EL ÚLTIMO SUEÑO

Había ocurrido de la siguiente manera: le habían estado buscando mucho tiempo y esperándole. Su madre, asustada a pesar del enfado por la huida vertiginosa del niño, lo había hecho buscar por todo Semmering. Ya andaban todos terriblemente agitados y temiendo lo peor, cuando un hombre trajo la noticia de que había visto al niño en la taquilla de la estación a eso de las tres. Allí rápidamente averiguaron que Edgar había comprado un billete para Badén. Sin vacilar, su madre tomó el mismo camino, no sin antes enviar sendos telegramas a Badén y a Viena, avisando al padre y sembrando la conmoción. Desde hacía dos horas todos se habían movilizado para encontrar al fugitivo.

Ahora le retenían, aunque sin fuerza. Con una reprimida sensación de triunfo le llevaron dentro. Pero, ¡qué raro! No notó los duros reproches que le hicieron, porque en sus ojos veía alegría y cariño. E incluso aquella apariencia, aquel enojo disimulado duró sólo un instante. Después la abuela volvió a abrazarle, con lágrimas en los ojos. Nadie volvió a hablar de su culpa, y se sintió rodeado de una maravillosa solicitud. La doncella le quitó la ropa y le trajo otra más confortable. Entonces la abuela le preguntó si tenía hambre, si quería algo. Le preguntaban y atormentaban con cariñosa inquietud. Y cuando vieron que se sentía intimidado, dejaron de preguntar. Con placer experimentó de nuevo la sensación, despreciada por él y que sin embargo echaba de menos, de volver a ser un niño. Y le embargó la vergüenza por la arrogancia de los últimos días, por haber querido prescindir de todo aquello, cambiar todo aquello por el falso placer de una soledad propia.

Entonces sonó el teléfono. Oyó la voz de su madre. Oyó palabras sueltas: «Edgar… ha vuelto… el último tren». Y se asombró de que no le hubiera increpado furiosa, de que sólo le abrazara con una mirada extrañamente contenida. Sintió un arrepentimiento cada vez mayor. Le hubiera gustado escapar a los cuidados de su abuela y de su tía e ir hacia ella para pedirle perdón, con toda humildad, sólo para decirle que quería volver a ser niño y obedecer. Pero cuando se levantó sin hacer ruido, su abuela, ligeramente asustada, exclamó:

—¿Adónde vas?

Se detuvo avergonzado. Les daba miedo incluso el mero hecho de que se moviera. Los había atemorizado y ahora temían que otra vez quisiera escapar. ¿Cómo podrían comprender que nadie estaba más arrepentido por aquella fuga que él mismo?

La mesa estaba puesta, y rápidamente le trajeron algo de cenar. La abuela se sentó con él y no le perdió de vista. Ella, la tía y la doncella le abarcaron en un círculo silencioso, y él se sintió tranquilizado con aquel calor. Sólo le inquietaba que su madre no entrara en la habitación. De haber sabido lo sumiso que estaba, seguro que habría venido.

Entonces se oyó el traqueteo de un carruaje, que se detuvo ante la casa. Los demás se asustaron tanto, que también Edgar se alarmó. La abuela salió. Se oyeron voces que se cruzaban de un lado a otro en la oscuridad, y de pronto supo que había llegado su padre. Asustado, se dio cuenta de que volvía a estar solo en el cuarto, y aquella soledad, aun siendo tan breve, le desasosegó. Su padre era severo. Era el único al que de verdad temía. Escuchó con atención. Su padre parecía excitado. Hablaba dando fuertes voces, parecía enfadado. Mezcladas con la suya, sonaban, tranquilizadoras, las voces de su abuela y de su madre. Por lo visto querían aplacarle. Pero la voz de su padre siguió siendo enérgica, como los pasos que ahora se aproximaban, cada vez más cerca, cada vez más, y que ya se oían en la habitación de al lado, delante de la puerta, que ahora se abrió de golpe.

Su padre era muy alto. Edgar se sintió indeciblemente pequeño cuando le vio entrar, nervioso y al parecer enojado de verdad.

—¿Cómo se te ha ocurrido escaparte? ¿Cómo puedes asustar de esa manera a tu madre?

Su voz sonaba colérica y sus manos se movían furiosamente. Con pasos silenciosos su madre se había apostado detrás de él. Su rostro quedaba en sombra.

Edgar no respondió. Tenía la sensación de que debía justificarse, pero, ¿cómo iba a contar que le habían engañado y pegado? ¿Lo entendería?

—Bien, ¿es que no puedes hablar? ¿Qué ocurrió? ¡Puedes decirlo tranquilamente! ¿Algo no te gustó? Cuando uno se escapa, tiene que tener un motivo. ¿Alguien te hizo daño?

Edgar vaciló. El recuerdo volvía a enfurecerle. Ya estaba a punto de acusar. Entonces vio, y su corazón se detuvo, que su madre hacía un movimiento extraño por detrás de la espalda de su padre. Un movimiento que al principio no comprendió. Pero ahora vio en sus ojos un ruego imperioso. Y que con cuidado, con mucho cuidado, levantaba un dedo que se llevó a los labios indicándole que guardara silencio.

En aquel momento el niño sintió que algo cálido, una dicha inmensa, desbocada, le recorría todo el cuerpo. Comprendió que le pedía que guardara el secreto, que en sus labios de niño tenía un destino. Y le embargó un orgullo salvaje, exultante, por el hecho de que ella confiara en él. Y súbitamente, la disposición al sacrificio, un deseo de aumentar aún más su culpa, para demostrar hasta qué punto ya era un hombre. Hizo un esfuerzo:

—No, no… No hubo ningún motivo. Mamá se portó muy bien conmigo, pero fui un impertinente, me he portado muy mal… Y entonces… Entonces me escapé, porque tenía miedo.

Su padre le miró perplejo. Se había esperado todo, menos aquella confesión. Su cólera quedó desarmada.

—Bien, si te arrepientes, entonces de acuerdo. En ese caso no hablaremos más del asunto. Creo que la próxima vez lo pensarás. Que no vuelva a ocurrir algo así.

Se quedó allí de pie, mirándole. Y su voz ahora se volvió más suave:

—Qué pálido estás. Me parece que otra vez estás más alto. Espero que no vuelvas a hacer una chiquillada como ésta. Ya no eres un niño, podrías ser más juicioso.

Edgar miró únicamente a su madre. Le pareció como si algo brillara en sus ojos. ¿O era tan sólo el reflejo de la vela? No. Brillaban. Estaban húmedos, luminosos. Y ella tenía una sonrisa en torno a los labios, una sonrisa con la que le daba las gracias. En aquel momento le mandaron a la cama, aunque esta vez no le entristeció que le dejaran solo. Tenía tanto en qué pensar. Tantas cosas diferentes, nuevas. Todo el dolor de los últimos días desapareció con la fuerte emoción de la primera experiencia. Se sentía feliz presintiendo futuros y misteriosos acontecimientos. Afuera susurraban los árboles en la oscuridad de la noche, pero él ya no tenía miedo. Había perdido por completo la impaciencia frente a la vida, desde que supo lo rica que era. Le pareció como si aquel día la hubiera visto por primera vez desnuda, no oculta ya por las mil mentiras de la niñez, sino en toda su sensual y peligrosa belleza. Nunca había pensado que los días pudieran estar hasta tal punto colmados con la transición del dolor al placer, y se sintió feliz con la idea de que aún le quedaran muchos días como aquél, de que tenía toda una vida por delante para desvelar su secreto. Por primera vez había barruntado la enorme diversidad de la vida. Por primera vez creyó haber entendido la naturaleza humana, que las personas se necesitaban unas a otras, aun cuando les pareciera que eran enemigos, y que es muy dulce sentirse querido por los demás. Era incapaz de pensar en algo o en alguien con odio. No se arrepentía de nada. E incluso para el barón, el seductor, su más encarnizado enemigo, encontró un nuevo sentimiento, la gratitud, porque él le había abierto la puerta hacia aquel mundo de las primeras emociones.

Era muy dulce y halagüeño pensar en todo aquello en la oscuridad, confundiéndose con las imágenes de los sueños. Ya casi se había dormido, cuando de pronto sintió que la puerta se abría y que alguien entraba sin hacer ruido. No estaba seguro. Se sentía demasiado atontado por el sueño como para abrir los ojos. Entonces notó sobre él un rostro delicado, cálido y suave, que rozaba el suyo, y supo que era su madre, que le besaba y le acariciaba el pelo. Notó los besos y las lágrimas, correspondió dulcemente a la caricia, que interpretó como una reconciliación, como un gesto de agradecimiento por su silencio. Sólo después, muchos años después, reconoció en aquellas mudas lágrimas un voto de la mujer que envejecía, que desde aquel momento no quería pertenecer a nadie más que a él, a su hijo, una renuncia a la aventura, una despedida de todos los deseos propios. No supo que también le daba las gracias por haberla librado de una aventura estéril, y que con aquel abrazo le transmitía, como una herencia, la carga agridulce del amor para su vida futura. Todo esto el niño de entonces no lo comprendió, pero sintió la dicha de ser tan amado, y que con aquel amor ya estaba inmerso en el gran misterio del mundo.

Cuando ella entonces apartó la mano, cuando sus labios se separaron de los suyos y la silenciosa figura salió de allí, su calor, su aliento aún permaneció sobre sus labios. E insinuante le embargó el anhelo de que unos labios tan delicados y tiernos le envolvieran a menudo, pero aquel presentimiento del misterio por el que tanto había suspirado ya estaba cubierto por las sombras del sueño. Una vez más las coloreadas imágenes de las últimas horas pasaron ante él. Una vez más, seductor, se abrió el libro de su juventud. Después el niño se durmió, y comenzó el sueño más profundo de su vida.