MÁS ALLÁ DE EUROPA
¿Acaso el tiempo corría más deprisa en aquella época que en la actual, que está repleta de acontecimientos que transformarán el mundo desde la corteza hasta las entrañas para siglos? ¿O quizás es que esos últimos años de juventud de antes de la primera guerra europea me parecen tan vagos simplemente porque transcurrieron en una etapa de trabajo regular? Escribía, publicaba, mi nombre era conocido dentro y fuera de Alemania, tenía partidarios y también adversarios, lo cual en realidad habla más bien a favor de un cierto carácter propio; tenía a mi disposición todos los periódicos del Imperio, no necesitaba enviarles colaboraciones, sino que me las pedían. Pero en mi fuero interno no me engañaba respecto al hecho de que todo cuanto hacía y escribía durante aquellos años más tarde no tendría interés alguno; todas nuestras ambiciones e inquietudes, todos nuestros desengaños y rencores de entonces, hoy me parecen minúsculos. Las dimensiones de esta época han cambiado nuestra óptica a la fuerza. De haber empezado este libro unos años antes, hablaría de conversaciones con Gerhart Hauptmann, Arthur Schnitzler, Beer-Hofmann, Dehmel, Pirandello, Wassermann, Schalom Asch y Anatole France (las charlas con este último eran francamente divertidas, pues el anciano nos obsequiaba durante toda la velada con historias verdes, pero con una seriedad convincente y una gracia indescriptible); podría hablar de los grandes estrenos, como el de la décima [=octava] sinfonía de Gustav Mahler en Munich y el de El caballero de la rosa en Dresde, de la bailarina Karsávina y del bailarín y coreógrafo Nizhinski, porque yo era de espíritu vivo y curioso y fui testigo de muchos acontecimientos artísticos «históricos». Pero todo lo que ya no guarda conexión con los problemas de la época actual resulta caduco para nuestra severa medida de lo esencial. Hoy, los hombres de mi juventud que dirigieron mi mirada hacia el mundo literario me parecen, desde hace tiempo ya, menos importantes que los que me la desviaron hacia el mundo real.
Entre estos últimos figuraba, en primer lugar, un hombre que había de dirigir el destino del Imperio Alemán en una época trágica y que, once años antes de la subida de Hitler al poder, fue abatido por la primera bala asesina de los nacionalsocialistas: Walther Rathenau. Nuestra amistad, antigua y cordial, había empezado de una manera curiosa. Uno de los primeros hombres de quien recibí un estímulo a mis diecinueve años fue Maximilian Harden, cuya revista, Zukunft, tuvo un papel decisivo durante los últimos años del imperio de Guillermo II. Harden, a quien Bismarck en persona introdujo en la política y de quien, de muy buen grado, se sirvió como portavoz o pararrayos, hizo caer a ministros, hizo estallar el asunto Eulenburg, hizo temblar el palacio imperial semana tras semana con nuevos ataques y revelaciones; y a pesar de todo, los amores de Harden en su vida privada seguían siendo el teatro y la literatura. Pues bien, resulta que un buen día apareció en Zukunft una serie de aforismos firmados con un pseudónimo que ya no recuerdo y que me llamaron la atención por su notable ingenio y su concisa fuerza de expresión. Escribí a Harden en mi calidad de colaborador regular de la revista: «¿Quién es ese hombre nuevo? Hacía años que no leía unos aforismos tan afilados».
La respuesta no vino de Harden, sino de un tal Walther Rathenau que, tal como supe por su carta y también por otras fuentes, no era otro que el hijo del todopoderoso director de la Compañía Eléctrica de Berlín y, a su vez, comerciante, industrial y consejero de administración de numerosas empresas, uno de los nuevos hombres de negocios alemanes «vueltos hacia el mundo», por utilizar una expresión de Jean Paul. Me escribió unas cordiales líneas para darme las gracias, diciendo que mi carta era la primera voz que había oído a favor de su ensayo literario. A pesar de que era por lo menos diez años mayor que yo, me confesaba abiertamente su inseguridad y me preguntaba si yo consideraba conveniente la publicación o no de un libro entero de pensamientos y aforismos. Al fin y al cabo era un intruso en el mundo de la Literatura; hasta entonces había concentrado toda su actividad en el campo económico. Lo animé con toda franqueza y nos mantuvimos en contacto epistolar. Durante mi siguiente estancia en Berlín le llamé por teléfono. Me respondió una voz vacilante:
—Ah, es usted. Qué lástima, mañana a las seis de la mañana salgo de viaje para Sudáfrica.
Le interrumpí:
—Entonces nos veremos en otra ocasión, claro.
Pero la voz siguió reflexionando despacio:
—No, espere un momento. Tengo toda la tarde ocupada por reuniones. Luego tengo que ir al ministerio y después a una comida en el club Pero ¿podría usted venir a mi casa a las once y cuarto?
Me pareció bien. Charlamos hasta las dos de la madrugada. A las seis salió de viaje rumbo al suroeste de África por encargo —como supe más tarde— del emperador alemán.
Cuento este detalle porque es muy típico de Rathenau. Aun siendo un hombre tan atareado, siempre encontraba tiempo. Lo vi durante los días más duros de la guerra y poco antes de la Conferencia de Génova, y unos días antes de su asesinato recorrí con él la misma calle en el mismo automóvil en el que le dispararon. Tenía los días organizados minuto a minuto y, sin embargo, no le costaba ningún esfuerzo pasar de una cosa a otra, porque su cerebro estaba siempre preparado: era un instrumento de una precisión y una rapidez tales como no he conocido en otra persona. Hablaba con fluidez, como si leyera en una hoja invisible, pero construyendo las frases con tanta plasticidad y claridad, que su conversación, si se hubiera taquigrafiado, habría podido ir directamente a la imprenta como conferencia perfecta y acabada. Hablaba francés, inglés e italiano con la misma seguridad que el alemán; la memoria no lo dejó nunca en la estacada y no necesitaba prepararse de modo especial para tratar cualquier tema. Cuando uno hablaba con él, se sentía a la vez necio, poco instruido, inseguro y confundido ante su objetividad que lo ponderaba todo con calma y lo abarcaba todo con lucidez. Pero había algo en aquella lucidez deslumbrante, en aquella claridad cristalina de su pensamiento, algo que producía un efecto incómodo, como los selectos muebles y los espléndidos cuadros de su casa. Su espíritu era un invento genial; su casa era como un museo y en su castillo feudal de la reina Luisa, situado en la Marca, uno no lograba sentirse cómodo, de tan ordenado, limpio y aseado como estaba. En su pensamiento había algo transparente como el cristal y, por lo tanto, sin sustancia: pocas veces he experimentado la tragedia del hombre judío con tanta fuerza como en su persona, la cual, a pesar de toda su evidente superioridad, estaba llena de una inquietud y una inseguridad profundas. Mis demás amigos, como, por ejemplo, Verhaeren, Ellen Key o Balzagette, no tenían ni una décima parte de su inteligencia, ni una centésima parte de su universalidad, ni tampoco eran tan buenos conocedores del mundo, pero estaban muy seguros de sí mismos. Con Rathenau yo siempre experimentaba la sensación de que, a pesar de su inmensa inteligencia, no tenía tierra bajo los pies. Toda su existencia era un constante conflicto de nuevas contradicciones. Había heredado de su padre todo el poder que se pueda imaginar y, no obstante, no quería ser su heredero; era comerciante y quería sentirse artista; tenía millones y flirteaba con ideas socialistas; se sentía judío y coqueteaba con Cristo; profesaba ideas cosmopolitas e idolatraba el prusianismo; soñaba con una democracia popular y se sentía de lo más honrado cada vez que lo recibía o consultaba el emperador Guillermo, cuyas debilidades y vanidades adivinaba con clarividencia, sin ser capaz de dominar su propia vanidad. Y así, su incesante actividad quizá no era más que una droga para huir del nerviosismo interior y atenuar la soledad que rodeaba su vida más íntima. Sus inmensas fuerzas potenciales no se convirtieron en una fuerza homogénea sino de repente, en el momento en que le llegó la hora de la responsabilidad; y fue cuando, en 1919, después de la derrota del ejército alemán, le fue encomendada la misión más difícil de la historia: sacar del caos al Estado desquiciado y enderezarlo. Y él mismo se forjó la grandeza, innata a su genio, al consagrar su vida a una sola idea: salvar a Europa.
Además de enseñarme a mirar a lo lejos en animadas charlas que, por intensidad intelectual y lucidez quizá sólo serían comparables con las de Hofmannsthal, Valéry y el conde Kayserling, además de ensanchar mi horizonte desde la literatura hasta la historia contemporánea, debo a Rathenau el primer estímulo para ir más allá de Europa.
—No puede entender Inglaterra si sólo conoce la isla —me decía—. Ni nuestro continente, si no ha salido de él por lo menos una vez. Usted es un hombre libre, ¡haga uso de su libertad! La literatura es una profesión fantástica, porque en ella sobra la prisa. Un año más o menos no cuenta para nada cuando se trata de un libro de verdad. ¿Por qué no se va a la India o a América?
Estas palabras fortuitas suyas me produjeron un gran impacto y decidí seguir su consejo inmediatamente.
La India me causó una impresión más perturbadora y opresiva de lo que me había imaginado. Me estremeció la miseria de las gentes enflaquecidas, la triste seriedad de sus miradas oscuras, la monotonía a veces cruel del paisaje y, sobre todo, la férrea división en clases y razas, de la que ya había tenido una muestra en el barco. Viajaban en él dos muchachas encantadoras, esbeltas, de ojos negros y figura grácil, bien educadas, discretas y elegantes. Ya el primer día me llamó la atención el hecho de que se mantuvieran apartadas, o las mantuviera apartadas una barrera invisible. No asistían a los bailes ni participaban en conversación alguna, sino que, siempre sentadas a una cierta distancia, se dedicaban a leer libros ingleses o franceses. Hasta el segundo o tercer día no descubrí que no eran ellas las que evitaban la compañía de los ingleses, sino que eran estos últimos los que se retraían del contacto con aquellas halfcasts, a pesar de que eran hijas de un comerciante parsi y una francesa. Tanto en el internado de Lausana como en la finishing school de Inglaterra, durante dos o tres años habían recibido el mismo trato y habían gozado de los mismos derechos que los demás; en el barco rumbo a la India, en cambio, en seguida había empezado a tomar cuerpo esa forma fría, invisible, pero no por ello menos cruel, de proscripción social. Por primera vez fui testigo de la peste de la obsesión por la pureza de la raza, que ha sido más funesta para nuestro siglo que la verdadera peste de siglos anteriores.
Aquel encuentro inicial me aguzó la mirada desde el primer momento. Con cierto bochorno disfruté del respeto (desaparecido tiempo ha por culpa nuestra) que se profesaba al europeo como a una especie de dios blanco, el cual, cuando hacía una expedición turística como la del Pico de Adán de Ceilán, inevitablemente se veía acompañado de doce o catorce criados; cualquier otra cosa habría significado un menoscabo a su «dignidad». No pude librarme de la inquietante impresión de que las décadas y los siglos venideros tenían que llevar forzosamente a cambios y transformaciones en aquel absurdo estado de cosas, del cual no nos atrevíamos a barruntar nada en nuestra cómoda y confiada Europa. Gracias a semejantes observaciones pude ver la India no de color de rosa, como, por ejemplo, Pierre Loti, no como algo «romántico», sino como una advertencia; y no fueron los magníficos templos, los palacios corroídos por la acción del tiempo ni los paisajes del Himalaya los que me suministraron la parte principal de mi formación interior en aquel viaje, sino las personas a las que conocí, personas de otra clase y de otro mundo, diferentes de aquellas con las que solía tropezar un escritor en la Europa continental. En aquella época, que aún no conocía los viajes de recreo organizados «Cook» y en la que uno tenía que mirar hasta el último céntimo, quien salía de Europa era casi siempre alguien especial por su categoría o posición: el comerciante, no un mercachifle de miras estrechas, sino un hombre de negocios a lo grande; el médico, un auténtico investigador; el empresario, un hombre de la raza de los conquistadores, audaz, magnánimo, despiadado; incluso el escritor, un hombre de una curiosidad intelectual superior. Durante los largos días y las largas noches del viaje —que la radio todavía no llenaba con su charloteo— tratando con esa otra clase de personas, aprendí más cosas sobre las fuerzas y las tensiones que mueven a nuestro mundo que con la lectura de cien libros. A medida que cambia la distancia de la patria, también cambia la medida interior de las cosas. Muchas pequeñeces que antes me habían preocupado en exceso, a mi regreso las empecé a considerar como tales y dejé de tener a nuestra Europa como el eje eterno de nuestro universo.
Entre los hombres que conocí en el viaje a la India había uno que tuvo una influencia trascendental, aunque no claramente visible, en la historia de nuestro tiempo. De Calcuta a Indochina, navegando por el río Irawadi, todos los días pasé muchas horas con Karl Haushofer, quien se dirigía con su esposa al Japón como agregado militar de la embajada alemana. Aquel hombre erguido y delgado, de pómulos prominentes y pronunciada nariz aguileña, me hizo ver por primera vez las extraordinarias cualidades y la disciplina interior de un oficial del estado mayor alemán. Huelga decir que antes, en Viena, había alternado con militares en algunas ocasiones: jóvenes cordiales, amables e incluso divertidos, la mayoría de los cuales huía de familias de posición social poco o nada acomodada para refugiarse en el uniforme y sacar el máximo provecho del servicio militar. Haushofer, en cambio —y ello se notaba enseguida— era de una familia culta y pequeño burguesa (su padre había publicado un número considerable de poemas y creo que había sido profesor de universidad) y su formación, también universal, trascendía lo puramente militar. Encargado de estudiar los escenarios de la guerra ruso-japonesa sobre el terreno, él y su esposa se habían familiarizado con la lengua e incluso la literatura japonesa; en él descubrí de nuevo que toda ciencia, también la militar, cuando se concibe con amplitud de miras, necesariamente supera los estrechos límites que impone la especialidad y entra en contacto con todas las demás. A bordo del barco, el hombre trabajaba todo el día; seguía con los prismáticos cualquier detalle, escribía diarios e informes, estudiaba diccionarios; pocas veces lo vi sin un libro en las manos. Como buen observador, sabía describir bien las cosas; hablando con él aprendí mucho sobre el enigma de Oriente y, de vuelta a casa, mantuve una amistosa relación con la familia Haushofer; nos escribíamos y nos visitábamos mutuamente en Salzburgo y Munich. Una grave afección pulmonar que lo retuvo en Davos y Arosa, al ausentarlo del servicio militar, favoreció su paso a la ciencia; una vez curado, asumió más tarde un mando durante la Guerra Mundial. Tras la derrota a menudo pensé en él con una gran simpatía; me resultaba fácil imaginarme cómo debía de haber sufrido aquel hombre, que durante años había colaborado desde su invisible retiro en la construcción de Alemania como gran potencia y quizá también en su maquinaria bélica, al ver entre los victoriosos adversarios al Japón, donde se había granjeado tantas amistades.
Pronto se demostró que fue uno de los primeros en pensar en la reconstrucción sistemática y a gran escala de la posición de poder que Alemania ocupara en otro tiempo. Publicó una revista de geopolítica y, como suele ocurrir, no entendí el significado profundo de este nuevo movimiento en sus inicios. Creía sinceramente que sólo se trataba de espiar el juego de fuerzas en la cooperación entre naciones e incluso la expresión «espacio vital» de los pueblos (la cual, si no ando equivocado, él fue el primero en acuñar) la entendí, en el sentido de Spengler, simplemente como la energía relativa, cambiante con las épocas, que todas las naciones desprenden alguna vez siguiendo un ciclo. La exigencia de Haushofer de estudiar más a fondo las cualidades individuales de los pueblos y de estructurar un organismo regulador permanente con una base científica también me pareció de lo más correcta, porque creía que esa investigación serviría exclusivamente para crear tendencias de acercamiento entre los pueblos; también podría ser —no lo sé— que la intención real primitiva de Haushofer no fuera en absoluto política. De todos modos leí sus libros (en los que, dicho sea de paso, me citaba) con un gran interés y sin ningún tipo de sospecha, siempre escuché, por parte del público imparcial, elogios de sus conferencias, en el sentido de que eran sumamente instructivas y nadie lo acusó de que sus ideas sirvieran a una nueva política de fuerza y agresión y estuvieran destinadas sólo a motivar ideológicamente, bajo una forma nueva, los viejos postulados pangermanistas. Pero he aquí que el día en que mencioné de pasada su nombre en Munich, alguien me dijo como la cosa más natural del mundo: «Ah, ¿el amigo de Hitler?».
Nada me hubiera podido dejar más atónito. En primer lugar, porque la mujer de Haushofer no era de raza pura y sus hijos (muy simpáticos e inteligentes) no habrían podido hacer frente a las leyes raciales de Núremberg contra los judíos; en segundo lugar, no veía ninguna posibilidad de relación intelectual directa entre un erudito de gran cultura y de pensamiento universal y un agitador inculto, enredado en un germanismo de la especie más mezquina y brutal. Pero entre los discípulos de Haushofer figuraba Rudolf Hess y no era sino éste quien había hecho posible tal relación; Hitler, poco abierto a ideas ajenas, desde el principio poseyó, sin embargo, el instinto de apropiarse de todo lo que podía ser útil para sus fines personales; así, para él, la «geopolítica» desembocaba y terminaba en la política nacionalsocialista y se sirvió de ella todo lo que pudo para sus propósitos. Y es que la técnica del nacionalsocialismo consistió siempre en fundar sus instintos de poder, inequívocamente egoístas, sobre bases ideológicas y pseudomorales, y el concepto de «espacio vital» daba por fin una capa filosófica a su nueva voluntad de agresión: un eslogan en apariencia inofensivo —por su vaga posibilidad de definición— que, en caso de éxito, podía justificar cualquier anexión, hasta la más arbitraria, como una necesidad ética y etnológica. Fue, pues, mi antiguo compañero de viaje quien —no sé si a sabiendas— tuvo la culpa del cambio radical, funesto para el mundo, de los objetivos de Hitler, originariamente limitados a los aspectos nacionales y a la pureza de la raza, pero que después, con la teoría del «espacio vital», degeneraron en el eslogan «Hoy Alemania es nuestra, mañana lo será el mundo entero»: un ejemplo igualmente evidente de cómo una sola fórmula concisa se puede convertir, por la fuerza inmanente de la palabra, en hechos y en fatalidad, como antes la fórmula de los enciclopedistas sobre el dominio de la raison acabó convirtiéndose en lo contrario, es decir, en terror y agitación de masas. Que yo sepa, Haushofer nunca ocupó un cargo visible en el partido, quizá ni siquiera fue uno de sus miembros; no veo en él, como los hábiles periodistas de hoy, una «eminencia gris» demoníaca que se esconde entre bastidores, maquinando planes de lo más peligrosos y apuntándolos al führer. Sin embargo, no cabe duda de que fueron sus teorías, más que los más rabiosos consejeros de Hitler, las que, conscientemente o no, sacaron la agresiva política del nacionalsocialismo de los estrechos límites nacionales para transportarla a la dimensión planetaria; será la posterioridad la que, disponiendo de una mejor documentación de la que tenemos nosotros, los contemporáneos, dará a esta figura su correcta medida histórica.
A este primer viaje a tierras de ultramar siguió otro a América, al cabo de un tiempo. Tampoco tenía otro propósito que el de ver mundo y, a ser posible, un pedazo del futuro que nos aguardaba; creo que soy en verdad uno de los pocos escritores que cruzaron el océano no para ganar dinero, sino sólo para confrontar con la realidad una idea del Nuevo Continente harto incierta.
La idea que yo tenía de él —no me avergüenza confesarlo— era bastante romántica. Para mí América era Walt Whitman, la tierra del nuevo ritmo, la futura hermandad universal; antes de emprender el viaje, volví a leer los largos versos del «Camerado», que fluyen como un torrente y se desbordan en forma de catarata, y así llegué a Manhattan con un sentimiento abierto y magnánimo de fraternidad, en vez de la habitual arrogancia del europeo. Recuerdo que lo primero que hice fue preguntar al portero del hotel dónde estaba la tumba de Walt Whitman, que tenía intención de visitar; con la pregunta puse en un aprieto al pobre italiano. No había oído nunca este nombre.
La primera impresión fue formidable, a pesar de que Nueva York no tenía aún esa embriagadora belleza nocturna de hoy. No existían aún las impetuosas cataratas de luz del Times Square ni el fantástico cielo estrellado de la ciudad que de noche tiñe de rojo a las reales y auténticas estrellas del firmamento con millones de estrellas artificiales. El aspecto de la ciudad, así como la circulación, carecían de la osada munificencia de hoy, pues la nueva arquitectura se ensayaba todavía con inseguridad en algunos grandes edificios aislados; también el sorprendente auge del gusto por los escaparates y los adornos se hallaba apenas en sus tímidos inicios. Ahora bien, contemplar el puerto desde el puente de Brooklyn, siempre con una ligera oscilación, y pasear por los desfiladeros de piedra de las avenidas era una verdadera fuente de descubrimientos y de emociones, si bien es verdad que, al cabo de dos o tres días, cedieron a una sensación diferente, más fuerte: la sensación de extrema soledad. No tenía nada que hacer en Nueva York y, en aquella época, una persona ociosa en ninguna parte estaba más fuera de lugar que allí. Aún no existían los cines donde uno se pudiese distraer durante una hora, ni las pequeñas y cómodas cafeterías, ni tantas galerías de arte, bibliotecas y museos como hoy; en todo lo referente a la cultura los americanos iban muy a la zaga de nuestra Europa. Cuando, al cabo de dos o tres días, hube visitado fielmente los museos y monumentos principales, fui de un lado para otro por las heladas y ventosas calles como una barca sin timón. Al final, la sensación de lo absurdo de mi callejeo llegó a ser tan fuerte, que sólo logré vencerla haciéndomela más atractiva con una estratagema: inventé un juego conmigo mismo. Me dije que sería un vagabundo completamente solo, uno de los numerosos emigrantes que no sabían qué hacer y que sólo llevaría siete dólares en el bolsillo. Me dije: haz voluntariamente lo que éstos tienen que hacer a la fuerza. Imagínate que dentro de tres días, a lo más tardar, te ves obligado a ganarte la vida, ¡busca por los alrededores y mira cómo se las ingenian por aquí sin contratos ni amigos para ganarse un sueldo rápidamente! Dicho esto, empecé a ir de una oficina de colocación a otra y a estudiar los anuncios de trabajo pegados en las puertas. Aquí buscaban a un panadero, ahí a un auxiliar de oficina con conocimientos de francés e italiano y más allá a un dependiente de librería. Por lo menos este último trabajo era una primera oportunidad para mi yo imaginario. De modo que subí tres pisos por una escalera de caracol de hierro, me informé sobre el sueldo y lo comparé con los precios de alquiler de habitaciones en el Bronx que aparecían en los periódicos. Al cabo de dos días de «buscar trabajo» había encontrado, en teoría, cinco colocaciones que me hubieran servido para ir tirando; así comprobé, mucho mejor que callejeando, cuánto espacio, cuántas posibilidades ofrecía aquel joven país a alguien con ganas de trabajar, y eso me impresionó. Por otro lado, todas esas idas y venidas de una agencia a otra, mis visitas de presentación a las empresas, me permitieron formarme una idea de la excelsa libertad que reinaba en el país. Nadie me preguntó por mi nacionalidad ni mi religión ni mi origen, y eso que había viajado sin pasaporte (algo inimaginable para nuestro mundo actual, un mundo de huellas dactilares, visados e informes policiales). Pero allí había trabajo esperando a las personas; eso, y sólo eso, era determinante. El contrato se firmó en pocos minutos, sin la enojosa intervención del Estado, sin formalidades ni sindicatos, en aquellos tiempos de libertad ya legendaria. Gracias a las gestiones para «encontrar trabajo», en aquellos primeros días aprendí más de América que en todas las semanas posteriores, durante las cuales recorrí, en calidad de turista despreocupado, Filadelfia, Boston, Baltimore y Chicago; excepto en Boston, donde pasé unas horas en sociedad, en casa de Charles Loeffler —que había puesto música a una serie de poemas míos— estuve solo todo el tiempo. En una sola ocasión irrumpió una sorpresa en el total anonimato de mi existencia. Aún recuerdo con gran claridad aquel momento. Estuve paseando por una ancha avenida de Filadelfia; me paré ante una gran librería para ver algo conocido al menos, algo que me fuera familiar, en el nombre de los autores. Me asusté. En el fondo a la izquierda del escaparate había seis o siete libros alemanes y desde uno de ellos me acometió mi nombre. Lo contemplé como hechizado y empecé a pensar. Algo mío, algo que iba a la deriva por aquellas calles extrañas, desconocido y no observado por nadie, ya había estado allí antes que yo, aparentemente sin motivo; el librero debió de escribir mi nombre en una lista para que el libro viajara diez días a través del océano. Por un momento desapareció la sensación de abandono. Y cuando, hace dos años, volví a pasar por Filadelfia, inconscientemente me puse a buscar de nuevo aquel escaparate.
Ya no tenía humor para llegar a San Francisco (en aquella época todavía no se había inventado Hollywood). Pero al menos en otro lugar pude ver el anhelado Océano Pacífico, que me había fascinado desde la infancia, cuando leía relatos de los primeros viajes alrededor del mundo. Y lo vi desde un lugar hoy desaparecido, un lugar que ningún ojo mortal volverá a ver: los últimos montículos del canal de Panamá. Fui allí en un pequeño barco que pasaba por las Bermudas y Haití: y es que nuestra poética generación había sido educada por Verhaeren para admirar los milagros técnicos de nuestra época como nuestros antepasados admiraban las antigüedades romanas. El propio Panamá ya constituía un espectáculo inolvidable, excavado con máquinas, y con aquel cauce de un color ocre amarillento que quemaba los ojos incluso a través de gafas oscuras y un aire diabólico, atravesado por el zumbido de millones y millones de mosquitos cuyas víctimas yacían en el cementerio en hileras interminables. ¡Cuántos hombres habían caído a causa de aquella obra que Europa había empezado y América acabaría! Y que ahora, finalmente, después de treinta años de catástrofes y desengaños, se hacía realidad. Unos meses más para llevar a cabo los últimos trabajos en las esclusas y, después, la presión de un dedo sobre un botón eléctrico y los dos océanos confluirían para siempre después de milenios; pero yo, uno de los últimos de aquella época, con el sentido de la historia bien despierto, todavía los vi separados. Aquella mirada sobre la mayor gesta creadora de América fue una buena despedida del nuevo continente.