EL PARTENAIRE

La locomotora emitió un grito ronco. Había alcanzado el Semmering. Durante un minuto los negros vagones descansaron en la luz plateada de las alturas, arrojaron unas cuantas personas, se tragaron otras, unas voces enojadas cruzaron de un lado a otro, después la máquina enronquecida volvió a gritar allí delante y, traqueteando, arrastró la oscura cadena hacia abajo, en dirección a la entrada del túnel. Nítido, extenso y con fondos claros, barridos por el viento húmedo, volvió a aparecer el paisaje.

Uno de los recién llegados, un joven que inspiraba simpatía por lo correcto de su indumentaria y la elasticidad natural de sus andares, se adelantó a los demás para tomar un coche de punto que le llevara hasta el hotel. Sin prisa, los caballos trotaron por el camino en cuesta. La primavera se dejaba sentir en el aire. En el cielo revoloteaban esas nubes blancas, revoltosas, que sólo se dan en los meses de mayo y junio, esos compinches blancos, aún jóvenes y revolantes, que, juguetones, corren por la pista azul, para en un instante ocultarse tras las altas montañas; que se abrazan y huyen, que tan pronto se arrugan como si fueran pañuelos de bolsillo, tan pronto se deshilachan formando tiras y por fin, bromeando, le ponen a las montañas boinas de color blanco. También allá arriba el viento se mostraba intranquilo y sacudía los descarnados árboles, húmedos aún por la lluvia, con tanta fuerza que sus articulaciones crujían suavemente, lanzando lejos de sí miles de gotas que centelleaban como si fueran chispas. De cuando en cuando parecía que una fresca fragancia a nieve bajaba de las montañas. Entonces, al respirar, se percibía algo dulce y al mismo tiempo cortante. Todo en el aire y en la tierra era movimiento y efervescente impaciencia. Silenciosos, los caballos corrieron resoplando por el camino que ahora discurría cuesta abajo. Los cascabeles resonaban muy por delante de ellos.

En el hotel lo primero que hizo el joven caballero fue consultar la lista de los huéspedes, que leyó a toda prisa, sintiéndose de inmediato decepcionado. «En realidad, ¿para qué he venido aquí?», empezó a preguntarse, intranquilo. «Estar aquí solo en las montañas, sin compañía, es peor que quedarse en el despacho. Es evidente que he llegado demasiado pronto o demasiado tarde. Nunca tengo suerte con mis vacaciones. No encuentro un solo nombre conocido entre todas estas gentes. Si al menos hubiera alguna mujer, alguien con quien mantener un pequeño coqueteo, aunque sea sin consecuencias, algo para poder pasar esta semana sin desesperarme del todo.» El joven, un barón perteneciente a la no muy prestigiosa nobleza del funcionariado austríaco, empleado en la administración, se había tomado aquel pequeño permiso sin mucha necesidad, en realidad únicamente porque todos sus colegas habían obtenido una semana de vacaciones en primavera y él no quería regalarle la suya al ministerio. Aunque no desprovisto de aptitudes para la vida interior, consciente de su incapacidad para la soledad, poseía un carácter enteramente mundano, y como tal era apreciado y bien visto en todos los círculos. No sentía ninguna inclinación a enfrentarse solo consigo mismo y en lo posible evitaba esos encuentros, porque en absoluto deseaba un conocimiento más íntimo de su propia persona. Sabía que necesitaba el roce con las personas para que todo su talento, el calor y la alegría desbordante de su corazón cobraran vida, y que a solas se sentía frío e inútil, como una cerilla metida en la caja.

Contrariado, deambuló por el vestíbulo vacío e, indeciso, tan pronto hojeaba los periódicos como tocaba un vals al piano en la sala de música, aunque sin conseguir que de sus dedos brotara el ritmo. Al fin, disgustado, se sentó y miró hacia fuera, contemplando cómo lentamente iban cayendo la noche y la niebla que, como un vapor grisáceo, surgía de entre los abetos. Así, sin hacer nada, nervioso, desmigajó una hora. Después se refugió en el comedor.

Allí de momento no había más que un par de mesas ocupadas, que recorrió de una rápida ojeada. ¡En vano! No había ningún conocido. Sólo allí —e indolente, devolvió el saludo—, un entrenador, y más allá, un rostro que le resultaba familiar, de la Ringstrasse. Por lo demás, nada. Ninguna mujer, nada que prometiera una aventura, aunque fuera fugaz. Su fastidio fue en aumento. Era uno de esos hombres jóvenes a los que su hermoso rostro les ha favorecido mucho y en los que todo está constantemente dispuesto para un nuevo encuentro, para una nueva experiencia, uno de esos jóvenes que siempre se hallan en tensión, para lanzarse a lo desconocido de una nueva aventura, a los que nada les sorprende, porque, estando siempre al acecho, lo calculan todo, a los que no se les escapa ninguna oportunidad erótica, porque ya al primer vistazo captan a cada mujer desde el punto de vista sensual, tanteando y sin distinguir si se trata de la esposa de su amigo o de la criada que les abre la puerta que conduce hasta ella. Cuando uno con cierto desdén califica a estos hombres de «cazadores de mujeres», lo hace sin saber cuánta verdad, cuánta capacidad de observación ha quedado plasmada en el término, pues, en efecto, todos los instintos apasionados de la caza, el rastreo, la excitación y la crueldad moral vibran en la vigilancia infatigable de semejantes individuos. Están permanentemente a la espera, siempre preparados y decididos a seguir una aventura hasta el borde del abismo. Siempre cargados de pasión, aunque no se trata de la del enamorado, sino de la del jugador, frío, calculador y peligroso. Entre ellos los hay perseverantes, a los que más allá de la juventud, y gracias a esa expectación, la vida entera se les convierte en una incesante aventura, a los que un único día se les descompone en cientos de pequeñas experiencias sensuales: una mirada al pasar, una sonrisa fugaz, el roce de una rodilla cuando se sientan frente a alguien. Para ellos, la experiencia sensual es una fuente que fluye eternamente, alimentando y estimulando su vida.

Aquí no había con quien iniciar un juego. Eso lo vio de inmediato. Y ninguna irritación resulta más enojosa que la del jugador que, con las cartas en la mano, convencido de su superioridad, se encuentra sentado frente al tapete verde y espera en vano un partenaire. El barón pidió un periódico. De mal humor, recorrió las líneas por encima, pero sus pensamientos eran torpes y, como si estuvieran ebrios, tropezaban siguiendo las palabras.

Entonces oyó, detrás de él, el murmullo de un vestido y una voz que, ligeramente enojada y en un tono afectado, decía:

Mais tais-toi done, Edgar!

Junto a su mesa un vestido de seda crujió. Alta y exuberante una figura pasó junto a él, ensombreciéndole, y tras ella, con un traje de terciopelo negro, un muchacho pequeño, pálido, que le rozó con una mirada de curiosidad. Ambos se sentaron frente a él, en una mesa reservada. El niño ostensiblemente preocupado por comportarse con una corrección que parecía contradecir la oscura inquietud que se leía en sus ojos. La dama —y el barón sólo se había fijado en ella— tenía un aspecto muy cuidado y vestía con visible elegancia, además de que era de una clase de mujer que a él le gustaba mucho, una de esas judías un tanto voluptuosas, rayando en la edad madura, evidentemente también apasionadas, pero con la suficiente experiencia como para saber ocultar su temperamento tras un aire de distinguida melancolía. Al principio no se atrevió a mirarla a los ojos y se limitó a admirar la línea de sus cejas bellamente arqueada sobre una delicada nariz que, aunque no desmentía su raza, daba al perfil un noble contorno, que lo hacía parecer enérgico e interesante. Los cabellos, como todo lo que de femenino había en aquel cuerpo pleno, eran de una sorprendente exuberancia. Su belleza parecía haberse vuelto satisfecha y arrogante, en el íntimo convencimiento de la mucha admiración que despertaba. Encargó la cena en voz muy baja, reprendió al muchacho, que hizo ruido jugando con el tenedor, todo ello con aparente indiferencia frente a la mirada, cautelosa y furtiva, del barón, que ella no pareció notar, cuando en realidad tan sólo era lo intenso de su atención lo que la llevaba a mostrar aquella actitud tan comedida.

La oscuridad en el rostro del barón se había aclarado de pronto. Secretamente vivificados, los nervios se desbocaron, las arrugas se estiraron, los músculos se soltaron, de modo que su figura se esponjó y sus ojos llamearon. No era muy distinto a esas mujeres que sólo necesitan la presencia de un hombre para sacar de sí mismas todo su poder. Tan sólo un estímulo sensual tensaba su energía hasta alcanzar toda su fuerza. El cazador que había en él olfateó que allí había una presa. Desafiante, sus ojos buscaron encontrarse con la mirada de ella, que de vez en cuando se cruzaba con él en la resplandeciente ambigüedad de la mirada de refilón, pero que en ningún momento le brindó una clara respuesta. También le pareció que en torno a la boca se percibía de cuando en cuando algo que se podía interpretar como el inicio de una sonrisa, pero todo aquello era incierto, y precisamente esa incertidumbre le excitó. Lo único que le pareció prometedor era aquel constante mirar de soslayo, porque denotaba resistencia y al mismo tiempo timidez, y luego aquella manera tan solícita de conversar con el niño, sin duda alguna adoptada frente al espectador. Precisamente lo contenido de aquella calma revelaba, así lo sintió él, una primera inquietud. También él estaba excitado: había empezado el juego. Demoró la cena, manteniendo la mirada fija en aquella mujer durante media hora, casi sin interrupción, hasta que memorizó cada línea de su rostro, hasta que hubo tocado invisiblemente cada una de las partes de aquel voluptuoso cuerpo. Afuera cayó la noche, abrumadora. Los bosques gemían con un temor infantil, como si las grandes nubes cargadas de lluvia estiraran hacia ellos sus manos grises. Cada vez más tétricas, las sombras se colaron en el comedor. Y cada vez era mayor la sensación de que las personas estaban allí comprimidas por el silencio. Bajo la amenaza de aquel silencio, la conversación entre madre e hijo, así lo percibió el barón, se volvió cada vez más forzada, más artificial, y pronto, se dio cuenta, se acabaría. Entonces decidió hacer una prueba. Fue el primero en ponerse en pie, avanzó lentamente, dirigiendo hacia el paisaje una larga mirada que la rozó de paso a ella. Al llegar a la puerta, volvió rápidamente la cabeza, como si hubiera olvidado algo, y la sorprendió siguiéndole con los ojos, unos ojos llenos de vida.

Eso le excitó. Esperó en el vestíbulo. Ella no tardó en aparecer, con el chico de la mano, hojeó al pasar algunas revistas y mostró al niño un par de ilustraciones. Pero cuando el barón, como por casualidad, se acercó a la mesa, al parecer para buscar también una revista —en realidad para penetrar aún más en el húmedo brillo de sus ojos, tal vez incluso para iniciar una conversación—, ella se apartó, golpeando suavemente a su hijo en un hombro:

Viens, Edgar. Au lit! —dijo, y, al pasar, un aire frío rozó al barón.

Un tanto desengañado, la siguió con la vista. Había contado con iniciar una relación aquella misma noche, y esa brusca manera de irse le decepcionó. Aunque en definitiva aquella resistencia resultaba estimulante, y precisamente esa inseguridad atizó su deseo. Con todo, había encontrado a su partenaire. El juego podía empezar.