LAS PRIMERAS HORAS DE LA GUERRA DE 1914

El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que descendió sobre tierra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso y casi diría… veraniego. El cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, dulce y sensual; los prados, fragantes y cálidos; los bosques, oscuros y frondosos, con su joven verdor; todavía hoy, al pronunciar la palabra «verano», automáticamente me vienen a la memoria aquellos radiantes días de julio que pasé en Baden, cerca de Viena. Me había retirado a esa pequeña y romántica ciudad que con tanta frecuencia había escogido Beethoven como residencia veraniega, para concentrarme durante todo el mes en el trabajo y luego pasar el resto del verano con mi venerado amigo Verhaeren en una villa de Bélgica. En Baden no hace falta salir del núcleo urbano para disfrutar del paisaje. El hermoso bosque quebrado por colinas se interna imperceptiblemente entre las casas bajas estilo biedermeier que han conservado la sencillez y el encanto de los tiempos de Beethoven. Uno se puede sentar en las terrazas de cafés y restaurantes que abundan por doquier, y siempre que quiera se puede mezclar con la alegre clientela de los balnearios que desfila en sus carruajes por el parque o se pierde por caminos solitarios.

En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica Austria celebraba siempre como la festividad de San Pedro y San Pablo, habían llegado muchos clientes de Viena. Ataviada con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la multitud se agitaba en el parque ante la banda de música. Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta estival, los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba sentado lejos de la multitud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo cuál: Tolstói y Dostoievski de Merezhkovski); lo leía con atención e interés. Pero también era consciente del viento entre los árboles, de los trinos de los pájaros y de la música que llegaba a mis oídos desde el parque a oleadas. Oía claramente las melodías, sin que me molestaran, puesto que nuestro oído es tan adaptable, que un ruido continuado, una calle estrepitosa o un riachuelo susurrante al cabo de pocos minutos se amoldan completamente a nuestra conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada del ritmo nos obliga a aguzar los oídos.

Y fue así como interrumpí sin querer la lectura: cuando, de repente, la música paró en mitad de un compás. No sabía qué pieza estaba tocando la banda en aquel momento, sólo noté que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción; mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado político.

Cada vez se reunía más gente alrededor del anuncio. La inesperada noticia pasaba de boca en boca. Pero hay que decir en honor a la verdad que en los rostros no se adivinaba ninguna emoción o irritación especiales, porque el heredero del trono nunca había sido un personaje querido. Todavía recuerdo, de cuando era niño, aquel otro día en que encontraron en Meyerling al príncipe heredero Rudolf, hijo único del emperador, muerto de un disparo. En aquella ocasión la ciudad entera se alborotó, presa de una gran agitación; un gentío enorme se había congregado para ver la capilla ardiente y había expresado de manera abrumadora su pésame al emperador y el horror por la muerte, en la flor de la vida, de su único hijo y heredero, en quien todos habían puesto sus mayores esperanzas, porque era un Habsburgo progresista y extraordinariamente simpático como persona. A Francisco Fernando le faltaba lo más importante para ser realmente popular en Austria: afabilidad personal, encanto humano y buenas maneras en el trato social. Yo lo había observado a menudo en el teatro. Permanecía sentado en su palco, imponente y repantingado, con sus ojos de mirada fija y fría, sin dirigirlos hacia el público ni una sola vez con simpatía ni animar a los actores con afectuosos aplausos. Nunca nadie le había visto sonreír, no existía ninguna fotografía suya donde apareciese con ademán distendido. No tenía afición por la música ni sentido del humor, y la mirada de su esposa encerraba la misma displicencia. Un aire gélido rodeaba a esa pareja; se sabía que no tenían amigos, que el viejo emperador odiaba al príncipe de todo corazón, porque éste era incapaz de disimular con tacto su impaciencia de heredero por subir al trono. Mi presentimiento, casi visionario, de que aquel hombre de nuca de buldog y ojos fríos e inexorables sería la causa de alguna desgracia no era, pues, tan sólo personal, sino que lo compartía toda la nación; por esta razón la noticia de su asesinato no despertó ningún sentimiento profundo. Al cabo de dos horas ya no se observaba señal alguna de auténtica aflicción. La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió a sonar en todos los locales. Aquel día hubo en Austria muchas personas que, a escondidas, respiraron aliviadas, porque se había eliminado al heredero del viejo emperador en beneficio del joven archiduque Carlos, mucho más popular.

Al día siguiente los periódicos publicaron, desde luego, extensas necrologías en que expresaban como es debido su indignación por el atentado. Pero nada indicaba que se fuera a aprovechar el suceso para llevar a cabo una acción política contra Serbia. En primer lugar, aquella muerte creaba a la casa imperial un tipo de preocupaciones completamente distinto, a saber: las del ceremonial del sepelio. De acuerdo con su rango de heredero del trono y, sobre todo, porque había muerto en el ejercicio de su deber para con la monarquía, le habría correspondido, naturalmente, un lugar en el panteón de los Capuchinos, la sepultura histórica de los Habsburgos. Pero Francisco Fernando, tras inacabables y encarnizadas luchas contra la familia imperial, había acabado casándose con una tal condesa Chotek, una dama de la alta aristocracia, en efecto, pero no de igual linaje y, según la misteriosa y secular ley de la casa de los Habsburgos, en las grandes ceremonias las archiduquesas obstinadamente mantenían la preferencia ante la esposa del príncipe heredero, cuyos hijos no tenían derecho de sucesión. Pero la altanería de la corte se volvió también contra la difunta. ¡Cómo! ¿Dar sepultura a una condesa Chotek en el panteón imperial de los Habsburgos? ¡No, imposible! Estalló una intriga tremenda; las archiduquesas protestaron ante el viejo emperador. En tanto que oficialmente se pedía al pueblo riguroso duelo, en palacio se entrecruzaban violentos rencores y, como de costumbre, quien recibió el agravio fue el difunto. Los maestros de ceremonias inventaron el cuento de que había sido deseo expreso del fallecido ser enterrado en Artstetten, un villorrio austríaco de provincias, y bajo tal pretexto pseudo piadoso pudieron zafarse a la chita callando de la capilla ardiente abierta al público, del cortejo fúnebre y de todas las polémicas sobre el rango del personaje. Los féretros de ambos muertos fueron trasladados discretamente a Artstetten, donde recibieron sepultura. Viena, a cuya curiosidad se había privado así de un buen espectáculo, en seguida empezó a olvidar el trágico suceso. Al fin y al cabo, tras la muerte violenta de la emperatriz Isabel y del príncipe heredero y tras la escandalosa huida de varios miembros de la casa imperial, el pueblo austríaco se había acostumbrado hacía ya tiempo a la idea de que el viejo emperador sobreviviría, solo e imperturbable, a su descendencia «tantálida». Unas semanas más y el nombre y la figura de Francisco Fernando habrían desaparecido para siempre de la historia.

Pero luego, aproximadamente al cabo de una semana, de repente empezó a aparecer en los periódicos una serie de escaramuzas, en un crescendo demasiado simultáneo como para ser del todo casual. Se acusaba al gobierno serbio de anuencia con el atentado y se insinuaba con medias palabras que Austria no podía dejar impune el asesinato de su príncipe heredero, al parecer tan querido. Era imposible sustraerse a la impresión de que se estaba preparando algún tipo de acción a través de los periódicos, pero nadie pensaba en la guerra. Ni los bancos ni las empresas ni los particulares cambiaron sus planes. ¿Qué nos importaba aquella eterna disputa con los serbios que, como todos sabíamos, en el fondo había surgido a causa de unos simples tratados comerciales referentes a la exportación de cerdos serbios? Yo había preparado las maletas para mi viaje a Bélgica, a casa de Verhaeren, y tenía mi trabajo bien encaminado: ¿qué tenía que ver el archiduque muerto y enterrado con mi vida? Era un verano espléndido como nunca y prometía serlo todavía más; todos mirábamos el mundo sin inquietud. Recuerdo que en mi último día de estancia en Baden paseé con un amigo por los viñedos y un viejo viñador nos dijo:

—No hemos tenido un verano parecido desde hacía mucho tiempo. Si sigue así, tendremos una cosecha nunca vista. ¡La gente recordará este verano!

Aquel viejo con delantal blanco de tonelero no sabía qué verdad tan terrible encerraban sus palabras.

El mismo ambiente despreocupado reinaba en Le Coq, el pequeño balneario cerca de Ostende, donde yo tenía la intención de pasar dos semanas antes de alojarme, como todos los años, en la pequeña villa de Verhaeren. Los veraneantes aparecían tumbados en la playa bajo sombrillas de colores o se bañaban; los niños hacían volar sus cometas y los jóvenes bailaban en el rompeolas delante de los cafés. Todas las naciones imaginables estaban pacíficamente reunidas allí; ante todo se oía hablar alemán porque, como todos los años, la vecina Renania prefería enviar a sus veraneantes a las playas belgas. El único estorbo procedía de los rapazuelos que repartían los periódicos, los cuales, para vender, se desgañitaban anunciando los amenazadores titulares de los diarios de París: L’Autriche provoque la Russie, L’Allemagne prépare la mobilisation. Se podía observar cómo se oscurecían, aunque sólo por unos minutos, los rostros de quienes compraban la prensa. Al fin y al cabo, conocíamos aquellos conflictos diplomáticos desde hacía años; siempre se resolvían en el último momento, antes de que las cosas fueran de mal en peor. ¿Por qué no en esta ocasión también? Media hora después volvíamos a ver a la misma gente divirtiéndose, chapoteando en el agua, las cometas volaban, las gaviotas revoloteaban y el sol sonreía claro y cálido sobre aquella tierra en paz.

Pero las malas noticias se iban acumulando y cada vez eran más amenazadoras. Primero el ultimátum de Austria a Serbia, después la respuesta evasiva, los telegramas entre los monarcas y, al final, las movilizaciones ya apenas disimuladas. Nada me retenía en aquel remoto rincón. Todos los días cogía el tren eléctrico hasta Ostende para estar más cerca de las noticias, que cada vez eran peores. La gente seguía bañándose, los hoteles continuaban llenos, los veraneantes seguían paseando por el rompeolas, riendo y charlando. Pero por primera vez algo nuevo se entrometió en la placentera escena. De repente empezamos a ver soldados belgas, que hasta entonces nunca habían pisado la playa. Se veían carretones cargados de ametralladoras tirados por perros (curiosa peculiaridad del ejército belga).

Yo estaba sentado en un café con unos amigos belgas, un joven pintor y el escritor Crommelynck. Habíamos pasado la tarde en casa de James Ensor, el pintor contemporáneo más importante de Bélgica, un hombre muy especial, solitario y reservado, más satisfecho de los pequeños y pésimos valses y polcas que componía para las bandas militares que de sus cuadros fantásticos, pintados con relucientes colores. Nos había mostrado sus obras, a decir verdad de bastante mala gana, porque le parecía grotesca la idea de que alguien pudiera comprarle alguna. Su sueño, como contó riendo a los amigos, era venderlas caras, pero a la vez poder conservarlas todas, porque con la misma avidez se apegaba al dinero que a cada uno de aquellos cuadros. Cada vez que se desprendía de uno, pasaba varios días desesperado. Aquel genial Harpagón nos había puesto de buen humor con sus extravagantes manías y, cuando pasó por delante de nosotros una tropa de soldados con una ametralladora tirada por perros, uno de nosotros se puso de pie y acarició a uno de los animales, cosa que enfureció al oficial al mando del pelotón, temeroso de que aquellos mimos a un objeto bélico pudieran menoscabar la dignidad de una institución militar.

—¿A qué vienen todos estos estúpidos desfiles? gruñó alguien a nuestro alrededor.

Y otro le contestó irritado:

—¿Acaso no hay que tomar precauciones? Se dice que, en caso de guerra, los alemanes pasarán por nuestro país.

—¡Imposible! —dije yo, sinceramente convencido, porque en aquel viejo mundo todavía creíamos que los tratados eran sagrados—. Si algo ocurriera y Francia y Alemania se aniquilaran mutuamente hasta el último hombre, vosotros los belgas permaneceríais tranquilamente a cubierto.

Pero nuestro pesimista no se daba por vencido. Tenía que haber alguna razón, dijo, para que se tomaran semejantes medidas en Bélgica. Desde hacía algunos años corrían rumores acerca de un plan secreto del estado mayor alemán para invadir Bélgica en caso de tener que atacar a Francia a pesar de todos los tratados firmados. Pero yo tampoco me di por vencido. Me parecía de lo más absurdo que, mientras miles y miles de alemanes disfrutaban, indolentes y felices, de la hospitalidad de aquel pequeño país que no tenía arte ni parte en la reyerta, hubiera un ejército en la frontera a punto de invadirlo.

—¡Qué disparate! —dije—. ¡Colgadme de esta farola, si los alemanes entran en Bélgica!

Todavía ahora doy las gracias a mis amigos por no haberme tomado la palabra.

Pero luego vinieron los últimos días críticos de julio y, de hora en hora, cada nueva noticia contradecía la anterior; los telegramas del emperador Guillermo al zar y del zar al emperador Guillermo, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria, el asesinato de Jaurés. Daba la sensación de que iba en serio. De repente se levantó un frío viento de miedo en la playa, que la barrió hasta dejarla completamente vacía. La gente, a miles, dejó los hoteles y tomó los trenes por asalto; incluso las personas de más buena fe se apresuraron a hacer las maletas. Yo también; tan pronto como oí la noticia de la declaración de guerra por parte de los austríacos, me aseguré un billete, y la verdad es que llegué justo a tiempo, porque el expreso de Ostende fue el último tren que cubrió el trayecto entre Bélgica y Alemania. Viajamos de pie en los pasillos, nerviosos e impacientes, hablando unos con otros. Nadie logró leer o permanecer sentado y quieto, en cada estación nos precipitábamos fuera del tren para recoger más noticias, con la secreta esperanza de que alguna mano decidida contuviera la fatalidad que se había desencadenado. Todavía no creíamos en la guerra y, menos aún, en una invasión de Bélgica. El tren se acercaba lentamente a la frontera. Pasamos por Verviers, la estación fronteriza belga. Subieron al tren revisores alemanes: en diez minutos estaríamos en territorio alemán.

Pero, a medio camino de Herbestahl, la primera estación alemana, el tren se detuvo de repente en campo abierto. Nos apretujamos contra las ventanas de los pasillos. ¿Qué había ocurrido? A oscuras vi pasar un tren de carga tras otro en dirección contraria: vagones abiertos o cubiertos con lonas, bajo las cuales me pareció ver vagamente la amenazadora silueta de unos cañones. Me dio un vuelco el corazón. Debía de ser la ofensiva del ejército alemán. Pero quizá —me dije para consolarme— sólo era una medida defensiva, sólo una amenaza de movilización y no la movilización propiamente dicha. Y es que en momentos de peligro la voluntad de seguir teniendo esperanza siempre se hace mayor. Finalmente apareció la señal de «vía libre», el tren reanudó la marcha y entró en la estación de Herbestahl. Bajé los escalones de un salto para ir a buscar un periódico y pedir información. Pero la estación estaba ocupada por el ejército. Cuando quise entrar en la sala de espera, un funcionario barbiblanco y severo apostado ante la puerta cerrada me lo impidió: prohibido el paso a las dependencias de la estación. Pero yo ya había oído a través de los cristales de la puerta, cuidadosamente tapados, el chirrido de los sables y los golpes secos de las culatas en el suelo. No cabía duda, se había puesto en movimiento lo que nos parecía monstruoso: la invasión alemana de Bélgica en contra de todos los estatutos del derecho internacional. Con un escalofrío de horror volví al tren y proseguí mi viaje de regreso a Austria. No había la menor duda: iba derecho a la guerra.

¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás.

En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida; miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de la vida cotidiana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en aquellas horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sentimientos por lo demás muy naturales. Tal vez, empero, intervenía también en aquella embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de cultura», el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.

La generación de hoy, que sólo ha sido testigo del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, quizá se pregunte: ¿por qué nosotros no hemos vivido lo mismo? ¿Por qué en 1939 las masas no se inflamaron con el mismo entusiasmo que en 1914? ¿Por qué, calladas y fatalistas, obedecieron a la llamada sólo con seriedad y decisión? ¿Acaso no se trataba de lo mismo? Mirándolo bien, ¿no estaba en juego todavía algo más, algo más sagrado, más sublime, en esta guerra nuestra actual, que ha sido una guerra de ideas y no simplemente de fronteras y colonias?

La respuesta es simple: porque nuestro mundo de 1939 ya no disponía de tanta credulidad ingenua e infantil como el de 1914. Por aquel entonces la gente aún confiaba a pies juntillas en sus autoridades; en Austria nadie hubiese osado pensar que el veneradísimo padre de la patria, el emperador Francisco José, a sus ochenta y cuatro años pudiera haber llamado a su pueblo a la guerra sin haberse visto obligado a ello por una fuerza mayor, ni que le hubiera pedido un sacrificio cruento, si no fuera porque enemigos malvados, pérfidos y criminales amenazaban la paz del imperio. Los alemanes, a su vez, habían leído los telegramas de su emperador al zar en los que su monarca luchaba por la paz; un gran respeto hacia los «superiores», los ministros, los diplomáticos y hacia su juicio y honradez, animaba todavía al hombre de la calle. Si había guerra, por fuerza tenía que ser contra la voluntad de sus gobernantes; ellos no podían tener la culpa, nadie del país la tenía. Por lo tanto, los criminales, los instigadores de la guerra tenían que ser los del otro país; era legítima defensa alzarse en armas, legítima defensa contra un enemigo pérfido y ruin que, sin motivo alguno, «atacaba» a las pacíficas Austria y Alemania. En 1939, en cambio, esta fe casi religiosa en la probidad o, al menos, en la competencia del propio gobierno, ya había desaparecido en toda Europa. La gente menospreciaba la diplomacia desde que había visto, irritada, cómo ésta traicionaba en Versalles la posibilidad de una paz duradera; los pueblos conservaban demasiado vivo el recuerdo de la desvergüenza con que los habían engañado con promesas de desarme y abolición de la diplomacia secreta. En el fondo, en 1939 no se tenía respeto por ningún hombre de Estado y nadie les confiaba de buena fe su destino. El más insignificante barrendero francés se mofaba de Daladier; en Inglaterra, desde Munich («peace for our time!»), se había esfumado la confianza en la visión de futuro de Chamberlain; en Italia y Alemania, las masas dirigían sus miradas angustiadas hacia Mussolini y Hitler: ¿a dónde nos conducirían ahora? Es verdad que nadie podía oponerse, pues estaba en juego la patria: y los soldados cogieron el fusil y las mujeres soltaron a sus hijos, pero ya no como antes, ya sin esa fe ciega en que el sacrificio era inevitable. Obedecían, pero no lanzaban gritos de júbilo. Iban al frente, pero ya no soñaban con ser héroes; los pueblos y los individuos habían empezado a darse cuenta de que sólo eran víctimas de la estupidez humana o política o de una fuerza del destino malévola e incomprensible.

Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico. Seguían viéndola desde la perspectiva de los libros de texto y de los cuadros de los museos: espectaculares cargas de caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siempre disparado noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una clamorosa marcha triunfal. «Por Navidad volveremos todos a casa», gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra «de verdad»? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia, el país aliado de aquel momento, ¡y vaya una guerra más rápida, incruenta y lejana!: una campaña de tres semanas que terminó sin muchas víctimas y antes de haber tomado aliento siquiera. Una veloz excursión al romanticismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la guerra el hombre sencillo de 1914, y los jóvenes incluso temían que les faltara este maravilloso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a agruparse bajo las banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero, la roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por la venas de todo el imperio. La generación de 1939, en cambio, ya no se engañaba. Conocía la guerra. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabía que duraría años y más años, un lapso de tiempo insustituible en la vida. Sabía que los soldados no iban al encuentro del enemigo engalanados con hojas de encina en la cabeza y cintas de colores, sino que holgazaneaban durante semanas en las trincheras y los cuarteles, comidos por los piojos y medio muertos de sed, que los harían añicos y los mutilarían desde lejos sin siquiera haber visto al enemigo cara a cara. Conocían de antemano, a través de los periódicos y el cine, las nuevas artes de aniquilamiento, de una técnica diabólica, sabían que los enormes tanques aplastaban a los heridos que encontraban a su paso y que los aviones despedazaban a mujeres y niños en la cama; sabían que una guerra mundial en el año 1939, gracias a su mecanización inhumana, sería mil veces más vil, brutal y cruel que cualquier otra anterior. Ya nadie de la generación de 1939 creía en la justicia de una guerra querida por Dios, y peor aún: ya nadie creía siquiera en la justicia y en la durabilidad de la paz conseguida por medio de la guerra, pues todavía estaba demasiado vivo el recuerdo de todos los desengaños que había traído la última: miseria en vez de riqueza, amargura en vez de satisfacción, hambre, inflación, revueltas, pérdida de las libertades civiles, esclavitud bajo la férula del Estado, una inseguridad enervante y una desconfianza de todos hacia todos.

He aquí la diferencia. La guerra del 39 tenía un cariz ideológico, se trataba de la libertad, de la preservación de un bien moral; y luchar por una idea hace al hombre duro y decidido. La guerra del 14, en cambio, no sabía de realidades, servía todavía a una ilusión, al sueño de un mundo mejor, justo y en paz. Y sólo la ilusión, no el saber, hace al hombre feliz. Por eso las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta.

El hecho de que yo no sucumbiera a esta repentina embriaguez de patriotismo no se debió a ninguna sobriedad o clarividencia especiales, sino a la forma de vida que había llevado hasta entonces. Dos días antes me encontraba aún en «tierra enemiga» y así había podido convencerme de que las grandes masas belgas eran tan pacíficas y estaban tan desprevenidas como nuestro pueblo. Además, había llevado una vida cosmopolita durante demasiado tiempo como para poder odiar de la noche a la mañana a un mundo que era tan mío como lo era mi padre. Desde hacía tiempo desconfiaba de la política y, precisamente en los últimos años, en innumerables conversaciones con amigos franceses e italianos, había discutido lo absurdo de la posibilidad de una guerra. En cierto modo, pues, mi desconfianza me había vacunado contra una infección de entusiasmo patriótico y, preparado como estaba contra el ataque febril de las primeras horas, me mantuve firme y decidido a no permitir que una guerra fratricida, provocada por torpes diplomáticos y brutales industrias bélicas, hiciera tambalear mi convicción y fe en la necesaria unidad de Europa.

En consecuencia, desde el primer momento, en mi fuero interno me sentí seguro como ciudadano del mundo; más difícil me resultó encontrar la actitud idónea como ciudadano de una nación. Aunque había cumplido los treinta y dos años, de momento no tenía ninguna obligación militar, porque en todas las revisiones me habían declarado inútil, algo de lo que en su momento me había alegrado de corazón. En primer lugar, el haber pasado a la reserva me ahorró todo un año que habría desperdiciado estúpidamente en el servicio militar y, en segundo lugar, me parecía un criminal anacronismo que, en el siglo XX, se adiestrara a las personas en el manejo de instrumentos homicidas. La actitud correcta para un hombre de mis convicciones habría sido declararme conscientious objector, algo que en Austria, al contrario que en Inglaterra, estaba castigado con las más duras penas imaginables y requería un auténtico espíritu de mártir. Debo decir —y no me avergüenza confesar públicamente este defecto— que el heroísmo no forma parte de mi carácter. En todas las situaciones peligrosas, mi actitud natural ha sido siempre la de esquivarlas y en más de una ocasión tuve que tragarme el reproche —quizá justificado— de persona indecisa, que tantas veces le habían hecho también a mi venerado maestro de un siglo ajeno, Erasmo de Rotterdam. Por otro lado, en aquella época resultaba igualmente insoportable para un hombre relativamente joven esperar a que lo sacaran de la oscuridad para dejarlo en algún lugar que no le correspondía. De modo que busqué una actividad en la que pudiera hacer algo sin parecer un agitador, y la circunstancia de que un amigo, oficial de alta graduación, trabajara en el archivo hizo posible que me emplearan allí. Tenía que prestar servicio en la biblioteca, para lo cual resultaba útil mi conocimiento de lenguas, y también corregir estilísticamente muchos comunicados dirigidos al público. Desde luego no era una actividad gloriosa, lo reconozco de buen grado, pero sí algo que a mí personalmente me parecía más adecuado que clavar una bayoneta en las tripas de un campesino ruso. No obstante, lo que acabó por decidirme a aceptarlo fue el hecho de que al terminar la jornada de aquel servicio no demasiado fatigoso, me quedaba tiempo para dedicarlo a otro que para mí era el más importante en aquella guerra: el servicio al futuro entendimiento mutuo.

Más difícil que mi situación oficial era la que ocupaba en mi círculo de amigos. Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías científicas. Casi todos los escritores alemanes, con Hauptmann y Dehmel a la cabeza, se creían obligados, como los bardos en épocas protogermánicas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos para que entregaran sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas que rimaban krieg (guerra) con sieg (victoria) y not (penuria) con tod (muerte). Los escritores juraron solemnemente que jamás volverían a tener relación cultural con ningún francés ni inglés, y más aún: de la noche a la mañana negaron que hubiera existido nunca una cultura inglesa y una cultura francesa. Todo aquello era inferior y fútil comparado con la esencia alemana, el arte alemán y el modo de ser alemán. Los eruditos fueron aún más severos. De repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la guerra como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decaimiento a las fuerzas de los pueblos. Los apoyaban los médicos, los cuales elogiaban tanto sus prótesis, que uno casi tenía ganas de amputarse una pierna sana y sustituirla por otra artificial. Los sacerdotes de todas las confesiones tampoco querían quedar rezagados y se unían al coro; a veces era como oír a una horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su actitud humana.

Ahora bien, lo más estremecedor de ese desvarío era la sinceridad de la mayoría de estos hombres. Los más, demasiado viejos o físicamente ineptos para el servicio militar, se creían honestamente obligados a colaborar con cualquier «servicio». Todo lo que habían creado lo debían a la lengua y, por lo tanto, al pueblo. Y, así, querían servir al pueblo a través de la lengua y le daban a oír lo que quería oír: que en aquella guerra la justicia se inclinaba únicamente de su lado y la injusticia del de los demás, que Alemania ganaría y los adversarios sucumbirían ignominiosamente Y todo ello sin pensar ni por un momento en que de este modo traicionaban la verdadera misión del escritor, que consiste en defender y proteger lo común y universal en el hombre. Algunos, cierto, pronto experimentaron el amargo sabor del hastío de sus propias palabras, cuando se evaporó el aguardiente del primer entusiasmo. Pero en aquellos primeros meses se oía más a los que vociferaban con más furia y por eso cantaban y gritaban, aquí y allí, en un coro chillón.

Para mí, el caso más típico y trágico de aquel éxtasis a la vez sincero e insensato fue el de Ernst Lissauer. Lo conocía bien. Escribía pequeños poemas concisos y duros y, a pesar de todo, era el hombre más bonachón que quepa imaginar. Todavía hoy recuerdo que tuve que morderme la lengua para reprimir una sonrisa la primera vez que me visitó. Maquinalmente me lo había imaginado como un joven delgado, fuerte y huesudo, en consonancia con sus versos lapidarios alemanes que en todo buscaban la máxima concisión. Pero la persona que entró balanceándose en mi habitación era un hombrecito corpulento, gordo como un tonel, de cara simpática sobre una doble papada, rebosante de celo y de amor propio, que tartamudeaba a veces, obsesionado por la poesía e imparable cuando se proponía citar y recitar sus versos. A pesar de tantas ridiculeces, uno le tomaba cariño a la fuerza, porque era de lo más cordial, amigable, leal y poseído por una devoción casi demoníaca por su arte.

Procedía de una familia alemana acaudalada, se había educado en el instituto «Federico Guillermo» de Berlín y era quizás el judío más prusiano o más asimilado a los prusianos que he conocido. No hablaba otra lengua viva y nunca había salido de Alemania. Para él Alemania era el mundo y, cuanto más alemana era una cosa, más le entusiasmaba. Sus héroes eran Yorck, Lutero y Stein, y su tema preferido era la guerra de la independencia alemana; a Bach, su dios de la música, lo interpretaba a la perfección a pesar de sus dedos cortos, gordos y fofos. Nadie conocía la lírica alemana mejor que él, nadie estaba más enamorado y cautivado que él por la lengua alemana: como muchos judíos cuyas familias se habían integrado tarde en la cultura alemana, creía con más fervor en Alemania que el alemán más creyente.

Cuando estalló la guerra, lo primero que hizo fue correr al cuartel para alistarse como voluntario. Me imagino la carcajada del sargento mayor y del cabo cuando aquella gruesa mole subió jadeando las escaleras. En seguida lo despacharon. Lissauer estaba desesperado, pero, como los demás, quiso servir entonces a Alemania al menos con la poesía. Para él era una verdad más que garantizada todo cuanto publicaban los periódicos alemanes y lo que decían los comunicados de guerra alemanes. Su país había sido atacado y el peor criminal era, según la escenificación difundida desde la Wilhelmstrasse, aquel pérfido lord Grey, ministro de Asuntos Exteriores inglés. El sentimiento de que Inglaterra era la principal culpable de la guerra contra Alemania lo expresó en un «Canto de odio a Inglaterra», un poema que —no lo tengo delante de mí— en versos duros, concisos y expresivos elevaba el odio hacia Inglaterra a la condición de un juramento eterno de no perdonarla jamás por su «crimen». Fatalmente pronto se hizo evidente lo fácil que resulta trabajar con el odio (aquel judío rechoncho y obcecado, Lissauer, se anticipó al ejemplo de Hitler). El poema cayó como una bomba en un depósito de municiones. Quizá nunca otro poema, ni siquiera «Guardia a orillas del Rhin», corrió en Alemania de boca en boca tan deprisa como el famoso «Canto de odio a Inglaterra». El emperador estaba entusiasmado con él y concedió a Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos publicaron el poema, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía de odio. Pero no fue suficiente. El poemita, musicado y adaptado para coro, se representó en los teatros; entre los setenta millones de alemanes pronto no había ni uno que no supiera el «Canto de odio a Inglaterra» de cabo a rabo, como también pronto lo supo el mundo entero (aunque, claro está, con menos entusiasmo). De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún otro poeta consiguiera en aquella guerra: una fama, por cierto, que lo quemó como la túnica de Neso, porque, justo al terminar la guerra y cuando los comerciantes quisieron volver a hacer negocio, los políticos se apresuraron honradamente a llegar a un acuerdo e hicieron lo posible para desmentir aquel poema que fomentaba la enemistad eterna con Inglaterra. Y para librarse de la parte de culpa que les correspondía, pusieron en la picota al pobre «Lissauer del odio», acusándolo públicamente de ser el único culpable de la insensata histeria de odio que en 1914 habían compartido todos, del primero al último. En 1919 le volvieron la espalda todos aquellos que en 1914 lo habían elogiado. Los periódicos no volvieron a publicar su poema; cuando Lissauer se presentaba ante sus colegas, se hacía un silencio de consternación. Después, abandonado por todos, Hitler lo desterró de la Alemania que él había amado con todas las fibras de su ser y murió olvidado, trágica víctima de un poema que lo había encumbrado tanto para luego hundirlo más todavía.

Tal como Lissauer eran todos los demás. Sus sentimientos eran sinceros y también lo eran sus intenciones, como las de todos aquellos escritores, profesores y patriotas de última hora. No lo niego. Pero no se tardó mucho en ver el terrible daño que causaron con su apología de la guerra y sus orgías de odio. En 1914 todos los países beligerantes se encontraban ya de por sí en un tremendo estado de sobrexcitación; el peor rumor en seguida se convertía en verdad y la calumnia más absurda era creída a pies juntillas. Docenas de personas juraban en Alemania que justo antes de estallar la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles cargados de oro que iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos cortadas, que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o cuarto día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales mentiras no sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las crueldades imaginables forma parte del material bélico tanto como la munición y los aviones, y que se sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras. No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental, exige entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo.

Ahora bien, es propio de la naturaleza humana que los sentimientos arrojados no se prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo ni en el pueblo, cosa que sabe perfectamente la organización militar. Por eso le hace falta un estímulo artificial, un dopping constante de excitación, y esta labor de incitación les correspondía a los intelectuales, los poetas, los escritores y los periodistas (con buena o mala conciencia, llevados por su honradez o por rutina profesional). Habían hecho redoblar el tambor del odio con fuerza, hasta penetrar en el oído de los más imparciales y estremecerles el corazón. Casi todos servían obedientemente a la «propaganda de guerra» en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla.

Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los pueblos creían a pies juntillas —a pesar de los mil desengaños— todo cuanto salía impreso. Y así, el entusiasmo puro, bello y abnegado de los primeros días se fue convirtiendo poco a poco en una orgía de sentimientos de lo más estúpida y perniciosa. Se «combatía» a Francia e Inglaterra en Viena y en Berlín, en la Ringstrasse y en la Friedrichstrasse, cosa mucho más cómoda. Los letreros franceses e ingleses tuvieron que desaparecer de los comercios, incluso un convento que se llamaba «La doncella inglesa» tuvo que cambiar de nombre, porque irritaba a la gente, ignorante del hecho de que aquí «inglés» se refería a «ángel» y no a «anglosajón». Comerciantes probos y honrados sellaban o timbraban sus cartas con la frase «Dios castigue a Inglaterra» y damas de la alta sociedad juraban (y lo escribían en cartas a los periódicos) que mientras vivieran, nunca más pronunciarían una frase en francés. Shakespeare fue proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos franceses e ingleses; los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, del mismo modo que los cereales y los minerales. No bastaba con que todos los días miles de ciudadanos pacíficos de aquellos países se matasen mutuamente en el frente: en la retaguardia se insultaba y difamaba a los grandes muertos de los países enemigos que desde hacía siglos reposaban mudos en sus tumbas. La confusión mental se volvía cada vez más absurda. La cocinera ante los fogones, que nunca había salido de su ciudad ni había abierto un atlas desde que iba a la escuela, creía que Austria no podía vivir sin el «Sandchack» (pequeño distrito fronterizo en algún lugar de Bosnia). Los cocheros discutían en la calle qué indemnización de guerra se debía imponer a Francia: si cincuenta mil o cien mil millones, sin saber de qué cifras hablaban. No hubo una sola ciudad ni un solo grupo que no cayera en esa espantosa histeria del odio. Los curas lo predicaban desde los altares y los socialdemócratas, que un mes antes habían estigmatizado el militarismo como el peor de los crímenes, ahora alborotaban más que nadie para no parecer «sujetos sin patria», según palabras del emperador Guillermo. Era la guerra de una generación desprevenida; y su mayor peligro radicaba precisamente en la fe intacta de los pueblos en la justicia unilateral de su causa.

En aquellas primeras semanas de guerra de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la patria.

Sólo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio —y yo lo he conocido hasta la saciedad— es tan malo como vivir solo en la patria. En Viena me había distanciado de los amigos de antes y no era el momento para hacer nuevas amistades. Mantuve algunas conversaciones únicamente con Rainer Maria Rilke, porque nos comprendíamos íntimamente. También a él conseguimos reclamarlo para nuestro solitario archivo de guerra, pues habría sido la persona más inútil como soldado a causa de sus nervios hipersensibles, a los que la suciedad, los malos olores y los ruidos causaban un auténtico malestar físico. Cada vez que lo recuerdo vestido de uniforme, sonrío sin querer. Un día llamaron a la puerta. Al abrirla me encontré con un soldado de lo más tímido. Tuve un sobresalto. ¡Rilke, Rainer Maria Rilke disfrazado de militar! Tenía una pinta de desmañado que llegaba al corazón: encogido por el cuello duro y desconcertado ante la idea de tener que saludar con un taconazo a cualquier oficial que encontrara. Y puesto que se sentía mágicamente impelido hacia la perfección, incluso en medio de las fútiles formalidades del reglamento, se hallaba en un permanente estado de consternación.

—Detesto la ropa militar desde la escuela de cadetes —me dijo con su suave voz—. Creía que me había librado de ella para siempre y fíjate, ahora, a los casi cuarenta años, tengo que volver a ponérmela.

Por suerte había manos dispuestas a ayudarlo y protegerlo y pronto lo licenciaron gracias a una benévola revisión médica. Regresó a mi despacho para despedirse, ahora ya vestido de paisano (casi habría tenido que decir que entró como un hálito, de tan silenciosamente como caminaba siempre). También venía para darme las gracias porque, a través de Rolland, yo había intentado salvar su biblioteca, confiscada en París. Por primera vez ya no parecía joven: era como si el pensamiento del horror le hubiera consumido.

—Me voy al extranjero —dijo—. ¡Ojalá todo el mundo pudiera irse al extranjero! La guerra es siempre una prisión.

Y se fue. Y yo volvía a estar solo.

Al cabo de unas semanas me mudé de casa. Decidido a eludir aquella peligrosa psicosis colectiva, me trasladé a un suburbio rural para, en medio de la guerra, empezar mi guerra personal: la lucha contra la traición de la razón, entregada a la pasión colectiva del momento.