EN EL CORAZÓN DE EUROPA
Cuando en la Pascua de 1917 apareció mi tragedia Jeremías en forma de libro, tuve una sorpresa. La había escrito intencionadamente en enconada oposición a la época y, por esta razón, esperaba una oposición no menos enconada. Pero ocurrió todo lo contrario. En seguida se vendieron veinte mil ejemplares del libro, una cifra fantástica para un drama impreso; no sólo los amigos como Romain Rolland se manifestaron públicamente a su favor, sino también los que antes defendían más bien el otro bando, como Rathenau y Richard Dehmel. Directores de teatro a los que ni siquiera se les había entregado el drama —era impensable representarlo en Alemania durante la guerra— me escribieron pidiéndome que les reservara el estreno para cuando llegara la paz; incluso la oposición de los belicosos se mostró cortés y respetuosa. Me lo había esperado todo menos esto.
¿Qué había ocurrido? Ni más ni menos que la guerra ya hacía dos años que duraba, con lo que había cumplido con su cruel tarea de desencanto. Tras la terrible sangría en el campo de batalla, la fiebre empezaba a ceder. Los hombres miraron el rostro de la guerra con más frialdad y rigor que en los primeros meses de entusiasmo. El sentimiento de adhesión fue perdiendo fuerza, porque no se notaba en lo más mínimo la gran «purificación moral» anunciada con delirio por filósofos y escritores. Una profunda grieta recorría el pueblo de arriba a abajo; el país se había desintegrado, por decirlo así, en dos mundos diferentes; en el frente, los soldados que combatían y sufrían las más terribles privaciones; en la retaguardia, los que se habían quedado en casa, los que seguían llevando una vida despreocupada, llenaban los teatros y encima sacaban provecho de la miseria de los demás. Frente y retaguardia se iban perfilando cada vez más como polos opuestos. Un escandaloso favoritismo, disfrazado de mil formas, se introdujo furtivamente por las puertas de las oficinas públicas; se sabía que con dinero o influencias se obtenían lucrativos suministros, mientras se seguía empujando a las trincheras a campesinos y obreros medio cosidos a balazos. Así, pues, todo el mundo empezó a cuidar de sí mismo lo mejor que podía, sin escrúpulos. Los artículos de primera necesidad eran cada día más caros debido a un vergonzoso comercio de intermediarios, los víveres escaseaban y, por encima de la sombría ciénaga de la miseria colectiva, brillaba como un fuego fatuo el provocador lujo de los que se aprovechaban de la guerra. Una irritada desconfianza fue apoderándose poco a poco de la población: desconfianza hacia el dinero, que perdía valor cada vez más, desconfianza hacia los generales, los oficiales y los diplomáticos, desconfianza hacia los comunicados oficiales y del estado mayor, desconfianza hacia los periódicos y sus noticias, desconfianza hacia la guerra misma y su necesidad. Así, pues, no fue en absoluto el mérito literario de mi libro lo que le procuró un éxito tan sorprendente; me había limitado a expresar aquello que los demás no se atrevían a decir abiertamente: el odio a la guerra y la desconfianza hacia la victoria.
Con todo, parecía imposible expresar semejante estado de ánimo en el escenario mediante la palabra viva y directa. Inevitablemente habría provocado reacciones y, por lo tanto, me pareció que debía renunciar a ver representado en tiempos de guerra ese primer drama contra ella. Pero he aquí que entonces, un buen día recibí una carta del director del teatro municipal de Zúrich diciendo que quería representar lo antes posible mi Jeremías y que me invitaba a asistir al estreno. Yo ya había olvidado que —al igual que en esta Segunda Guerra— aún existía un pedazo de tierra alemana, pequeño pero precioso, al cual se le había concedido la gracia de mantenerse al margen de la guerra, un país democrático donde la palabra había permanecido libre y la manera de pensar, inalterada. Naturalmente, asentí sin dudarlo un instante.
Sólo pude dar mi consentimiento en principio, claro está, pues antes necesitaba obtener el permiso para abandonar el servicio y el país durante un tiempo. Pero, por fortuna, existía en todos los países beligerantes un departamento (no creado en esta Segunda Guerra) llamado «de propaganda cultural». Para explicar la diferente atmósfera cultural de una Guerra Mundial y la otra, es preciso señalar que, en la Primera, los países, con sus gobernantes, emperadores y reyes, educados en la tradición del humanismo, en su subconsciente se avergonzaban todavía de la guerra. Todos los Estados, uno tras otro, rechazaban el reproche de ser o haber sido «militaristas» como si se tratara de una calumnia infame; al contrario: todos competían en el empeño de mostrar, demostrar, explicar y evidenciar que eran «naciones cultas». En 1914, ante un mundo que valoraba la cultura más que el poder y que habría execrado por inmorales eslóganes como «sacro egoísmo» y «espacio vital», nada se solicitaba con tanta insistencia como el reconocimiento de los logros intelectuales de validez universal. Por eso todos los países neutrales se veían inundados de ofertas artísticas. Alemania enviaba a sus orquestas sinfónicas, bajo la batuta de famosos directores, a Suiza, Holanda y Suecia, y Viena a sus filarmónicas; incluso poetas, escritores y sabios eran enviados al extranjero, y no para exaltar gestas militares o celebrar tendencias anexionistas, sino simplemente para demostrar con sus versos y sus obras que los alemanes no eran «bárbaros» y que no sólo fabricaban lanzallamas o buenos gases tóxicos, sino también obras de calidad suprema, válidas para toda Europa. En los años 1914-1918 —tengo que subrayarlo una vez más— la conciencia mundial todavía era una autoridad muy respetada, las fuerzas morales y artísticamente productivas de una nación en guerra todavía conservaban una influencia considerable, los Estados todavía se esforzaban por ganarse la simpatía de la gente, y no por reprimirla, como en la Alemania de 1939, escenario de un terror del todo inhumano. Así, mi solicitud de permiso para asistir a la representación de un drama en Suiza tenía, de hecho, buenas perspectivas; a lo sumo, las dificultades podían surgir por el hecho de que se trataba de un drama antibélico en el que un austríaco anticipaba la derrota —aunque de forma simbólica— como algo que cabía dentro de lo posible. En el ministerio me hice anunciar al jefe de departamento y le expuse mi petición. Ante mi sorpresa, me prometió en el acto que tomaría las medidas oportunas y, por cierto, con un argumento muy curioso: «Gracias a Dios usted no era uno de aquellos estúpidos que pedían guerra a gritos. Hala, pues, haga ahí fuera todo lo posible para que esto termine de una vez».
Al cabo de cuatro días tenía el permiso y un pasaporte para salir al extranjero.
Hasta cierto punto me había sorprendido oír hablar con tanta libertad, en tiempos de guerra, a uno de los más altos funcionarios de un ministerio austríaco. Pero, poco familiarizado con los secretos caminos de la política, no sospechaba que en 1917, bajo el reinado del nuevo emperador Carlos, en los círculos superiores del gobierno se había iniciado, a la chita callando, un movimiento para liberarse de la dictadura militar alemana, la cual despiadadamente arrastraba a Austria, en contra de su voluntad, a remolque de su exacerbado anexionismo. En el estado mayor no se soportaba el brutal autoritarismo de Ludendorff, el ministerio de Asuntos Exteriores se defendía desesperadamente de la guerra submarina ilimitada, que convertiría a América en enemiga nuestra; incluso el pueblo se quejaba de la «arrogancia prusiana». De momento todo eso se manifestaba entre líneas y en observaciones aparentemente anodinas. Pero en los días siguientes supe más cosas y, de modo imprevisto, me enteré antes que los demás de uno de los mayores secretos de aquella época.
Sucedió de la siguiente manera: de camino hacia Suiza me detuve dos días en Salzburgo, donde me había comprado una casa y tenía la intención de instalarme después de la guerra. Existía en esta ciudad un pequeño círculo de hombres de estrictas convicciones católicas, dos de los cuales, como cancilleres, habrían de desempeñar un papel decisivo en la historia de Austria después de la guerra: Heinrich Lammasch e Ignaz Seipel. El primero era uno de los catedráticos de derecho más destacados de su época y había presidido la Conferencia de La Haya; el segundo, sacerdote católico de una inteligencia casi inquietante, estaba destinado a hacerse cargo de la dirección de la pequeña Austria tras la caída de la monarquía y demostró de forma excelente su genio político en este cometido. Los dos eran pacifistas convencidos, católicos ortodoxos, viejos austríacos apasionados y, como tales, enemigos decididos del militarismo alemán, prusiano y protestante, al que consideraban incompatible con las ideas tradicionales de Austria y su misión católica. Mi Jeremías fue recibido con gran simpatía en estos círculos religioso-pacifistas y el consejero áulico Lammasch (Seipel estaba de viaje en aquel momento) me invitó a su casa, en Salzburgo. El distinguido y sabio anciano me habló en términos muy cordiales; me dijo que mi libro satisfacía nuestras ideas austríacas de conciliación y que esperaba con impaciencia que su influencia trascendiera los límites puramente literarios. Y ante mi sorpresa, porque no me conocía de antes, y con una franqueza que demostraba su valentía de espíritu, me confió el secreto de que en Austria nos hallábamos en vísperas de un cambio decisivo. Una vez descartada militarmente Rusia, no existía para Alemania —en el caso de que quisiera abandonar sus inclinaciones agresivas— ni para Austria ningún impedimento real para la paz; no se podía desaprovechar ese momento. Si la pandilla de pan-germanistas alemanes seguía oponiéndose a las negociaciones, Austria debía tomar la iniciativa y actuar con independencia. Me insinuó que el joven emperador Carlos había prometido su apoyo a este propósito; quizá pronto se verían los resultados de su política personal. Ahora todo dependía de si Austria hacía suficiente acopio de energía para imponer una paz concertada en vez de la «paz de la victoria» que reivindicaba el partido militarista alemán, indiferente a nuevos sacrificios. En caso de necesidad, empero, haría falta llegar hasta el último extremo y Austria debería salir de la alianza antes de verse arrastrada por el militarismo alemán a una catástrofe.
—Nadie nos puede acusar de deslealtad —dijo con firmeza y decisión—. Hemos tenido más de un millón de muertos. ¡Ya nos hemos sacrificado bastante! A partir de ahora, ¡ni una vida humana más, ni una sola, por la hegemonía alemana en el mundo!
Se me cortó la respiración. A menudo habíamos pensado todas esas cosas en nuestro fuero interno, pero nadie se había atrevido a expresarlas abiertamente («Reneguemos a tiempo de los alemanes y de su política anexionista»), porque tal cosa se habría considerado como una traición al hermano de armas. Pero he aquí que ahora lo decía un hombre que, como yo ya sabía de antes, en Austria disfrutaba de la confianza del emperador y, en el extranjero, gracias a su actividad en La Haya, de un gran prestigio, y me lo decía a mí, casi un desconocido, con tanta tranquilidad y valentía, que en seguida comprendí que el movimiento separatista austríaco ya no se encontraba desde hacía tiempo en la fase preliminar, sino en plena marcha. Era osado pensar que, con la amenaza de una paz por separado, se podía predisponer mejor a Alemania a entablar negociaciones o que, en caso necesario, se podría llevar a cabo esta amenaza; era la única, la última posibilidad —la historia lo atestigua— de salvar a la monarquía y, con ella, a Europa. Por desgracia, faltó a la realización de este plan la firmeza del primer momento. El emperador Carlos envió, en efecto, al hermano de su mujer, el príncipe Parma, con una carta secreta a Clemenceau para sondear las posibilidades de paz sin informar antes a la corte de Berlín y, si procedía, para iniciar las negociaciones. Creo que todavía no se ha aclarado del todo de qué manera Alemania tuvo conocimiento de aquella misión secreta. Por desdicha el emperador Carlos no tuvo el valor de defender públicamente sus convicciones, sea porque, como muchos afirman, Alemania amenazaba con invadir militarmente a Austria, sea porque como Habsburgo le asustaba el descrédito de rescindir, en un momento crucial, una alianza concertada por Francisco José y sellada con tanta sangre. En cualquier caso, no nombró para el cargo de primer ministro ni a Lammasch ni a Seipel, los únicos que, como católicos internacionalistas y llevados por convencimiento moral, habrían tenido la fuerza necesaria para cargar con el descrédito de una separación de Alemania, y aquel titubeo fue su perdición. Los dos hombres llegarían a primer ministro, pero no en el viejo imperio de los Habsburgos, sino en la cercenada República Austríaca y, sin embargo, nadie hubiera sido más capaz de defender ante el mundo tal aparente error que estas dos eminentes y respetadas personalidades. Con una franca amenaza de separación o con la separación efectiva, Lammasch no sólo habría salvado la existencia de Austria, sino también a Alemania, protegiéndola de su peligro más inherente: su ilimitado afán de anexión. Mejor le habría ido a nuestra Europa si la acción que aquel hombre sabio y profundamente religioso me anunció abiertamente no se hubiera malogrado por culpa de la debilidad y el desatino.
Al día siguiente proseguí el viaje y crucé la frontera suiza. Cuesta imaginarse ahora lo que significaba entonces pasar de un país en guerra, cerrado y hambriento, a la zona neutral. Eran pocos minutos de una estación a otra, pero desde el primer momento al viajero le invadía la sensación de salir de una atmósfera sofocante y enrarecida al aire fresco, saturado de nieve, una especie de embriaguez que bajaba del cerebro para recorrer nervios y sentidos. Al cabo de los años, cuando, viniendo de Austria, pasaba por aquella misma estación (cuyo nombre nunca me ha quedado grabado en la memoria), de súbito se repetía como un relámpago la sensación de poder respirar libremente. Bajaba del vagón de un salto y en la fonda de la estación —primera sorpresa— me esperaba todo aquello que había olvidado que formaba parte de las cosas más naturales del mundo: había allí expuestas naranjas doradas y jugosas, plátanos, chocolate y jamón, cosas que en nuestro país sólo se podían obtener a escondidas, por la puerta trasera; se podía comprar carne y pan sin cartilla de racionamiento. Y los viajeros, en efecto, se lanzaban como fieras hambrientas sobre tales exquisiteces baratas. Había allí una oficina de telégrafos y otra de correos desde donde se podía escribir y telegrafiar a los cuatro vientos sin censura alguna. Había diarios franceses, italianos e ingleses que se podían comprar, abrir y leer sin temer castigo alguno. Aquí, a cinco minutos, lo prohibido estaba permitido y allá, al otro lado, lo permitido estaba prohibido. Todo lo absurdo de las guerras europeas se me puso palpablemente de manifiesto en aquella estrecha contigüidad del espacio; en el otro lado, en la pequeña ciudad fronteriza, cuyos letreros se podían leer a simple vista, sacaban a los hombres de las casas y las barracas y los cargaban en vagones con destino a Ucrania y Albania para que mataran o se dejaran matar; en el lado de acá los hombres de la misma edad estaban tranquilamente sentados con sus mujeres ante las puertas enramadas de hiedra, fumando sus pipas; instintivamente me pregunté si también los peces de la orilla derecha del riachuelo fronterizo eran beligerantes y los de la izquierda neutrales. Nada más cruzar la frontera ya pensaba de otro modo, más libre, más animado, menos servil, y al día siguiente mismo comprobé hasta qué punto se atrofiaba en el mundo de la guerra no sólo nuestro ánimo, sino también nuestro organismo: cuando, invitado por unos parientes, después del almuerzo tomé inconscientemente una taza de café y me puse a fumar un habano, de repente me sentí mareado y noté unas fuertes palpitaciones en el corazón. Tras muchos meses de tomar sucedáneos, mi cuerpo y mis nervios no toleraban ni el café ni el tabaco auténticos; después de las condiciones antinaturales de la guerra, también el cuerpo tenía que adaptarse de nuevo a las condiciones normales de la paz.
Ese vértigo, ese agradable mareo, se transmitió igualmente al espíritu. Cada árbol me parecía más bello, cada montaña más libre, cada paisaje más risueño, porque en un país en guerra el efecto que la reconfortante paz de un prado ejerce sobre la mirada oscurecida es como una indiferencia insolente de la naturaleza, cada puesta de sol purpúrea recuerda la sangre derramada; aquí, en el estado natural de la paz, el noble distanciamiento de la naturaleza volvía a ser natural, y yo amaba Suiza como nunca la había amado. Siempre me había gustado visitar ese país, grandioso en sus pequeñas dimensiones e inagotable en su diversidad. Pero nunca había entendido mejor que entonces el sentido de su existencia: la idea suiza de la convivencia de las naciones en un mismo espacio y sin hostilidad, esa sapientísima máxima de elevar, mediante el respeto mutuo y una democracia sinceramente sentida, las diferencias lingüísticas y étnicas a la categoría de fraternidad. ¡Qué ejemplo para toda nuestra confusa Europa! Refugio de todos los perseguidos, patria secular de la paz y la libertad, que acogía a todas las maneras de pensar y a la vez conservaba fielmente su propia identidad. ¡Cuán importante ha sido para nuestro mundo la existencia de este Estado supranacional! Con razón me parecía un país agraciado por la hermosura y favorecido por la riqueza. No, allí nadie era extranjero; en esa hora trágica para el mundo, un hombre libre e independiente se sentía más en casa allí que en su propia patria. En Zúrich me sentía impulsado a pasear de noche por las calles y cerca del lago. Las luces irradiaban paz y la gente aún poseía la buena serenidad de la vida. Tras las ventanas, las que se acostaban en la cama no eran mujeres desveladas pensando en sus hijos, y yo lo percibía; no veía heridos, ni mutilados, ni jóvenes que mañana o pasado serían cargados en vagones. Allí se sentía uno más autorizado a vivir, mientras que en el país en guerra era una vergüenza y casi un pecado seguir todavía ileso.
Sin embargo, para mí lo más urgente no eran las conversaciones sobre la representación de mi obra ni los encuentros con amigos suizos y extranjeros. Quería, sobre todo, ver a Rolland, el hombre que yo sabía que podía hacerme más fuerte, más lúcido y más activo, y quería darle las gracias por todo lo que sus consejos y su amistad me habían dado durante los días más amargos de mi soledad espiritual. Mis primeros pasos debían conducirme hasta él, de modo que sin demora me dirigí a Ginebra. La verdad es que, como «enemigos», nos encontrábamos en una situación un tanto complicada. Como es natural, los gobiernos de los países beligerantes no veían con buenos ojos que sus súbditos se relacionaran en territorio neutral con los de naciones enemigas. Por otro lado, sin embargo, tampoco existía ninguna ley que lo prohibiera. No había ninguna cláusula por la cual se debiera castigar a alguien que se reuniera con ellos. Prohibido y equiparado a alta traición lo estaba sólo el trato comercial, «negociar con el enemigo», y para no granjearnos la sospecha de infringir tal prohibición ni por asomo siquiera, por principio evitábamos ofrecernos tabaco entre amigos, a sabiendas de que estábamos siendo observados constantemente por numerosos policías secretas. Para evitar cualquier sospecha de tener miedo o mala conciencia, los amigos internacionales escogíamos el método más simple: la franqueza. No nos escribíamos a direcciones falsas ni a listas de correos, no nos visitábamos de noche ni a escondidas, sino que paseábamos juntos por la calle y nos sentábamos en los cafés a la vista de todos. Así, pues, tan pronto como llegué a Ginebra, me anuncié con nombre y apellido al portero del hotel y le dije que quería hablar con el señor Romain Rolland, precisamente porque, para la agencia de información alemana o francesa, era mejor que pudiesen comunicar quién era yo y a quién visitaba; a la postre, para nosotros era de lo más natural que dos viejos amigos no tuvieran que evitarse de repente por el mero hecho de que por casualidad pertenecían a dos naciones diferentes, las cuales, también por casualidad, estaban en guerra una contra otra. No nos sentíamos obligados a tomar parte en un absurdo sólo porque el mundo se comportara absurdamente.
Y ahora por fin me hallaba en su habitación. Me pareció casi la misma de París. Como en aquel entonces, la mesa y la silla aparecían disimuladas bajo una gran cantidad de libros; el escritorio rebosaba de revistas, cartas y papeles; era la misma celda monacal de trabajo, modesta y, sin embargo, unida al mundo entero, que el carácter de su dueño construía a su alrededor dondequiera que fuese. Por un momento no encontré las palabras de salutación y sólo nos dimos la mano: la primera mano francesa que desde hacía unos años podía volver a estrechar. Rolland era el primer francés con el que hablaba después de tres años, pero durante ese tiempo habíamos estado más próximos que nunca. Con él hablé con más familiaridad y franqueza en la lengua extranjera que con cualquier otra persona de mi patria. Era plenamente consciente de que el amigo que tenía ante mí era la persona más importante de aquella hora mundial nuestra, de que era la conciencia moral de Europa quien me hablaba. En aquel momento pude darme cuenta de todo lo que hacía y había hecho con su extraordinario servicio a la causa del entendimiento mutuo. Trabajando día y noche, siempre solo, sin ayuda de nadie, sin secretario, seguía las declaraciones y manifestaciones de todo tipo y de todos los países; mantenía correspondencia con muchísima gente que le pedía consejo en problemas de conciencia; cada día escribía páginas y páginas de su diario personal; como nadie en aquella época, sentía la responsabilidad de vivir unos tiempos históricos y la necesidad de rendir cuentas a los tiempos futuros. (¿Dónde están hoy los innumerables volúmenes manuscritos de sus diarios, que un día darán explicación completa de todos los conflictos morales y espirituales de aquella Primera Guerra Mundial?). Al mismo tiempo publicaba sus artículos, cada uno de los cuales causaba una conmoción internacional, y trabajaba en su novela Clerambault, en la que ponía en juego toda su existencia, sin descanso, sin pausa, con espíritu de sacrificio, a favor de la inmensa responsabilidad que había asumido, el compromiso de actuar —en todos los aspectos y de modo ejemplar y humanamente legitimado— desde el mismo interior del ataque de locura que sufría la humanidad. No dejaba ninguna carta sin respuesta, ningún opúsculo sobre los problemas de la época sin leer; aquel hombre débil, delicado, con la salud gravemente amenazada en aquellos momentos, que sólo podía hablar en voz baja y tenía que luchar constantemente con una ligera tos, que no podía salir al pasillo sin bufanda y tenía que detenerse tras cada paso demasiado apresurado, empleaba unas fuerzas que crecían de un modo increíble a tenor de la magnitud de la exigencia. Nada lo alteraba, ni ataques ni perfidias; contemplaba el tumulto del mundo sin miedo y con lucidez. Yo veía en él otro heroísmo, el moral, el espiritual; él como monumento de carne y hueso: en mi libro sobre Rolland tal vez no lo he descrito lo suficiente (porque cuando se trata de personas que todavía viven se tiene miedo de ensalzarlas demasiado). No sabría expresar hasta qué punto me sentí conmovido y, si se me permite decirlo, «purificado», cuando lo vi en aquella pequeña habitación de la que emanaba una invisible y reconfortante irradiación hacia todas las zonas del mundo; todavía la notaba en la sangre días después y sé que la fuerza alentadora y tonificante que Rolland desprendía a través de su lucha en solitario, o casi en solitario, contra el insensato odio de millones, es uno de esos imponderables que escapan a cualquier medida y cálculo. Sólo nosotros, testigos de aquellos tiempos, sabemos lo que entonces significó su presencia y su ejemplar imperturbabilidad. Gracias a él, la Europa víctima de la rabia conservó su conciencia moral.
Durante las conversaciones de aquella tarde y de los días siguientes, me emocionó la leve tristeza que envolvía todas sus palabras, la misma que se percibía en Rilke al hablar de la guerra. Le exasperaban los políticos y aquellos a los que, para su vanidad nacional, nunca les bastaban los sacrificios de los demás. Pero a la vez vibraba de compasión por las innumerables personas que sufrían y morían por un pecado que ellas mismas no comprendían y que, en definitiva, no era sino un absurdo. Me mostró el telegrama de Lenin en el que —antes de su salida de Suiza en aquel tren precintado de mala fama— éste le suplicaba que lo acompañara a Rusia, porque sabía muy bien lo importante que habría sido para su causa la autoridad de Rolland. Pero Rolland estaba firmemente decidido a no venderse a ningún grupo, sino a servir —independientemente, sólo con su persona— a la causa a la que se había consagrado: la causa común. Del mismo modo que no exigía a nadie que se sometiera a sus ideas, también él rechazaba cualquier atadura. Quien lo amaba debía permanecer independiente a su vez; no quería dar otro ejemplo que no fuera éste: que la persona puede ser libre y fiel a sus convicciones incluso en contra del mundo entero.
Aquella misma tarde me encontré en Ginebra con el grupito de franceses y otros extranjeros que se reunían en torno a dos pequeños periódicos independientes, La Feuille y Demain: J.P. Jouve, René Arcos y Frans Masereel. Nos hicimos amigos íntimos con el impulsivo entusiasmo con que suelen trabar amistad los jóvenes. Pero el instinto nos decía que nos hallábamos en el comienzo de una vida completamente nueva. La mayor parte de nuestras antiguas relaciones había perdido toda su validez por la ofuscación patriótica de los que hasta entonces habían sido camaradas. Necesitábamos nuevos amigos y, puesto que estábamos en el mismo frente, en la misma trinchera intelectual y contra el mismo enemigo, espontáneamente nació entre nosotros una especie de apasionada camaradería; al cabo de veinticuatro horas habíamos intimado tanto como si nos hubiéramos conocido desde hacía años y, como es costumbre en cualquier frente, en seguida nos tuteamos como hermanos. Todos nos dábamos cuenta («we few, we happy few, we band of brothers»), además del peligro que corríamos individualmente, de la temeridad sin igual de nuestro grupo; sabíamos que, a cinco horas de distancia, cualquier alemán que atisbara a un francés o cualquier francés que atisbara a un alemán, lo atacaría con la bayoneta o lo despedazaría con una granada de mano y que por ello recibiría una medalla; sabíamos que, a un lado y otro, millones de personas no soñaban con otra cosa que con exterminarse mutuamente y borrarse los unos a los otros de la faz de la tierra; sabíamos que los periódicos hablaban de los «enemigos» sacando espuma por la boca, mientras que nosotros, un puñado entre millones y millones, no sólo nos sentábamos a la misma mesa pacíficamente, sino también en una hermandad de lo más sincera e incluso conscientemente apasionada; sabíamos que actuando así nos oponíamos al lado oficial regulado por las órdenes; sabíamos que con esa franca manifestación de nuestra amistad poníamos en peligro a nuestras personas ante nuestras respectivas patrias; pero precisamente el riesgo estimulaba nuestra osadía y la elevaba a niveles casi extáticos, porque queríamos arriesgarnos y disfrutábamos del placer del riesgo, puesto que era la única cosa que daba peso real a nuestra protesta. Y así, junto con J.P. Jouve, di una conferencia pública en Zúrich (un caso único en aquella guerra): él leyó sus poesías en francés y yo fragmentos de mi Jeremías en alemán. Pero precisamente enseñando nuestras cartas de ese modo demostrábamos que éramos honrados en aquel juego temerario. Nos era indiferente lo que pensaran en nuestros consulados y embajadas, a pesar de que, como Cortés, quizá con ello quemábamos nuestras naves. Estábamos profundamente convencidos de que no éramos nosotros los «traidores», sino los otros, aquellos que traicionaban la misión humana del poeta por las contingencias del momento. ¡Y con qué heroísmo vivían aquellos jóvenes franceses y belgas! Ahí estaba Frans Masereel, quien, con sus grabados en boj contra la abominación de la guerra, dibujaba ante nuestros ojos su eterno monumento gráfico, esas inolvidables láminas en blanco y negro que, por su fuerza y furia, no se quedan a la zaga de, por ejemplo, «Los desastres de la guerra» de Goya. Noche y día, este hombre varonil tallaba, incansable, nuevas figuras y escenas en la muda madera; la angosta habitación y la cocina estaban llenas hasta el techo de bloques de madera, pero cada mañana La Feuille publicaba una de sus acusaciones gráficas, que no acusaban a ninguna nación en concreto, sino siempre a nuestro común enemigo: la guerra. ¡Cómo soñábamos con poder lanzar desde aviones, en lugar de bombas contra ciudades y ejércitos, hojas volantes con aquellas estremecedoras y furibundas acusaciones, comprensibles sin palabras, sin texto, hasta para el más inculto! Estoy convencido de que habrían matado la guerra antes. Pero por desgracia sólo aparecían en las pequeñas páginas de La Feuille, que apenas llegaban más allá de Ginebra. Todo cuanto hacíamos e intentábamos hacer quedaba aprisionado en el estrecho círculo de Suiza y, cuando surtió efecto, ya era demasiado tarde. En secreto no nos engañábamos respecto a nuestra impotencia ante la poderosa maquinaria de los estados mayores y las administraciones públicas y, si no nos perseguían, quizá fuera porque no podíamos resultarles peligrosos, ahogados como nuestras palabras, impedidos como nuestras acciones. Sin embargo, precisamente porque sabíamos que éramos pocos, nos apretábamos más los unos contra los otros, pecho contra pecho, corazón contra corazón. En mis años de madurez, nunca he vuelto a sentir una amistad tan entusiasta como en aquellas horas pasadas en Ginebra, y aquellos lazos han resistido todas las épocas posteriores.
Desde un punto de vista psicológico e histórico (no desde el artístico), la figura más notable de aquel grupo era Henri Guilbeaux; en su persona vi confirmada, con más convencimiento que en cualquier otra, la ley irrefutable de la historia según la cual en épocas de trastornos repentinos, sobre todo durante una guerra o una revolución, el coraje y la osadía a menudo valen más, por un corto período, que la importancia intrínseca de las personas; y el momento de la impetuosa valentía de la población civil puede ser más decisivo que su personalidad y constancia. Cada vez que el tiempo avanza veloz y se precipita, aquellos que saben lanzarse a las olas sin vacilar toman la delantera. ¡Y a cuántas figuras, en el fondo efímeras, no encumbró entonces el tiempo por encima de ellas mismas (Béla Kun, Kurt Eisner) elevándolas hasta una posición para cuya altura no estaban interiormente preparadas! Guilbeaux, un hombrecillo rubio y delgado, de penetrantes e inquietos ojos grises y de una locuacidad vivaz, en realidad no poseía ningún otro talento. A pesar de que fue él quien había traducido mis poesías al francés casi una década antes, tengo que decir en honor a la verdad que sus facultades literarias eran bastante escasas. Su dominio de la lengua no superaba la medianía y su formación era superficial en todo. Toda su fuerza radicaba en la polémica. Por una infeliz disposición de su carácter era de esas personas que siempre tienen que estar «en contra» de algo, no importa qué. Sólo se sentía satisfecho cuando, como un auténtico gamin, podía emprenderla a golpes y arremeter contra cualquier cosa más fuerte que él. Aun cuando en el fondo era un buenazo, en París, antes de la guerra, había polemizado sin cesar en el campo de la literatura contra determinadas corrientes y personas, para después ocuparse de los partidos radicales, ninguno de los cuales le pareció lo bastante radical. Y ahora, en tiempos de guerra, había encontrado de repente, como antimilitarista, a un adversario gigantesco: la guerra mundial. La timidez y la cobardía de la mayoría, por un lado, y, por otro, la osadía y la temeridad con que se lanzó a la lucha, lo hicieron importante e incluso imprescindible para un momento de la historia. Y es que a él le atraía lo que a otros les asustaba: el peligro. El hecho de que los demás arriesgaran tan poco y él tanto confirió a este literato, en sí insignificante, una repentina grandeza y acrecentó sus facultades de publicista y luchador por encima de su nivel natural: un fenómeno que también se pudo observar en la Revolución Francesa entre los pequeños abogados y juristas de la Gironda. Mientras los demás callaban, mientras nosotros mismos dudábamos y a cada paso pensábamos cuidadosamente qué debíamos hacer y qué no, él actuaba con decisión, y el gran mérito eterno de Guilbeaux es y será el de haber fundado y dirigido el único periódico antibélico y de peso intelectual de la Primera Guerra Mundial: el Demain, un documento que debería leer todo aquel que de veras quiera comprender las corrientes intelectuales de la época. Nos dio lo que necesitábamos: un centro de debate internacional y supranacional en medio de la guerra. El que Rolland le diera su apoyo fue decisivo para el periódico, pues gracias a su autoridad moral y a sus contactos, pudo aportarle los mejores colaboradores de Europa, América y la India; por otro lado, los revolucionarios todavía exiliados de Rusia, Lenin, Trotski y Lunacharski, empezaron a tener confianza en el radicalismo de Guilbeaux y se pusieron a escribir regularmente para el Demain. Y así, durante doce o veinte meses, no hubo en el mundo otro periódico más interesante e independiente y, si hubiera sobrevivido a la guerra, quizás habría ejercido una influencia decisiva en la opinión pública. Al mismo tiempo Guilbeaux se hizo cargo en Suiza de la representación de grupos radicales franceses que la mano dura de Clemenceau había amordazado. Tuvo un histórico papel en los famosos congresos de Kienthal y Zimmerwald, donde los socialistas todavía internacionalistas se separaron de los que se habían convertido en patriotas; ningún francés, ni siquiera aquel capitán Sadoul que en Rusia se había pasado a los bolcheviques, fue tan temido y odiado durante la guerra, en los círculos políticos y militares de París, como ese hombrecito rubio. Finalmente, el servicio de espionaje francés consiguió ponerle la zancadilla. En un hotel de Berna, robaron de la habitación de un espía alemán hojas de papel secante y copias de cartas con papel carbón que en realidad sólo demostraban que algunos cargos alemanes se habían suscrito a algunos números del Demain: en sí mismo, un hecho inocente, pues, teniendo en cuenta la meticulosidad alemana, era probable que aquellos ejemplares estuvieran destinados a distintas bibliotecas y administraciones. Pero en París el pretexto bastó para calificar a Guilbeaux de agitador comprado por Alemania y para iniciar un proceso contra él. Fue condenado a muerte in contumaciam de un modo completamente injusto, como demuestra el hecho de que la condena fue anulada diez años más tarde en un juicio de revisión. Pero poco después, a causa de su vehemencia e intransigencia —que poco a poco se fue convirtiendo en un peligro también para Rolland y todos nosotros— entró igualmente en conflicto con las autoridades suizas, que lo detuvieron y encerraron. Lo salvó Lenin, que le profesaba un afecto personal y que le estaba agradecido por la ayuda que había recibido de él en los momentos más críticos: de un plumazo lo convirtió en ciudadano ruso y lo autorizó a partir hacia Moscú en el segundo tren sellado. Ahora sí habría podido desplegar de veras sus fuerzas creadoras, porque en Moscú le ofrecían por segunda vez todas las posibilidades de actuar, dado que poseía todos los méritos de un auténtico revolucionario: prisión y condena a muerte in contumaciam. Al igual que en Ginebra gracias a la ayuda de Rolland, así también en Moscú, gracias a la confianza de Lenin, habría podido contribuir de modo positivo a la construcción de Rusia. Por otro lado, era difícil encontrar a alguien tan indicado como él —por su valerosa actitud en la guerra— para desempeñar un papel decisivo en el Parlamento y en la vida pública francesa después de la guerra, porque todos los grupos radicales veían en él al hombre ideal, activo y valiente, al líder nato. La realidad demostró, sin embargo, que Guilbeaux no era un líder nato, sino que, como tantos otros escritores de la guerra y políticos de la revolución, tan sólo era producto de un momento fugaz, y que los temperamentos desequilibrados acaban por derrumbarse tras las primeras subidas fulminantes. En Rusia, al igual que antes en París, Guilbeaux, como polemista incurable, despilfarró su talento en peleas y riñas y acabó enemistándose con los que habían respetado su coraje: primero con Lenin, después con Barbusse y Rolland y finalmente con todos nosotros. En un breve lapso de tiempo terminó como había empezado: con insignificantes opúsculos y vanas disputas. Completamente ignorado, murió en un rincón de París poco después del indulto. El hombre más temerario y valeroso en la guerra contra la guerra, que, si hubiera sabido aprovechar y merecer el empuje que la época le había dado, habría podido convertirse en una de las grandes figuras de nuestro tiempo, hoy es una persona completamente olvidada y yo quizá sea uno de los últimos que todavía lo recuerdan con gratitud, sobre todo por su hazaña con el Demain.
Al cabo de unos días regresé de Ginebra a Zúrich para empezar las entrevistas sobre los ensayos de mi obra. Era una ciudad que siempre me había gustado por su hermosa situación a orillas del lago y a la sombra de las montañas, y desde luego por su cultura señorial, un tanto conservadora. Pero gracias a que Suiza vivía en paz, encajonada entre Estados en guerra, Zúrich había salido de su languidez y de la noche a la mañana se había convertido en la ciudad más importante de Europa, en un punto de encuentro de todos los movimientos intelectuales, aunque también de todos los especuladores imaginables, vividores, espías y propagandistas, a los que la población autóctona miraba con justificado recelo a causa de ese amor tan repentino. En los restaurantes, los cafés, los tranvías y en la calle se oía hablar todas las lenguas. Por doquier se topaba uno con conocidos, algunos gratos y otros inoportunos y, lo quisiera o no, caía en un torrente de exaltadas discusiones. Y es que la existencia de aquel gran número de personas que la marea del destino arrastraba a aquella ciudad dependía del desenlace de la guerra; unas, comisionadas por sus gobiernos, otras, perseguidas y proscritas, pero todas desligadas de sus vidas y lanzadas a las manos del azar. Como ninguna tenía un hogar, buscaban incesantemente compañeros de infortunio y, como no estaba en su poder influir en los acontecimientos militares y políticos, discutían noche y día sumidas en una especie de fiebre intelectual que las excitaba y fatigaba a la vez. Era realmente difícil sustraerse a las ganas de hablar después de haber vivido meses y años en el país de origen con los labios sellados; la gente se sentía impelida a escribir y publicar desde que por primera vez podía volver a pensar y escribir sin censura; todo el mundo estaba tenso al máximo e incluso las mediocridades, como he mostrado en el caso de Guilbeaux, eran más interesantes de lo que habían sido nunca antes ni volverían a serlo después. Allí se reunían escritores y políticos de todas las tendencias y lenguas; Alfred H. Fried, premio Nobel de la paz publicó allí su Friedenswarte (Atalaya de la paz); Fritz von Unruh, ex oficial prusiano, nos leyó sus últimos dramas; Leonhard Frank escribió su apasionante novela Der Mensch ist gut (El hombre es bueno); Andreas Latzko causó sensación con su Menschen im Krieg (Hombres en guerra); Franz Werfel acudió para dar una conferencia; encontré a hombres de todas las naciones en el viejo hotel Schwerdt, donde antaño se habían alojado Casanova y Goethe; vi a rusos que después estuvieron presentes en la Revolución y cuyos nombres reales nunca he conocido; a italianos, a sacerdotes católicos, a socialistas intransigentes y a otros del partido alemán de la guerra; entre los suizos, nos apoyaban el magnífico pastor Leonhard Ragaz y el poeta Robert Faesi. En la librería francesa encontré a mi traductor, Paul Morisse; en la sala de conciertos, al director Oscar Fried; todo el mundo estaba allí, todo el mundo pasaba por allí, se oían opiniones para todos los gustos, desde las más absurdas hasta las más sensatas, se respiraba rabia y entusiasmo. Se fundaban periódicos, se dirimían controversias, los contrastes se acercaban o se alejaban aún más, se hacían y deshacían grupos; nunca he vuelto a tropezar con una mezcla más variopinta y apasionada de opiniones y gentes en una forma tan concentrada y, como quien dice, tan humeante como durante aquellos días en Zúrich (o tal vez debería decir noches, porque la gente discutía hasta que el café Bellevue o el Odeón apagaban las luces y entonces a menudo sucedía que los unos iban a casa de los otros). En aquel mundo encantado ya nadie contemplaba el paisaje, las montañas, los lagos y su dulce paz; la gente vivía pendiente de los periódicos, de las noticias y los rumores, de las opiniones y las disputas. Y cosa curiosa: mentalmente se vivía la guerra con más intensidad que en el seno de las naciones en guerra, porque allí el problema, por así decir, se había objetivado y se había desprendido por completo del interés nacional por la victoria o la derrota. No se contemplaba la guerra desde ningún punto de vista político, sino europeo, y desde él se la veía como un suceso tremendo y atroz que transformaría no tan sólo unas cuantas líneas fronterizas, sino sobre todo la forma y el futuro de nuestro mundo.
De entre todas aquellas personas, las más dignas de lástima para mí (como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro destino) eran las que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían. Por ejemplo, en un rincón del café Odeón se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento. Cuando, al cabo de unos días, trabé conocimiento con James Joyce, rechazó rotundamente cualquier relación con Inglaterra. Era irlandés. Cierto que escribía en inglés, pero no pensaba ni quería pensar en inglés. Me dijo:
—Quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición.
No lo comprendí muy bien, porque no sabía que entonces ya estaba escribiendo su Ulises; sólo me había prestado su libro Retrato de un artista adolescente, el único ejemplar que tenía, y su pequeño drama, Exiles, que yo precisamente quería traducir para ayudarlo. Cuanto más lo conocía, más admiraba su fantástico conocimiento de lenguas; tras aquella frente redondeada, moldeada a martillazos y que brillaba como porcelana bajo la luz eléctrica, estaban estampados todos los vocablos de todos los idiomas y él jugaba con ellos y los mezclaba de una manera brillantísima. En cierta ocasión me preguntó cómo traduciría al alemán una frase difícil de Retrato del artista y juntos probamos la solución en italiano y en francés; él tenía preparadas para cada palabra cuatro o cinco traducciones en cada lengua, incluso dialectales, y sabía su valor y peso hasta el último matiz. Pocas veces lo abandonaba una cierta amargura, pero creo que en el fondo era esa irritación la fuerza interior que lo volvía vehemente y creativo. El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones. Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro.
Otro de esos anfibios que vivían entre dos naciones era Feruccio Busoni, italiano por nacimiento y educación, alemán por elección. Desde mi juventud yo no había amado tanto a otro virtuoso de la música como a él. Cuando interpretaba alguna pieza de piano en un concierto, de sus ojos emanaba un sorprendente brillo soñador. Sus manos creaban música sin esfuerzo, una perfección única, mientras su bella cabeza, ligeramente echada hacia atrás, rezumaba espíritu, escuchaba y se impregnaba de la música que creaba. Entonces parecía como transfigurado. ¡Cuántas veces había contemplado con fascinación, en las salas de concierto, aquel rostro iluminado, mientras las notas, dulcemente excitantes y, sin embargo, sonoras y argentinas, me penetraban hasta en la sangre! Ahora volvía a verlo, y el hombre tenía el pelo gris y los ojos sombreados de tristeza.
—¿De dónde soy? —me preguntó en una ocasión—. Cuando sueño por la noche y luego me despierto, sé que he hablado italiano en sueños. Y cuando escribo, pienso en alemán.
Tenía discípulos esparcidos por todo el mundo —«quizás en aquel momento uno disparaba contra otro»— y aún no se atrevía a trabajar en su propia obra, la ópera Doctor Fausto, porque se sentía trastornado. Para evadirse, escribió una pequeña pieza musical ligera de un acto, pero la nube no se disipó de su cabeza durante toda la guerra. Pocas veces volví a oír su risa, magnífica, impetuosa y argentina, que tanto me había gustado. Y en una ocasión, ya muy entrada la noche, me topé con él en el vestíbulo del restaurante de la estación; había bebido él solo dos botellas de vino. Al verme, me llamó.
—¡Me aturdo! —me dijo, señalando las botellas—. ¡No bebo! Pero hay veces en que uno tiene que aturdirse; si no, todo le resulta insoportable. La música no siempre lo consigue y el trabajo te visita sólo durante unas pocas buenas horas.
Pero esa situación ambigua era difícil sobre todo para los alsacianos y más aún para aquellos que, como René Schickele, tenían el corazón en Francia y escribían en alemán. En realidad, era porque la guerra había estallado a causa de su país, y su guadaña les partía el corazón. Hubo intentos de atraerlos a la derecha y a la izquierda, de obligarlos a manifestarse a favor de Alemania o de Francia, pero ellos abominaban una disyuntiva que les resultaba imposible. Querían, como todos nosotros, una Alemania y una Francia hermanadas, avenencia en vez de hostilidad, y por eso sufrían por las dos y para las dos.
Y en torno a ellos estaba todavía un desconcertado grupo de gente mezclada, con medios vínculos: mujeres inglesas casadas con oficiales alemanes, madres francesas de diplomáticos austríacos, familias con un hijo sirviendo en un lado y otro en el contrario, padres que esperaban cartas de una y otra parte y a los cuales les habían confiscado lo poco que tenían aquí y que habían perdido la posición que ocupaban allá; todos esos seres resquebrajados habían encontrado refugio en Suiza adonde huyeron de la sospecha que los perseguía tanto en la antigua patria como en la nueva. Por miedo a comprometer a unos y otros, evitaban hablar en cualquier lengua y se deslizaban como sombras de un lado para otro, con su existencia rota, destrozada. Cuanto más europea era la vida de un hombre en Europa, tanto más duramente lo castigaba el puño que aplastaba al continente.
Entretanto se había adelantado el estreno de Jeremías. Fue todo un éxito y el hecho de que el Frankfurter Zeitung informara a Alemania, a modo de denuncia, de que habían asistido a la representación el embajador especial de los Estados Unidos y algunas eminentes personalidades aliadas no me inquietó ni poco ni mucho. Notábamos que la guerra, ya en su tercer año, iba aflojando interiormente y que oponerse a su continuación —algo que tan sólo Ludendorff quería imponer— ya no era tan peligroso como en los primeros tiempos pecadores de su gloria. El otoño de 1918 traería el desenlace definitivo. Pero yo no quería pasar ese tiempo de espera en Zúrich, porque mis ojos se habían vuelto más despiertos y vigilantes. Llevado por el primer entusiasmo de la llegada, me había imaginado que, entre tantos pacifistas y antimilitaristas, encontraría a verdaderos correligionarios, luchadores sinceramente decididos a favor de un entendimiento europeo. No tardé en darme cuenta de que, entre los que se hacían pasar por fugitivos y se comportaban como mártires de convicciones heroicas, se habían infiltrado algunos personajes poco claros que estaban al servicio de la agencia de noticias alemana y cobraban por espiar y vigilar a todo el mundo. La tranquila y formal Suiza resultó minada, como todos pudimos comprobar por experiencia propia, por el trabajo de zapa de agentes secretos de ambos lados. La camarera que vaciaba la papelera, la telefonista, el camarero que, peligrosamente, nos servía demasiado de cerca y sin prisa, estaban al servicio de una potencia enemiga, incluso a menudo una misma persona estaba al servicio de los dos bandos. Abrían las maletas a escondidas, fotografiaban los papeles secantes; las cartas desaparecían por el camino o de las estafetas de correos; elegantes mujeres le sonreían a uno insistentemente en los vestíbulos de los hoteles; pacifistas sorprendentemente solícitos de los que nunca habíamos oído hablar se presentaban de repente e invitaban a firmar proclamas o pedían, hipócritas, direcciones de amigos «de confianza». Un «socialista» me ofreció una cantidad sospechosamente alta por dar una conferencia a unos obreros de la Chaux-de-Fonds de la que nadie sabía nada; era preciso estar siempre alerta. No tardé mucho en descubrir lo reducido que era el número de los que podía considerar absolutamente fiables y, como no quería dejarme arrastrar a la política, poco a poco fui limitando mi trato con la gente. Pero incluso en las personas de confianza me aburría la esterilidad de sus eternas discusiones y su encajonamiento voluntario en grupos radicales, liberales, anarquistas, bolcheviques y apolíticos; por primera vez pude observar de cerca al auténtico tipo de revolucionario profesional que se siente enaltecido por su simple actitud de oposición y se aferra al dogmatismo porque carece de soporte en sí mismo. Permanecer en semejante confusión hecha de charlatanería significa confundirse uno mismo, cultivar compañías dudosas y poner en peligro la seguridad moral de las propias convicciones. De hecho, ninguno de aquellos conspiradores de café se atrevió nunca a conspirar; de todos aquellos políticos universales improvisados ninguno supo hacer política cuando hizo falta. Tan pronto como empezó la tarea positiva, la reconstrucción después de la guerra, cejaron en su actitud negativa y criticona, del mismo modo que muy pocos escritores antibelicistas de aquellos días lograron escribir obras importantes después de la guerra. Había sido la época, con su fiebre, la que escribía, discutía y hacía política por boca de ellos y, como todos los grupos que deben su unidad a una momentánea constelación y no a una idea vivida, todo aquel círculo de hombres interesantes y dotados se desintegró sin dejar rastro tan pronto como hubo desaparecido la resistencia contra la que luchaban: la guerra.
Escogí como lugar ideal un pequeño hostal de Rüschlikon, situado a una media hora de Zúrich; desde las colinas de los alrededores se dominaba todo el lago y, lejanas y diminutas, las torres de la ciudad. Allí no tenía necesidad de ver más que a los que yo invitaba, a los amigos de verdad, y ellos acudían: Rolland y Masereel. Allí podía trabajar para mí mismo y aprovechar el tiempo, que entretanto seguía su curso inexorable. La entrada de América en la guerra permitió a todos aquellos que no tenían la mirada ofuscada y los oídos ensordecidos por la cháchara patria ver venir la inevitable derrota alemana; cuando el emperador alemán anunció de repente que a partir de entonces quería gobernar «democráticamente», nosotros ya sabíamos lo que iba a pasar. Confieso con toda sinceridad que los austríacos y los alemanes, a pesar del vínculo de la lengua y del alma, estábamos impacientes por que se acelerara lo inevitable, dado que se había hecho inevitable; y el día en que el emperador Guillermo, que había jurado luchar hasta el último aliento de hombres y caballos, huyó a través de la frontera y Ludendorff, que había sacrificado millones de hombres a su «paz por la victoria», escapó a Suecia con sus gafas azules, aquel día fue un gran consuelo para nosotros, porque creímos —y el mundo entero también— que con aquélla se había acabado «la» guerra para siempre, que se había amansado o matado la bestia que había asolado a nuestro mundo. Creíamos en el grandioso programa de Wilson, que suscribíamos por entero; en aquellos días en que la Revolución rusa todavía celebraba sus esponsales con la idea de la humanidad y el pensamiento idealista, veíamos nacer en Oriente un incierto resplandor. Éramos unos necios, lo sé. Pero no sólo nosotros. Quien vivió aquella época recuerda que las calles de todas las ciudades retronaban de júbilo al recibir a Wilson como salvador del mundo, y que los soldados enemigos se abrazaban y besaban; nunca en Europa había existido tanta fe como en aquellos primeros días de paz, pues por fin había lugar en la Tierra para el reino de la justicia y la fraternidad, prometido durante tanto tiempo; era ahora o nunca la hora de la Europa común que habíamos soñado. El infierno había quedado atrás, ¿qué nos podía asustar después de él? Empezaba otro mundo. Y, como éramos jóvenes, nos decíamos: será el nuestro, el mundo que soñábamos, un mundo mejor y más justo.