PRIMER ATISBO
Más allá, en el camino, se detuvo. Tuvo que apoyarse en un árbol de tanto que le temblaban las piernas por el miedo y la excitación. Necesitaba tomar aliento, tenía el pecho acelerado. Tras él había corrido también el espanto que sentía por lo que acababa de hacer y ahora se le agarró a la garganta, sacudiéndole de un lado a otro como si tuviera fiebre. ¿Qué iba a hacer? ¿Adónde huiría? Pues ya allí, en mitad del bosque, a tan sólo un cuarto de hora de donde se hospedaba, le embargó una sensación de desamparo. Todo parecía diferente, más hostil, más odioso, por el mero hecho de estar solo y no tener a nadie que le ayudara. Los árboles, que aún ayer le habían rodeado fraternalmente, se aglomeraban de golpe con un aire sombrío, como una amenaza. ¡Y cuánto más extraño e ignoto resultaría todo aquello que aún le esperaba más allá! Encontrarse solo frente al mundo inmenso, inexplorado, le hizo marearse. No, no era capaz de soportarlo. No era capaz de aguantarlo solo. Pero, ¿a quién recurrir en su huida? Su padre le daba miedo. Era fácil de alterar, inaccesible, además de que le haría regresar de inmediato. Y él no quería volver. Prefería internarse en los extraños peligros de lo inexplorado. Le pareció que nunca más podría ver la cara de su madre, sin pensar que la había golpeado con el puño.
Entonces se acordó de su abuela, aquella mujer mayor, bondadosa y amable, que tanto le había mimado desde su niñez, que siempre le había protegido cuando en su casa le amenazaba un castigo, una injusticia. Se escondería en su casa de Badén, hasta que hubiera pasado el primer enojo. Allí escribiría una carta a sus padres y se disculparía. En aquel cuarto de hora se sentía ya tan abatido ante la mera idea de tener que enfrentarse al mundo con sus manos inexpertas, que renegó de su orgullo, de aquel orgullo estúpido que un hombre desconocido le había metido en la sangre recurriendo a una mentira. No deseaba otra cosa que volver a ser el niño de antes, obediente, resignado, sin aquella presunción que, ahora se daba cuenta, era ridícula, exagerada.
Pero, ¿cómo llegar a Badén? ¿Cómo cruzar el país para llegar hasta allí, a unas horas de distancia? A toda prisa sacó su pequeño portamonedas de cuero, que siempre llevaba consigo. Gracias a Dios, allí estaba, brillante, la moneda de oro, las veinte coronas que le habían regalado por su cumpleaños. No había sido capaz de deshacerse de ella, pero la había sacado casi cada día, para comprobar que seguía allí, regodeándose con su vista, sintiéndose rico, para después, con agradecida ternura, limpiarla con su pañuelo de bolsillo, hasta que brillaba como un pequeño sol. Pero, ¿sería suficiente? Sólo la idea le hizo estremecerse. Había viajado en tren tantas veces a lo largo de su vida sin pensar siquiera que había que pagar para hacerlo, sin preguntarse siquiera cuánto podría costar, si una corona o cien. Por primera vez se dio cuenta de que había hechos de la vida en los que no había pensado jamás, que todas aquellas cosas que le rodeaban, que todas aquellas cosas que había tenido entre sus dedos y con las que había jugado, de alguna manera estaban llenas de su propio valor, que tenían un peso especial. Y que él, que hacía una hora se creía que lo sabía todo, había pasado por delante de miles de secretos y cuestiones sin prestarles ninguna atención. Se dio cuenta en aquel momento y le avergonzó que su pobre saber tropezara ya con el primer escalón que se encontraba en la vida. Cada vez más acobardado, con pasos cada vez más pequeños e inseguros, se dirigió hacia la estación. ¡Cuántas veces había soñado con escapar! ¡Cuántas había pensado lanzarse a la vida, ser emperador o rey, soldado o poeta! Y ahora contemplaba temeroso el pequeño edificio de color claro y pensaba tan sólo en si las veinte coronas bastarían para llevarle hasta la casa de su abuela. Los raíles brillaban a lo lejos. La estación estaba vacía, abandonada. Tímidamente se deslizó ante la ventanilla y, susurrando, para que ninguna otra persona pudiera oírle, preguntó cuánto costaba un billete para Baden. Una cara de sorpresa asomó por el oscuro ventanuco. Dos ojos sonrieron tras unas gafas al acobardado niño.
—¿Un billete completo?
—Sí —balbució Edgar, aunque sin ningún orgullo, más bien con miedo a que costara demasiado.
—Seis coronas.
—¡Bien!
Aliviado, empujó aquella moneda reluciente, tan querida. El cambio tintineó, y Edgar volvió a sentirse de golpe indeciblemente rico, ahora que tenía en la mano el trozo de papel que le garantizaba la libertad y que en su monedero sonaba la música amortiguada de la plata.
Consultando el horario supo que el tren tenía que llegar en veinte minutos. Se acurrucó en un rincón. Unas cuantas personas esperaban en el andén, sin hacer nada, sin pensar. Pero a Edgar, alarmado, le pareció como si todo el mundo no le mirara más que a él, como si les sorprendiera ver a un niño como él viajando solo, como si llevara la huida y el delito clavados en la frente. Respiró hondo cuando por fin el tren silbó en la lejanía por vez primera y después se acercó zumbando. El tren que le llevaría por el mundo. Sólo al subirse reparó en que su billete era de tercera clase. Hasta ahora siempre había viajado en primera. Y de nuevo sintió que algo había cambiado, que había diferencias que se le habían escapado. Hasta ahora había tenido unos compañeros de viaje muy distintos. Unos cuantos trabajadores italianos, con manos encallecidas y voces roncas, con azadones y palas, iban sentados justo enfrente de él y miraban ante sí con mirada apática, desconsolada. Era evidente que habían trabajado duro por el camino, pues algunos estaban cansados y dormían en el traqueteante vagón, apoyados en la madera dura y sucia, con la boca abierta. Edgar pensó que habían estado trabajando para ganar dinero. No era capaz de imaginar cuánto. En cualquier caso, de nuevo se dio cuenta de que el dinero era algo que uno no siempre tenía, algo que de alguna manera había que conseguir. Por primera vez fue consciente de que estaba acostumbrado a que a su alrededor reinara una atmósfera de bienestar y de que tanto a la derecha como a la izquierda de su vida había profundos abismos que se abrían a la oscuridad, abismos que su vista jamás había rozado. De golpe se percató de que había oficios y destinos, de que en torno a su vida había un cúmulo de misterios, al alcance y sin embargo ignorados. Edgar había aprendido mucho en aquella única hora que llevaba solo, había empezado a ver muchas cosas en aquel estrecho compartimento cuyas ventanillas se abrían al campo. Y lentamente, de su oscuro miedo empezó a brotar algo que todavía no era felicidad, pero sí un asombro ante la diversidad de la vida. Se había escapado por miedo y por cobardía, eso lo sentía cada segundo que pasaba, pero por primera vez había actuado por su cuenta, había experimentado algo de la realidad que hasta entonces le había pasado inadvertido. Por primera vez él mismo se había convertido quizás en un misterio para su madre y su padre, tal y como hasta entonces el mundo lo había sido para él. Empezó a mirar por la ventana con otros ojos. Y le pareció como si viera la realidad por vez primera, como si el velo que cubría las cosas hubiera caído y como si todo ahora se le mostrara: el interior de sus intenciones, el nervio secreto de su actividad. Las casas pasaban volando, como llevadas por el viento, y se vio obligado a pensar en las personas que vivían dentro, en si serían ricas o pobres, felices o desdichadas, si sentirían el mismo anhelo que él por saberlo todo, y si tal vez habría niños allí que como él hasta entonces sólo habían jugado con las cosas. Por primera vez le pareció que los guardagujas, apostados por el camino con ondeantes banderolas, no eran, como hasta entonces, blandos peleles y juguetes sin vida, objetos colocados allí por una casualidad indiferente, comprendió que aquél era su destino, su lucha por la vida. Las ruedas avanzaban cada vez más deprisa. Ahora los meandros hicieron que el tren bajara hacia el valle. Las montañas eran cada vez más bajas, se encontraban cada vez más lejos. Habían entrado ya en la llanura. Una vez más volvió la vista. Allí seguían, azules y sombrías, lejanas, inalcanzables. Y le pareció como si allí, donde las montañas se deshacían lentamente en el cielo brumoso, yaciera su propia niñez.