«EROS MATUTINUS»
Durante los ocho años de instituto se produjo un hecho sumamente personal para todos nosotros: de niños de diez años nos fuimos convirtiendo poco a poco en jóvenes púberos de dieciséis, diecisiete y dieciocho, y la naturaleza empezó a anunciar sus derechos. Ahora bien, este despertar de la pubertad aparece como un problema totalmente personal que todo aquel que se hace adulto tiene que dirimir consigo mismo y a su manera, y que a primera vista no parece apropiado para ser discutido en público. Sin embargo, para nuestra generación esa crisis iba mucho más allá de su propia esfera. Mostraba al mismo tiempo un despertar distinto, pues nos enseñaba a observar por primera vez y con sentido crítico el mundo social en el que habíamos crecido y sus convicciones. Por lo general, los niños, e incluso los jóvenes, tienden a mostrarse respetuosos sobre todo con las leyes de su entorno. Pero se someten a las convenciones que se les impone sólo cuando ven que todos los demás las observan con la misma lealtad. Un solo ejemplo de falta de veracidad por parte de los maestros o de los padres los induce inevitablemente a considerar todo su entorno con mirada desconfiada y, por ende, más inquisitiva. Y nosotros no tardamos mucho en descubrir que todas las autoridades en las que habíamos depositado nuestra confianza hasta entonces —escuela, familia y moral pública— en lo referente a la sexualidad se comportaban con notable falsedad. Y más aún: que en este tema también a nosotros nos exigían secretismo y disimulo.
Y es que antes de los años treinta y cuarenta la gente pensaba de modo distinto que en nuestro mundo actual. Quizás en ninguna otra esfera de la vida pública se produjo un cambio tan radical en el lapso de una sola generación como en el de las relaciones entre los dos sexos, y eso por una serie de factores: la emancipación de la mujer, el psicoanálisis freudiano, la educación física, la emancipación de los jóvenes. Si tratamos de formular la diferencia entre la moral burguesa del siglo XIX, que era esencialmente victoriana, y las ideas hoy vigentes, de más libertad y menos prejuicios, quizá la mejor forma de abordar la cuestión sería diciendo que aquella época rehuía medrosamente el problema de la sexualidad por un sentimiento de inseguridad interior. Épocas anteriores, de lo más religiosas todavía, sobre todo las rigurosamente puritanas, lo tenían más fácil. Imbuidas de la idea de que el apetito sexual era el aguijón del diablo y que el placer corporal era lujuria y pecado, las autoridades de la Edad Media habían atacado el problema de frente y habían impuesto su estricta moral con severas prohibiciones y (sobre todo en la Ginebra calvinista) unos castigos atroces. Nuestro siglo, en cambio, época tolerante que, desde tiempos atrás, ya no creía en el demonio y apenas en Dios, no hizo suficiente acopio de valor como para lanzar un anatema tan radical, pero consideraba la sexualidad como un elemento anárquico y, por lo tanto, molesto, que no se ajustaba a su ética y no era un tema apto para sacarlo a la luz del día, porque cualquier forma de amor libre o extramatrimonial iba en contra de la «decencia» burguesa. Ante tamaño dilema, la época ideó un original compromiso. Limitó su moral a no prohibir a los jóvenes practicar su vita sexualis, pero exigió que despacharan ese desagradable asunto con discreción. Si no se podía eliminar la sexualidad, como mínimo debían procurar que no fuera visible dentro de su mundo moral. Y así, se acordó tácitamente no hablar de esas cosas tan enojosas ni en la escuela ni en casa ni en público, y suprimir todo lo que pudiera recordar su existencia.
A nosotros, que desde Freud sabemos que quien trata de expulsar de su conciencia los impulsos naturales en realidad no los suprime, sino que los desplaza peligrosamente al subconsciente, nos resulta fácil reírnos de la contumacia de aquella técnica de ocultación. Pero todo el siglo XIX vivió sumido en la ilusión sincera de que era posible solucionar todos los conflictos con el sentido común racionalista y de que, cuanto más se escondían los hechos naturales, tanto más se refrenaban sus fuerzas anárquicas; así, pues, si no se instruía a los jóvenes en materia de sexualidad, éstos se olvidarían de su existencia. Con esta vana ilusión de moderar a través de la ignorancia, todas las instancias se unieron en un boicot común de silencio hermético. Escuela y cura de almas, vida social y justicia, periódicos y libros, moda y costumbres, evitaban por principio cualquier mención del problema y, oh vergüenza, incluso la ciencia, cuya misión debería consistir en abordar todos los problemas sin prejuicios, se unió al tópico naturalia sunt turpia. También ella capituló so pretexto de que no era digno de la ciencia tratar cuestiones tan escabrosas. Hojeando cualquier libro de la época, sea de filosofía, sea de derecho o, incluso, de medicina, nos encontraríamos con que todos, de común acuerdo y medrosamente, habían eliminado de su contenido cualquier mención del tema. Cuando los expertos en derecho penal discutían en congresos los métodos para humanizar las prisiones y los daños morales de la vida penitenciaria, pasaban de largo, tímidamente y en silencio, ante el problema central. Los neurólogos, pese a tener clara en muchos casos la etiología de buen número de enfermedades histéricas, tampoco se atrevían a admitir los hechos y podemos leer en Freud cómo incluso su venerado maestro Charcot le había confesado en privado que conocía perfectamente su verdadera causa, pero que nunca la había hecho pública. Por lo menos a la «bella» literatura —como se la llamaba entonces— le estaba permitido arriesgarse a descripciones claras y francas, porque sólo a ella le había sido asignado el dominio de lo bello y lo estético. Mientras que en el siglo anterior el escritor no tenía miedo de pintar un retrato franco y extenso de la cultura de su tiempo, mientras que aún se podían encontrar en Defoe, en el abad Prévost, en Fielding y en Rétif de la Bretonne descripciones no adulteradas de la realidad, aquella época pensaba que sólo podía mostrar su parte «sentimental» y «sublime», pero nunca la auténtica y desagradable. Por ello, de todos los peligros, tinieblas y confusiones de los jóvenes de ciudad, en la literatura del siglo XIX no se encuentra mucho más que un efímero poso. Incluso si un escritor osado mencionaba la prostitución, estaba convencido de que debía ennoblecerla y convertir artificiosamente a la heroína en una «dama de las camelias». Nos hallamos, pues, ante un hecho singular: si un joven de hoy, para saber cómo la juventud de la generación anterior y la de antes se abría camino en la vida, abre las novelas incluso de los grandes maestros de la época, las obras de Dickens y Thackeray, Gottfried, Keller y Björnson, no encuentra descritos en ellas más que hechos sublimados y atemperados (excepto en Tolstói y Dostoievski, que, como rusos, estaban más allá del pseudoidealismo europeo), pues toda aquella generación estaba inhibida en su libertad de expresión por la presión de la época. Y nada ejemplifica con más claridad la hipersensibilidad casi histérica de esa moral de los antepasados y su atmósfera hoy inimaginable, como el hecho de que ni siquiera bastase con el pudor literario. Pues, ¿se puede entender todavía que una novela como Madame Bovary fuera prohibida por obscena por un tribunal público francés? ¿Y que en la época de mi juventud las novelas de Zola pasasen por pornográficas o un poeta clásico tan sereno como Thomas Hardy provocara tempestades de indignación en Inglaterra y América? Por discretos que fueran estos libros, desvelaban una buena parte de la realidad.
Pero nosotros crecimos en esta atmósfera malsana y asfixiante, saturada de bochorno perfumado. Aquella moral falsa y antipsicológica del silencio y la ocultación pesó sobre nuestra juventud como una pesadilla y, comoquiera que, gracias a esa técnica solidaria de disimulo, carecemos de auténticos documentos literarios e histórico-culturales, puede no resultar fácil reconstruir algo que ha llegado a ser increíble. De todos modos, contamos con un punto de referencia: basta con fijarnos en la moda, pues la moda de un siglo, con sus tendencias en materia de gustos (cosas que se pueden ver y tocar) revela automáticamente también su moral. No se puede decir realmente que sea una casualidad el que hoy, en el año 1940, cuando aparecen en la pantalla hombres y mujeres de la sociedad de 1900 vestidos con la indumentaria de entonces, el público de cualquier ciudad de Europa o América no pueda reprimir la risa y suelte al unísono una estruendosa carcajada. Los más ingenuos de hoy también se ríen de esas curiosas figuras de ayer, porque las ven como caricaturas, como bufones vestidos de forma poco natural, incómoda, antihigiénica y nada práctica; incluso a nosotros, que conocimos a nuestras madres, tías y amigas ataviadas con esas ropas absurdas, y que también llevábamos prendas igualmente ridículas, nos parece un sueño fantasmagórico el que toda una generación pudiera someterse sin protestar a unas modas tan estúpidas. La moda masculina de cuello alto y almidonado, la «marquesota» que imposibilitaba cualquier movimiento con soltura, las levitas negras y coleantes y los sombreros de copa que recuerdan chimeneas de estufa, ciertamente provocan risas, pero ¿y las damas de antaño, con sus pesados y forzosos arreos que violentaban cada detalle de su naturaleza? La cintura, apretada como la de una avispa por un corsé de ballena; el abdomen, a su vez, hinchado como una campana gigante; el cuello, cerrado hasta el mentón; los pies, cubiertos hasta la punta de los dedos; el pelo, recogido hacia arriba en innumerables bucles y trenzas bajo un sombrero monstruoso que se tambaleaba majestuosamente; las manos, metidas en guantes incluso durante la canícula: esta figura de «dama», que ya es historia desde hace mucho tiempo, a pesar del perfume que dejaba a su paso, a pesar de los adornos con que estaba cargada y de las blondas, los volantes y los colgajos más preciosos, daba la impresión de ser alguien infeliz, desamparado y digno de compasión. Ya a primera vista se percataba uno de que una mujer acorazada con tales atavíos, como un caballero con su armadura, no podía moverse con libertad, viveza y gracia; de que cada movimiento suyo, cada gesto y, en consecuencia, todo su comportamiento debían ser artificiales, poco naturales e, incluso, antinaturales. El solo hecho de ataviarse de «dama» (por no hablar de su educación social), de ponerse y quitarse toda esa indumentaria, representaba un proceso largo, complicado y ceremonioso que no se podía ejecutar sin la ayuda de alguien. En primer lugar, era preciso cerrar un montón de corchetes y corchetas desde la cintura hasta el cuello, apretar el corsé con toda la fuerza de la ayuda de cámara, los largos cabellos (quiero recordar a los jóvenes que, antes de los treinta años, todas las mujeres de Europa, excepto algunas docenas de estudiantes rusas, podían desplegar la cabellera hasta las caderas) eran rizados, estirados, cepillados, frotados y recogidos hacia arriba por una peluquera que acudía todos los días y utilizaba gran cantidad de horquillas, prendedores y peines, y usaba bigudíes y tenacillas para rizar; todo eso antes de envolver a la mujer, como una cebolla, con capas de enaguas, camisolas, chaquetas y chaquetillas hasta que desaparecían completamente los últimos restos de formas femeninas y personales. Pero este absurdo tenía una razón secreta. Con tales manipulaciones se disimulaban las líneas corporales de la mujer hasta tal punto que ni siquiera el novio, en el banquete de boda, pudiese adivinar ni por asomo si su futura consorte era jorobada o no, regordita o delgada, paticorta o zanquilarga; la época «moral», sin embargo, en absoluto consideraba prohibido el fortalecer artificialmente el pelo, los pechos u otras partes del cuerpo, con el fin de engañar al ojo y adaptarse al ideal general de belleza. Cuanto más deseaba una mujer parecer una «dama», tanto menos se debían reconocer sus formas naturales; en el fondo, la moda, con su deliberado axioma, no hacía otra cosa que servir a la tendencia general de la moral de la época, cuya preocupación principal se centraba en tapar y esconder.
Pero esta moral olvidaba por completo que, cuando se cierra una puerta al diablo, éste suele forzar la entrada por la chimenea o por una puerta trasera. Lo que hoy, a nuestra mirada libre de prejuicios, llama la atención en esas ropas que pretendían tapar desesperadamente todo vestigio de piel desnuda, no es su moralidad, sino, al contrario, cuán penosa y provocativamente ponía de relieve la polaridad de los sexos. Mientras que los chicos y las chicas de nuestra época, todos altos y delgados, todos sin pelo en la cara y con la cabellera corta, se adaptan los unos a los otros como buenos compañeros en lo que al aspecto externo se refiere, en aquella otra época los sexos se distanciaban lo más posible el uno del otro. Los hombres exhibían barbas largas o, al menos, unos ufanos bigotes retorcidos hacia arriba, como atributo de su masculinidad visible desde lejos, mientras que en la mujer, el corsé ostensiblemente ponía de manifiesto su característica más femenina: los pechos. Se exageraba la importancia del llamado sexo fuerte frente al débil también en la actitud que se les exigía: el hombre, enérgico, caballeroso y agresivo; la mujer, tímida, pudorosa y defensiva; cazador y presa, en vez de una relación de igual a igual. A causa de esta antinatural tensión entre los dos sexos en cuanto al comportamiento exterior, también había que reforzar la tensión interior entre los dos polos, es decir, el erotismo, y así, gracias al método tan poco psicológico de la ocultación y el silencio, la sociedad de entonces logró justo lo contrario: ya que a su miedo eterno y su beatería los seguía constantemente el rastro de la inmoralidad —en todas las formas de la vida: la literatura, el arte y la vestimenta, y todo para evitar provocaciones— en realidad se veía impelida a pensar en lo inmoral prematuramente. Como investigaba sin cesar qué podía ser indecente, se encontraba en estado de vigilancia constante; al mundo de entonces le parecía que la «decencia» corría siempre un peligro mortal: en cada gesto, en cada palabra. Quizás hoy se puede llegar a entender todavía que en aquella época se considerase delito el que una mujer llevara pantalones para jugar o practicar algún deporte. Pero, ¿cómo hacer entender la beatería histérica de prohibir a una dama que se llevase a la boca la palabra «pantalones»? Si por alguna razón la mujer tenía que mencionar la existencia de un objeto tan peligroso para los sentidos como lo son unos pantalones masculinos, debía escoger entre la inocente «calzones» o la denominación evasiva, expresamente inventada para la ocasión, de «los inefables». El que, por ejemplo, una pareja de jóvenes de la misma clase social pero de distinto sexo pudiese salir de excursión sola, sin carabina, era del todo impensable o, mejor dicho, lo primero que pensaba la gente era que podía «pasar» algo. Semejante encuentro era del todo permisible siempre y cuando algún guardián, madre o institutriz, acompañase a los jóvenes en todo momento. Que las chicas jugaran a tenis con vestidos sin mangas o que no les llegaran hasta los pies, hubiese sido escandaloso, incluso en pleno verano, y si una mujer de buenas costumbres cruzaba las piernas en una reunión social, la «moral» lo consideraba terriblemente indecente, pues con este movimiento, por debajo del dobladillo del vestido, podían quedarle al descubierto los tobillos. Ni siquiera a los elementos de la naturaleza, el sol, el agua y el viento, les estaba permitido tocar la piel desnuda de la mujer. Era un martirio nadar en el mar con pesados vestidos que tapaban el cuerpo desde el cuello hasta los talones; en los internados y conventos, las chicas tenían que bañarse con largas camisas blancas para hacerles olvidar que tenían un cuerpo. No es una leyenda ni una exageración cuando se dice que del cuerpo de las mujeres que morían de viejas, nadie, excepto el tocólogo, el marido y la amortajadora, había visto ni los hombros ni las rodillas. Todo eso hoy, al cabo de cuarenta años, parece un cuento o una humorada. Pero ese temor a todo lo corporal y natural realmente había penetrado en todas las capas sociales, desde las superiores hasta las inferiores, con la fuerza de una verdadera neurosis. Y es que, ¿es posible imaginarse hoy que a finales de siglo, cuando las primeras mujeres osaron montar en bicicleta o a caballo a horcajadas, los campesinos les arrojaron piedras por atrevidas? ¿O que en una época en que yo todavía iba a la escuela, los periódicos de Viena dedicaran columnas y más columnas a debatir la propuesta —toda una novedad— de que las bailarinas de la Ópera bailaran sin medias de malla? ¿Y qué constituyese una conmoción sin precedentes el que Isadora Duncan, en sus danzas, que eran de lo más clásico, bajo la túnica blanca, que por suerte se le arremolinaba alrededor del cuerpo hasta abajo del todo, en vez de los habituales zapatitos de seda enseñara por primera vez las plantas desnudas de los pies? Imaginémonos ahora a jóvenes que se educaron en esa época de mirada vigilante y cuán ridículos les debieron de parecer tales temores por la decencia siempre amenazada, cuando se dieron cuenta de que el velo de moralidad que se quería colgar misteriosamente alrededor de todas estas cosas era en realidad transparente y lleno de desgarrones y agujeros. Al fin y al cabo, no se podía evitar que alguno de los cincuenta alumnos de bachillerato tropezara con algún profesor suyo en una de aquellas callejuelas oscuras o que en el círculo familiar oyese que fulano o mengano, que actuaba de una manera muy digna de respeto delante de todos, llevaba unos cuantos pecados en la conciencia. En realidad, nada estimulaba y acrecentaba tanto nuestra curiosidad como aquella técnica chapucera de la ocultación; y puesto que no querían dejar que lo natural siguiera su curso libre y abiertamente, en una gran ciudad, la curiosidad se procuraba salidas subterráneas y no siempre demasiado limpias. A causa de esta represión entre los jóvenes, en todos los estratos sociales se percibía una sobreexcitación subterránea que repercutía en ellos de forma infantil y desvalida. Apenas quedaba una valla o un retrete que no hubiesen sido pintarrajeados con palabras y dibujos indecentes; apenas había una piscina donde las paredes de madera que daban a las instalaciones para mujeres no hubiesen sido perforadas por los llamados voyeurs. Industrias enteras, que ahora ya se han ido a pique desde que las costumbres se han hecho más naturales y normales, iban viento en popa a escondidas, sobre todo las de fotografías de mujeres desnudas que los vendedores ambulantes ofrecían a los adolescentes por debajo de las mesas de cualquier fonda. O las que producían literatura pornográfica sous le manteau (ya que la literatura seria obligatoriamente debía ser idealista y prudente): libros de la peor clase, impresos en papel malo, escritos en una lenguaje pésimo y, sin embargo, con gran aceptación, así como revistas «picantes», repugnantes y obscenas, como hoy ya no se encuentran. Al lado del Hoftheater, creado para servir al ideal de la época con toda su nobleza y pureza nívea, había teatros y cabarets que servían exclusivamente a la obscenidad más vulgar; por doquier la inhibición se procuraba rodeos, extravíos y escapes. Y así, aquella generación, a la que se le prohibía hipócritamente cualquier clase de iniciación y cualquier contacto natural y sin prejuicios con el otro sexo, en el fondo estaba mejor dispuesta a lo erótico que los jóvenes de hoy con su libertad sexual. Y es que sólo lo que no se tiene estimula el apetito, sólo lo que está prohibido incita el deseo, y cuantas menos cosas veían los ojos y oían las orejas, tanto más fantaseaba el pensamiento. Cuanto menos contacto se permitía tener al cuerpo con el aire, la luz y el sol, tanto más hervían los sentidos. En suma, aquella presión social sobre nuestra juventud, en vez de infundirnos una moralidad más elevada, sólo provocó en todos nosotros desconfianza e irritación hacia todas aquellas instancias. Desde el día en que despertamos, sentimos instintivamente que, con su silencio y ocultación, esa falsa moral nos quería quitar algo que en justicia pertenecía a nuestra edad y que sacrificaba nuestros deseos de probidad a una convención que se había vuelto falsa hacía tiempo.
Pero dicha «moral social», que, por un lado, daba por hecho la existencia de la sexualidad y de su desarrollo natural en privado y, por otro, no quería reconocerla bajo ningún concepto en público, era doblemente engañosa. Porque, si tratándose de los muchachos cerraba un ojo y con el otro les animaba incluso con guiños a «correrla», como se solía decir en el argot familiar burlesco pero bienintencionado de la época, por lo que a las chicas se refiere cerraba miedosamente los dos ojos y se hacía la ciega. El que un hombre sintiera impulsos sexuales y le fuera lícito sentirlos, incluso la convención tenía que reconocerlo tácitamente. Pero el que una mujer pudiera igualmente estar sometida a esa clase de impulsos, el que la creación necesitara para sus propósitos eternos también una polaridad femenina, y que ello se confesara abiertamente habría atentado contra el concepto de la «santidad de la mujer». Y así, en la época prefreudiana, se había impuesto como un axioma el acuerdo de que una persona del sexo femenino no tenía ninguna clase de deseo físico, a no ser que fuera despertado por el hombre, lo cual, huelga decirlo, oficialmente sólo estaba permitido en el matrimonio. Ahora bien, puesto que el ambiente, sobre todo en Viena, también en aquella época de moralidad estaba cargado de peligrosos gérmenes de infección erótica, una muchacha de buena familia tenía que vivir en una atmósfera totalmente esterilizada desde su nacimiento hasta el día en que bajaba del altar nupcial con su marido. Para proteger a las muchachas, no se las perdía de vista ni por un instante. Se les asignaba una institutriz que tenía que velar para que, Dios nos libre, no dieran un solo paso fuera de casa sin protección; las acompañaban a la escuela, a las clases de baile y de música, y también iban a recogerlas. Se controlaba todos los libros que leían y, por encima de todo, se las mantenía en actividad constante para distraerlas de posibles pensamientos peligrosos. Tenían que estudiar piano, canto, dibujo, idiomas extranjeros, historia del arte e historia de la literatura; las instruían e híper instruían. Sin embargo, mientras se afanaban por hacerlas socialmente tan cultas y bien educadas como fuera posible, al propio tiempo se cuidaban celosamente de que quedaran in albis respecto a todo lo natural (cosa para nosotros incomprensible hoy en día). Una muchacha de buena familia no debía tener ni la más mínima idea de cómo estaba formado el cuerpo de un hombre, no debía saber cómo vienen al mundo los niños, y todo porque el angelito tenía que llegar al matrimonio no sólo con el cuerpo intacto, sino también con el espíritu «puro». Decir de una chica que estaba «bien educada» equivalía en aquellos tiempos a decir que era completamente ajena a la vida real; y algunas mujeres de aquella época vivieron toda su vida sumidas en esa enajenación. Todavía hoy me divierte la historia grotesca de una tía mía que, en la noche de bodas, compareció de nuevo en casa de sus padres, a la una de la madrugada, y armó un escándalo afirmando que no quería volver a ver nunca más al monstruo con el que se había casado, que era un loco y un demonio, porque había intentado, en serio, desnudarla. A duras penas había podido salvarse de tamaña exigencia, evidentemente enfermiza.
Con todo, no puedo ocultar que, por otro lado, esta ignorancia confería un encanto misterioso a las muchachas de entonces. Esas criaturas tiernas, recién salidas del cascarón, presentían que al lado y detrás de su mundo había otro del que nada sabían ni les estaba permitido saber, y esto las volvía curiosas, llenas de anhelos e ilusiones y cautivadoramente desconcertadas. Cuando alguien las saludaba por la calle, se ruborizaban. ¿Existen todavía hoy muchachas que se ruboricen? Cuando estaban en grupo, solas, soltaban risitas tímidas, cuchicheaban por lo bajinis y se reían sin cesar, como si estuvieran un poco achispadas. Llenas de expectativas ante todo lo que ignoraban y de lo cual estaban excluidas, se imaginaban una vida romántica, pero a la vez les daba vergüenza que alguien pudiera descubrir hasta qué punto anhelaba caricias su cuerpo, del que nada preciso sabían. Una especie de vaga confusión turbaba su porte en todo momento. Caminaban de modo distinto que las chicas de hoy, de cuerpos fortalecidos por el deporte, que se mueven entre los chicos con desenvoltura y naturalidad como entre iguales; tras unos pasos, por el modo de andar y de comportarse, se podía distinguir entonces a una muchacha de una mujer que ya había conocido hombre. Eran más niñas que las muchachas de hoy, y menos mujeres, parecidas en su naturaleza a la fragilidad exótica de las plantas de invernadero cultivadas en casas de cristal, en una atmósfera con exceso de calor artificial y protegidas de cualquier soplo de viento pernicioso: el producto primorosamente cultivado de una educación y una cultura determinadas.
Pero así es como la sociedad de entonces quería a las muchachas: necias y desinformadas, bien educadas e ignorantes, curiosas y vergonzosas, inseguras e inútiles, marcadas desde el principio por una educación ajena a la vida, para que después se dejaran llevar abúlicamente al matrimonio y se dejaran modelar por el hombre. La moral parecía protegerlas como símbolo de su ideal más secreto, como símbolo de la honestidad femenina, de la virginidad, de la espiritualidad. Pero ¡qué tragedia después, si una de esas muchachas llegaba tarde y a los veinticinco o treinta años todavía no se había casado! Y es que la convención, despiadada, exigía que la muchacha de treinta años también se mantuviera íntegra, en ese estado de inexperiencia, inapetencia e ingenuidad que ya era impropio de su edad, por amor a la «familia» y a la «moral». Pero entonces la imagen tierna solía volverse una caricatura mordaz y cruel. La muchacha soltera se convertía en «chica para vestir santos» y la chica para vestir santos en «solterona», blanco de las burlas triviales de las revistas satíricas. Quien hoy eche un vistazo a una colección antigua de Hojas volantes o cualquier otro periódico humorístico de la época, encontrará con horror en cada número las burlas más estúpidas sobre solteras maduras que, con los nervios deshechos, no saben disimular su necesidad de amor, tan natural por otra parte. En vez de reconocer la tragedia que se consumaba en sus vidas sacrificadas, de reconocer que tenían que reprimir las exigencias de la naturaleza, el deseo de amor y maternidad a causa de la familia y del buen nombre, se las escarnecía con una falta de comprensión que hoy nos repugna. Pero una sociedad es siempre más cruel con quienes la traicionan y revelan sus secretos, cuando por hipocresía se comete un sacrilegio contra la naturaleza.
Si bien la convención burguesa de entonces trataba desesperadamente de mantener la ficción de que una mujer de la «buena sociedad» no tenía ni podía tener sexualidad mientras no se casara (cualquier otra cosa la convertía en «persona inmoral», una outcast de la familia), se veía obligada sin embargo a reconocer la existencia de los impulsos sexuales en el joven. Como la experiencia enseñaba que no se podía evitar que, en su época de la pubertad, los chicos practicaran su vita sexualis, la sociedad se limitaba discretamente a esperar a que diesen curso a sus placeres indignos extra muros de los usos santificados. Así como las ciudades, con sus comercios lujosos y sus paseos elegantes, esconden, bajo sus casas limpias y barridas, canalizaciones subterráneas a las que se desvía la suciedad de las cloacas, así también toda la vida sexual de los jóvenes debía transcurrir invisible bajo la superficie moral de la «sociedad». No importaban los peligros a los que se exponía el joven ni los ambientes que frecuentaba, y tanto la familia como la escuela se resistían, por miedo, a instruir al joven en este aspecto. Sólo de vez en cuando se dieron casos, en los últimos años, de algunos padres previsores o, como se decía entonces, de «mentalidad liberal», que en cuanto el hijo mostraba las primeras señales de barba incipiente, trataban de ayudarle a seguir el buen camino. Llamaban al médico de cabecera, quien, en el momento oportuno, hacía entrar al joven en una habitación, se limpiaba detenidamente las gafas antes de empezar su conferencia sobre los peligros de las enfermedades venéreas y recomendaba al joven (el cual a esas alturas ya se había instruido por su cuenta) que fuese moderado y no descuidase las medidas de precaución. Otros padres recurrían a un procedimiento todavía más singular: contrataban a una criada guapa para la misión de instruir prácticamente al chico, pues consideraban que era mejor que despachara este enojoso asunto bajo su propio techo, con lo cual se guardaba el decoro de puertas afuera y, además, se evitaba el peligro de que el hijo cayera en manos de cualquier «persona redomada». Existía, empero, un método de iniciación que seguía siendo mal visto y, por tanto, excluido por todas las instancias y en todas sus formas: el método de hablar pública y francamente del tema.
A la vista de todo esto, ¿qué posibilidades tenía un joven del mundo burgués? En todos los demás estamentos sociales, los llamados inferiores, el problema no era ningún problema. En el campo, el mozo de diecisiete años ya dormía con una sirvienta y, si la relación traía consigo consecuencias, no se le daba mayor importancia. En la mayoría de nuestros pueblos alpinos el número de hijos ilegítimos superaba en mucho al de los legítimos. En el mundo proletario, a su vez, el obrero vivía con una obrera «en concubinato» antes de poder casarse. Entre los judíos ortodoxos de Galitzia la novia era conducida a casa del novio de diecisiete años, es decir, un muchacho que apenas había llegado a la edad núbil, el cual a los cuarenta ya podía ser abuelo. Sólo en nuestra sociedad burguesa estaba mal visto el verdadero remedio, el matrimonio precoz, porque ningún padre habría confiado a su hija a un muchacho de veintidós o veinte años, ya que un hombre tan «joven» no era considerado lo bastante maduro. También en este caso se ponía de manifiesto una falacia interna, puesto que el calendario burgués no coincidía en absoluto con el de la naturaleza. Mientras que para la naturaleza el joven era núbil a los dieciséis o diecisiete años, para la sociedad lo era cuando había conseguido crearse una «posición social», es decir, difícilmente antes de los veinticinco o veintiséis años. Así, pues, se producía un intervalo artificial de seis, ocho o diez años entre la edad viril real y la social, durante el cual el joven tenía que procurarse sus propias «ocasiones» o «aventuras».
En este sentido, la época no le ofrecía muchas posibilidades. Pocos chicos, y aun sólo los muy ricos, podían permitirse el lujo de «mantener» a una querida, es decir, proporcionarle casa y sufragar sus gastos. Y sólo algunos especialmente afortunados podían hacer realidad el amor ideal de la literatura de entonces (el único que estaba permitido describir en las novelas): la relación con una mujer casada. Los demás solían recurrir a camareras o dependientas, algo que daba pocas satisfacciones interiores. Y es que en aquella época, anterior a la emancipación de la mujer y a su participación activa e independiente en la vida pública, sólo las muchachas del origen proletario más humilde tenían, por un lado, bastante falta de escrúpulos y, por otro, bastante libertad como para mantener estas relaciones pasajeras sin propósito serio de matrimonio. Mal vestidas, exhaustas tras una jornada de doce horas, miserablemente pagadas, descuidadas higiénicamente (en aquellos tiempos un cuarto de baño era privilegio de familias ricas) y educadas en un círculo muy cerrado, esas pobres criaturas se hallaban tan por debajo del nivel de sus amantes, que la mayoría de ellos se avergonzaban de que los vieran en público en su compañía. Es cierto que, para poner remedio a esta situación molesta, la convención, previsora, había tomado medidas especiales, las llamadas chambres séparées, donde se podía cenar con una chica sin ser visto, y el resto se despachaba en los hoteles de las oscuras callejuelas, dedicados exclusivamente a este negocio. Pero tales encuentros debían ser fugaces y no tenían nada de bello, había en ellos más sexualidad que eros, porque siempre se llevaban a cabo deprisa y a escondidas, como una cosa prohibida. De todos modos, existía también la posibilidad de relación con una de aquellas criaturas anfibias que se encontraban mitad fuera y mitad dentro de la sociedad, actrices, bailarinas y artistas, las únicas mujeres «emancipadas» de la época. Pero, en general, la base de la vida erótica de entonces fuera del matrimonio seguía siendo la prostitución; representaba en cierto modo la oscura bóveda subterránea sobre la cual se levantaba, con una fachada deslumbrante e inmaculada, el suntuoso edificio de la sociedad burguesa.
La generación actual apenas tiene idea de la enorme expansión de la prostitución en Europa hasta la Guerra Mundial. Mientras que hoy es tan raro tropezar con prostitutas como con caballos en las calles de las grandes ciudades, antaño las aceras estaban tan salpicadas de mujeres de la vida, que resultaba más difícil esquivarlas que encontrarlas. A eso se añadían también las numerosas «casas de tolerancia», los locales nocturnos, los cabarets, los dancings con sus bailarinas y cantantes, los bares con sus animadoras. Se ofrecía mercancía femenina a todas horas y a cualquier precio, y cabe decir que a un hombre le costaba tan poco tiempo y esfuerzo comprar a una mujer para un cuarto de hora, una hora o una noche como un paquete de tabaco o un periódico. En mi opinión, nada corrobora tanto la mayor sinceridad y naturalidad de las formas de vida y de amor actuales como el hecho de que a los jóvenes de hoy les haya resultado posible y casi obvio privarse de estas instituciones antaño imprescindibles y que no hayan sido la policía ni las leyes los que han hecho retroceder la prostitución en nuestro mundo, sino que ese trágico producto de una pseudomoral se haya liquidado por sí mismo, hasta quedar reducido a unos escasos restos a causa de la disminución de la demanda.
La posición oficial del Estado y de su moral respecto de este oscuro asunto nunca fue cómoda. Desde el punto de vista moral nadie se atrevía a otorgar abiertamente a una mujer el derecho a venderse; desde el punto de vista higiénico, en cambio, no se podía prescindir de la prostitución, ya que canalizaba la enojosa sexualidad extramatrimonial. Así, pues, las autoridades trataban de ayudar con una cierta ambigüedad, creando una división entre la prostitución clandestina, que el Estado combatía por inmoral y peligrosa, y la prostitución permitida, a la que proveía de una especie de licencia profesional y gravaba con impuestos. Si una muchacha decidía hacerse prostituta, recibía un permiso especial de la policía y un documento que lo certificaba. Sometiéndose a controles de la policía y cumpliendo con la obligación de pasar un examen médico dos veces por semana, obtenía el derecho profesional de alquilar su cuerpo al precio que se le antojara. Su oficio era reconocido como uno más entre otros, pero (he aquí el inconveniente de la moral) no del todo reconocido. Por ejemplo, si una prostituta vendía a un hombre su mercancía, esto es, su cuerpo, y luego él se negaba a pagarle el precio convenido, ella no podía demandarlo. De golpe y porrazo su reclamación (por turpem causa, como alegaba la ley) se convertía en inmoral y no contaba con la protección de las autoridades.
Ya en estos detalles se veía la contradicción en un modo de pensar que, por un lado, clasificaba a esas mujeres dentro de un gremio autorizado oficialmente, pero, por el otro, las colocaba individualmente como outcasts fuera del derecho común. Sin embargo la verdadera hipocresía consistía en manipularlo todo diciendo que tales restricciones sólo eran válidas para las clases más pobres. Una bailarina de ballet, que en Viena cualquier hombre podía tener a cualquier hora por doscientas coronas con la misma facilidad que a una prostituta de la calle por dos, no necesitaba, por supuesto, ninguna licencia profesional; las cortesanas incluso eran mencionadas en los periódicos, en las crónicas de las carreras de caballos o derbis, entre los asistentes de postín, precisamente porque pertenecían a la «sociedad». Asimismo, algunas de las intermediarias más distinguidas que proporcionaban mercancía de lujo a la corte, la aristocracia y la burguesía rica, actuaban al margen de la ley, que, dicho sea de paso, castigaba con duras penas de prisión la alcahuetería. La disciplina férrea, el control despiadado y la proscripción social sólo se aplicaban dentro del ejército de miles y miles de mujeres que con sus cuerpos y sus almas humilladas tenían que defender un concepto de la moral caduco y carcomido frente a las formas de vida libres y naturales.
Este inmenso ejército de la prostitución se dividía en varias categorías (del mismo modo que los ejércitos reales se dividen en distintos cuerpos, como la caballería, la artillería de campaña, la infantería y la artillería de plaza). En el mundo de la prostitución, a la artillería de plaza correspondía en primer lugar el grupo que tenía ocupadas determinadas calles de la ciudad, su cuartel general. Eran principalmente los lugares donde en otros tiempos, la Edad Media, se había levantado la horca o una leprosería o un cementerio, y donde buscaban refugio las prostitutas no registradas, los verdugos y otros proscritos sociales; lugares, pues, que desde hacía siglos la burguesía prefería evitar. Las autoridades permitieron ahí algunas calles como mercado del amor; puerta con puerta, como en el Yoshiwara del Japón o en el Mercado de Pesaco de El Cairo, todavía en el siglo XX doscientas o quinientas mujeres, sentadas una al lado de otra, estaban expuestas en las ventanas de casas de planta baja: mercancía barata que trabajaba en dos turnos, el de día y el de noche.
A la caballería o a la infantería correspondía la prostitución ambulante: las numerosas chicas venales que buscaban clientes por las calles. En Viena, en general, se las llamaba «chicas de la rayita», porque la policía les señalaba con una raya invisible la parte de la acera que podían utilizar para sus fines publicitarios; de día y de noche, hasta el amanecer, arrastraban una falsa elegancia, comprada a duras penas, tanto si nevaba como si llovía, forzando la cara mal maquillada y ya cansada a una sonrisa seductora dedicada a todos los transeúntes. Hoy todas las ciudades me parecen más hermosas y humanas desde que ya no pueblan sus calles esos tropeles de mujeres hambrientas y tristes que ofrecían placer sin placer y que en su andar interminable de esquina a esquina terminaban siguiendo todas el mismo camino inevitable: el camino del hospital.
Pero tampoco bastaban masas semejantes para el consumo permanente. Los había que querían algo más cómodo y discreto que correr por las calles en busca de estos murciélagos revoloteantes o tristes pájaros del paraíso. Querían el amor más a sus anchas: con luz y calor, con música y baile y una apariencia de lujo. Para tales clientes existían las «casas de tolerancia», los burdeles. Allí, en un pretendido «salón» adornado con falso lujo, se reunían las chicas vestidas en parte con ropajes de dama elegante y en parte con negligés inequívocos. Un pianista proporcionaba el entretenimiento musical, las parejas bebían, bailaban y conversaban antes de retirarse discretamente a un dormitorio; en muchas de esas casas, las más elegantes, sobre todo de París y de Milán, las que gozaban de una cierta fama internacional, un alma cándida podía caer en la ilusión de haber sido invitada a una casa particular con damas de la sociedad un poco traviesas. Visto desde fuera, las chicas de esas casas lo tenían mejor que las que deambulaban por las calles. No tenían que andar arriba y abajo, con el viento y la lluvia, por callejuelas embarradas, sino que esperaban en habitaciones calientes, llevaban buenos vestidos, comían en abundancia y, sobre todo, bebían en abundancia. Sin embargo, en realidad eran prisioneras de sus patronas, que las obligaban a comprarse aquellos vestidos a precios de usura y hacían tales malabarismos con los precios de la pensión, que incluso la muchacha más aplicada y resistente vivía siempre en una especie de prisión por deudas y no podía abandonar nunca la casa por propia voluntad.
Escribir la historia secreta de algunas de esas casas sería apasionante, y también fundamental como documento cultural de la época, porque albergaban secretos de lo más singular, aunque de sobra conocidos, desde luego, por las autoridades, normalmente tan estrictas. Existían puertas secretas y escaleras especiales por las que podían entrar miembros de la sociedad más selecta y, según dicen, también de la corte, sin que fueran vistos por los demás mortales. Había habitaciones con espejos y otras desde las cuales se podía mirar a escondidas las habitaciones contiguas, donde las parejas se recreaban sin sospechar nada. Había disfraces, desde hábitos de monja hasta ropa de bailarina, encerrados en baúles y cofres para fetichistas especiales. Y era la misma ciudad, la misma sociedad y la misma moral que se indignaban cuando las muchachas montaban en bicicleta, que manifestaban que era una vergüenza para la dignidad de la ciencia el que Freud, a su manera tranquila, clara y penetrante, expusiera verdades que no querían admitir. El mismo mundo que defendía tan patéticamente la pureza de la mujer toleraba esa horrible venta del propio cuerpo, la organizaba e incluso sacaba provecho de ella.
No nos dejemos, pues, inducir a error por la novelas y las historietas sentimentales de aquella época; fue una mala época para los jóvenes, los cuales tenían a las chicas herméticamente separadas de la vida y bajo el control de la familia, frenadas en su libre desarrollo físico y mental; una época que empujaba a los muchachos a secretos y disimulos por culpa de una moral que, en el fondo, nadie creía ni seguía. Las relaciones francas, sin prejuicios, lo que por ende para los jóvenes hubiese debido significar precisamente goce y felicidad según la ley natural, eran las peor toleradas. Y si alguien de aquella generación quisiera recordar con honradez sus primeros encuentros con mujeres, hallará pocos episodios en los que pueda pensar realmente con serena alegría, pues, además de la presión social, que obligaba a ir siempre con cuidado y a disimular, otro elemento ofuscaba el alma después y durante los momentos más efusivos: el miedo a la infección. También en este aspecto, la juventud de entonces salió perjudicada en comparación con la de hoy, porque no hay que olvidar que, cuarenta años atrás, las enfermedades venéreas eran cien veces más corrientes que hoy y, sobre todo, tenían consecuencias cien veces más peligrosas y tremendas, puesto que la medicina de entonces no sabía aún cómo tratarlas. No existía todavía la posibilidad científica de curarlas de un modo tan rápido y radical como hoy; en las clínicas universitarias, pequeñas y medianas, gracias a la terapia de Paul Ehrlich, a menudo transcurren semanas sin que el profesor pueda mostrar a los estudiantes un caso reciente de infección de sífilis; antes, las estadísticas del ejército y de las grandes ciudades mostraban que de cada diez jóvenes uno o dos por los menos eran víctimas de infecciones. Se advertía constantemente a los jóvenes del peligro; si uno andaba por las calles de Viena, podía leer sobre la fachada de una de cada seis o siete casas el letrero de «Especialista en enfermedades de la piel y venéreas», y al miedo a la infección encima se añadía el horror ante la forma enojosa y degradante de las curas de entonces, de las que el mundo de hoy tampoco sabe nada. Durante semanas y semanas el cuerpo entero de un infectado de sífilis era frotado con mercurio, algo que, a su vez, arrastraba otras consecuencias: se le caían las muelas y padecía otros males; la infortunada víctima de una casualidad fatal se sentía, pues, no sólo anímica, sino también psíquicamente sucia, y ni siquiera después de una de aquellas curas horribles podía el afectado estar seguro a lo largo de toda su vida de si el pérfido virus no despertaría de nuevo en su cápsula y, desde la médula espinal, no le paralizaría los miembros y le ablandaría el cerebro. No es extraño, pues, que muchos jóvenes de entonces, en cuanto se enteraban del diagnóstico, echaran mano del revólver, pues les resultaba insoportable el sentimiento de ser sospechosos, ante sí mismos y ante los familiares más próximos, de padecer una enfermedad incurable. A eso se añadían las demás preocupaciones de una vita sexualis practicada siempre a escondidas. Trato de ser fiel a mi memoria y apenas recuerdo a un solo compañero de mis años de juventud que no hubiera aparecido alguna vez con la cara pálida y la mirada alterada: fulano, porque estaba enfermo o temía enfermar; mengano, porque lo chantajeaban con un aborto; zutano, porque no tenía dinero para un tratamiento sin que se enterara la familia; el cuarto, porque no sabía cómo pagar los alimentos de un hijo que le endosaba una camarera; el quinto, porque le habían robado la cartera en un burdel y no se atrevía a denunciarlo. Mucho más dramática, y por otro lado menos limpia, mucho más tensa y a la vez opresiva era, pues, la juventud de aquella época pseudomoral, de lo que nos describen sus poetas de la corte. Al igual que en la escuela y en casa, tampoco en la esfera del eros se concedía a los jóvenes la libertad y la felicidad a las que estaban destinados por su edad.
Era necesario resaltar todo esto en un cuadro fiel de la época porque muchas veces, cuando hablo con compañeros más jóvenes, de la generación de posguerra, tengo que convencerlos casi a la fuerza de que nuestra juventud, en comparación con la suya, no se hallaba en absoluto en una situación privilegiada. Cierto que, como ciudadanos, gozamos de más libertad que la generación actual, que está obligada a prestar el servicio militar, el servicio social y, en algunos países, a profesar ideologías de masas, una generación que, en resumidas cuentas, ha sido entregada a la arbitrariedad de una estúpida política mundial. Podíamos dedicarnos sin trabas a nuestro arte predilecto, seguir nuestras inclinaciones intelectuales, moldear nuestra vida privada de un modo más individual y personal. Podíamos vivir más a lo cosmopolita, el mundo entero se abría ante nosotros. Podíamos viajar sin pasaporte ni permiso adonde nos diera la gana, nadie nos examinaba por razón de ideología, raza, origen o religión. Teníamos en verdad —y no lo niego en absoluto— inmensamente más libertad individual y no sólo la amábamos, sino que también la utilizábamos. Como muy bien dijo en cierta ocasión Freidrich Hebbel: «Cuando no nos falta el vino, nos falta la copa». Rara vez una misma generación ha tenido ambas cosas; cuando la moral concede libertad al hombre, entonces es el Estado quien lo coacciona; si el Estado le da libertad, es la moral la que intenta moldearlo. Vivíamos el mundo más y mejor, pero los jóvenes de hoy viven su juventud más intensa y conscientemente. Cuando hoy veo a muchachos saliendo de escuelas y colegios, cuando los veo juntos, chicos y chicas, en una camaradería franca y despreocupada, sin falsa timidez ni pudor, en las aulas, practicando deportes y jugando, lanzándose a toda velocidad por la nieve sobre esquís, compitiendo en la piscina con la libertad de los antiguos, corriendo por el país en automóvil por parejas, hermanados en todas las formas de una vida sana y despreocupada, sin cargas interiores ni exteriores, cada vez tengo la impresión de que han transcurrido no cuarenta sino mil años entre ellos y nosotros, nosotros, que para dar y recibir amor teníamos que buscar siempre las sombras y los escondites. Con la mirada llena de sincero gozo, me doy cuenta de la tremenda revolución de costumbres que se ha producido en favor de los jóvenes, de cuánta libertad en la vida y en el amor han recuperado y de hasta qué punto esta nueva libertad los ha curado física y anímicamente; las mujeres me parecen más bellas desde que les está permitido mostrar libremente sus formas; su manera de caminar, más erguida; sus ojos, más claros; su conversación, menos artificial. Cuán distinta es la seguridad de la que se ha apropiado esta nueva juventud, que no tiene que rendir cuentas de sus actos a nadie excepto a ella misma y a su sentido de la responsabilidad, que se ha zafado del control de madres y padres, tías y maestros y que, desde hace mucho tiempo, ya no es capaz de imaginarse las inhibiciones, las intimidaciones y las tensiones con que nos agobió nuestra educación; una juventud que ya no conoce los rodeos y los disimulos con los que nosotros teníamos que conseguir —a escondidas, como algo prohibido— lo que ella considera, y con razón, su derecho propio. Afortunadamente, disfruta de su edad con el entusiasmo, el frescor, la alegría y la despreocupación que le son propios. Pero la felicidad más bella dentro de esta felicidad suya radica, a mi entender, en el hecho de que no se ve en la necesidad de mentir ante los demás, sino que puede ser sincera consigo misma y con sus deseos naturales. Puede que, a causa de la despreocupación con la que van por la vida los jóvenes de hoy, les falte un poco de respeto por las cosas del espíritu que animaban nuestra juventud. Puede que, a fuer de encontrar tan natural ese dar y recibir, hayan perdido bastantes cosas del amor que a nosotros nos parecían especialmente valiosas y atractivas, muchas inhibiciones secretas de timidez y pudor, mucha ternura en el afecto. Quizá ni siquiera se imaginan hasta qué punto los escalofríos de lo prohibido acrecientan misteriosamente el placer. Pero todo eso me parece insignificante ante el cambio liberador que representa el que los jóvenes de hoy estén exentos de miedos y depresiones y gocen plenamente de lo que en aquellos años nos era negado: el sentimiento de libertad y de seguridad en uno mismo.