«UNIVERSITAS VITAE»

Por fin llegó el momento largo tiempo deseado en que, junto con el último año del siglo, cerramos también detrás de nosotros la puerta del odiado instituto. Tras el examen final, aprobado a duras penas (porque, ¿qué sabíamos de matemáticas, física y las materias escolásticas?), el director nos obsequió con un discurso vibrante a todos los presentes, ataviados con levitas negras para tal solemne ocasión. Nos dijo que ya éramos adultos y teníamos que honrar a la patria con eficiencia y aplicación. Así se rompió una camaradería de ocho años; a partir de entonces han sido pocos los compañeros de galeras a los que he vuelto a ver. La mayoría nos matriculamos en la universidad y nos miraron con envidia los que debían conformarse con otras profesiones y actividades.

Y es que en aquellos tiempos ahora desaparecidos, en Austria, la universidad aún tenía una aureola especial, romántica. Ser estudiante otorgaba ciertas prerrogativas que situaban a los jóvenes académicos muy por encima de sus compañeros de la misma edad. Esta singularidad, anticuada quizás, era poco conocida en países no germánicos, por lo que su absurdidad y su anacronismo exigen una explicación. En su mayoría, nuestras universidades habían sido fundadas en la Edad Media, en una época, pues, en que la dedicación a la ciencia pasaba por ser algo extraordinario y, con el fin de atraer a los jóvenes al estudio, se les concedía ciertos privilegios de clase. Los escolares medievales no estaban sujetos a la justicia ordinaria, no podían ser detenidos ni molestados en sus colegios por los alguaciles, llevaban una indumentaria especial, tenían el derecho a batirse en duelo impunemente y eran reconocidos como un gremio cerrado con sus costumbres y vicios propios. Con el tiempo y la progresiva democratización de la vida pública, cuando todos los demás gremios y corporaciones medievales se disolvieron, en toda Europa se perdió esa situación de privilegio de los académicos; tan sólo en Alemania y en la Austria alemana, donde la conciencia de clase se imponía siempre a la democrática, los estudiantes continuaron aferrados a unos privilegios exentos de sentido desde hacía tiempo e incluso los convirtieron en un código estudiantil propio. El estudiante alemán, además del civil y general, sobre todo se arrogaba una clase especial de «honor»: precisamente el de ser estudiante. Quien le ofendiera tenía que darle «satisfacción», esto es, enfrentársele con armas en un duelo, siempre y cuando se mostrara «capaz de dar satisfacción». Y según esta presuntuosa valoración, no era capaz de dar satisfacción un comerciante o un banquero, por ejemplo, sino sólo alguien con formación académica, un graduado o un oficial: nadie más, entre millones de personas, podía participar en el singular honor de cruzar la espada con uno de esos mozos estúpidos y barbilampiños. Por otro lado, para ser considerado un estudiante «en toda regla», era necesario haber «demostrado» la propia virilidad, es decir, haber salido airoso de tantos duelos como fuera posible e incluso llevar en la cara, en forma de «cicatrices», las marcas distintivas de tales heroicidades; unas mejillas lisas y una nariz sin marca eran indignas de un auténtico académico germánico. Y así, los estudiantes «de todos los colores», los que pertenecían a una corporación con distintivos de color, se veían obligados sin cesar, a fin de poder «batirse con cuantos más adversarios mejor», a provocarse mutuamente o a provocar a otros estudiantes y oficiales del todo pacíficos. Era en las salas de esgrima de las «corporaciones» donde se inculcaba esta noble y principal actividad a los nuevos estudiantes y, además, se los iniciaba en las costumbres de la asociación. Cada «zorro», es decir, novicio, era confiado a un hermano de la corporación, al que debía obediencia servil y el cual, a cambio, lo adiestraba en las nobles artes de su código de conducta o Komment: beber hasta vomitar, vaciar de un trago y hasta la última gota una jarra grande de cerveza (la prueba de fuego) para así corroborar gloriosamente que uno no era un «blando», o vociferar a coro canciones estudiantiles y escarnecer a la policía marcando el paso de la oca y armando jaleo por las calles de noche. Todo eso era considerado «viril», «estudiantil» y «alemán», y cuando las corporaciones —con sus gorras y brazales de colores— desfilaban agitando sus banderas en sus «callejeos» de los sábados, esos mozalbetes simplones, llevados por su propio impulso hacia un orgullo absurdo, se sentían los auténticos representantes de la juventud intelectual. Miraban con desprecio a la «plebe», que no sabía apreciar como era debido la cultura académica y la virilidad alemana.

A un pequeño bachiller de provincias que llegaba inexperto a Viena, esa «vida de estudiante», alegre y arrojada, podía quizá parecerle la quintaesencia del romanticismo. Y, de hecho, notarios y médicos de pueblo de edad provecta levantaban durante años sus ojos achispados hacia las garambainas de colores y las espadas colgadas en la pared en forma de cruz, orgullosos de sus cicatrices, vistas como marcas distintivas de su condición de «académicos». A nosotros, en cambio, esta actividad boba y brutal sólo nos producía asco, y cuando tropezábamos con una de esas hordas con brazales, doblábamos sabiamente la esquina; porque para nosotros, que teníamos por valor máximo la libertad individual, el gusto por la agresividad y a la vez por el servilismo de grupo representaban, con claridad meridiana, lo peor y lo más peligroso del espíritu alemán. Sabíamos, además, que tras ese romanticismo momificado se escondían objetivos prácticos astutamente calculados, puesto que la afiliación a una corporación «duelista» aseguraba a todos sus miembros la protección de los «viejos señores» que ya ocupaban altos cargos y les facilitaban la carrera. De la asociación de los «Borusianos», de Bonn, partía el único camino seguro hacia la carrera diplomática alemana; de las corporaciones católicas de Austria, el camino hacia las buenas prebendas del partido socialcristiano en el poder, y la mayoría de esos «héroes» sabían perfectamente que sus brazales de colores sustituirían en el futuro los estudios serios que ahora descuidaban y también que cuatro cicatrices en la frente podían llegar a ser un día mejor recomendación para un cargo que lo que estaba detrás de ella. La simple visión de aquellas rudas bandas militarizadas y sus caras cortadas, insolentemente provocadoras, me quitó las ganas de visitar los espacios universitarios; también otros estudiantes, deseosos de aprender de veras, evitaban el paraninfo para ir a la biblioteca y preferían entrar por la poco vistosa puerta trasera y así evitar cualquier encuentro con aquellos tristes héroes.

En consejo de familia se había acordado desde hacía mucho tiempo que yo estudiaría en la universidad. Pero ¿por qué facultad me decidiría? Mis padres me dejaron escoger con toda libertad. Mi hermano mayor había entrado en la empresa industrial paterna, de modo que no había prisa alguna para el segundón. Al fin y al cabo se trataba de asegurar a la familia un título de doctor, no importaba cuál. Y, por una extraña coincidencia, a mí tampoco me importaba. En realidad yo, que desde hacía tiempo me había consagrado en cuerpo y alma a la literatura, no estaba interesado en ninguna de las ciencias que se enseñaban con vistas a una carrera, incluso albergaba una secreta desconfianza —que hoy todavía no ha desaparecido— hacia toda actividad académica. Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia, y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto. Incontables veces he visto confirmado en la vida práctica el hecho de que los libreros de viejo suelen conocer mejor los libros que los mismísimos catedráticos; que los tratantes en arte entienden más que los eruditos; que una buena parte de las iniciativas y los descubrimientos en todos los campos provienen de fuera de la universidad. Por muy práctica, útil y provechosa que pueda ser la actividad académica para los talentos medianos, yo la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede incluso tener un efecto contraproducente. Con sus seis o siete mil estudiantes, masificación que impedía de antemano el contacto personal, tan fecundo, entre profesores y alumnos, en una universidad como la nuestra de Viena, que, además, por una fidelidad exagerada a su tradición, había quedado rezagada respecto a su época, no vi a un solo hombre que me hubiera podido fascinar con su ciencia. Por eso el criterio que seguí en mi elección no fue el de ver qué especialidad ocuparía mejor mí espíritu, sino, al contrario, saber cuál me resultaría menos onerosa y me dejaría más tiempo y libertad para mi auténtica pasión. Finalmente me decidí por la filosofía —o, mejor dicho, por la filosofía «exacta», como la llamábamos en Viena, siguiendo el modelo antiguo—, aunque, a decir verdad, no por un sentimiento de vocación interior, puesto que mis capacidades para el puro pensamiento abstracto son muy exiguas. Todos mis pensamientos se forman, sin excepción, en contacto con los objetos, los acontecimientos y las figuras, soy completamente negado para lo puramente teórico y metafísico. De todas formas, el contenido propiamente dicho de la materia era muy reducido y en la filosofía «exacta» era más fácil que en ninguna otra asignatura ahorrarse la asistencia a clases y seminarios. Lo único que hacía falta era presentar una tesis al final del octavo semestre y pasar unos cuantos exámenes. De modo, pues, que me organicé el tiempo de antemano: durante tres años ¡me desentendería por completo de los estudios universitarios! Después, en el último curso, ¡haría un esfuerzo para dominar la materia escolástica y terminaría rápidamente cualquier tesis! En resumidas cuentas, la universidad acabó dándome lo único que quería de ella: unos cuantos años de total libertad para vivir a mi antojo y consagrarme al arte: universitas vitae.

Si repaso mi vida, recuerdo pocos momentos tan felices como los primeros de mi época universitaria sin universidad. Era joven y, por lo tanto, no sentía aún la responsabilidad de tener que hacer algo perfecto. Era bastante independiente, la jornada tenía veinticuatro horas y todas eran mías. Podía leer y hacer lo que quisiera, sin tener que rendir cuentas a nadie; la nube del examen académico aún no enturbiaba el claro horizonte, porque ¡cuán largos son tres años, comparados con el decimonoveno de tu vida! ¡Con qué riqueza, plenitud y exuberancia de sorpresas y obsequios los puedes configurar!

Lo primero que hice fue una selección de mis poemas que creí implacable. No me avergüenza confesar que para mí, bachiller de diecinueve años recién salido del instituto, el olor más dulce del mundo, más que la esencia de las rosas de Shiraz, era la de la tinta de imprenta. Cada vez que un periódico cualquiera me aceptaba una poesía, la confianza en mí mismo, débil por naturaleza, recibía un nuevo impulso. ¿Por qué no dar ahora el salto definitivo e intentar publicar un volumen entero? El aliento de mis compañeros, que creían más en mí que yo mismo, resultó decisivo. Tuve la osadía de enviar mi manuscrito justo a la editorial que en aquel momento era la más representativa de la lírica alemana, Schuster Löffler, editores de Liliencron, Dehmel, Bierbaum, Mombert, la generación que, junto con Rilke y Hofmannsthal, había creado la nueva lírica alemana. Y, ¡oh milagro!, uno tras otro fueron llegando esos momentos inolvidables de felicidad que jamás se vuelven a repetir en la vida de un escritor, ni siquiera después de sus éxitos más grandes: recibí una carta con la marca de imprenta de la editorial y la retuve nervioso en la mano, sin atreverme a abrirla. Unos segundos después, conteniendo el aliento, leí que la editorial había decidido publicar el libro y que incluso se reservaba los derechos del siguiente. Recibí un paquete con las primeras galeradas que abrí presa de una gran agitación para ver el tipo de letra, la justificación de las líneas y la forma embrionaria del libro, y más adelante, al cabo de unas semanas, el mismo libro, los primeros ejemplares, que no me cansaba de contemplar, palpar, comparar, una vez y otra y otra. Y, luego, la infantil excursión por las librerías para ver si ya tenían ejemplares en los escaparates, si los habían expuesto en un lugar visible o escondido discretamente en un rincón. Y, luego, la espera de cartas, de las primeras críticas, de la primera respuesta de lo desconocido, de lo incalculable… todas esas tensiones, emociones y entusiasmos que envidio en secreto a todo joven que lanza su primer libro al mundo. Pero este entusiasmo mío no era sino un enamoramiento a primera vista, en absoluto petulancia. Da testimonio de la opinión que pronto me formé acerca de esos primeros versos el simple hecho de que no sólo no reedité Cuerdas de plata (tal era el título de aquella primera obra olvidada), sino que tampoco incluí ninguno de ellos en mis Poesías completas. Eran versos llenos de un vago presentimiento y de una inconsciente comprensión de sentimientos ajenos que no habían nacido de la propia experiencia, sino de la pasión por el lenguaje. De todas maneras, revelaban una cierta musicalidad y suficiente sentido de la forma como para llamar la atención de círculos interesados, y no me podía quejar de falta de aliento. Liliencron y Dehmel, los poetas líricos más importantes del momento, dedicaron cordiales elogios, ya de colega a colega, al joven de diecinueve años. Rilke, a quien yo tanto idolatraba, para corresponder al «libro tan bellamente producido», me mandó un ejemplar, dedicado «con gratitud», de la edición especial de sus últimos poemas, al cual salvé de las ruinas de Austria como uno de los recuerdos más queridos de mi juventud y me lo llevé a Inglaterra (¿dónde estará ahora?). Cierto que, al cabo de cuarenta años, ese primer obsequio amistoso de Rilke —el primero de muchos— se me antoja una irrealidad fantasmagórica y que su letra familiar me saluda desde el reino de los muertos. Pero la sorpresa más inesperada de todas se produjo cuando Max Reger, junto con Richard Strauss, el compositor vivo más grande de la época, me pidió permiso para musicar seis poesías de aquel volumen. ¡Cuántas veces las he escuchado desde entonces en conciertos: mis propios versos, que durante años había olvidado y rechazado, eran llevados más allá del tiempo por el arte fraternal de un maestro!

De todos modos, los inesperados aplausos, acompañados también de amables críticas públicas, tuvieron la virtud de animarme a dar un paso que jamás habría emprendido, o por lo menos no tan pronto, debido a esa incurable desconfianza en mí mismo. Ya siendo bachiller, había publicado, además de poesías, narraciones cortas y ensayos en las revistas literarias de los «Modernos», pero nunca me había atrevido a ofrecer ninguno de esos intentos a un periódico importante y de gran difusión. En realidad, en Viena existía un solo órgano periodístico de primera fila, el Neue Freie Presse, el cual, por su posición distinguida, por sus esfuerzos en favor de la cultura y por su prestigio político, significaba para toda la monarquía austro-húngara lo mismo que, poco más o menos, el Times para el mundo inglés y el Temps para el francés; ni siquiera los periódicos del imperio alemán daban muestras de semejante afán por alcanzar un nivel cultural representativo. Su editor, Moritz Benedikt, un hombre provisto de un don de organización fenomenal y de una incansable capacidad de trabajo, dedicó toda su energía, verdaderamente demoníaca, a superar a todos los periódicos alemanes en el campo de la literatura y la cultura. Cuando quería algo de un autor famoso, no reparaba en gastos, le mandaba diez o veinte telegramas seguidos y le concedía por adelantado sus honorarios, cualesquiera que fuesen; los números extraordinarios de Navidad y de Año Nuevo formaban, junto con sus suplementos literarios, volúmenes enteros que contaban con la colaboración de los nombres más insignes; en tales ocasiones, Anatole France, Gerhart Hauptmann, Ibsen, Zola, Strindberg y Shaw se reunían en las páginas de este periódico, que tanto ha contribuido a la orientación literaria de la ciudad y del país. De ideología liberal y, por supuesto, «progresista», firme y prudente en su actitud, el periódico representaba, de un modo ejemplar, el alto estándar cultural de la vieja Austria.

Este templo del «progreso» albergaba otro santuario singular, el llamado «Folletín», que, como los grandes periódicos de París, Temps y Journal des débats, publicaba los artículos más completos y profundos sobre poesía, teatro, música y arte en un suplemento especial, claramente separado de las efímeras páginas de la política y de las noticias del día. En él sólo tenían voz las autoridades, los autores consagrados. Únicamente la solidez de las opiniones, una experiencia de muchos años basada en la comparación y una forma artística perfecta podían hacer que un autor ocupara ese lugar sagrado, tras años de maestría acreditada. Ludwig Speidel, un maestro del cabaret, y Eduard Hanslick gozaban allí de la misma autoridad papal, en cuanto al teatro y a la música, que Sainte-Beuve en París en sus Lundis; su «sí» o «no» decidía en Viena el éxito de una obra, una pieza de teatro o un libro y, por lo tanto, a menudo también el de una persona. Cada uno de sus artículos se convertía en el tema del día en las tertulias de los círculos intelectuales, era discutido, criticado, admirado o atacado y, si alguna vez aparecía un nuevo nombre entre los reconocidos y respetados «folletinistas» de siempre, ello se convertía en todo un acontecimiento. De la generación más joven tan sólo Hofmannsthal había sido admitido ocasionalmente con algunos de sus magníficos artículos; los autores más jóvenes debían conformarse con introducirse furtivamente, escondidos en la bibliografía de las últimas páginas. En principio, quien escribía en la primera página había grabado su nombre en mármol a los ojos de Viena.

Hoy no logro comprender cómo tuve valor para ofrecer un pequeño trabajo poético a la Neue Freie Presse, oráculo de mis padres y hogar de los siete veces ungidos. Pero al final pensé que a lo sumo podía esperar una negativa. El redactor del «Folletín» recibía visitas un solo día a la semana, de dos a tres, puesto que, con el turno regular de los colaboradores famosos y fijos, quedaba muy poco margen para la obra de un intruso. Con el corazón latiendo deprisa, subí las escaleras que conducían a su despacho y me hice anunciar. Al cabo de unos minutos el conserje regresó para decirme que el señor redactor me esperaba, y entré en la pequeña y estrecha habitación.

El redactor del folletín de la Neue Freie Presse se llamaba Theodor Herzl y fue la primera personalidad de talla mundial con la que me encontré cara a cara sin saber, desde luego, el cambio increíble que su persona estaba llamada a producir en el destino del pueblo judío y en la historia de nuestra época. Su situación era todavía equívoca e impredecible. Había empezado con ensayos poéticos, aunque pronto demostró un brillante talento periodístico y se convirtió en el favorito del público vienés, primero como corresponsal en París y luego como folletinista de la Neue Freie Presse. Sus artículos, que todavía hoy cautivan por su riqueza de observaciones agudas y a menudo sabias, su elegancia estilística y su refinado charme, que jamás perdía su nobleza innata ni en el humor ni en la crítica, eran de lo más culto que se podía concebir en el campo periodístico y hacían las delicias de una ciudad educada en el gusto por lo sutil. Asimismo, había obtenido éxito en el Burgtheater con una obra y actualmente era un hombre respetado, idolatrado por los jóvenes y querido por nuestros padres. Hasta el día en que se produjo un hecho inesperado. El destino siempre sabe cómo encontrar la manera de atraer para sus fines secretos al hombre que necesita, aunque pretenda ocultarse.

Theodor Herzl había tenido en París una experiencia que le afectó hondamente, uno de esos momentos que transforman toda una vida: había asistido como corresponsal a la degradación pública de Alfred Dreyfus, había visto cómo le arrancaban las charreteras mientras éste, pálido, gritaba a viva voz: «¡Soy inocente!». Y en el fondo de su corazón había sabido en aquel instante que Dreyfus en efecto era inocente y que lo habían hecho culpable de aquella tremenda sospecha de traición por el simple hecho de ser judío. Pues bien, Theodor Herzl, ya en su época de estudiante, había padecido el destino judío en su íntegro orgullo varonil o, mejor dicho, gracias a su instinto profético, lo había presentido —«prepadecido» en toda su tragedia— en una época en que poco se podía augurar que sería un destino trágico. Con el sentimiento de haber nacido para ser líder —posición para la cual lo habilitaba un porte magnífico e imponente, además de una amplitud de miras y una mundología considerables—, había concebido el fantástico plan de poner fin, de una vez para siempre, al problema judío, uniendo el judaísmo con el cristianismo mediante un bautizo voluntario en masa. Siempre pensando de forma trágica, se había imaginado a sí mismo conduciendo en una larga procesión a los miles y miles de judíos de Austria a la iglesia de San Esteban para salvar para siempre, en un acto ejemplar y simbólico, al pueblo perseguido y sin patria de la maldición de la segregación y el odio. Pronto tuvo que reconocer lo inviable de este plan; la dedicación a sus quehaceres propios durante años lo había distraído del problema principal, en cuya «solución» veía él su verdadera misión; pero en el instante de la degradación de Dreyfus, el pensamiento del eterno exilio de su pueblo se le clavó en el pecho como un puñal. Si la segregación es inevitable, se decía a sí mismo, ¡que sea total! Si la humillación tiene que ser nuestro destino eterno, ¡aceptémosla con orgullo! Si sufrimos por ser apátridas, ¡creémonos una patria nosotros mismos! Y, así, publicó el opúsculo El estado judío en el que proclamaba que para el pueblo judío era imposible cualquier intento de asimilación, cualquier expectativa de tolerancia total. Era preciso fundar una nueva patria, la propia, en la vieja patria de Palestina.

Cuando apareció dicho opúsculo, conciso pero dotado del poder de penetración de una flecha de acero, yo todavía estudiaba en el instituto, pero recuerdo perfectamente la estupefacción y el enojo general de los círculos judeo-burgueses de Viena. ¿Qué le ha ocurrido, decían, a ese escritor por lo general tan juicioso, agudo y culto? ¿Qué tonterías dice y escribe? ¿Para qué debemos ir a Palestina? Nuestra lengua es el alemán y no el hebreo, nuestra patria es la bella Austria. ¿Por ventura no vivimos bien bajo el reinado del buen emperador Francisco José? ¿No nos ganamos la vida decentemente y disfrutamos de una posición segura? ¿No somos súbditos con los mismos derechos, ciudadanos leales y establecidos desde hace tiempo en esta querida Viena? ¿Y no vivimos en una época de progreso que en cuestión de pocas décadas habrá eliminado todos los prejuicios religiosos? ¿Por qué él, que habla como judío y dice que quiere ayudar a los judíos, da argumentos a nuestros peores enemigos e intenta separarnos, cuando cada día nos acercamos más y más al mundo alemán? Los rabinos se exaltaron en las sinagogas, el director de la Neue Freie Presse prohibió mencionar siquiera la palabra sionismo en su periódico «progresista». El Tersites de la literatura vienesa, el maestro de la burla venenosa, Karl Kraus, escribió otro opúsculo, Una corona para Sión y, cuando Theodor Herzl entraba en el teatro, la gente de todas las filas susurraba, burlona: «Su majestad acaba de entrar».

Al principio Herzl pudo pensar que lo habían interpretado mal; Viena, la ciudad en la que se creía más seguro debido a su popularidad de muchos años, lo abandonaba, mofándose incluso de él. Pero luego la respuesta retumbó de pronto con tanta furia y éxtasis que Herzl casi se asustó al comprobar que, con unas docenas de páginas, había promovido un movimiento tan fuerte y que lo superaba. La respuesta no vino de los judíos burgueses del Oeste, bien situados y acomodados, sino de las ingentes masas del Este, del proletariado de los guetos de Galitzia, Polonia y Rusia. Sin sospecharlo, Herzl había avivado las ascuas del judaísmo que ardían bajo las cenizas del exilio: el milenario sueño mesiánico del retorno a la Tierra Prometida, confirmado por los libros sagrados; había avivado esa esperanza que era al mismo tiempo certeza religiosa, la única que todavía daba sentido a la vida de millones de personas pisoteadas y esclavizadas. Siempre que alguien, profeta o impostor, a lo largo de los dos mil años de golus o exilio tocaba esta cuerda, el alma entera del pueblo empezaba a vibrar, pero nunca como aquella vez, nunca con una repercusión tan arrebatada y clamorosa. Con unas docenas de páginas, un solo hombre había aglutinado a una masa dispersa y mal avenida.

Aquel primer momento, mientras la idea aún tenía formas inciertas de sueño, estaba destinado a ser el más feliz de la breve vida de Herzl. Tan pronto como comenzó a fijar sus objetivos en el espacio real, a unir fuerzas, tuvo que reconocer hasta qué punto se había vuelto dispar su pueblo entre los distintos pueblos y destinos; aquí los judíos religiosos, allá, los librepensadores; aquí los socialistas, allá los capitalistas; todos polemizando con todos en todas las lenguas y todos poco inclinados a someterse a una única autoridad. En aquel año de 1901 en que lo vi por primera vez, se hallaba en plena lucha y quizá también en lucha consigo mismo: todavía no creía lo bastante en su éxito como para renunciar a la posición que lo alimentaba a él y a su familia. Todavía tenía que repartir su tiempo entre la pequeña labor de periodista y la misión que constituía el núcleo de su vida. Todavía era el Theodor Herzl redactor del folletín quien me recibió entonces.

Theodor Herzl se levantó para saludarme y, sin querer, tuve la impresión de que el chiste irónico de «Rey de Sión» escondía algo de verdad: tenía un aspecto verdaderamente real, con una frente alta y ancha, unos rasgos claros, una barba de sacerdote, larga y de color negro casi azulado, y unos ojos melancólicos, de un azul intenso. Sus gestos ampulosos, un poco teatrales, no parecían afectados porque estaban condicionados por una grandeza natural, y nada de eso le habría hecho falta para impresionarme en aquella ocasión. Incluso ante el escritorio deslustrado y rebosante de papeles, en aquel despacho de redacción deplorablemente estrecho, con una sola ventana, daba la impresión de un jeque beduino del desierto; una chilaba blanca y holgada le habría quedado tan natural como el cutaway que llevaba, de corte impecable y confeccionado, a ojos vistas, de acuerdo con el modelo parisino. Tras una breve pausa, intercalada a propósito (le encantaban estos pequeños efectos, según observé a menudo más adelante, que seguramente había estudiado en el Burgtheater), me tendió la mano condescendiente, pero a la vez benévolamente. Indicándome un sillón a su lado, me preguntó:

—Me parece haber oído o leído su nombre en alguna parte. Poesías, ¿verdad?

Tuve que asentir.

—Muy bien —se arrellanó en su asiento—. ¿Y qué me trae?

Le dije que quería presentarle un pequeño trabajo en prosa y le entregué el manuscrito. Examinó la portada, lo hojeó hasta la última página para calcular su extensión y luego se repantingó todavía más en su sillón. Con gran sorpresa por mi parte (no me lo esperaba) me di cuenta de que ya había empezado a leer el manuscrito. Leía despacio, poniendo cada nueva hoja en su sitio, sin levantar los ojos. Cuando hubo leído la última página, plegó cuidadosamente el manuscrito con gran ceremonia y, todavía sin mirarme, lo metió en un sobre y escribió algo encima. Sólo en aquel momento, después de tenerme en vilo lo suficiente con tantas maniobras misteriosas, levantó hacia mí sus grandes y oscuros ojos y me dijo con una solemnidad consciente y calmosa:

—Me complace poderle decir que su hermoso trabajo ha sido aceptado para el folletín de la Neue Freie Presse.

Era como si Napoleón, en el campo de batalla, hubiera impuesto la cruz de caballero de la Legión de Honor a un joven sargento.

Puede parecer un episodio insignificante en sí, pero hay que ser vienés, y vienés de aquella generación, para entender el tirón hacia arriba que significaba semejante estímulo. Gracias a él, de la noche a la mañana yo había ascendido, a los diecinueve años, a una posición prominente, y Theodor Herzl, que desde aquel momento me trató con bondad y afecto, aprovechó en seguida una ocasión casual para escribir, en uno de sus ulteriores artículos, que no había motivos para creer en la decadencia del arte en Viena. Todo lo contrario, junto a Hofmannsthal, había ahora una retahíla de jóvenes talentos de los que cabía esperar lo mejor, y mencionaba mi nombre en primer lugar. Siempre he considerado una distinción especial el que un hombre de la importancia y dignidad de Theodor Herzl fuese el primero en hablar a mi favor públicamente desde una posición destacada y, por lo tanto, de gran responsabilidad, y fue para mí una difícil decisión —en apariencia un acto de ingratitud— la de no querer asociarme activamente, incluso como codirector, a su movimiento sionista.

Lo cierto es que no conseguí establecer con él un auténtico vínculo; me extrañó sobre todo esa especie de falta de respeto, hoy seguramente inimaginable, con que se presentaban delante de la persona de Herzl sus propios correligionarios. Los orientales le reprochaban que no sabía nada del judaísmo, que no conocía siquiera sus costumbres; los economistas lo consideraban un folletinista; todo el mundo tenía objeciones que hacerle y no siempre de la manera más respetuosa. Yo sabía hasta qué punto le hubiera beneficiado a Herzl, precisamente entonces, el poder contar con personas leales, sobre todo jóvenes, y hasta qué punto las necesitaba, pero el espíritu pendenciero y egotista de esa oposición constante y la falta de subordinación sincera y cordial de su círculo me alejaron de un movimiento al que, llevado por la curiosidad, me había acercado, aunque sólo a causa de Herzl. En una ocasión en que hablamos del tema, le confesé abiertamente mi disgusto por la falta de disciplina en sus filas. Él sonrió con cierta amargura y me dijo:

—No olvide que, desde hace siglos, estamos acostumbrados a jugar con problemas, a luchar con ideas. Y es que, desde hace dos mil años, los judíos no tenemos, históricamente hablando, ninguna práctica en dar a luz cosas reales. En primer lugar hay que aprender a entregarse incondicionalmente y yo mismo todavía no lo he aprendido a estas alturas, porque no hago otra cosa que escribir folletines y sigo siendo redactor del suplemento literario de la Neue Freie Presse, cuando mi deber tendría que consistir en no tener ningún otro pensamiento salvo el único y en no escribir una sola línea que no tratara de este tema. Pero ya estoy en camino de enmendarme. Primero quiero aprender yo a entregarme incondicionalmente y quizá luego lo aprenderán los demás.

Recuerdo aún que estas palabras me causaron una impresión muy profunda, porque ninguno de nosotros comprendía que Herzl tardara tanto en decidirse a renunciar al cargo que ocupaba en la Neue Freie Presse. Pensábamos que era por su familia. Hasta mucho más tarde el mundo no supo que no era por ese motivo y que Herzl había sacrificado a la causa incluso su fortuna personal. Y hasta qué punto había sufrido por este dilema no sólo me lo demostró la conversación referida, sino que también me dieron fe de ello muchos apuntes de sus Diarios.

Después volví a verlo unas cuantas veces más, pero de todos los encuentros sólo uno me ha quedado grabado como algo importante e inolvidable, quizá porque fue el último. Yo había venido desde el extranjero (instalado allí, me mantenía en contacto con Viena sólo por carta) y un día tropecé con él en el Parque Municipal. Era evidente que venía de la redacción, andaba despacio y algo cabizbajo, abstraído; ya no era aquel paso desgarbado de antes. Lo saludé cortésmente y quise pasar de largo, pero él corrió tras de mí, de pronto erguido todo él, y me tendió la mano:

—¿Por qué se esconde? No tiene ninguna necesidad de hacerlo.

Encontró acertadas mis frecuentes huidas al extranjero.

—Es nuestra única salida —dijo—. Todo cuanto sé lo aprendí en el extranjero. Sólo allí se acostumbra uno a pensar con suficiente distancia. Estoy convencido de que aquí nunca habría tenido el ánimo para concebir aquella primera idea, me la habrían hecho trizas mientras todavía germinaba y crecía. Gracias a Dios, cuando la hice pública, ya todo estaba terminado y no pudieron hacer más que echar fuego por los ojos.

Luego habló con mucha amargura de Viena; era allí donde había encontrado los peores obstáculos y ya se habría cansado de todo, si no hubiesen llegado nuevos impulsos de fuera, sobre todo del Este y también de América.

—En resumidas cuentas —dijo—, mi error fue empezar demasiado tarde. A sus treinta años, Viktor Adler era ya el líder de la socialdemocracia, en sus primeros tiempos de lucha, los mejores, por no hablar de los grandes hombres de la historia. Si usted supiera cómo sufro pensando en los años perdidos… ¡por no haberme lanzado antes a mi misión! Si mi salud fuera tan buena como mi voluntad, todavía habría esperanza, pero los años perdidos no se recuperan.

Lo acompañé todavía un rato camino de su casa. Se detuvo ante la puerta, me dio la mano y dijo:

—¿Por qué no viene a verme? Nunca me ha visitado en casa. Llámeme antes y dejaré el trabajo.

Se lo prometí, firmemente decidido a no cumplir la promesa, porque cuanto más quiero a alguien, más respeto su tiempo.

No obstante, fui a verlo, y no muchos meses más tarde. La enfermedad que lo había empezado a doblegar lo abatió de golpe y sólo pude acompañarlo hasta el cementerio. Fue en un día singular, un día de julio, inolvidable para quienes lo vivimos. De repente empezaron a llegar a todas las estaciones de la ciudad, en cada tren, de día y de noche, gentes de todos los reinos y países; de pronto, judíos orientales y occidentales, rusos y turcos, de todas las ciudades y provincias, acudieron en masa, llevando todavía en el rostro el horror de la noticia; en ningún momento se percibió con tanta claridad lo que antes las disputas y habladurías habían ocultado: que la persona a la que llevaban a enterrar era el líder de un gran movimiento. Fue una procesión interminable. Viena se percataba de repente de que no había muerto tan sólo un escritor o un poeta mediocre, sino también uno de esos creadores de ideas que surgen victoriosos en un país, en un pueblo, sólo muy de vez en cuando. En el cementerio se produjo un tumulto; demasiada gente se precipitó sobre el ataúd, llorando, sollozando y gritando en un estallido impetuoso de desesperación; fue un delirio, casi un ataque de histeria; una especie de luto elemental y extático rompió con el orden de un modo nunca visto en un entierro. Y este dolor inmenso, que fluía a borbotones de lo más profundo de todo un pueblo de millones de seres, me dio por primera vez la medida de la pasión y la esperanza que aquel hombre singular y solitario había esparcido por el mundo con la fuerza de su idea.

Donde más repercusión tuvo mi admisión solemne en el Suplemento Literario de la Neue Freie Presse fue en mi vida privada. Gracias a ella adquirí una seguridad inesperada ante mi familia. Mis padres eran poco dados a la literatura y no se atrevían a dar su opinión; para ellos, como para toda la burguesía vienesa, era importante todo lo que la Neue Freie Presse alababa e insignificante todo lo que el periódico ignoraba o censuraba. Lo que salía publicado en el «Folletín» les parecía estar garantizado por una autoridad suprema, ya que quien juzgaba y sentenciaba desde sus páginas inspiraba respeto por el solo hecho de ocupar posición tan elevada. Pues bien, imagínese el lector una de esas familias que todos los días pasea su mirada, con respeto y esperanza, por la primera página del periódico y una buena mañana descubre, incrédula, que al descuidado y desordenado muchacho de diecinueve años que se sienta a su propia mesa, que jamás ha sobresalido en la escuela y cuyos garabatos habían aceptado con indulgencia como chiquilladas «inofensivas» (de todas formas, una ocupación mejor que jugar a cartas o flirtear con muchachas atolondradas), se le había permitido el uso de la palabra en aquel lugar de tanta responsabilidad, entre hombres humosos y experimentados, para exponer sus opiniones (no muy apreciadas hasta entonces en casa). Si yo hubiera escrito las más bellas poesías de Keats, Hölderlin o Shelley, no habría causado un cambio tan radical en todo mi círculo de conocidos; cuando entraba en el teatro, la gente señalaba al enigmático benjamín que se había introducido misteriosamente en el sacro y vedado recinto de los Ancianos y Dignos. Y como publicaba a menudo, casi regularmente, en el «Folletín», pronto corrí el riesgo de convertirme en un personaje local distinguido y respetado; sin embargo, evité ese peligro a tiempo, cuando una mañana sorprendí a mis padres con la noticia de que el próximo semestre quería estudiar en Berlín. Y mi familia me respetaba demasiado, —o, mejor dicho, respetaba demasiado la Neue Freie Presse, bajo cuya sombra dorada me cobijaba— como para no concederme este deseo.

Huelga decir que no tenía intención de «estudiar» en Berlín. Como en Viena, sólo fui a la universidad dos veces en un semestre: una para matricularme y otra para que me certificaran mi supuesta asistencia a clase. En Berlín yo no buscaba clases ni profesores, sino una especie de libertad superior y más perfecta aún. En Viena, a pesar de todo, me sentía todavía atado al ambiente. Mis colegas literatos con los que trataba procedían casi todos del mismo estrato judeoburgués que yo; en una ciudad tan pequeña, donde todo el mundo se conocía, yo seguía siendo irremisiblemente el hijo de una «buena» familia y estaba harto de la llamada «buena» sociedad. Quería, para variar, una sociedad declaradamente «mala», una forma de existencia natural, incontrolada. Ni siquiera había comprobado quién enseñaba filosofía en la Universidad de Berlín; me bastaba con saber que la «nueva» literatura de allá tenía más impulso, un aire más activo que entre nosotros, que allí se podía conocer a Dehmel y a otros poetas de la nueva generación, que ininterrumpidamente se creaban revistas, cabarets y teatros; en una palabra, que allí, como dicen los vieneses, «algo pasaba».

En verdad llegué a Berlín en un momento histórico muy interesante. Desde 1870, cuando Berlín había pasado de ser la insípida, pequeña y nada rica capital del reino de Prusia a convertirse en la ciudad residencial del emperador alemán, esa insignificante población situada a orillas del Spree había adquirido un auge considerable. Pero aún no había recaído en Berlín el liderazgo en el campo artístico y cultural; Munich, con sus pintores y poetas, era considerada el centro del arte propiamente dicho; la Ópera de Dresde dominaba en el terreno de la música y sus palacetes atraían a elementos valiosos; pero sobre todo Viena, con su secular tradición, su concentración de fuerzas y su talento natural, todavía superaba en mucho a Berlín. Sin embargo, en los últimos años, con el rápido avance económico de Alemania, las cosas fueron tomando otro cariz. Los grandes consorcios financieros y las familias opulentas se trasladaron a Berlín, y una nueva prosperidad, del brazo de un audaz espíritu emprendedor, ofreció a la arquitectura y al teatro unas posibilidades mayores que en cualquier otra ciudad alemana. Los museos se ampliaron bajo la protección del emperador Guillermo, el teatro encontró en Otto Brahm a un director ideal y, precisamente porque allí no existía una verdadera tradición ni una cultura milenaria, la ciudad seducía a los jóvenes y los alentaba a experimentar. Y es que tradición significa también rémora. Viena, ligada a la antigüedad, idólatra de su pasado, se mostraba cauta y expectante ante los jóvenes y sus audaces experimentos. En cambio en Berlín, que quería configurarse rápidamente y cobrar una forma personal, los jóvenes buscaban la novedad. Era muy natural, pues, que acudiesen allí desde todas las partes del imperio, incluso desde Austria, y los éxitos dieron la razón a los de más talento; el vienés Max Reinhardt hubiera tenido que esperar pacientemente dos décadas en Viena para alcanzar la posición que en Berlín obtuvo en dos años.

Fue precisamente en aquel momento de transición entre una simple capital y toda una metrópoli cuando llegué a Berlín. La primera impresión, después de la ufana belleza de Viena heredada de grandes antepasados, fue algo decepcionante: la decisiva tendencia a expandirse hacia el Oeste, donde debía desarrollarse la nueva arquitectura en el lugar de las casas un tanto presuntuosas del Tiergarten, justo acababa de empezar; las calles Friedrich y Leipzig, que estaban aun arquitectónicamente desiertas y mostraban su desmañada suntuosidad, seguían siendo el centro de la población. A suburbios como Wilmersdorf, Nikolassee y Steglitz, sólo se podía llegar penosamente en tranvía; llegar a los lagos de la Marca, con su áspera belleza, constituía entonces una expedición con todas las de la ley. Salvo la vieja «Unter den Linden», no existía un centro propiamente dicho, no existía un corso como en nuestro Graben y, gracias al viejo espíritu ahorrador prusiano, faltaba por entero una elegancia general. Las mujeres iban al teatro vestidas con ropas de mal gusto, confeccionadas por ellas mismas, por doquier se echaba de menos la mano ágil, diestra y pródiga que, tanto en Viena como en París, sabía convertir una minucia barata en una encantadora superfluidad. En todos los detalles se notaba el espíritu ahorrador y tacaño de Federico el Grande; el café era aguado y malo, porque se economizaba hasta el último grano; la comida era sosa, sin gracia ni sabor. Por doquier reinaba la limpieza y un orden estricto y meticuloso, en lugar de nuestra fogosidad musical. Por ejemplo, el rasgo para mí más característico era el contraste entre las patronas de mi Viena y las de Berlín. La vienesa era una mujer alegre, parlanchina, que no lo tenía todo limpio e inmaculado, que olvidaba, atolondrada, ora esto ora aquello, pero siempre estaba dispuesta a hacer cualquier favor con entusiasmo. La berlinesa era correcta y lo tenía todo pulcro y aseado, pero en la primera cuenta del mes encontré escrito con una letra impecable, perpendicular, hasta el más pequeño servicio que se me había prestado: 3 pfennigs por coser el botón de unos pantalones, 20 por quitar una mancha de tinta de la mesa, y así hasta el final de la lista, donde, bajo una raya trazada enérgicamente, la suma de todos los esfuerzos ascendía a 67 pfennigs. Al principio me reía de estas cosas, pero lo más curioso es que, al cabo de pocos días, yo mismo sucumbí a ese penoso sentido del orden prusiano y por primera y última vez en mi vida llevé mi contabilidad en una meticulosa agenda de gastos.

Había llegado de Viena provisto de toda una serie de encargos. Pero no cumplí ninguno, porque el sentido de mi escapada consistía precisamente en huir de la atmósfera protegida y burguesa y, en su lugar, vivir sin compromiso alguno y dependiendo sólo de mí mismo. Quería tratar única y exclusivamente con personas cuyo conocimiento se debiera tan sólo a mis afanes literarios, y con personas cuanto más interesantes mejor. Al fin y al cabo, no en vano había leído La Bohème y a mis veinte años tenía que atraerme la posibilidad de llevar una vida parecida.

No tuve que buscar mucho para encontrar un círculo semejante, formado por gentes de lo más abigarradas. Hacía tiempo que, desde Viena, había colaborado en la principal revista de los «Modernos» berlineses, que, casi irónicamente, se llamaba Die Gesellschaft (La sociedad) y estaba dirigida por Ludwig Jacobowski. Este joven poeta había fundado, poco antes de morir, un cenáculo con el nombre seductor para los jóvenes de Die Kommenden (Los venideros), que se reunía una vez por semana en el primer piso de un café de la plaza Nollendorf. En ese círculo enorme, copiado de la Closerie des lilas de París, se concentraba gente de lo más variada: poetas y arquitectos, esnobs y periodistas, muchachas ataviadas de escultoras o artesanas, estudiantes rusos y escandinavas rubias casi albinas, que querían perfeccionar su alemán. Y Alemania misma tenía allí representantes de todas las provincias: westfalianos fornidos, bávaros bonachones, judíos silesianos; todos se enfrascaban en acalorados debates, con total soltura. De vez en cuando se leían poemas y dramas, pero el objetivo principal era conocernos los unos a los otros. En medio de esos jóvenes, que se comportaban adrede como bohemios, estaba sentado, enternecedor como un papá Noel, un hombre mayor, de barba gris, respetado y querido por todos, porque era un poeta y un bohemio auténtico: Peter Hille. Este septuagenario, siempre envuelto en su abrigo gris de invierno que escondía un traje completamente raído y una ropa muy sucia, miraba con sus azules ojos de perro, cándidos y bondadosos, al singular tropel de muchachos que lo rodeaba; complaciente, siempre se dejaba seducir por nuestra insistencia para que se sacara de los bolsillos sus manuscritos arrugados y nos leyera sus poemas. Eran poesías de índole muy variada, en realidad improvisaciones de un genio de la lírica, aunque provistas de una forma demasiado suelta, demasiado casual. Las escribía en el tranvía o en el café, a lápiz, luego las olvidaba y, en el momento de leerlas, le costaba volver a encontrar las palabras en el trozo de papel borrado y manchado. Nunca tenía dinero, pero eso no le preocupaba, hoy se invitaba a dormir en casa de éste, mañana en casa de aquél, y su olvido del mundo y su falta total de ambición tenían una cierta autenticidad conmovedora. La verdad es que nadie comprendía cómo y cuándo aquel hombre de los bosques había ido a parar a la gran ciudad de Berlín y qué buscaba allí. Pero no buscaba nada, no quería ser famoso ni agasajado y, sin embargo, gracias a su carácter soñador y poético, vivía más libre y despreocupado que otros a los que he conocido más tarde. A su alrededor alborotaban y se desgañitaban los ambiciosos polemistas; él escuchaba indulgentemente, a veces levantaba el vaso hacia alguno de ellos con un amable saludo, pero casi nunca intervenía en la conversación. Se tenía la impresión de que, incluso durante el alboroto más furioso, los versos y las palabras se buscaban dentro de su cabeza desgreñada y un poco cansada, sin llegar a tocarse ni encontrarse.

La sinceridad y la inocencia que emanaban de aquel candoroso poeta —hoy olvidado incluso en Alemania— desviaba quizás intuitivamente mi atención del presidente electo de los «Venideros», a pesar de que era un hombre con unas ideas y palabras que más adelante habrían de ser decisivas para muchísima gente en el momento de escoger su forma de vida. En la persona de Rudolf Steiner —a quien más tarde sus partidarios dedicaron, como fundador de la antroposofía, las escuelas y academias más suntuosas donde enseñar su teoría— encontré de nuevo, después de Theodor Herzl, a un hombre llamado por el destino a servir de guía a millones de seres. Como individuo, no parecía tanto un líder como Herzl, pero era más seductor. Sus ojos oscuros albergaban una fuerza hipnótica y yo lo escuchaba mejor y con más sentido crítico cuando no lo miraba, porque su cara ascética y macilenta, marcada por la pasión intelectual, era muy apropiada para producir un gran efecto de persuasión, y no sólo en las mujeres. En aquella época, Rudolf Steiner no había elaborado aún su propia teoría, sino que se hallaba todavía en la etapa de investigación y aprendizaje; a veces nos leía comentarios sobre la teoría de los colores de Goethe, cuya imagen, en su exposición, se tornaba más fáustica, más paracélsica. Era emocionante escucharlo, porque su erudición era asombrosa y, comparada sobre todo con la nuestra, que se limitaba exclusivamente a la literatura, de una variedad espléndida. De sus conferencias y de más de una charla privada con él, yo siempre volvía a casa impresionado y un tanto abatido. No obstante, si hoy me pregunto si en aquellos momentos hubiera profetizado a aquel joven tanta influencia filosófica y ética en las masas, para vergüenza mía debería decir que no. De su espíritu investigador esperaba grandes cosas para la ciencia y no me habría sorprendido demasiado oír hablar de un gran descubrimiento biológico logrado gracias a su genio intuitivo, pero cuando, muchos años más tarde, vi en Doruach el grandioso Goetheanum, aquella «Escuela de la sabiduría» que los alumnos habían fundado en su nombre como academia platónica de la «antroposofía», me sentí más bien decepcionado de que su influencia se hubiera inclinado tanto hacia amplios aspectos de la vida real que eran, en parte, incluso banales. No me permito emitir ningún juicio sobre la antroposofía, porque hasta ahora no veo claro qué pretende y qué significa; creo incluso que, en esencia, su fuerza seductora nacía no de una idea, sino de la fascinante personalidad de Rudolf Steiner. Sin embargo, para mí fue de un provecho incalculable conocer a un hombre de tanta fuerza magnética, y precisamente en aquella primera etapa, en que todavía se comunicaba con los más jóvenes amistosamente y sin dogmatismos. En su saber fantástico y a la vez profundo descubrí que la verdadera universidad —de la que, con nuestra petulancia de bachilleres, creíamos habernos adueñado ya— no se alcanzaba a fuerza de lecturas y discusiones pasajeras, sino sólo con años de agotadores esfuerzos.

Pero en la época de asimilación, cuando resulta fácil entablar amistades y aún no se han solidificado las diferencias sociales y políticas, un hombre joven aprende más de aquellos que se afanan como él que de los que ya han superado esta etapa. Entonces me di cuenta de nuevo, aunque en un plano superior y más internacional que en el instituto, de cuán fecundo es el entusiasmo colectivo. Mientras que mis amigos vieneses procedían casi todos de la burguesía (e incluso nueve de cada diez, de la burguesía judía, con lo cual no hacíamos sino duplicarnos y multiplicarnos en nuestras aficiones y deseos), los jóvenes de aquel mundo nuevo venían de las más diversas capas sociales, de arriba, de abajo, uno de la aristocracia prusiana, otro era hijo de un armador de Hamburgo, el tercero provenía de una familia de campesinos de Westfalia; de pronto me encontré viviendo en un círculo en que había auténticos pobres, vestidos con ropas remendadas y zapatos agujereados, una esfera, pues, con la que no había tenido contacto en Viena. Me sentaba a la misma mesa que bebedores empedernidos, homosexuales y morfinómanos, di la mano —y con orgullo— a un estafador archiconocido y condenado a prisión (más adelante publicó sus memorias y entró así en nuestro grupo de escritores). Todo lo que a duras penas había creído de las novelas realistas se acercaba y se reunía en los pequeños cafés y fondas donde me introdujeron, y, cuanto peor era la fama de alguien, más ávido se volvía mi interés por conocerlo personalmente. Por otro lado, hay que decir que este amor o curiosidad especial por las gentes expuestas a un peligro me ha acompañado durante toda mi vida; incluso en los años en que hubiera convenido ser más escrupuloso, los amigos me regañaban a menudo por la clase de gente amoral, poco de fiar y francamente comprometedora con la que trataba. Quizá la esfera de solidez de la cual procedía y el hecho de que hasta cierto punto me sentía agobiado por el complejo de «seguridad», hacían que me parecieran fascinantes todos aquellos que dilapidaban con desprecio la vida, el tiempo, el dinero, la salud y la reputación: los apasionados, los monomaníacos de la simple existencia sin objetivos; y tal vez el lector observará en mis novelas y narraciones cortas esa predilección por las naturalezas indómitas y de vida intensa. También se añadía a todo aquello la atracción por lo exótico y extranjero; prácticamente cada uno de aquellos hombres era un regalo de un mundo extraño para mi curiosidad. En el dibujante E. M. Lilien, hijo de un pobre maestro tornero ortodoxo de Drohobycz, encontré por primera vez a un auténtico judío del Este y conocí a través de él un judaísmo de una fuerza y de un fanatismo pertinaz desconocidos para mí. Un joven ruso me tradujo los pasajes más bellos de Los hermanos Karamazov, una obra que en aquel entonces era todavía desconocida en Alemania; una muchacha suiza me enseñó por primera vez cuadros de Munch; frecuentaba talleres de artistas (si bien malos) para observar su técnica; un adepto me introdujo en un círculo espiritista; experimenté la vida en sus mil formas y variedades y no me hastié. La intensidad, que en el instituto había desplegado sus fuerzas sólo en sus meras formas —la rima, el verso y las palabras— se proyectó ahora sobre las personas; desde la mañana hasta la noche, en Berlín siempre me encontraba en compañía de gente nueva, siempre distinta, que me entusiasmaba, me defraudaba e incluso me estafaba. Creo que ni en diez años me he recreado en tanta compañía intelectual como en aquel escaso semestre berlinés, el primero de total libertad.

Mirándolo bien, parecía lógico que una variedad tan inusual de estímulos tuviera que significar un aumento extraordinario de mis ganas de crear. Pero, en realidad, ocurrió justo lo contrario. Mis pretensiones de antes, exageradamente hinchadas por la exaltación intelectual del instituto, se deshincharon poco a poco. Cuatro meses después de su publicación, no entendía de dónde había sacado el valor para editar aquel volumen de poemas inmaduros; seguía pensando que mis versos eran una buena obra de artesanía, mañosa e incluso en parte remarcable, que habían nacido de un ambicioso gusto por jugar con la forma, pero ahora me resultaban artificiales en cuanto al contenido. Igualmente, a raíz de aquel contacto con la realidad, noté en mis primeras narraciones un olor a papel perfumado; escritas con una ignorancia total de las realidades, mostraban una técnica de segunda mano, copiada siempre de otros. Una novela, terminada hasta el último capítulo, que había llevado conmigo a Berlín para hacer feliz a mi editor, no tardó en servir para encender la estufa, porque mi fe en la competencia de mi formación de bachiller había recibido un fuerte golpe con aquella primera ojeada a la vida real. Era como si hubiera retrocedido dos cursos en el colegio. De hecho, después de mi primer volumen de versos, introduje una pausa de seis años antes de publicar el segundo, y sólo tres o cuatro años después publiqué mi primer libro de prosa; siguiendo el consejo de Dehmel, por el cual todavía hoy le estoy agradecido, aproveché el tiempo traduciendo de lenguas extranjeras, cosa que aún considero la mejor manera, para un poeta joven, de entender el espíritu de la propia lengua de un modo profundo y productivo. Traduje los poemas de Baudelaire, algunos de Verlaine, Keats y William Morris, un pequeño drama de Charles van Lerberghe y una novela de Camille Lemonnier pour me faire la main. Cada lengua, con sus giros propios, se resiste a ser recreada en otra y desafía las fuerzas de la expresión, que de otro modo no se suelen movilizar espontáneamente, y esta lucha por arrancar a la lengua extranjera lo más propio que tiene y forzar la lengua propia a incorporarlo con la misma plasticidad siempre ha significado para mí una clase especial de goce artístico. Como esa labor callada y, a decir verdad, poco agradecida, exige paciencia y constancia, virtudes que en el instituto rehuí con ligereza y osadía, me apeteció de manera especial; y es que en esa modesta actividad de transmisión de valores artísticos ilustres encontré por primera vez la seguridad de estar haciendo algo práctico e inteligente, una justificación de mi existencia.

Desde entonces vi claro en mi interior el camino que debía seguir en los años venideros: ¡ver mucho, aprender mucho y sólo después empezar de verdad! ¡No presentarme ante el mundo con publicaciones precipitadas, antes de saber bien lo esencial del mundo! Berlín, con su poderoso mordiente, no había hecho sino aumentar mi sed. Y miré a mi alrededor buscando en qué país iba a pasar las vacaciones de verano. Escogí Bélgica. A finales del siglo este país había tomado un alto vuelo artístico y en cierto modo incluso había superado a Francia en intensidad.

Khnopff y Rops en la pintura, Constantin Meunier y Minne en las artes plásticas, Van der Velde en las industriales, Maeterlinck, Eekhoud y Lemonnier en la poesía, dieron la medida, sublime, de la nueva fuerza europea. Pero sobre todo me fascinó Emile Verhaeren, porque marcó un camino completamente nuevo a la lírica. Lo descubrí en cierto modo en privado, puesto que era del todo desconocido en Alemania y la literatura oficial lo había confundido durante mucho tiempo con Verlaine, del mismo modo que había confundido a Rolland con Rostand. Y amar a alguien uno solo quiere decir amarlo dos veces.

Tal vez convendría insertar aquí una breve digresión. Nuestra época vive demasiado intensamente y demasiado deprisa como para guardar buena memoria de las cosas y no sé si el nombre de Emile Verhaeren significa todavía algo hoy en día. Verhaeren fue el primer poeta francés que intentó dar a Europa lo que Walt Whitman dio a América: una declaración de fe en la época, en el futuro. Había empezado a amar el mundo moderno y quería conquistarlo para la poesía. Mientras que para los demás la máquina era el mal, las ciudades la fealdad y el presente la antipoesía, él se entusiasmaba con cada nuevo invento, con cada conquista técnica; y se entusiasmaba con su propio entusiasmo y lo hacía deliberadamente para sentirse más fuerte en esa pasión suya. Los poemitas iniciales se convirtieron en un torrente de grandes himnos. Admirez-vous les uns les autres era su consigna para los pueblos de Europa. Todo el optimismo de nuestra generación, un optimismo incomprensible desde hace tiempo en la época actual —la época de la recaída más horrible—, halló en él su primera expresión poética, y algunas de sus mejores poesías durante mucho tiempo darán testimonio de la Europa y la humanidad que soñábamos entonces.

En realidad, había ido a Bruselas para conocer a Verhaeren. Pero Camille Lemonnier, el vigoroso autor de Mâle, hoy injustamente relegado al olvido y de quien yo mismo traduje una novela al alemán, me dijo con gran pesar que Verhaeren casi nunca salía de su aldehuela para ir a Bruselas y que, además, en aquel momento se encontraba ausente. Para resarcirme del desengaño me presentó muy amablemente a otros artistas belgas. Así conocí al anciano maestro Constantin Meunier, ese heroico trabajador y grandioso escultor del mundo del trabajo, y, después de él, a Van der Stappen, cuyo nombre prácticamente ha desaparecido de los libros de historia del arte; sin embargo, ¡qué hombre tan agradable era ese flamenco bajito y mofletudo y con qué cordialidad me recibieron él y su esposa, alta, gruesa y risueña! Me mostró sus obras, hablamos largo rato de arte y literatura en aquella mañana clara y serena, y la bondad de ambos me hizo perder pronto toda timidez. Con la mayor franqueza les expresé mi pesar por no haber podido encontrar en Bruselas al hombre por quien, a fin de cuentas, había hecho el viaje: Verhaeren.

¿Había hablado demasiado? ¿Había dicho quizás algún disparate? Sea como fuere, me di cuenta de que tanto Van der Stappen como su esposa habían empezado a sonreír y a intercambiarse miradas furtivas. Noté que mis palabras habían despertado una complicidad secreta entre ellos. Me sentí cohibido y estaba a punto de despedirme, pero ambos me lo impidieron obligándome a quedarme a comer y no admitiendo excusa alguna de mi parte. Aquella sonrisa enigmática pasó de nuevo de unos ojos a otros. Tuve la impresión de que, si existía algún secreto, carecía de malicia. Y renuncié gustoso al viaje previsto a Waterloo.

Pronto llegó mediodía; estábamos ya sentados en el comedor —situado en la planta baja, como en todas las casas belgas— y desde la sala mirábamos hacia la calle cuando, de repente, una sombra se paró bruscamente ante la ventana. Unos nudillos golpearon el cristal al tiempo que la campanilla sonaba con estridencia.

Le voilà! —dijo la señora Van der Stappen levantándose, y con paso firme y cansino entró él, Verhaeren. A primera vista reconocí el rostro que desde tiempo atrás los retratos me habían hecho familiar. Como tantas otras veces, también aquel día Verhaeren había sido invitado a la casa y, cuando el matrimonio supo que yo lo buscaba en vano por toda la comarca, ambos cónyuges se pusieron de acuerdo con una mirada en no decirme nada sobre ello y sorprenderme con su presencia a la hora del almuerzo. Y ahora lo tenía ante mí, sonriendo por la broma que le acababan de contar. Por primera vez sentí el apretón firme de su mano nervuda, por primera vez capté su mirada clara y bondadosa. Como siempre, venía, por decirlo así, cargado de experiencia y entusiasmo. Mientras empezaba a servirse sin andarse con cumplidos, ya se puso a hablar. Nos contó que había estado con unos amigos en una galería y aún ardía de entusiasmo. Fuese adonde fuese, siempre regresaba a casa así, eufórico por todo lo que había visto, por cualquier experiencia casual, y ese entusiasmo se había convertido en él en un hábito sagrado; le salía de la boca como una llamarada, y sabía subrayar las palabras con gestos expresivos. Ya con la primera palabra llegaba al corazón de la gente, porque era un hombre completamente abierto, accesible a todo lo nuevo sin rechazar nada, dispuesto a favor de todo. Era como si se lanzara al encuentro de la gente con todo su ser y, como en aquella primera ocasión, tuve la suerte de vivir cien veces más ese choque impetuoso y subyugador con otras personas. Sin saber aún nada de mí, me honró con su confianza, simplemente porque supo que sentía predilección por su obra.

Después de comer, otra grata sorpresa siguió a la primera. Van der Stappen, que desde hacía tiempo quería cumplir un deseo propio y de Verhaeren, llevaba varios días trabajando en un busto del poeta; hoy debía tener lugar la última sesión. Mi presencia, dijo Van der Stappen, era un simpático regalo del destino, puesto que precisamente le hacía falta alguien que hablara con el demasiado inquieto y nervioso hombre mientras éste posaba como modelo para, así, hablando y escuchando, animarle el semblante. He aquí, pues, que durante dos horas contemplé intensamente aquel rostro inolvidable, de frente ancha, surcada ya siete veces por arrugas de años difíciles y tapada por cabellos rizados y de color de hierro oxidado, una cara de textura áspera, cubierta por una piel rojiza, curtida por el viento, un mentón saliente como una roca y encima del fino labio, un bigote estilo Vercingetórix, grande, espeso y de puntas caídas. Su nerviosismo se concentraba en las manos, unas manos estrechas, hábiles, finas y, sin embargo, fuertes, cuyas venas palpitaban enérgicas bajo la delgada piel. Toda la fuerza de su voluntad descansaba en sus anchos hombros de campesino, en comparación con los cuales la cabeza, nervuda y huesuda, casi parecía demasiado pequeña; únicamente cuando apresuraba el paso se notaba su energía. Sólo ahora, cuando contemplo el busto (ninguna otra obra de Van der Stappen está tan lograda como la que creó en aquel momento), me doy cuenta de cuán real es y con qué plenitud capta la esencia de aquel hombre. Es el documento de una grandeza poética, el monumento a una fuerza imperecedera.

En aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido después toda mi vida. Su modo de ser poseía una seguridad que en ningún momento daba la impresión de petulancia. No dependía del dinero, prefería una vida rural a escribir una sola línea que valiera sólo para el momento. No dependía del éxito, no se afanaba por acrecentarlo con concesiones, favores y camaraderie: le bastaban los amigos y su lealtad. Se mantuvo independiente y libre incluso de la tentación más peligrosa para la personalidad, la de la fama, cuando al fin llegó al punto culminante de su vida. Se mantuvo abierto en todos los sentidos, sin el lastre de las inhibiciones, sin sentir la turbación de la vanidad; un hombre libre, contento, fácilmente propenso a cualquier entusiasmo. A su lado se sentía uno reanimado por su voluntad de vivir.

He aquí, pues, que yo, el joven, lo tenía ante mí en carne y hueso: al poeta tal como lo había deseado, tal como lo había soñado. Y ya en aquel primer momento, en el instante en que lo conocí personalmente, la decisión estaba tomada: servir a aquel hombre y a su obra. Fue una decisión ciertamente temeraria, pues aquel poeta que cantaba a Europa todavía era poco conocido entonces en la propia Europa y yo sabía de antemano que la traducción de su monumental obra poética y de sus tres dramas en verso me robarían dos o tres años de creación propia. Pero al tiempo que tomaba la decisión de consagrar todas mis fuerzas, todo mi tiempo y toda mi pasión al servicio de una obra ajena, me daba a mí mismo lo mejor: una misión moral. Mis búsquedas y tentativas inciertas tenían desde aquel momento un sentido. Y si hoy tuviera que aconsejar a un joven escritor todavía inseguro sobre el camino que emprender, trataría de convencerlo de que primero sirviera a una obra mayor como actor o traductor. Cualquier servicio abnegado ofrece más seguridad al artista novel que la creación propia y todo lo que se hace con espíritu de sacrificio no es en vano.

En aquellos dos años que dediqué casi exclusivamente a traducir la obra poética de Verhaeren y a preparar una biografía suya, emprendí también muchos viajes, en parte para dar conferencias en público. Y recibí una inesperada recompensa, en apariencia ingrata, por mi dedicación a la obra de Verhaeren: sus amigos en el extranjero se fijaron en mí y pronto se convirtieron también en mis amigos. Y, así, un día vino a visitarme Ellen Key, esa maravillosa sueca que, con una audacia sin precedentes en aquella época refractaria y de miras estrechas, luchaba en pro de la emancipación de la mujer y que en su libro El siglo del niño incidió, mucho antes que Freud, en la vulnerabilidad psíquica de los jóvenes; en Italia, ella me presentó a Giovanni Cena y me introdujo en su círculo literario, y también gracias a ella conseguí a otro amigo importante en la persona del noruego Johan Bojer. Georg Brandes, el maestro internacional en historia de la literatura, se interesó por mí y, gracias a mi propaganda, el nombre de Verhaeren pronto fue más conocido en Alemania que en su propio país. Kainz, el más grande de los actores, y Moissi recitaron en público poemas de Verhaeren en mi traducción. Y Max Reinhardt llevó al teatro alemán su drama El monasterio: podía darme por satisfecho.

Pero he aquí que entonces llegó el momento de recordar que había contraído otro compromiso, aparte del que tenía con Verhaeren. Debía acabar finalmente mi carrera universitaria y llevar a casa el birrete de doctor en filosofía. Se trataba de aprender en pocos meses toda la materia escolástica que los estudiantes más aplicados se habían esforzado por tragar durante casi cuatro años: me pasé las noches empollando con Erwin Guido Kolbenheyer, un amigo literario de juventud, a quien hoy quizá no le guste recordar esto, porque se ha convertido en uno de los poetas y académicos oficiales de la Alemania de Hitler. Pero no me pusieron un examen difícil. El benévolo catedrático, que me conocía demasiado por mi actividad literaria como para vejarme con nimiedades, me dijo, sonriente, en una conversación privada previa:

—¡No preferirá examinarse de lógica exacta!

Y, efectivamente, poco a poco me fue llevando hacia dominios en los que me sentía más seguro. Era la primera vez que aprobaba un examen con un sobresaliente y espero que también sea la última. Ahora era un hombre libre en mi vida exterior y todos los años posteriores, hasta el día de hoy, no los he dedicado sino a la lucha —cada vez más ardua en estos tiempos actuales— por mantenerme libre también en la interior.