RODEOS EN EL CAMINO HACIA MÍ MISMO
París, Inglaterra, Italia, España, Bélgica, Holanda: esa vida errante de gitano y presidida por la curiosidad había sido agradable de por sí y, en muchos aspectos, provechosa. Pero, a la postre, uno necesita un punto estable de donde partir y a donde volver; nunca lo he sabido tan bien como hoy, cuando ya no deambulo por el mundo por propia voluntad sino porque me persiguen. Durante los años posteriores a la escuela se me había ido acumulando una pequeña biblioteca: libros, cuadros y recuerdos; los manuscritos empezaban a apilarse en voluminosos paquetes y a la larga se me hizo imposible ir por el mundo arrastrando constantemente las maletas llenas de aquella bien amada carga. De modo, pues, que alquilé una pequeña habitación en Viena, pero no con la intención de convertirla en un domicilio permanente, sino sólo en un pied-à-terre, como, tan gráficamente, lo llaman los franceses. Y es que el sentimiento de provisionalidad presidió misteriosamente mi vida hasta la Guerra Mundial. En cuanto empezaba algo, me convencía a mí mismo de que no era lo auténtico, lo acertado, y eso tanto respecto a mis trabajos, que consideraba simples ensayos de lo real, como a las mujeres con las que tenía amistad. Así daba a mi juventud la impresión de que todavía no estaba del todo comprometida y, a la vez, también me otorgaba el diletto de probar, ensayar y saborear libre de preocupaciones. Llegado a la edad en que otros ya llevaban mucho tiempo casados, tenían hijos, ocupaban posiciones importantes y, haciendo acopio de todas sus energías, tenían que sacar el máximo provecho de sí mismos, yo seguía considerándome joven, principiante, aprendiz, un hombre que disponía de todo el tiempo del mundo y que vacilaba ante la idea de atarse a algo definitivo en uno u otro sentido. Y así, del mismo modo que veía mi trabajo como una labor previa a la «auténtica», una tarjeta de visita que simplemente anunciaba mi existencia en la literatura, tampoco mi domicilio debía ser, de momento, mucho más que una dirección. Lo compré pequeño a propósito, y en un suburbio, por no gravar mi libertad con grandes gastos. No compré muebles especialmente buenos, pues no quería tener que «cuidarlos», como había visto hacer en casa de mis padres, donde todos los sillones tenían sus fundas, que sólo se quitaban cuando teníamos visitas. Con una elección consciente, quería evitar fijar mi residencia en Viena y así atarme sentimentalmente a un sitio determinado. Durante años me pareció errónea esa manera de educarme para la provisionalidad, pero más adelante, puesto que cada vez que me construía un hogar me obligaban a abandonarlo y veía desintegrarse todo lo creado a mi alrededor, esa misteriosa sensación de vivir sin atarse a nada me resultó muy útil. Aprendida muy temprano, me hizo más llevaderas las pérdidas y las despedidas.
No tenía muchas cosas de valor para apilar en aquella primera casa. Pero el dibujo de Blake adquirido en Londres ya adornaba una de sus paredes y uno de los poemas más bellos de Goethe, con su letra libre y fogosa, ya por entonces era la joya de la corona de mi colección de autógrafos, que había empezado en el instituto. Con el mismo instinto gregario con que escribía nuestro grupo literario, todos habíamos ido a la captura de firmas de los poetas, actores y cantantes de entonces; si bien la mayoría de nosotros abandonó ese deporte y el arte poético al mismo tiempo que la escuela, en mi caso la pasión por las sombras terrenales de los grandes genios aumentó todavía más y se hizo más profunda. Las meras firmas me resultaban indiferentes y tampoco me interesaba la cuota de fama o de aprecio internacional de un hombre; lo que yo buscaba eran los manuscritos originales o los borradores de poesías y composiciones, porque el problema del nacimiento de una obra de arte, tanto en sus formas biológicas como en las psicológicas, siempre me ha preocupado más que ninguno. Aquel misterioso segundo de transición en que un verso, una melodía, pasa del mundo invisible, de la visión y la intuición de un genio, al mundo terrenal mediante la fijación gráfica, ¿dónde se podía acechar y comprobar sino en los textos originales de los maestros, logrados a fuerza de lucha o engendrados en estado de éxtasis? No se sabe lo bastante de un artista conociendo sólo su obra terminada, y secundo las palabras de Goethe cuando decía que para entender las grandes creaciones hay que verlas no sólo en su conclusión, sino también observarlas en su génesis. Asimismo, me impresiona de un modo puramente óptico un primer esbozo de Beethoven, con sus trazos fogosos e impacientes, su mezcla caótica de motivos empezados y rechazados, su furia creadora comprimida en cuatro garabatos a lápiz, su naturaleza demoníacamente rebosante: me afecta físicamente porque sólo con verlo me conmociona el alma; puedo contemplar fascinado y extasiado una hoja jeroglífica como ésa del mismo modo que otros contemplan un cuadro acabado. Una página de galeradas de Balzac —en la que casi cada frase está rasgada, cada línea rotulada de nuevo, el margen blanco roído por rayas, signos y palabras— representa para mí la erupción de un Vesubio humano; y ver por primera vez en su texto primitivo, en su primera forma terrenal, una poesía a la que había amado durante años, despierta en mí un sentimiento de respeto religioso; apenas me atrevo a tocarlo. Al orgullo de poseer unas cuantas hojas de éstas se añadía el aliciente casi deportivo de conseguirlas, de perseguirlas en subastas y a través de catálogos; ¡cuántas horas de emoción debo a esa búsqueda, cuántas casualidades excitantes! En una ocasión llegaba un día tarde; en otra, una pieza codiciada resultaba falsa; luego se producía un nuevo milagro: tenía un pequeño manuscrito de Mozart, pero mi alegría no era completa porque alguien había arrancado una tira con notas de música. Y he aquí que, de repente, esa tira, cortada por un amoroso vándalo cincuenta o cien años atrás, aparece en una subasta de Estocolmo y se puede volver a completar el aria exactamente como Mozart la dejó escrita hace ciento cincuenta años. Cierto que en aquella época mis ingresos por trabajos literarios no bastaban para cubrir grandes gastos, pero todos los coleccionistas saben cómo aumenta el placer de poseer una pieza el tener que renunciar a otros placeres para conseguirla. Además, contaba con la contribución de mis amigos escritores. Rolland me regaló un volumen de su Jean Christrophe, Rilke su obra más popular, Canción de amor y muerte, Claudel La anunciación de María, Gorki un gran esbozo y Freud un tratado; todos sabían que ningún museo guardaría sus escritos con tanto amor. ¡Cuántos se han dispersado hoy a los cuatro vientos junto con otras alegrías más modestas!
Sólo por casualidad descubrí más adelante que la pieza literaria de museo más insólita y valiosa no se hallaba ciertamente en mi armario, pero sí en la misma casa de suburbio donde yo vivía. El piso de arriba, tan modesto como el mío, lo ocupaba una señorita de cierta edad y pelo gris, profesora de piano; un día me dirigió la palabra en la escalera en un tono de lo más amable: le incomodaba el que yo tuviera que ser oyente involuntario de sus clases de piano y confiaba en que el deficiente arte de sus alumnas no me molestara demasiado. Durante la charla me enteré de que su madre, medio ciega, vivía con ella y apenas salía de su habitación, de que la octogenaria era ni más ni menos que la hija del doctor Vogel, médico de cabecera de Goethe, y de que Ottilie von Goethe había sido su madrina de bautismo, que se celebró en presencia del poeta. La cabeza me daba vueltas: ¡en 1910 existía todavía una persona en la tierra en quien se había posado la santa mirada de Goethe! Siempre he sentido una veneración especial por toda manifestación terrenal del genio y, amén de aquellas páginas manuscritas, reuní cuantas reliquias pude conseguir; más adelante —en mi «segunda vida»— convertí una de las habitaciones de mi casa en una sala de culto, si se me permite llamarla así. Estaba allí la mesa de trabajo de Beethoven y su pequeña caja de caudales de la que, desde la cama y con mano temblorosa, tocada ya por la muerte, sacaba las pequeñas sumas para la criada; había allí una página de su libro de cocina y un bucle de su pelo ya encanecido. Durante años guardé una pluma de boca de Goethe: bajo un cristal, para vencer la tentación de tomarla en mi mano indigna. Pero todos esos objetos, inanimados al fin y al cabo, no se podían comparar con una persona, un ser vivo al que todavía habían mirado consciente y amorosamente los ojos oscuros y redondos de Goethe: un último y tenue hilo que se podía romper en cualquier momento unía, a través de aquella frágil figura terrenal, el mundo olímpico de Weimar con la provisional casa de suburbio de la calle Koch número 8. Pedí permiso para visitar a la señora Demelius; la anciana me recibió gustosa y con mucha amabilidad; en su habitación hallé toda clase de enseres de la casa que la nieta de Goethe, amiga suya de la infancia, le había regalado: el par de candelabros que Goethe había tenido encima de la mesa y otros símbolos de la casa del Frauenplan de Weimar. De todos modos, ¿no era ella misma el verdadero milagro?, ¿no era un milagro la existencia de aquella anciana de pelo blanco y ralo, cubierto con una pequeña cofia estilo biedermeier, que gustaba de contar, con su arrugada boca, que había pasado los primeros quince años de su vida en la casa del Frauenplan, la cual no era museo como ahora y conservaba intactas las cosas desde el momento en que el más grande de los poetas alemanes abandonó su hogar y el mundo para siempre? Como todos los viejos, miraba su juventud con una gran objetividad; me emocionó su indignación contra la Sociedad Goethiana, porque ésta había cometido una gran indiscreción al publicar «ya» las cartas de amor de su amiga Ottilie von Goethe. «Ya», decía. ¡Ay, había olvidado que Ottilie había muerto medio siglo atrás! Para la anciana, la favorita de Goethe aún estaba viva y joven; para ella ¡eran reales las cosas que para nosotros eran leyenda o historia pasada! Yo notaba una atmósfera fantasmagórica; vivía en aquella casa de piedra, hablaba por teléfono, encendía la luz eléctrica, dictaba cartas que luego eran escritas a máquina y, veinte escalones más arriba, me sentía transportado a otro siglo, a la sagrada sombra del mundo de Goethe.
Más adelante he conocido a otras mujeres que, con su pelo blanco peinado con raya, habían tocado con su propia mano el mundo heroico y olímpico: Cosima Wagner, la hija de Liszt, dura, rígida y, sin embargo, grandiosa en sus patéticos gestos; Elisabeth Förster, hermana de Nietzsche, grácil, menuda, coqueta; Olga Monod, hija de Alexandr Herzen, que de pequeña se había sentado muchas veces en el regazo de Tolstói; a Georg Brandes, ya mayor, le he oído hablar de sus encuentros con Walt Whitman, Flaubert y Dickens; y a Richard Strauss, describir la primera vez que vio a Richard Wagner. Pero nada me ha emocionado tanto como el rostro de aquella anciana, la última persona viva a la que habían contemplado los ojos de Goethe. Y quizá yo, a mi vez, sea el último que hoy puede decir: he conocido a una persona sobre cuya cabeza descansó un momento la mano cariñosa de Goethe.
Había encontrado el lugar de descanso para los intervalos entre viajes. Pero era más importante otro hogar que había encontrado al mismo tiempo: la editorial que durante años conservó y promovió mis obras. Una elección así es una decisión de peso en la vida de un escritor y no hubiera podido ser más afortunada. Unos años atrás, un amante de las letras, un hombre culto donde los haya, había tenido la idea de invertir su riqueza no en una cuadra de caballos, sino en una obra de tipo intelectual. Alfred Walter Heymel, figura insignificante como poeta, había decidido fundar en Alemania —donde los editores, como en todas partes, se dejaban llevar por razones principalmente comerciales— una editorial que, sin tener en cuenta los beneficios económicos, incluso previendo pérdidas continuas, tenía como medida determinante para la publicación de una obra no su fácil salida al mercado, sino su calidad intrínseca. Quedaban así excluidas las lecturas de mero entretenimiento, por más lucrativas que fueran y, en cambio, tenían acogida en ella las obras más sutiles y de más difícil acceso. La divisa de aquella editorial selecta, que al principio contaba sólo con el escaso público de los auténticos conocedores, era reunir exclusivamente obras del más puro gusto artístico y presentarlas en la forma más pura; con orgulloso propósito de aislamiento, se llamó Insel (Isla) y, más adelante, Insel-Verlag (Editorial Isla). Nada podía imprimirse industrialmente, había que dar a cada obra una forma exterior, de acuerdo con el arte de la tipografía, que se correspondiera con su perfección interior. Así, cada obra se convertía en un problema individual, con su dibujo de portada, su tipo de letra y su papel, siempre distintos; incluso los prospectos y el papel de carta de esta ambiciosa editorial eran objeto de un esmero apasionado. No recuerdo, por ejemplo, haber encontrado en treinta años una sola errata en ninguno de mis libros, ni una sola línea corregida en ninguna de las cartas de la editorial: todo, hasta el detalle más insignificante, tenía la ambición de ser ejemplar.
Se habían reunido en la Insel-Verlag la obra lírica de Hofmannsthal y la de Rilke, cuya presencia había establecido desde el primer momento la calidad suprema como única medida válida. Imagínese, pues, el lector mi alegría y mi orgullo cuando, a los veinticinco años, recibí el honor de ser ciudadano permanente de aquella «isla». Semejante dignidad significaba, de puertas afuera, una categoría superior en la esfera literaria, pero a la vez, de puertas adentro, un mayor compromiso. Quien entraba en aquel círculo selecto debía ejercitarse en la disciplina y la discreción, no podía ser culpable de frivolidad literaria ni de precipitación periodística, pues la marca de imprenta de la Insel-Verlag en un libro garantizaba de antemano a miles, y después a centenares de miles, de lectores tanto la calidad interior como la ejemplar perfección de la técnica tipográfica.
No hay mayor suerte para un autor joven que dar con una editorial también joven y crecer juntos; sólo una evolución común de este tipo puede crear una verdadera condición de vida orgánica entre él, su obra y el mundo. Con el director de la Insel-Verlag, el profesor Kippenberg, me unió pronto una cordial amistad que se hizo todavía más estrecha gracias a nuestra simpatía mutua, nacida de la pasión de coleccionistas que compartíamos; la colección goethiana de Kippenberg se formó paralelamente a la mía de obras autógrafas y creció durante los treinta años de convivencia hasta convertirse en la más monumental que un particular haya podido reunir jamás. Siempre encontré en él valiosos consejos, tanto como advertencias disuasorias igual de valiosas, mientras que yo, a mi vez, pude hacerle importantes sugerencias gracias a mi especial visión de conjunto de la literatura extranjera; así nació, a propuesta mía, la colección «Biblioteca Insel» que, con sus millones de ejemplares, edificó, por decirlo así, una gran metrópoli alrededor de la primitiva «torre de marfil» y convirtió a Insel en la editorial alemana más representativa. Al cabo de treinta años nos encontrábamos en una situación muy distinta a la de los inicios: la pequeña empresa se había convertido en una de las editoriales más poderosas y un autor que al principio era conocido sólo en pequeños círculos llegaba a ser uno de los más leídos de Alemania. En verdad hizo falta una catástrofe mundial y la más brutal fuerza de la ley para disolver aquel vínculo que para nosotros dos era tan feliz como natural. Debo confesar que me resultó más fácil abandonar patria y hogar que dejar de ver la familiar marca de imprenta en mis libros. Ahora tenía el camino despejado. Había empezado a publicar demasiado pronto —indecorosamente pronto, diría— y, sin embargo, en el fondo estaba convencido de que a mis veintiséis años todavía no había creado obras auténticas. Lo que había sido la mejor conquista de mis años de juventud, el trato y la amistad con los más grandes creadores de la época, curiosamente repercutió en mi producción como un obstáculo peligroso. Había aprendido demasiado como para no saber cuáles eran los valores reales, cosa que me atemorizaba. Gracias a ese desánimo, todo cuanto había publicado hasta entonces, excepto las traducciones, se reducía, por una calculada economía, a obras menores como narraciones cortas y poesías: aún no tenía ánimo suficiente como para empezar una novela (tendrían que pasar todavía casi treinta años). La primera vez que me atreví con una obra de mayor amplitud fue en el arte dramático y, simultáneamente a ese primer ensayo, se inició una gran tentación a la cual me inducían muchos signos favorables. En el verano de 1905 a 1906 escribí una pieza dramática de corte clásico, naturalmente un drama en verso, siguiendo el estilo de la época. Se llamaba Tersites; huelga decir qué opinión me merece hoy esta obra, interesante sólo desde el punto de vista formal: como con casi todos mis libros escritos antes de los treinta y dos años, no he permitido que se publicara de nuevo. De todos modos, ese drama anunciaba ya un cierto rasgo característico de mi manera de pensar: es que nunca —infaliblemente— tomo partido a favor del «héroe», sino que sólo veo la parte trágica del vencido. En mis narraciones cortas, quien me atrae es siempre aquel que sucumbe al destino; en las biografías es la figura de alguien que tiene razón no en el campo real del éxito, sino única y exclusivamente en el moral: Erasmo y no Lutero, María Estuardo y no Isabel, Castellio y no Calvino; y así, en aquella ocasión no escogí a Aquiles como figura heroica, sino al más insignificante de sus adversarios, Tersites, al hombre doliente en lugar del que causa dolor a los demás con su fuerza y su determinación. Una vez terminado, no lo mostré a ningún actor, ni siquiera a un amigo, porque tenía la suficiente experiencia como para saber que los dramas en verso blanco y con vestuario griego, aunque sean de Sófocles o de Shakespeare, no son los más indicados para «hacer taquilla» en los teatros reales. Por pura fórmula mandé unos cuantos ejemplares a los grandes teatros, pero luego olvidé por completo el asunto.
Por eso me llevé una gran sorpresa cuando, unos tres meses después, recibí una carta en cuyo sobre se veía impreso el nombre del «Teatro Real de Berlín». ¿Qué querrá de mí el teatro prusiano?, pensé. La sorpresa consistía en que su director, Ludwig Barnay, antaño uno de los mejores actores, me comunicaba que la obra le había causado una enorme impresión y le resultaba especialmente grata porque en la figura de Aquiles había encontrado finalmente el papel para Adalbert Matkowsky que había buscado durante tanto tiempo; me pedía, pues, que encomendara el estreno de la misma al Teatro Real de Berlín.
Casi me estremecí de alegría. La nación alemana contaba entonces con dos grandes actores: Adalbert Matkowsky y Josef Kainz; el primero, un alemán del norte, era incomparable en la fuerza impetuosa de su carácter y su arrebatadora pasión; el segundo, nuestro vienés Josef Kainz, gustaba por su encanto espiritual, su arte de declamación jamás igualado, la maestría de su metálica y vibrante voz. Y he aquí que ahora Matkowsky encarnaría a mi personaje y recitaría mis versos, y el teatro más acreditado de la capital del Imperio Alemán patrocinaría mi drama: una inmejorable carrera dramática parecía abrirse ante mí, aun sin haberla buscado.
Sin embargo, desde entonces he aprendido que no hay que alegrarse de una representación antes de que el telón realmente se haya levantado. Cierto que los ensayos empezaron y se sucedieron uno a otro, y que mis amigos me aseguraban que no habían visto a un Matkowsky más soberbio y viril que cuando recitaba mis versos. Yo ya había reservado un billete en el coche cama del tren de Berlín cuando, en el último momento, recibí un telegrama: «Aplazamiento por enfermedad de Matkowsky». Lo interpreté como un pretexto, como suele ocurrir en el teatro cuando no se puede cumplir un plazo o una promesa. Pero ocho días después los periódicos publicaban la noticia de la muerte de Matkowsky. Mis versos habían sido los últimos que sus prodigiosos y elocuentes labios habían pronunciado.
Se acabó, me dije. Aunque por aquellos días otros dos teatros reales de prestigio quisieron la pieza, el de Dresde y el de Kassel, mi interés había decaído. Después de Matkowsky no me podía imaginar a otro Aquiles. Pero entonces me llegó una noticia todavía más desconcertante: un amigo me despertó una mañana para decirme que le enviaba Josef Kainz, el cual había tropezado con la pieza por casualidad y veía en ella un papel ideal para él, no el del Aquiles que había querido representar Matkowsky, sino el del trágico Tersites. Se pondría inmediatamente en contacto con el Burgtheater. Acababa de llegar de Berlín el director Schlenther, pionero del realismo en la época, a dirigir el Teatro Real —para gran disgusto de los vieneses— de acuerdo con sus principios; me escribió de inmediato para decirme que veía cosas interesantes en mi drama, pero que, por desgracia, no le auguraba el éxito más allá del estreno.
Se acabó, me dije de nuevo, escéptico como siempre conmigo mismo y con mi obra literaria. Kainz, en cambio, estaba furioso. En seguida me invitó a su casa; por primera vez tuve ante mí al dios de mi juventud, de quien, cuando éramos estudiantes, habríamos querido besar pies y manos: de cuerpo flexible como una pluma, ingenioso y con el rostro animado —todavía a sus cincuenta años— por unos espléndidos ojos oscuros. Era un placer escucharlo. También en las conversaciones privadas cada palabra suya tenía un contorno purísimo, cada consonante encerraba una nitidez refinada y cada vocal vibraba llena y clara; ni siquiera hoy puedo leer algunos poemas que le había oído recitar a él sin oír también su voz midiendo los versos, su ritmo perfecto, su brío heroico; nunca me ha producido tanto placer escuchar la lengua alemana. Y he aquí que este hombre, al que yo veneraba como a un dios, se disculpaba ante mí, un jovenzuelo, porque no había logrado que se representase mi obra. Pero en adelante no debíamos perder el contacto nunca más, me aseguró. En realidad, me había llamado para hacerme una petición (casi sonreí: ¡Kainz quería pedirme una cosa a mí!): actuaba a menudo en giras y contaba con dos piezas de un acto cada una. Le faltaba una tercera y había pensado en una obra corta, si era posible en verso y, mejor aún, con una de aquellas cascadas líricas que él —único en el arte dramático alemán— gracias a su grandiosa técnica de declamación, sabía desgranar de corrido como un chorro de agua cristalina, sin tomar aliento, ante un público que escuchaba también sin respirar. ¿Sería yo capaz de escribirle una pieza de un solo acto de esas características?
Le prometí que lo intentaría. Y la voluntad, como dice Goethe, a veces puede «dar órdenes a la poesía». En el esbozo de un acto titulado El comediante transformado insinué un ligero juego de estilo rococó intercalando dos grandes monólogos lírico-dramáticos. Sin proponérmelo, había pensado cada palabra a partir del deseo de Kainz, identificándome apasionadamente con su carácter e incluso con su forma de hablar; y así aquel encargo ocasional se convirtió en uno de esos afortunados casos que se hacen realidad no gracias a la mera habilidad, sino sólo al entusiasmo. Al cabo de tres semanas pude mostrar a Kainz el esbozo a medio acabar que incluía una de las «arias». Kainz estaba francamente entusiasmado. En el mismo instante recitó por dos veces aquel torrente lírico; la segunda vez, con una perfección inolvidable. ¿Cuánto tardaría?, me preguntó visiblemente impaciente. Un mes. ¡Excelente! ¡Le venía de perlas! Se iba unas semanas a actuar a Alemania y, a su regreso, inmediatamente empezarían los ensayos porque aquella obra tenía que representarse en el Burgtheater. Y luego, me prometió, aquella pieza formaría parte de su repertorio allá donde fuera, porque le venía como anillo al dedo. «¡Como anillo al dedo!», repitió tres veces, estrechándome cordialmente la mano.
Parece que revolucionó el Burgtheater antes de su partida, pues el director en persona me llamó para pedirme que le enseñara el esbozo y para decirme que lo aceptaba ya de antemano. Los papeles de los demás personajes que debían acompañar a Kainz fueron enviados a continuación a los actores del Burgtheater para que empezaran a leerlos. Una vez más la partida suprema parecía ganada: el Burgtheater, orgullo de nuestra ciudad, y, procedente del mismo Burgtheater, el actor más grande de la época después de Duse, habían aceptado una obra mía: era casi demasiado para un principiante. Ahora sólo existía un peligro, a saber: que Kainz cambiase de opinión cuando viera la pieza terminada, pero ¡eso parecía tan poco probable! De todos modos, el impaciente ahora era yo. Por fin leí en los periódicos que Josef Kainz había regresado de su gira. Por educación esperé dos días, no quería abordarlo justo a su regreso. Al tercer día, sin embargo, hice de tripas corazón y entregué mi tarjeta al viejo portero —bien conocido por mí— del hotel Sacher, donde vivía Kainz por aquel entonces.
—Quisiera ver al señor Kainz, actor de la corte.
El viejo me miró con sorpresa por encima de sus quevedos.
—Entonces ¿es que no lo sabe, doctor?
No, yo no sabía nada.
—Esta mañana se lo han llevado al hospital.
Hasta aquel momento no supe que Kainz había vuelto gravemente enfermo de su gira, en la que había interpretado por última vez sus grandes papeles venciendo heroicamente unos dolores de lo más terribles ante un público que nada sospechaba. Al día siguiente lo operaron de cáncer. Mientras seguíamos las noticias de los periódicos, todavía nos atrevíamos a esperar que se curara, y lo visité en su lecho de enfermo. Lo encontré exhausto, demacrado, sus oscuros ojos parecían más grandes que nunca en aquel rostro consumido, y me estremecí: sobre sus labios, siempre jóvenes y espléndidamente elocuentes, se insinuaba por primera vez un bigote canoso; yo veía a un viejo moribundo. Me sonrió melancólicamente: «¿Me permitirá Dios interpretar todavía nuestra obra? Eso me curaría».
Pero pocas semanas después nos encontrábamos ante su ataúd.
El lector comprenderá mis pocos ánimos para persistir en el arte dramático y el recelo que sentía cada vez que entregaba una nueva pieza a un teatro. El hecho de que los dos mejores actores de Alemania hubiesen muerto poco después de haber ensayado mis versos, los últimos que leían, me volvió supersticioso; no me avergüenza confesarlo. Habrían de pasar algunos años antes de que me animara a volver a escribir para la escena y cuando el nuevo director del Burgtheater, Alfred Baron Berger, eminente experto en el campo teatral y maestro de la declamación, aceptó mi drama al instante, examiné casi con miedo la lista de los actores elegidos y, con un paradójico suspiro de alivio, exclamé: «¡Gracias a Dios no hay ninguno de primera fila!». En esta ocasión la fatalidad no tenía a nadie a quien acometer. Y, a pesar de todo, lo improbable ocurrió. Cuando cerramos la puerta a una calamidad, ésta se nos desliza por otra. Yo había pensado sólo en los actores, no en el director, quien se había reservado la dirección de mi tragedia La casa a orillas del mar y ya tenía concebida su puesta en escena: Alfred Baron Berger. Y, en efecto, quince días antes de los primeros ensayos, estaba muerto. La maldición que parecía cernerse sobre mis obras dramáticas conservaba toda su fuerza; no me sentí seguro ni siquiera cuando, diez años después, terminada la Guerra Mundial, Jeremías y Volpone subieron a los escenarios en todas las lenguas imaginables. Y actué conscientemente en contra de mis intereses cuando, en el año 1931, terminé una nueva pieza, El cordero de los pobres. Un día, cuando ya había mandado el manuscrito a mi amigo Alexander Moissi, recibí un telegrama suyo en el que me pedía que le reservara el papel principal. Moissi, que había traído de su patria italiana al escenario alemán una sensual armonía del lenguaje, era entonces el gran sucesor de Josef Kainz. De aspecto encantador, inteligente, vivaz y, además, persona bondadosa y capaz de entusiasmarse, entregaba a cada obra una parte de su encanto personal; no habría podido desear un intérprete mejor para el papel. Sin embargo, cuando me hizo la propuesta, despertó en mí el recuerdo de Matkowsky y de Kainz y rechacé a Moissi con un pretexto, sin revelarle el auténtico motivo. Sabía que había heredado de Kainz el llamado anillo de Iffland, que el mejor actor de Alemania legaba a su mejor sucesor. ¿Iba a heredar también el destino final de Kainz? Sea como sea, yo, por mi parte, no quería ser por tercera vez el desencadenante de la fatalidad para el mejor actor de Alemania. Renuncié, pues, por superstición y por amor hacia él, a una representación perfecta que hubiera podido ser decisiva para mi obra. Y, sin embargo, ni mi renuncia pudo protegerlo, a pesar de que le negué el papel y de que, a partir de entonces, no he vuelto a dar otra pieza a los escenarios. Es como si, sin tener en absoluto la culpa, siempre me tuviera que ver envuelto o en el destino de otros.
Soy consciente de que puedo ser sospechoso de estar narrando una historia de fantasmas. Los casos de Matkowsky y de Kainz pueden llegar a explicarse por una triste casualidad. Pero ¿y el posterior de Moissi, puesto que le había negado el papel y no había escrito otro drama? He aquí lo que sucedió: unos años después, en el verano de 1935 (me adelanto ahora en el tiempo de mi crónica), yo estaba en Zúrich, sin sospechar nada, cuando de repente recibí un telegrama de Alexander Moissi desde Milán: me anunciaba que llegaba aquella misma noche exclusivamente para verme y me rogaba que le esperase sin falta. Qué extraño, pensé. ¿Qué puede ser tan urgente? No he vuelto a escribir ninguna obra dramática y, desde hace años, el teatro me resulta del todo indiferente. Por supuesto lo esperé con alegría, porque quería como a un verdadero hermano a aquel hombre cariñoso y cordial. Saltó del vagón y se arrojó sobre mí; nos abrazamos al estilo italiano y, ya en el coche, me contó, con su deliciosa impaciencia, lo que yo podía hacer por él. Me quería pedir un favor, un gran favor. Pirandello le había hecho el gran honor de encargarle el estreno de su nueva obra Non si sà mai, y no se trataba sólo del estreno en Italia, sino a escala mundial: tendría lugar en Viena y en alemán. Era la primera vez que un gran maestro italiano de esta talla daba la preferencia al extranjero con una obra suya; ni siquiera se había decidido por París. Pues bien, Pirandello, que temía que la musicalidad y las vibraciones de su prosa se perdieran en la traducción, albergaba en su corazón un deseo muy especial: quería que no fuera un traductor cualquiera, sino yo, cuyo arte literario apreciaba desde hacía tiempo, quien tradujera la obra al alemán. Huelga decir que Pirandello había dudado en hacerme ¡perder el tiempo con traducciones! Era el motivo por el que él personalmente, Moissi, tenía el encargo de transmitirme la petición de Pirandello. Cierto que no me dedicaba a traducir desde hacía años, pero admiraba demasiado a Pirandello —con quien había tenido algunos encuentros agradables— como para decepcionarlo y, sobre todo, para mí era un motivo de alegría el poder ofrecer una muestra de camaradería a un amigo tan íntimo como Moissi. Dejé mis propios trabajos durante una o dos semanas; al cabo de unos días se anunciaba en Viena el estreno internacional de la obra de Pirandello en mi traducción y, además, se le quería dar un relieve especial debido a razones políticas ocultas. Pirandello había prometido asistir a la función, y como Mussolini era considerado todavía el santo patrón de Austria, todos los círculos oficiales —con el canciller a la cabeza— anunciaron su presencia en el acto. La velada debía ser al mismo tiempo una manifestación política de la amistad austro-italiana (en realidad, del protectorado de Italia sobre Austria).
Por una casualidad, también yo me encontraba en Viena en los días en que debían empezar los primeros ensayos. Me alegraba la perspectiva de volver a ver a Pirandello y sentía curiosidad por oír las palabras de mi traducción pronunciadas por la voz musical de Moissi. Pero con una fantasmal semejanza se repitió, al cabo de un cuarto de siglo, el mismo suceso. Cuando abrí el periódico, a primera hora, leí que Moissi había llegado de Suiza con una gripe muy fuerte y que a causa de su enfermedad los ensayos se aplazaban. Una gripe, pensé, no puede ser cosa muy grave. Pero el corazón me latía deprisa mientras me acercaba al hotel (¡gracias, me consolé, no era el Sacher sino el Grand Hotel!) para visitar a mi amigo enfermo; el recuerdo de aquella inútil visita a Kainz afloró en mi piel como un escalofrío. Y, al cabo de más de un cuarto de siglo, se repitió exactamente lo mismo en la persona del mejor actor de la época. Ya no me permitieron ver a Moissi: presa de la fiebre, había empezado a delirar. Dos días más tarde me encontraba, como en el caso de Kainz, no en el ensayo, sino ante su ataúd.
Con la referencia a esta última consumación del hechizo que acompañaba a mis intentos teatrales, me he adelantado en el tiempo. Como es natural, no veo en esa repetición sino un cúmulo de casualidades. Pero no hay duda de que, en su momento, las muertes de Matkowsky y Kainz, acontecidas en rápida sucesión una tras otra, tuvieron una influencia decisiva en el rumbo de mi vida. Si Matkowsky en Berlín y Kainz en Viena, cuando yo tenía veintiséis años, hubiesen llevado al escenario mis primeros dramas, seguramente yo habría sobresalido más deprisa —quizá más de lo que sería justo— en la vida pública, y todo gracias a su arte, capaz de llevar al éxito la obra más floja, y, en cambio, habría perdido los años de lento aprendizaje y de experiencia de la vida. Como se comprenderá, en aquella época me sentí perseguido por el destino, pues al principio el teatro me había ofrecido unas posibilidades tentadoras que nunca me habría atrevido siquiera a soñar, para después arrebatármelas cruelmente en el último momento. Pero sólo en los primeros años de juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado desde dentro; por intrincado y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, en definitiva siempre nos lleva a nuestra invisible meta.