HUELLAS A LA LUZ DE LA LUNA

El camarero que subió la cena a Edgar, que se encontraba arrestado en su cuarto, cerró la puerta. Tras él se oyó el restallido del cerrojo. El niño se levantó furioso. Evidentemente era por encargo de su madre por lo que se le confinaba como si fuera un animal dañino. Hosco, se retorcía, tratando de salir de su interior.

«¿Qué ocurrirá allá abajo, mientras yo estoy aquí encerrado? ¿Qué tramarán ahora esos dos? ¿Sucederá ahora lo que me ocultan y me lo voy a perder? ¡Ah, ese secreto que percibo siempre en todas partes cuando me encuentro entre personas mayores, el que hace que cierren las puertas por la noche, que bajen la voz si entro de improviso, ese gran secreto, que desde hace unos días siento tan cerca, al alcance de la mano, sin que todavía lo pueda asir! ¡Qué no habré hecho ya para comprenderlo! Tiempo atrás le robé libros a mi padre del escritorio y los leí, y todas aquellas cosas extrañas estaban allí, sólo que yo no las entendí. Tiene que haber algún sello, que primero hay que romper para descubrirlo, tal vez en mí, tal vez en los demás. Le pregunté a la doncella, le rogué que me explicara aquellos pasajes que aparecían en los libros, pero se rió de mí. Es terrible ser niño, estar lleno de curiosidad y no poder preguntarle a nadie, quedar siempre en ridículo frente a los mayores, como si fuera uno tonto o un inútil. Pero me enteraré, presiento que pronto lo sabré. ¡Ya tengo una parte en mis manos, y no desistiré hasta poseerlo por completo!».

Escuchó a ver si se acercaba alguien. Un ligero viento cruzaba allí fuera entre los árboles, y las ramas quebraban el rígido espejo de la luz de la luna en centenares de vacilantes fragmentos.

«No puede ser nada bueno lo que se proponen esos dos, porque de serlo no habrían recurrido a tan deplorables mentiras para mantenerme alejado. Seguro que ahora se están riendo, malditos. Por haberse librado al fin de mí, pero yo reiré el último. Qué necio he sido al dejarme encerrar aquí arriba, al concederles unos segundos de libertad, en lugar de pegarme a ellos y acechar cada uno de sus movimientos. Pero sé que los mayores son descuidados, y que se traicionarán ellos mismos. Siguen creyendo que somos pequeños y que por la noche siempre estamos durmiendo. Olvidan que uno se puede hacer el dormido y escuchar, que uno se puede hacer el tonto y ser muy listo. Hace poco, cuando mi tía tuvo un niño, ellos hacía tiempo que lo sabían y delante de mí se hicieron los asombrados, como si les hubiera cogido por sorpresa. Pero yo también lo sabía, porque les había oído hablar, semanas antes, por la noche, cuando creían que estaba dormido. Y así también esta vez les sorprenderé, a esos miserables. Ah, si pudiera fisgar a través de la puerta, verles ahora sigilosamente, cuando se creen seguros. ¿Y si llamara? Vendría la doncella, abriría la puerta y me preguntaría qué es lo que quiero. O también podría hacer ruido, romper algún cacharro, entonces también abrirían. Y en ese momento podría escurrirme hasta abajo y espiarles. Pero, no, no quiero hacer eso. Nadie debe ver el modo tan indigno en que me tratan. Soy demasiado orgulloso. Mañana haré que me las paguen».

Abajo se oyó una risa de mujer. Edgar se sobresaltó: podría ser su madre. Tenía motivos para reírse, para burlarse de él, del pequeño, desamparado, tras el que se echaba la llave cuando resultaba molesto, al que se arrojaba en un rincón como un hatillo de ropa húmeda. Con precaución, se asomó a la ventana. No, no era ella, sino unas muchachas desconocidas y arrogantes que se mofaban de un chico.

Entonces, en aquel momento, se dio cuenta de que su ventana no estaba a mucha altura del suelo. Y ya, sin que él apenas se diera cuenta, estaba allí el pensamiento: saltar, ahora, cuando ellos se sentían del todo seguros, espiarlos. Deliraba de alegría por haber tomado aquella decisión. Le pareció como si con ello tuviera entre las manos el misterio, inmenso y resplandeciente, de la niñez. «Saltar, saltar», temblaba en su interior. No había ningún peligro. Nadie pasaba por allí. De modo que saltó. La gravilla crujió, pero nadie lo oyó.

En aquellos dos días, el rastrear, el acecho, se había convertido en el placer de su vida. Y ahora, mezclado con un ligero estremecimiento de miedo, sintió el que le producía escurrirse en torno al hotel sin hacer ruido, evitando con cuidado el fuerte reflejo de las farolas encendidas. Primero miró, con la mejilla pegada al cristal, hacia el interior del comedor. El lugar en el que solían reunirse estaba vacío. Después siguió fisgando, de una ventana a otra. No se atrevió a meterse en el hotel, por miedo a encontrarse con ellos en algún pasillo. No se les veía por ninguna parte. Ya empezaba a dudar, cuando vio dos sombras que salían por la puerta. Se echó hacia atrás y se agachó en la oscuridad. Salían su madre y su inevitable acompañante. De modo que había llegado en el momento justo. ¿De qué hablaban? No podía entenderlo. Conversaban en voz baja, y el viento, demasiado bullicioso, resonaba entre los árboles. Pero ahora se oyó una risa. La voz de su madre. Era una risa que él no conocía. Una risa particularmente aguda, como si le estuvieran haciendo cosquillas, como si estuviera nerviosa. Aquella risa le pareció extraña y se asustó. Su madre se reía, de modo que lo que le ocultaba no podía ser algo muy grande e impetuoso. Edgar estaba un poco decepcionado.

Pero, ¿por qué abandonaban el hotel? ¿Adónde se dirigían completamente solos y por la noche? Allá arriba debían de correr vientos con alas inmensas, porque el cielo, hacía un momento limpio e iluminado por la luna, volvía a estar oscuro. Unos trapos negros, arrojados por manos invisibles, envolvían de vez en cuando la luna, y la noche se tornaba entonces tan impenetrable que apenas se podía ver el camino. Pero pronto volvía a brillar, en cuanto la luna se liberaba. Plata fría goteaba entonces sobre el paisaje. Aquel juego entre la luz y las sombras resultaba misterioso, y tan excitante como el de una mujer que tan pronto se desnuda como se cubre. Justo entonces el paisaje volvió a descubrir su cuerpo brillante. Edgar vio atravesadas en el camino las siluetas que avanzaban, mejor dicho, una silueta, así de juntos caminaban, como si un recelo interior les empujara a hacerlo. Pero, ¿adónde iban ahora? Los pinos susurraban. En el bosque había una inquietante actividad, como si allí dentro se agitara una infernal cacería. «Les sigo», pensó Edgar. «No pueden oír mis pasos con el alboroto del viento y del bosque». Y mientras ellos avanzaban por el camino ancho e iluminado, continuó saltando del tronco de un árbol al siguiente, sin hacer ruido, de una sombra a otra. Les siguió obstinado e implacable, bendiciendo al viento, que hacía que sus pasos fueran imperceptibles, y al mismo tiempo maldiciéndolo, porque se llevaba sus palabras.

Sólo si pudiera escuchar su conversación, estaría seguro de poseer el secreto.

Los otros dos, allí delante, caminaban sin sospechar nada. Se sentían dichosos por estar solos en mitad de aquella noche inmensa y revuelta, y en su creciente excitación se perdieron. Nada les hacía sospechar que allí detrás, en aquella oscuridad tan intrincada, había alguien que seguía cada uno de sus pasos y que dos ojos los mantenían cercados con toda la fuerza del odio y de la curiosidad. De pronto se pararon. También Edgar se detuvo en seguida y se apretó aún más contra un árbol. Le acometió un repentina ansiedad. ¿Qué pasaría si ahora se daban la vuelta y llegaban al hotel antes que él, si no conseguía ponerse a salvo en su cuarto y su madre lo encontraba vacío? Entonces todo estaría perdido. Entonces sabrían que les había vigilado y nunca más podría contar con arrebatarles el secreto. Pero ambos vacilaron. Sin duda se trataba de una diferencia de opiniones. Por suerte la luna brillaba y Edgar pudo verlo todo claramente. El barón señaló una vereda oscura y estrecha, que bajaba hacia el valle, donde la luna no arrojaba como aquí un amplio torrente de luz, sino únicamente filtraba algunas gotas y unos extraños rayos entre la espesura. «¿Por qué querrá ir hacia allí?». Edgar se estremeció. Su madre parecía decir que «no», pero el otro insistía. Edgar pudo percibir, por la forma en que gesticulaba, la urgencia con la que hablaba. Al niño le embargó el miedo. ¿Qué es lo que quería aquel hombre de su madre? ¿Por qué aquel canalla trataba de arrastrarla hacia la oscuridad? De sus libros, en los que para él se encontraba el mundo, le vinieron de repente vivos recuerdos de asesinatos y secuestros, de lúgubres crímenes. Estaba seguro. Quería asesinarla. Y por eso a él le había mantenido alejado y a ella la había atraído sola hasta aquí. ¿Debía gritar pidiendo socorro? ¡Asesino! El grito ya se encontraba en lo más alto de su garganta, pero los labios estaban secos y no profirieron ni un sonido. Sus nervios se tensaron por la excitación. Apenas podía tenerse en pie. Aterrado, buscó un asidero… Una rama crujió bajo sus manos.

Los otros dos se volvieron atemorizados y observaron la oscuridad. Edgar permaneció en silencio, apoyado en el árbol, con los brazos pegados al cuerpo, agazapado en las sombras. Se hizo un silencio de muerte. Pero sí, aquellos dos parecían asustados.

—Regresemos —oyó que decía su madre.

Su voz sonaba angustiada. El barón, que al parecer también se sentía intranquilo, accedió. Ambos caminaron de vuelta lentamente y muy pegados el uno al otro. Su apocamiento hizo feliz a Edgar. A cuatro patas, agazapado en el suelo, se arrastró, arañándose las manos hasta hacerse sangre, hacia el recodo del bosque, y desde allí corrió a toda velocidad, de forma que se le cortaba la respiración, hasta el hotel. Allí subió a la habitación de un par de saltos. Por suerte, la llave con la que le habían encerrado estaba por fuera. La giró, se lanzó dentro del cuarto y se tumbó en la cama. Necesitaba descansar unos minutos, porque el corazón latía desenfrenadamente contra su pecho, como un badajo en la sonora pared de una campana.

Después se atrevió a levantarse, se apostó en la ventana y esperó a que llegaran. Tardaban mucho. Tenían que estar caminando muy, pero que muy lentamente. Con cuidado atisbo desde el marco sumido en la oscuridad. Se acercaban despacio, con la luz de la luna sobre sus vestidos. En medio de aquella claridad verde parecían dos seres espectrales, y de nuevo le sobrecogió un dulce espanto al pensar en el horrible incidente que había evitado con su presencia y si realmente sería un asesino. Vio los rostros blancos como la tiza. En el de su madre había una expresión de embeleso, que él no conocía. En cambio, él parecía rígido y contrariado. Evidentemente porque su propósito había fracasado.

Ya se encontraban muy cerca. Poco antes de llegar al hotel, sus figuras se separaron. ¿Podrían verle? No. Ninguno de los dos miró hacia arriba. «Se han olvidado de mí», pensó el niño con una rabia reconcentrada, con una sensación de secreto triunfo. «Pero yo de vosotros no. Creéis que estoy dormido o que no estoy en el mundo, pero vais a ver lo equivocados que estáis. Controlaré cada uno de vuestros pasos, hasta que le haya arrebatado a ese canalla el terrible secreto que no me deja dormir. Haré pedazos vuestra alianza. No duermo».

Ambos se acercaron hacia la puerta, despacio. Y en el momento en el que entraban, el uno detrás del otro, sus siluetas volvieron a fundirse por un segundo y, formando una única franja negra, su sombra desapareció bajo la puerta iluminada. Después el terreno que se extendía ante el edificio volvió a brillar a la luz de la luna, como si fuera una amplia pradera cubierta de nieve.