica Inglaterra.
De los escritores ingleses sólo vi a Arthur Symons, quien, por su parte, me procuró una invitación a casa de W. B. Yeats, de cuyas poesías yo estaba enamorado y de quien traduje, por puro placer, una parte de su sensible drama The Shadowy Waters. No sabía que se trataba de una velada de lectura; los invitados se reducían a un pequeño círculo de escogidos; estábamos sentados, muy apretados, en una habitación poco espaciosa, algunos en taburetes, otros incluso en el suelo. Tras encender dos cirios de altar gruesos y muy altos al lado de un pupitre negro, o revestido de negro, Yeats finalmente comenzó la lectura. Se apagaron todas las demás luces de la habitación, de modo que su cabeza enérgica, de rizos negros, se destacaba intensamente a la luz de los cirios. Leía despacio, con una voz oscura y melodiosa, sin caer en ningún momento en un tono declamatorio, dando a cada verso su peso metálico completo. Era bello. Era realmente majestuoso. Lo único que me sobraba allí era el preciosismo de la escenificación, la vestidura negra, parecida a un hábito, que confería a Yeats un aire sacerdotal, y el lento consumirse de los cirios, que exhalaban, me pareció, un suave olor aromático; de este modo, el placer literario —que, por otro lado, me ofreció una sensación nueva— se convirtió más en una celebración ritual que en una lectura espontánea. Y, sin querer, recordé cómo leía sus poesías Verhaeren en comparación con Yeats: en mangas de camisa, para poder marcar mejor el ritmo con sus brazos nervudos, sin pompa ni teatro; o cómo, ocasionalmente, recitaba Rilke unos cuantos versos de un libro: con sencillez y claridad, poniéndose quietamente al servicio de la palabra. Fue la primera lectura poética «escenificada» a la que había asistido jamás y si, a pesar de mi amor por su obra, me resistí, un poco desconfiado, a aquella ceremonia de culto, no por ello dejó Yeats de contar en aquella ocasión con un invitado agradecido.
Con todo, el verdadero descubrimiento de un poeta en Londres no fue el de un artista vivo, sino de uno bastante olvidado todavía hoy: William Blake, ese genio solitario y problemático que aún sigue fascinándome con su mezcla de torpeza y sublime perfección. Un amigo me había aconsejado que me hiciera mostrar en el printroom del Museo Británico (administrado en aquel entonces por Lawrence Binyon) los libros con ilustraciones en color Europa, América, El libro de Job, en la actualidad rarísimas obras de anticuario, y realmente me fascinaron. Por primera vez vi en ellos una de esas naturalezas mágicas que, sin conocer muy bien su camino, son llevadas a través de todos los desiertos de la fantasía como por alas de ángeles; durante días y semanas traté de ahondar en el laberinto de esta alma ingenua y a la vez demoníaca y traducir al alemán algunas de sus poesías. Poseer una página suya se convirtió casi en una fiebre, aunque de momento parecía una posibilidad casi sólo de ensueño. Pero he aquí que un día mi amigo Archibald G. B. Russell, ya por entonces el mejor experto en Blake, me contó que en la exposición que preparaba estaba a la venta uno de sus visionary portraits, el Rey Juan, en su opinión (y en la mía) el mejor dibujo a lápiz del maestro.
—Nunca se cansará de contemplarlo —me prometió.
Y tenía razón. De todos mis libros y cuadros, sólo esa lámina me ha acompañado durante más de treinta años, y ¡cuántas veces la mirada mágicamente iluminada de este rey loco me ha contemplado a mí desde la pared! De todos mis bienes perdidos y lejanos, es éste el dibujo que más echo de menos en mi peregrinación. El genio de Inglaterra, que me afanaba en descubrir por calles y ciudades, se me manifestó de repente en la figura verdaderamente astral de Blake. Y otro nuevo amor se añadió a mi gran amor por el mundo.