LA LUCHA POR LA FRATERNIDAD ESPIRITUAL
En realidad no sirvió de nada recluirme. La atmósfera seguía siendo opresiva. Y por eso mismo comprendí que no bastaba con una actitud meramente pasiva, con no tomar parte en los burdos insultos contra el enemigo. Al fin y al cabo, uno era escritor, tenía la palabra y, por lo tanto, la obligación de expresar sus convicciones, aunque sólo fuese en la medida en que le era posible en una época de censura. Escribí un artículo titulado «A los amigos en tierra extraña» en el que, rehuyendo clara y rotundamente las fanfarrias de odio de los demás, confesaba que me mantendría fiel a todos mis amigos del extranjero —aunque de momento fuera imposible establecer contacto con ellos— con el fin de seguir trabajando conjuntamente, a la primera oportunidad, en la construcción de una cultura europea. Lo mandé al periódico alemán más leído. Con gran sorpresa mía, el Berliner Tageblatt no dudó en publicarlo íntegro. Sólo una frase, «sea quien sea al que corresponda la victoria», fue víctima de la censura, porque entonces no se toleraba ni la más pequeña duda de que Alemania saldría victoriosa, por supuesto, de aquella guerra mundial. Pero, incluso con esta restricción, el artículo me granjeó algunas cartas indignadas de lectores ultra patriotas que no comprendían cómo, en los tiempos que corrían, alguien podía hacer causa común con aquellos miserables enemigos. No me molestó demasiado. Nunca en mi vida había tenido la intención de convertir a los demás a mis convicciones. Me bastaba con manifestarlas y, sobre todo, poderlas manifestar claramente.
Quince días después, cuando ya casi me había olvidado del artículo, recibí una carta con sello suizo y la estampilla de la censura en la que, por sus trazos familiares, inmediatamente reconocí la mano de Romain Rolland. Debió de leer el artículo, porque decía: «Non, je ne quitterai jamais mes amis». En seguida comprendí que aquellas pocas líneas suyas eran un intento de comprobar si era posible, estando en guerra, ponerse en contacto epistolar con un amigo austríaco. Le contesté a vuelta de correo. A partir de entonces nos escribimos con regularidad y nuestra correspondencia continuó después durante más de veinticinco años, hasta que la Segunda Guerra Mundial —más brutal que la Primera— rompió toda comunicación entre los países.
Aquella carta me proporcionó uno de los momentos más felices de mi vida: como una paloma blanca llegó del arca de la animalidad berreadora, pataleadora y vocinglera. No me sentía solo, sino de nuevo vinculado a una misma manera de pensar. Me sentí robustecido por la superior fuerza anímica de Rolland, porque sabía que, al otro lado de la frontera, él conservaba admirablemente bien su humanidad. Rolland había encontrado el único camino correcto que debe tomar personalmente el escritor en tiempos como aquéllos: no participar en la destrucción, en el asesinato, sino (siguiendo el grandioso ejemplo de Walt Whitman, que sirvió como enfermero en la Guerra de Secesión) colaborar en campañas de socorro y obras humanitarias. Viviendo en Suiza, dispensado del servicio militar a causa de su precaria salud, se había puesto inmediatamente a disposición de la Cruz Roja de Ginebra, donde se encontraba al inicio de la guerra, y allí, en habitaciones abarrotadas, trabajó día tras día en la magnífica obra a la que más adelante traté de rendir un reconocimiento público en el artículo titulado «El corazón de Europa». Tras las horribles batallas de las primeras semanas se interrumpieron todas las comunicaciones; en todos los países, los parientes ignoraban si el hijo, el hermano o el padre había caído o sólo había desaparecido o lo habían hecho prisionero, y no sabían a quién preguntar, porque del «enemigo» no cabía esperar información alguna. En medio del horror y de la atrocidad, la Cruz Roja había asumido, como mínimo, la misión de descargar a la gente de la peor de las torturas: la atormentadora incertidumbre sobre el destino de las personas queridas, haciendo llegar la correspondencia de los prisioneros desde los países enemigos a sus respectivas patrias. Este organismo, creado hacía décadas, no estaba preparado para hacer frente a una situación de dimensiones tan descomunales y a las cifras millonarias; todos los días, todas las horas, se hacía patente la necesidad de ampliar el número de voluntarios, porque cada instante de angustiosa espera se volvía una eternidad para los familiares. A fines de diciembre de 1914 ya ascendían a treinta mil las cartas que la marea de la guerra acarreaba todos los días y al final llegaron a ser doscientas personas las que se apiñaban en el estrecho Museo Rath de Ginebra para organizar y contestar el correo diario. Y entre ellas trabajaba —en vez de dedicarse egoístamente a sus ocupaciones— el más humano de los escritores: Romain Rolland.
Sin embargo, no había olvidado su otro deber: el del artista comprometido, obligado a expresar sus convicciones, aunque fuera luchando contra la oposición de su propio país e incluso contra la indignación de todo el mundo beligerante. En el otoño de 1914, cuando la mayoría de escritores se desgañitaban proclamando su odio, se escupían y se ladraban los unos a los otros, él ya había escrito aquella confesión memorable, «Au-dessus de la mêlée», en la que combatía el odio entre las naciones y reclamaba del artista justicia y humanidad incluso en medio de una guerra: un artículo que, como ningún otro de la época, provocó opiniones de todo tipo y dejó tras de sí toda una literatura de pros y contras.
He aquí, pues, lo que diferenciaba, para bien, la Primera Guerra Mundial de la Segunda: la palabra todavía tenía autoridad entonces. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la «propaganda», la gente todavía hacía caso de la palabra escrita, la esperaba. En tanto que en 1939 ni una sola manifestación de un escritor producía el más mínimo efecto, ni para bien ni para mal, y en tanto que hoy ni un solo libro, opúsculo, artículo o poesía conmueve el corazón de las masas ni influye en su pensamiento, en 1914 una poesía de catorce versos, como aquel «Canto de odio» de Lissauer, una declaración tan necia como la de los «93 intelectuales alemanes» y, por otro lado, un artículo de ocho páginas como el «Au-dessus de la mêlée» de Rolland o una novela como Le feu de Barbusse, podían llegar a convertirse en todo un acontecimiento. Y es que la conciencia moral del mundo todavía no estaba tan agotada ni desalentada como lo está hoy, aún reaccionaba con vehemencia, con la fuerza de una convicción secular, ante cualquier mentira manifiesta, ante toda violación del derecho internacional y de los derechos humanos. Una violación de la ley, tal como la invasión de la neutral Bélgica por Alemania —algo que hoy apenas sería objeto de críticas serias, desde que Hitler ha convertido la mentira en una cosa natural y ha elevado a la categoría de ley todo acto antihumano— en aquellos días todavía era capaz de sublevar al mundo de un extremo a otro. El fusilamiento de la enfermera Cavell y el torpedeamiento del Lusitania fueron más nefastos para Alemania —debido a un estallido de indignación ética universal— que una batalla perdida. En aquellos tiempos, cuando las olas de incesante cháchara de la radio no inundaban aún el oído y el alma de la gente, para el poeta, para el escritor francés, hablar no era en absoluto una acción estéril; al contrario: la manifestación espontánea de un gran escritor producía un efecto mil veces mayor que todos los discursos oficiales de los gobernantes, de los cuales se sabía que se adaptaban táctica y políticamente al momento y que, en el mejor de los casos, sólo decían verdades a medias. También en este aspecto de confianza en el escritor como mejor garante de un modo de pensar puro, aquella generación (tan decepcionada después) conservaba una fe infinitamente mayor. Ahora bien, los militares, y los organismos oficiales a su vez, puesto que conocían esta autoridad de los poetas, trataban de uncir a su servicio de instigación a todos los hombres de prestigio moral e intelectual: los llamaban para que declarasen, demostrasen, confirmasen y jurasen que todas las injusticias, todos los males venían de la parte contraria y que el derecho y la verdad eran exclusivos de la nación propia. Con Rolland no lo consiguieron. Para él, su misión no consistía en enrarecer todavía más la atmósfera cargada de odio, sobreexcitada por todos los medios de instigación, sino, todo lo contrario, en purificarla.
Quien hoy relea las ocho páginas del artículo «Au-dessus de la mêlée», probablemente ya no comprenderá el inmenso impacto que en su día tuvo; si alguien lo lee con los sentidos claros y fríos, verá que todo lo que Rolland postulaba en él no son sino obviedades de Perogrullo. Pero sus palabras fueron dichas en una época de locura colectiva que hoy difícilmente se puede reconstruir. Los ultrapatriotas franceses lanzaron un grito de horror cuando el artículo apareció, como si por un descuido hubiesen puesto la mano en un hierro candente. De la noche a la mañana sus mejores amigos boicotearon a Rolland, los libreros no se atrevieron a exponer el Jean-Christophe, las autoridades militares, que necesitaban el odio para estimular a los soldados, sopesaron la posibilidad de tomar medidas contra él, y apareció una retahíla de opúsculos con el argumento de Ce qu’on donne pendant la guerre à l’humanité est volé a la patrie. Pero, como de costumbre, los alaridos demostraron que el golpe había acertado de lleno en la diana. El debate sobre la postura del intelectual en tiempos de guerra ya era imparable y el problema quedaba inevitablemente planteado para cada individuo.
Entre todos los recuerdos extraviados, lo que más me apena es no disponer de las cartas de Rolland de aquellos años; la idea de que se destruyeran o se perdieran irremisiblemente en aquel nuevo diluvio me pesa como una responsabilidad, porque, prescindiendo del gran afecto que siento por su obra, considero posible que un día cuenten entre las páginas más bellas y humanas que se desprendieron de su gran corazón y su apasionada inteligencia. Escritas desde la desmesurada conmoción de un alma compasiva y con toda la fuerza de una exasperación impotente a un amigo del otro lado de la frontera, por lo tanto oficialmente a un «enemigo», quizá constituyan los documentos morales más conmovedores de una época en la que comprender exigía un esfuerzo enorme y permanecer fiel a las propias convicciones requería un coraje inmenso. Esta correspondencia entre amigos pronto cristalizó en una propuesta concreta: Rolland me alentaba para que intentásemos invitar a los intelectuales más importantes de todas las naciones a una conferencia conjunta en Suiza, a fin de alcanzar una posición más digna y unitaria, y quizás incluso a lanzar una llamada solidaria al entendimiento mundial. Él, desde Suiza, se ocuparía de invitar a los intelectuales franceses y extranjeros, y yo, desde Austria, sondearía a los escritores patrios y alemanes que todavía no se hubiesen comprometido públicamente con la propaganda del odio. Me puse inmediatamente manos a la obra. El escritor alemán más importante y representativo de entonces era Gerhart Hauptmann. Ya que, para facilitarle tanto el «sí» como el «no», quería evitar abordarlo directamente, escribí a nuestro común amigo Walther Rathenau, pidiéndole que sondeara a Hauptmann de manera discreta y confidencial. Rathenau rehusó el encargo —no sé si de acuerdo o no con Hauptmann— diciendo que no era el momento de fomentar una paz espiritual. En realidad, allí se abortó la tentativa, pues Thomas Mann se hallaba entonces en campo contrario y, en un artículo sobre Federico el Grande, acababa de adoptar el punto de vista de los derechos alemanes. Rilke, a quien yo sabía a nuestro favor, se inhibía por principio de toda acción pública y colectiva. El antiguo socialista Dehmel firmaba las cartas, con un infantil orgullo patriótico, como «teniente Dehmel». En cuanto a Hofmannsthal y Jakob Wassermann, en conversaciones privadas me había convencido de que tampoco se podía contar con ellos. De modo, pues, que no había muchas esperanzas por parte alemana, y Rolland tampoco tuvo demasiado éxito en Francia. En 1914 y en 1915 era demasiado pronto todavía, y la guerra parecía demasiado lejana a los hombres de la retaguardia. Estábamos solos.
Solos, aunque no del todo. Algo habíamos conseguido ya con nuestro intercambio epistolar: una primera idea general de las pocas docenas de hombres con los que podíamos contar de veras y de los que, tanto en los países neutrales como en los beligerantes, pensaban como nosotros; nos podíamos informar mutuamente sobre libros, artículos y opúsculos de un lado y otro, habíamos asegurado un cierto punto de cristalización al que podían adherirse nuevos elementos (un tanto vacilantes al principio, pero cada vez más numerosos y decididos, a medida que la presión de la época se volvía más abrumadora). La sensación de no hallarme en un vacío total me animó a escribir artículos más a menudo con el fin de sacar a la luz, a través de sus respuestas y reacciones, a los hombres aislados y escondidos que sentían como nosotros. Al fin y al cabo, tenía a mi disposición a los grandes periódicos alemanes y austríacos y, con ellos, contaba con un círculo de influencia nada desdeñable; en principio no tenía que temer oposición por parte de las autoridades, ya que nunca tocaba temas de actualidad política. Por influencia del viejo espíritu liberal, existía aún un gran respeto por todo lo literario y, cuando repaso los artículos que logré hacer llegar de contrabando a un amplísimo público, no puedo menos que manifestar mi respeto a las autoridades militares austríacas por su magnanimidad; en medio de una guerra mundial pude ensalzar con entusiasmo a Berta von Suttner, la fundadora del pacifismo, que estigmatizó la guerra como el crimen de los crímenes, e informar punto por punto de Le feu de Barbusse en un periódico austríaco. Por supuesto teníamos que disponer de una cierta técnica para transmitir nuestras opiniones, inoportunas en tiempos de guerra, a amplios sectores de la población. Para describir el horror de la guerra y la indiferencia de la retaguardia, en Austria era necesario, claro está, poner de relieve los sufrimientos de un soldado de infantería «francés» en un artículo sobre Le feu, pero centenares de cartas del frente austríaco me demostraron con qué claridad los nuestros habían reconocido en él su propio destino. O bien, para expresar nuestras convicciones, optábamos por el método del aparente ataque recíproco. Por ejemplo, uno de mis amigos franceses polemizó en el Mercure de France con mi artículo «A los amigos en tierra extraña», pero, al reproducirlo traducido palabra por palabra dentro de esa pretendida polémica, no hizo otra cosa que introducirlo de contrabando en Francia, de modo que todo el mundo pudo leerlo (que era lo que se pretendía). Así cruzaban la frontera, de un lado para otro, haces de luz intermitente que no eran sino recordatorios. Un pequeño episodio posterior me demostró hasta qué punto los entendían aquellos a los que iban destinados. Cuando en mayo de 1915 Italia declaró la guerra a Austria, su antigua aliada, en nuestro país estalló una oleada de odio. Se insultó a todo lo italiano. Casualmente habían aparecido las memorias de un joven italiano de la época del Risorgimento, de nombre Carl Poerio, que describía una visita a Goethe. Para demostrar, en medio del vocerío de odio, que los italianos habían mantenido desde siempre muy buenas relaciones con nuestra cultura, escribí, a modo de ejemplo, un artículo titulado «Un italiano en casa de Goethe» y como el libro había sido prologado por Benedetto Croce, aproveché la ocasión para dedicar unas palabras de sumo respeto a Croce. Unas palabras de admiración por un italiano eran, huelga decirlo, una clara declaración de intenciones en la Austria de entonces, donde no se podía rendir homenaje a ningún escritor o erudito de un país enemigo, y, en efecto, así fueron comprendidas mis palabras más allá de las fronteras. Croce, que a la sazón era ministro en Italia[3], me contó en una ocasión ulterior que un empleado del ministerio, que no sabía leer alemán, le había comunicado un tanto perplejo que el principal periódico enemigo publicaba algo contra él (porque era incapaz de concebir una referencia que no fuera adversa). Croce mandó traer el Neue Freie Presse y primero se sorprendió y luego se divirtió de lo lindo al encontrar en el periódico un homenaje en vez de un ataque.
No pretendo, ni mucho menos, dar demasiada importancia a esas tentativas aisladas. Huelga decir que no tuvieron ni la más mínima influencia en el curso de los acontecimientos. Pero nos ayudaron, tanto a nosotros como a muchos lectores desconocidos. Mitigaron el horrible aislamiento y la desesperación moral en los que se encontraba el hombre del siglo XX dotado de sentimientos realmente humanos. Y en los que, me temo, se encuentra también hoy, después de veinticinco años, igual de impotente ante la prepotencia o incluso más. Yo era entonces plenamente consciente de que, con aquellas pequeñas protestas y argucias, no conseguiría librarme de la verdadera carga; poco a poco fue naciendo dentro de mí el plan de una obra en la que no sólo pudiera contar detalles personales, sino también exponer todas mis ideas sobre la época y la gente, sobre la catástrofe y la guerra.
Ahora bien, para poder describir la guerra en una síntesis literaria me faltaba, si bien se mira, lo más importante: verla. Hacía casi un año que estaba anclado en aquella oficina y «lo más importante», la realidad y la atrocidad de la guerra, ocurría en una lejanía invisible. Varias veces se me había presentado la ocasión de ir al frente: periódicos importantes me habían pedido por tres veces que me fuera con el ejército como corresponsal. Pero cualquier descripción de la guerra habría implicado la obligación de presentarla en un sentido exclusivamente positivo y patriótico, y yo me había jurado (un juramento que mantuve también en 1940) no escribir jamás una palabra que aprobara la guerra o desacreditara a otra nación. Y entonces surgió casualmente una oportunidad. La gran ofensiva austro-alemana había cruzado las líneas rusas cerca de Tarnów en la primavera de 1915 y había conquistado Galitzia y Polonia en un solo ataque masivo. Para su biblioteca, el Archivo Militar quería reunir los originales de todos los anuncios y proclamas rusos en suelo austríaco ocupado, antes de que los arrancaran y destruyeran. El coronel, que conocía mi técnica de coleccionista, me preguntó si quería ocuparme de esta misión; naturalmente aproveché la oportunidad en el acto y me expidieron un pasaporte para que, sin depender de ninguna autoridad en especial ni estar a las órdenes de ninguna administración ni de ningún superior, pudiera viajar en cualquier tren militar y moverme libremente por donde quisiera, una cosa que provocó incidentes de lo más singular, porque yo no era oficial, sino sólo sargento primero y vestía un uniforme sin insignias especiales. Cuando mostraba mi misterioso documento, suscitaba un respeto extraordinario, pues los oficiales y funcionarios del frente sospechaban que yo era un oficial del estado mayor disfrazado o, si no, que tenía alguna misión secreta. Pero como evitaba el comedor de oficiales y sólo me alojaba en hoteles, obtuve, además, el privilegio de mantenerme fuera de la gran maquinaria y de poder ver, sin «guía» alguno, todo lo que quería ver.
La misión propiamente dicha, la de reunir proclamas, no me supuso demasiado trabajo. En cuanto llegaba a una de aquellas ciudades de Galitzia —Tarnów, Drohobycz o Lemberg— encontraba en la estación a un grupo de judíos, llamados «factores», cuyo oficio consistía en proporcionarle a uno todo lo que quería; bastaba con decir a uno de estos expertos en todo que buscaba proclamas y avisos de la ocupación rusa para que el «factor» corriera como una comadreja y transmitiera el encargo, por vías misteriosas, a docenas de «subfactores»; al cabo de tres horas, y sin que yo hubiera tenido que dar ni un solo paso, tenía reunido el material en la colección más completa y perfecta que cabía imaginar. Gracias a esta organización modélica, me quedaba tiempo para ver cosas, y vi muchas. Vi, sobre todo, la terrible miseria de la población civil, sobre cuyos ojos aún se cernía como una sombra todo lo que había tenido que sufrir. Vi la miseria, jamás sospechada, de la población judía hacinada en los guetos, donde entre diez y doce personas vivían en una sola habitación de planta baja o del sótano. Y por primera vez vi al «enemigo». En Tarnów tropecé con el primer transporte de soldados rusos hechos prisioneros. Sentados en el suelo, permanecían encerrados en un gran cuadrilátero, fumando y charlando, vigilados por dos o tres docenas de soldados tiroleses de la milicia nacional, tirando a viejos, la mayoría con barba, que iban tan andrajosos y descuidados como los mismos prisioneros y poco se parecían a los soldados elegantes, bien afeitados y con lustrosos uniformes que aparecían en los periódicos ilustrados de nuestro país. Pero aquella vigilancia carecía en absoluto de un aire marcial o draconiano. Los prisioneros no mostraban deseo alguno de huir y los milicianos austríacos tampoco parecían inclinados a tomarse con demasiado rigor su misión de guardianes. Se sentaban con los prisioneros como buenos camaradas y como no se podían entender en sus respectivas lenguas, todos ellos se divertían soberanamente. Intercambiaban cigarrillos, miradas y risas. Uno de los tiroleses acababa de sacar de una pringosa cartera las fotografías de su mujer y sus hijos y las mostraba a los «enemigos», que las admiraban por turno y, señalando con los dedos, preguntaban si tal o tal niño tenía tres o cuatro años. Me embargó la irresistible sensación de que aquellos hombres sencillos y primitivos comprendían mejor la guerra que nuestros escritores y catedráticos de universidad, a saber: como una desgracia que les había sobrevenido y contra la cual nada podían hacer, y por eso mismo, todo el que sufría aquel infortunio era como un hermano. Ese descubrimiento me sirvió de consuelo durante todo el viaje, cuando pasaba por ciudades destruidas por los cañones y delante de comercios saqueados cuyos muebles yacían esparcidos en mitad de la calle como miembros amputados y entrañas arrancadas. Asimismo, los campos sembrados y exuberantes que se extendían entre las zonas de guerra hicieron que renaciera en mí la esperanza de que, al cabo de pocos años, habrían desaparecido todos los destrozos. Entonces aún no me podía imaginar, claro está, que con la misma rapidez con que desaparecían de la faz de la tierra las huellas de la guerra, también podía desaparecer el recuerdo de su horror de la memoria de los hombres.
En los primeros días aún no había conocido el auténtico horror de la guerra; después, su rostro superó mis peores temores. Como prácticamente no circulaba ningún tren regular de pasajeros, viajaba ya en un carro de artillería abierto, sentado sobre el armón de un cañón, ya en uno de aquellos vagones de ganado donde dormían hombres muertos de cansancio, hacinados en confuso revoltijo en medio de un hedor nauseabundo y que, mientras los conducían al matadero, ya parecían animales sacrificados. Pero el medio de transporte más terrible lo constituían los trenes hospital, que tuve que utilizar dos o tres veces. ¡Ah, qué poco se parecían a aquellos trenes sanitarios bien iluminados, blancos y perfectamente lavados en que al comienzo de la guerra se dejaban retratar las archiduquesas y las damas distinguidas de la sociedad vienesa, vestidas de enfermeras! Lo que me tocó ver a mí, horripilado, eran vulgares vagones de carga sin ventanas, con tan sólo una estrecha claraboya, e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta de hollín. Literas primitivas, una al lado de otra, ocupadas todas por hombres de mortal lividez, que gemían y sudaban y jadeaban en busca de aire en el espeso hedor a excrementos y yodoformo. Los sanitarios, más que andar, se tambaleaban, de tan exhaustos como estaban; por ninguna parte se veía la ropa de cama de un blanco resplandeciente de las fotografías. Los hombres estaban tumbados sobre paja o literas duras, cubiertos con mantas manchadas de sangre vieja, y en cada uno de los vagones ya había dos o tres muertos entre los moribundos y gemebundos. Hablé con el médico, el cual, como él mismo me confesó, en realidad sólo era dentista de una pequeña ciudad húngara y no ejercía la cirugía desde hacía años. Estaba desesperado. Me dijo que había telegrafiado a siete estaciones pidiendo morfina, pero que ya no quedaba en ninguna parte, y que tampoco disponía de algodón y vendas limpias para las veinte horas de viaje que faltaban para llegar al hospital de Budapest. Me pidió que lo ayudara, porque su personal, exhausto, ya no daba más de sí. Lo intenté, dentro de mi inevitable ineptitud, pero al menos pude serle útil bajando del tren en cada estación para ayudar a acarrear cubos de agua, agua sucia y mala que en realidad estaba destinada para la locomotora, pero que ahora servía de alivio a la gente que así podía lavarse un poco siquiera y fregar la sangre que constantemente goteaba al suelo.
A todo eso se añadía una complicación personal para los soldados (hombres de todas las nacionalidades imaginables, amontonados en aquel ataúd ambulante) a causa de la confusión babélica de lenguas. Ni el médico ni los enfermeros comprendían el ruteno ni el croata; el único que los podía ayudar un poco era un sacerdote mayor y encanecido que, al igual que el médico, estaba desesperado por la falta de morfina y se lamentaba, profundamente trastornado, de no poder cumplir con su sagrado deber de administrar la extremaunción porque no disponía de los santos óleos. En toda su vida no había «sacramentado» a tantas personas como en aquel último mes. Y de él oí unas palabras que nunca he olvidado, pronunciadas con voz dura y airada:
—Tengo sesenta y siete años y he visto muchas cosas. Pero nunca habría creído posible semejante crimen contra la humanidad.
El tren hospital en que regresé llegó a Budapest a primeras horas de la mañana. Me dirigí en seguida a un hotel, ante todo para dormir; el único asiento que había tenido en el tren había sido mi maleta. Agotado como estaba, dormí hasta alrededor de las once y luego me vestí deprisa para ir a desayunar. Pero, ya después de los primeros pasos, tuve la sensación de que debía frotarme los ojos constantemente para comprobar si no soñaba. Era uno de esos días radiantes en que por la mañana todavía es primavera y al mediodía ya verano, y Budapest aparecía bella y despreocupada como nunca. Las mujeres, con vestidos blancos, paseaban del brazo de oficiales que de pronto se me antojaron sacados de un ejército completamente distinto al que había visto uno o dos días antes. Con el hedor de yodoformo del transporte de heridos todavía en la ropa, la boca y la nariz, observé cómo compraban violetas para obsequiar con ellas galantemente a las damas, cómo coches impecables recorrían las calles, llevando a caballeros bien afeitados y con trajes igual de impecables. ¡Y todo ello a ocho o nueve horas en tren del frente! Pero, ¿tenía derecho alguien a acusar a aquellas gentes? ¿Acaso no era la cosa más natural del mundo que vivieran y trataran de disfrutar de la vida? Quizá con la sensación de que todo estaba amenazado, recogían a toda prisa todo lo que aún quedaba para recoger, unos pocos vestidos buenos, ¡las últimas horas buenas! Precisamente cuando uno había visto lo frágil y destructible que es el hombre —cuya vida puede ser destrozada por un pedazo de plomo en una milésima de segundo, con todos sus recuerdos, conocimientos y éxtasis— comprendía que una mañana como aquella reuniera a miles de personas cerca del luminoso río para ver el sol, sentirse vivas, sentir la propia sangre y la propia vida con fuerzas quizá renovadas. Ya casi había logrado reconciliarme con lo que al principio me había asustado, cuando por desgracia el servicial camarero me trajo un periódico vienés. Intenté leerlo, pero entonces me asaltó una sensación de asco en forma de auténtica ira. Estaban ahí todas las frases sobre la irreductible voluntad de victoria, sobre las pocas bajas de nuestras tropas y las muchas del enemigo. ¡Desde aquellas páginas me acometió, desnuda, enorme y desvergonzada, la mentira de la guerra! No, los culpables no eran los paseantes, los indolentes y los despreocupados, sino única y exclusivamente aquellos que con sus palabras instigaban a la guerra. Pero también lo éramos nosotros, si no dirigíamos contra ellos las nuestras.
Fue entonces cuando recibí el impulso definitivo: ¡era preciso luchar contra la guerra! Tenía el material preparado dentro de mí, sólo faltaba para empezar esa última y clara confirmación de mi instinto. Había reconocido al adversario contra el cual tenía que luchar: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento y a la muerte primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia, tanto políticos como militares que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan la carnicería y, detrás de ellos, el coro que han alquilado, todos esos «charlatanes de la guerra», como los estigmatizó Werfel en su bello poema. El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; al que estaba en contra de la guerra, que ellos mismos no sufrían, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado. Era la misma pandilla que se había burlado de Casandra en Troya y de Jeremías en Jerusalén; yo nunca había comprendido tan bien la tragedia y la grandeza de estos personajes como en aquellas horas, demasiado parecidas a las que vivieron ellos. Desde el principio no creí en la victoria y una sola cosa sabía con seguridad: que aunque se consiguiera a costa de inmensos sacrificios, nunca justificaría las víctimas. Pero siempre me quedaba solo entre los amigos cuando hacía tales advertencias, y los confusos alaridos de victoria antes del primer disparo y el reparto del botín antes de la primera batalla a menudo me hicieron dudar de si no era yo el loco en medio de tantos cuerdos o, mejor dicho, el único espantosamente despierto en medio de su embriaguez. Así, pues, me resultó bastante natural describir de forma dramática la situación singular y trágica del «derrotista» (palabra que se había inventado para imputar la voluntad de derrota a los que se afanaban por llegar a un entendimiento). Escogí como símbolo a la figura de Jeremías, el profeta que predicaba en vano. Pero no me interesaba en absoluto escribir una obra «pacifista», poner en verso una verdad tan de Perogrullo como que la paz es mejor que la guerra, sino que quería describir otro hecho: quien en tiempos de entusiasmo es menospreciado por débil y pusilánime, en el momento de la derrota suele demostrar ser el único que no sólo la soporta, sino que también la domina. Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido. Siempre me ha fascinado la idea de mostrar el endurecimiento interior que en el hombre provoca cualquier forma de poder y el entumecimiento del alma que la victoria produce en pueblos enteros, para luego contrastarlos con el poder de la derrota, que agita al alma e imprime en ella profundos y dolorosos surcos. En medio de la guerra, mientras los demás se demostraban mutuamente la infalible victoria con prematuros gritos de triunfo, yo me precipité al más profundo abismo de la catástrofe y allí busqué la ascensión.
Pero con la elección de un tema bíblico, inconscientemente di con algo que hasta entonces había llevado dentro de mí sin aprovechar: la comunidad con el pueblo judío, basada vagamente en la sangre o la tradición. ¿No era mi pueblo el que siempre era vencido por todos los demás pueblos, una y otra vez, y, sin embargo, los sobrevivía gracias a una fuerza misteriosa, precisamente la de convertir la derrota en victoria por la voluntad de salir airoso de cada nueva catástrofe? ¿Acaso nuestros profetas no conocían de antemano esa persecución y expulsión eternas que hoy nos vuelven a arrojar a la calle como un desecho? ¿Acaso no habían aceptado y tal vez bendecido como un camino hacia Dios esa sumisión al poder? Y ¿acaso las tribulaciones no habían sido desde siempre beneficiosas para todos y cada uno? Yo lo experimenté complacido mientras escribía este drama, el primero de mis libros que probé en mi fuero interno. Hoy sé que, de no haber sido por todo lo que sufrí y presentí antes, durante y después de la guerra, habría seguido siendo el escritor que era antes de ella, «gratamente emocionado», como se dice en el ámbito de la música, pero no cautivado ni conmovido ni afectado hasta lo más profundo del alma. Ahora, por primera vez tenía la sensación de hablar por mi propia boca y por la de la época. Tratando de ayudar a los demás, me ayudé a mí mismo; y lo hice en la obra más personal y privada después de Erasmo, que en el año 1934, en tiempos de Hitler, me dio fuerzas para vencer tamaña crisis. Desde el momento en que intenté darle forma, dejé de sufrir con tanta intensidad la tragedia de la época.
No había creído ni por un solo momento que esta obra obtuviera un éxito apreciable. Por el hecho de que coincidían en ella tantos problemas, el profético, el pacifista y el judío, más la labor de dar forma coral a las escenas finales, sus proporciones superaban de tal modo a las de un drama normal, que una representación como es debido hubiera requerido en realidad dos o tres sesiones. Y luego: ¿cómo podía llegar a los escenarios alemanes una obra que anunciaba e incluso ensalzaba la derrota, mientras todos los días los periódicos cantaban con brío «Vencer o morir»? Tenía que ocurrir un milagro para que publicaran el libro, pero incluso en el peor de los casos —que eso no fuera posible— como mínimo me había ayudado a superar la peor época. En el diálogo poético decía todo lo que había tenido que callar en la conversación con los hombres. Me había sacudido la carga que me aplastaba el alma y me había restituido a mí mismo; en el mismo instante en que en mi interior había dicho «no» a la época, había encontrado el «sí» a mí mismo.