DESCONCERTANTE OSCURIDAD

Pero entonces en Badén, cuando el tren se detuvo y Edgar se encontró solo en el andén, donde ya habían encendido las farolas y las señales rojas y verdes resplandecían a lo lejos, a aquella vista multicolor se unió de pronto un repentino temor ante la noche que se avecinaba. Por el día se había sentido seguro, pues a su alrededor había gente, uno podía descansar, sentarse en un banco o mirar los escaparates de las tiendas. Pero, ¿cómo iba a resistirlo cuando todo el mundo volviera a perderse en su casa? Cada uno tendría una cama, una conversación y después una noche tranquila, mientras él se vería obligado a deambular con la sensación de su culpa en una extraña soledad. Tan sólo deseaba tener un techo sobre él, no quería quedarse ni un minuto más bajo aquel cielo despejado, desconocido. Eso era lo único que tenía claro.

Con prisa avanzó por el camino que tan bien conocía, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, hasta que llegó ante la villa en la que vivía su abuela. Estaba situada en una amplia avenida, aunque no muy a la vista, sino tras las enredaderas y la hiedra de un jardín bien resguardado. Un resplandor tras una nube de verdor, una casa de color blanco, ancestral, amistosa.

Edgar miró a través de la reja como si fuera un forastero. En el interior no se movía nada. Las ventanas estaban cerradas. Debían de encontrarse todos al otro lado del jardín, con alguna visita. Notaba ya el tacto frío del picaporte, cuando ocurrió algo extraño: de pronto aquello que desde hacía dos horas le parecía tan fácil, tan natural, le resultaba imposible. ¿Cómo iba a entrar? ¿Cómo saludar? ¿Cómo soportar todas aquellas preguntas? ¿Y cómo las iba a contestar? ¿Cómo resistir aquella primera mirada cuando tuviera que informar de que se había escapado en secreto dejando a su madre sola? ¿Y cómo explicar lo monstruoso de su acción, cuando ni él mismo la comprendía ya? Dentro se abrió ahora una puerta. De golpe le embargó un miedo insensato a que alguien pudiera salirle al encuentro, y echó a correr, sin saber hacia dónde.

Se detuvo delante del parque del balneario, porque vio que allí estaba oscuro y pensó que no habría nadie. Allí tal vez podría sentarse y al fin, al fin pensar con tranquilidad, descansar y tomar una decisión acerca de su destino. Entró tímidamente. En la parte de delante había un par de farolas encendidas, lo que daba a las hojas aún tiernas un fulgor de agua de un verde transparente. Pero más allá, después de descender por una colina, todo se hallaba como sumido en una única masa negra, bullente, en las confusas tinieblas de una noche de primavera anticipada. Edgar, receloso, se escurrió por delante de unas cuantas personas, que sentadas bajo el foco de luz de las farolas charlaban o leían. Quería estar solo. Pero tampoco al fondo, en la oscuridad repleta de sombras de los caminos sin iluminar, encontró paz. Todo allí estaba repleto de ligeros murmullos y ruidos que huían de la luz, mezclados con la respiración del viento entre las ramas flexibles, el roce de pies que se alejaban, con cierto sonido de placer, entre suspiros y gemidos angustiados, que podían proceder tanto de seres humanos y de animales como del sueño intranquilo de la naturaleza. Era una agitación peligrosa, agazapada, oculta, de un misterio alarmante, la que allí respiraba, como un hozar oculto en el bosque, que tal vez estuviera relacionada con la primavera, pero que al niño desorientado le intimidó de una manera extraña.

Se acurrucó en un banco en medio de aquella oscuridad abismal y trató de pensar en lo que habría de contar en casa, pero sus pensamientos se apartaban, resbaladizos, antes de que él pudiera apresarlos. Contra su voluntad, se vio obligado a acechar aquellos sonidos ahogados, las voces místicas de la oscuridad. ¡Qué espantosa resultaba! ¡Qué desconcertante y, sin embargo, qué misteriosamente hermosa! ¿Eran animales o personas? ¿O era tan sólo la mano espectral del viento la que entretejía todos aquellos murmullos y crujidos, aquellos zumbidos y reclamos? Escuchó con atención. Era el viento que, bullicioso, se colaba entre los árboles. Pero también —ahora lo vio con claridad— personas, parejas entrelazadas, que venían desde allá abajo, desde la luminosa ciudad, y que con su enigmática presencia animaban la oscuridad. ¿Qué querían? No podía comprenderlo. No hablaban entre sí, porque no se oían voces, sólo pasos crujiendo inquietos en la grava, y aquí y allá en un claro vio sus siluetas destacándose como sombras, aunque siempre enredadas en una sola, tal y como había visto a su madre y al barón. De modo que aquel misterio, enorme, centelleante, funesto, estaba también allí. Ahora los pasos estaban cada vez más próximos, y oyó también una risa ahogada. Sintió miedo de que quienes se acercaban le encontraran allí, y se agazapó aún más. Pero aquellos dos, que ahora tanteaban el camino en la impenetrable oscuridad, no le vieron. Entrelazados, pasaron de largo. Edgar respiró aliviado, cuando de pronto ellos se detuvieron, justo delante de su banco. Juntaron sus rostros. Edgar no podía ver claramente, tan sólo escuchó un gemido que escapaba de los labios de la mujer. El hombre balbucía palabras apasionadas, absurdas. Y un presentimiento impregnó su miedo con un escalofrío de placer. Se quedaron así durante un minutos, después la grava volvió a rechinar bajo sus pasos, que pronto se perdieron en la oscuridad.

Edgar se estremeció. La sangre volvió a correrle por las venas, más fogosa y más cálida que antes. Y de pronto se sintió insoportablemente solo en medio de aquella confusa oscuridad. Sintió la imperiosa necesidad de escuchar alguna voz amiga, de sentir un abrazo, de encontrarse en un cuarto iluminado, entre personas a las que quería. Le pareció como si toda la desconcertante oscuridad de aquella confusa noche se hubiera hundido en él y le destrozara el pecho.

Se levantó de un salto. A casa, a casa. Quería estar en casa, donde fuera, en una habitación pobre, luminosa, en contacto con otras personas. ¿Qué podía pasarle? Que le pegaran y le regañaran ya no le daba miedo, desde el momento en que había sentido aquella oscuridad y el miedo a la soledad.

Eso le llevó a echar a andar, sin que él se diera cuenta, y de pronto se encontró otra vez ante la villa, con la mano apoyada de nuevo en el frío picaporte. Vio que ahora las ventanas estaban iluminadas y que brillaban en medio del verdor, imaginó detrás de cada resplandeciente cristal el espacio conocido que había detrás, y dentro a las personas. El mero hecho de estar cerca le hizo feliz. Aquella primera y tranquilizadora sensación de encontrarse cerca de las personas que sabía que le querían. Y si aún titubeó, fue sólo por disfrutar aún más de aquella sensación.

Entonces detrás de él gritó una voz, agudizada por el miedo:

—¡Edgar! ¡Está aquí!

La doncella de su abuela le había visto. Se abalanzó sobre él y le cogió de la mano. La puerta se abrió de golpe desde dentro. El perro saltó hacia él ladrando. Y de la casa salieron con velas. Escuchó voces de alegría y llamadas ansiosas, un amistoso tumulto de gritos y pasos que se acercaban, de figuras que ahora reconoció. Delante, su abuela con los brazos extendidos. Tras ella, y le pareció que soñaba, su madre. Con los ojos llenos de lágrimas, temblando, cohibido, se encontró en medio de aquel apasionado estallido de muestras de entusiasmo, sin saber qué hacer, ni qué decir, y sin aclararse sobre lo que sentía, si miedo o felicidad.