EL ATAQUE

Respirando profundamente, Edgar se apartó de la ventana sacudido por el espanto. En toda su vida no se había encontrado así de cerca de algo tan enigmático. El mundo de las emociones, de la excitante aventura, aquel mundo de asesinatos y engaños de sus libros había estado siempre, a su modo de ver, allí donde se encontraban los cuentos, muy por detrás de los sueños, en el ámbito de lo irreal e inalcanzable. Pero ahora de pronto él parecía haberse metido en medio de aquel mundo atroz, y todo su ser se vio sacudido por la fiebre ante un encuentro tan inesperado. ¿Quién era aquel hombre, misterioso, que había irrumpido de pronto en su pacífica vida? ¿Era realmente un asesino que buscaba siempre los lugares apartados y que quería arrastrar a su madre hacia la oscuridad? Parecía que les esperaba algo horrible. No sabía qué hacer. Mañana, de eso estaba seguro, escribiría a su padre. O le pondría un telegrama. Pero, ¿no podría ocurrir ahora, aquella noche? Su madre aún no había subido a la habitación. Todavía estaba con aquel hombre odioso, desconocido.

Entre la puerta interior y la de fuera, una puerta falsa, fácil de abrir, había un estrecho espacio, no mucho mayor que el interior de un armario ropero. Allí, en aquella oscuridad de un palmo de ancho, se apretujó, para acechar sus pasos en el corredor, pues no quería dejarla sola ni un instante, eso había decidido. El corredor ahora que era medianoche estaba vacío, tan sólo iluminado débilmente por una única vela.

Al fin —los minutos se alargaban para él de un modo espantoso— oyó unos pasos precavidos que se acercaban. Escuchó con atención, agotado. No se trataba de pasos rápidos, como cuando alguien quiere irse directamente a su cuarto, sino de pasos arrastrados, vacilantes, muy lentos, como si ascendieran por un camino interminable, difícil y empinado. Una y otra vez se oía cómo se detenían, y un cuchicheo. Edgar temblaba de excitación. ¿Eran al fin ellos dos? ¿Seguía estando su madre con él? El cuchicheo era demasiado lejano. Pero los pasos, aun cuando todavía vacilantes, se acercaban cada vez más. Y ahora de pronto oyó la odiosa voz del barón que, en voz baja y ronca, decía algo que no entendió. Y justo después la de su madre, ofreciendo una rápida resistencia.

—¡No, hoy no! No.

Edgar temblaba. Se acercaban, y él podría oírlo todo. Cada uno de aquellos pasos que avanzaban hacia él, aunque no hacían el más mínimo ruido, le dolía en el pecho. Y la voz, la voz ávida y asquerosa de aquel hombre al que aborrecía, le pareció muy desagradable.

—No sea usted cruel. Ha sido usted tan buena esta noche.

Y la otra replicaba:

—No, no debo. No puedo. Suélteme.

Había tanto miedo en la voz de su madre, que el niño se estremeció. ¿Qué es lo que quiere él? ¿Por qué se asusta ella? Han llegado ya tan cerca que tienen que estar justo delante de la puerta. Justo detrás de ellos, se encuentra el niño, temblando, invisible, a tan sólo un palmo de distancia, protegido únicamente por el delgado entrepaño. Las voces están ahora tan cerca que se oye la respiración.

—¡Venga usted, Mathilde! ¡Venga!

Una vez más oyó a su madre gemir. Ahora más débil, con una resistencia que iba perdiendo las fuerzas.

Pero, ¿qué ocurre? Han seguido avanzando en la oscuridad. Su madre no ha entrado en la habitación, ¡ha pasado de largo! ¿Adónde la arrastra? ¿Por qué ella ya no habla? ¿Le ha puesto una mordaza? ¿Le está apretando la garganta? Estos pensamientos le vuelven loco. Con mano temblorosa abre una rendija en la puerta. Ahora los ve a los dos en el oscuro pasillo. El barón le ha pasado un brazo a su madre en torno a las caderas y en silencio la aleja de allí. Ella parece haber cedido ya. «Quiere llevársela». El niño se asusta. «Ahora se dispone a hacer algo atroz».

Un brutal empellón, abre la puerta y se lanza detrás de ellos. Su madre grita al ver que en la oscuridad algo se abalanza sobre ella y está a punto de perder el conocimiento, sostenida con esfuerzo por el barón, que en ese instante siente un pequeño y débil puño en su cara, un puño que le golpea con fuerza en los labios, contra los dientes, algo que le araña el cuerpo como si fuera un gato. Suelta a la mujer que, despavorida, huye de allí rápidamente, y con el puño empieza a propinar golpes ciegos, sin saber de qué se defiende.

El niño es consciente de que es el más débil, pero no se rinde. Al fin. Al fin se presenta el momento por el que ha suspirado durante tanto tiempo. El momento de descargar con pasión todo el amor traicionado, el odio que ha ido acumulando. Golpea con sus pequeños puños, mordiéndose los labios, con una inquina febril, insensata. También el barón acaba de reconocerle, también él está lleno de odio hacia ese furtivo espía que le ha amargado los últimos días y le ha echado el juego a perder. Devuelve los golpes con fuerza, donde alcance. Edgar gime, pero no le suelta, ni grita pidiendo socorro. Mudos, con saña, pelean durante un minuto en el pasillo sumido en la oscuridad de la medianoche. Poco a poco el barón se da cuenta de lo ridículo de su lucha con un chiquillo y le agarra con fuerza para hacerlo a un lado. Pero Edgar, sintiendo cómo ceden sus músculos y sabiendo que al instante siguiente será el vencido, el que se llevará los golpes, clava los dientes con una furia salvaje en esa mano fuerte y firme que trata de sujetarle del cuello. Sin querer, el barón deja escapar un grito sordo y le suelta durante un segundo, momento que el niño aprovecha para huir a su habitación y echar el cerrojo.

Esa batalla de medianoche sólo ha durado un minuto. No hay nadie, ni a la derecha ni a la izquierda. Todo está en silencio. Todo parece sumido en el sueño. El barón se limpia la sangre de la mano con un pañuelo. Intranquilo, atisba la oscuridad. Nadie ha estado escuchando. Sólo allá arriba parpadea —y se le antoja una ironía— una última e inquieta llama.