ARDIENTE SECRETO

«¿Qué es lo que les ha cambiado de ese modo?», reflexionaba el niño, sentado frente a ellos en el carruaje en marcha. «¿Por qué no se comportan conmigo como lo hacían al principio? ¿Por qué mamá aparta los ojos cuando la miro? ¿Por qué él siempre intenta bromear delante de mí y se empeña en hacer el payaso? Ninguno de los dos me habla como lo hacían ayer y antes de ayer. Casi diría que sus caras no son las mismas. Mamá hoy tiene los labios tan rojos que debe de habérselos pintado. Nunca la había visto así. Y él mantiene todo el tiempo la frente arrugada, como si estuviera ofendido. Si yo no les he hecho nada. No he dicho nada que pudiera enojarles. No, yo no puedo ser el motivo, porque ellos mismos no se comportan de la misma manera que antes. Lo hacen como si se propusieran algo, algo que no se atreven a confesarse. Ya no charlan como ayer, y tampoco se ríen. Están intimidados. Ocultan algo. Entre ellos existe algún secreto que no quieren revelarme. Un secreto que debo averiguar a toda costa. Ya lo sé, tiene que ser el mismo que siempre me ocultan cerrando las puertas con llave, ese secreto del que se habla en los libros y en la ópera, cuando hombres y mujeres cantan los unos frente a los otros con los brazos abiertos, se abrazan y se apartan de un empujón. De alguna forma tiene que ser lo mismo que aquello que ocurrió con mi profesora de francés, que se llevó tan mal con papá y a la que después despidieron. Todas esas cosas están relacionadas, eso lo noto, sólo que no sé cómo. ¡Ah, saberlo! ¡Saberlo al fin! ¡Ese secreto! ¡Si lo entendiera! Si tuviera esa llave que abre todas las puertas, dejaría de ser un niño ante el que todo se esconde y oculta, dejarían de darme largas y de engañarme. ¡Ahora o nunca! Les arrancaré ese formidable secreto». En su frente se formó una arruga, que hizo que el delicado niño de doce años casi pareciera un viejo, cavilando tan serio para sus adentros, sin dedicar una sola mirada al paisaje, que se extendía a su alrededor con brillantes colores, las montañas con el límpido verde de sus bosques de coníferas, los valles aún con el tierno esplendor que les confería una primavera tardía. Se limitó a observar a aquellos dos, sentados frente a él en el asiento posterior del carruaje, como si con aquellas fervorosas miradas pudiera extraer el secreto de las resplandecientes profundidades de sus ojos. Como con un anzuelo. Nada agudiza tanto el ingenio como una apasionada sospecha, nada desarrolla más todas las posibilidades de un intelecto inmaduro como una pista que conduce hasta la oscuridad. A veces tan sólo una única y delgada puerta separa a los niños del mundo que nosotros llamamos real, y un soplo de viento casual hace que se les abra de golpe.

Por un momento Edgar se sintió más cerca que nunca de llegar a alcanzar lo desconocido, el gran misterio. Percibía que estaba justo delante de él, si bien todavía inaccesible y sin descifrar, aunque cerca, muy cerca. Eso le excitaba y le daba aquel aire de repentina y solemne seriedad. Pues, inconscientemente, presentía que se encontraba al borde de su niñez.

Los otros dos, sentados frente a él, notaban que ante ellos había una resistencia sorda, sin darse cuenta de que emanaba del chico. Estando los tres juntos en el carruaje, se sentían limitados, cohibidos. Aquellos dos ojos frente a ellos, con aquel fuego que, oscuro, llameaba en su interior, les estorbaban. Apenas se atrevían a hablar, apenas se atrevían a mirar. No sabían cómo volver a su conversación de antes, una conversación ligera, de sociedad, demasiado enredada ya en el tono de las confidencias apasionadas, esas peligrosas palabras en las que tiembla la insinuante impudicia de los roces secretos. Su conversación topaba siempre con lagunas e interrupciones. Se estancaba, intentaba seguir adelante, pero volvía a tropezar una y otra vez con el obstinado mutismo del niño.

Su encarnizado silencio resultaba una carga en especial para la madre. Con cuidado le observó de refilón y se asustó al descubrir de repente y por primera vez, en la forma en la que el niño apretaba los labios, una semejanza con su marido cuando se excitaba o enojaba. Y le resultó molesto que precisamente en aquel momento en el que se proponía tener una aventura a escondidas le recordaran a su marido. Como un fantasma, un centinela de la conciencia, su hijo le pareció doblemente insoportable en la estrechez de aquel carruaje, sentado frente a ella a tan sólo veinte centímetros con sus ojos oscuros y afanosos, al acecho tras aquella pálida frente. En aquel momento, Edgar levantó la mirada, durante un segundo. Ambos la retiraron de inmediato. Se dieron cuenta de que por primera vez en su vida se espiaban. Hasta entonces habían tenido una confianza ciega el uno en el otro, pero ahora entre la madre y el niño, entre ella y él algo había cambiado. Por primera vez en su vida empezaban a vigilarse, a separar sus respectivos destinos, sintiendo ambos un odio secreto hacia el otro, un odio demasiado reciente como para que se atrevieran a admitirlo.

Los tres respiraron aliviados cuando los caballos se detuvieron de nuevo frente al hotel. Había sido una excursión malograda, todos se daban cuenta, y ninguno se atrevió a decirlo. Edgar fue el primero en bajar de un salto. Su madre se disculpó diciendo que le dolía la cabeza y subió las escaleras deprisa. Estaba cansada y quería estar sola. Edgar y el barón se quedaron atrás. El barón pagó al cochero, miró el reloj y avanzó hacia el vestíbulo, sin prestar atención al muchacho. Pasó ante él, con aquella espalda elegante y esbelta, con aquel ligero y rítmico contoneo que tanto fascinaba al muchacho y que ya ayer había tratado de imitar. Pasó ante él, sin más ceremonia. Era evidente que se había olvidado del chico y le dejó plantado junto al cochero, junto a los caballos, como si no le incumbiera.

En Edgar algo se partió en dos al verle pasar por delante de él de aquella manera, a aquel hombre al que a pesar de todo aún idolatraba. De su alma brotó la desesperación cuando pasó de largo sin rozarle con el abrigo, sin decirle una sola palabra, cuando era consciente de no haber cometido ninguna falta. La serenidad mantenida con esfuerzo se quebró, la carga de dignidad, aumentada de manera artificial, se escurrió de sus estrechos hombros. Volvió a ser un niño, pequeño y humilde, como ayer, como en otro tiempo. Y eso le arrastró, contra su deseo. Con pasos rápidos, temblorosos, siguió al barón, se interpuso en su camino en el momento en el que se disponía a subir las escaleras y, angustiado, conteniendo las lágrimas a duras penas, le dijo:

—¿Qué he hecho yo para que ya no me haga caso? ¿Por qué ahora siempre se comporta conmigo de ese modo? Y mamá también. ¿Por qué siempre quieren deshacerse de mí? ¿Les resulto pesado? ¿O es que he hecho algo?

El barón se asustó. En su voz había algo que le desconcertó y le ablandó. Le embargó la compasión hacia el Cándido muchacho.

—¡Edi, estás loco! Hoy tan sólo estaba de mal humor. Y tú eres un buen chico, al que aprecio de verdad.

Al decirlo, le acarició el pelo, aunque con la cara vuelta, para no tener que ver aquellos enormes ojos de niño húmedos y suplicantes. La comedia que estaba representando empezaba a resultarle molesta. En el fondo se avergonzaba de haber jugado de forma tan descarada con el cariño de aquel niño, y aquella voz, débil y sacudida por los sollozos reprimidos, le hacía daño.

—Ahora sube, Edi. Esta noche volveremos a llevarnos bien. Ya lo verás —dijo para calmarle.

—Pero usted no permitirá que mamá me mande en seguida a la cama, ¿verdad?

—No, no, Edi, no lo permitiré —dijo el barón, sonriendo—. Ahora sube. Tengo que cambiarme para la cena.

Edgar se fue, satisfecho por el momento. Pero pronto el martillo en su corazón empezó a moverse. Desde ayer tenía unos cuantos años más. Un huésped desconocido, la desconfianza, se aferraba a su corazón.

Esperó. Se acercaba la prueba definitiva. Se sentaron juntos a la mesa. Dieron las nueve, pero la madre no le mandó a la cama. Se inquietó. ¿Por qué precisamente hoy le dejaba quedarse allí tanto tiempo cuando por lo general era tan rigurosa? ¿Es que el barón le había revelado su deseo y la conversación que habían tenido? De pronto le embargó un vivo arrepentimiento por haber corrido tras él y haberle confiado todo su corazón. A las diez su madre se levantó de repente y se despidió del barón. Y cosa curiosa, él no pareció sorprendido por la temprana retirada, y tampoco intentó retenerla, como solía hacer en otras ocasiones. El martillo golpeó cada vez con más fuerza en el pecho del niño.

Entonces llegó la prueba definitiva. También él fingió no darse cuenta de nada y sin rechistar siguió a su madre hasta la puerta, pero allí levantó los ojos. Y en efecto, en aquel instante cazó una sonriente mirada que, por encima de su cabeza, su madre dirigió directamente al barón, una mirada de complicidad, en la que se ocultaba algún secreto. De modo que el barón le había traicionado. De ahí aquella temprana retirada. Hoy tenían que conseguir que se confiara, para que al día siguiente no se interpusiera en su camino.

—¡Traidor! —murmuró.

—¿Qué has dicho? —preguntó la madre.

—Nada —respondió él entre dientes.

Ahora también él tenía un secreto. El odio, un odio sin límites hacia aquellos dos.