ESCARAMUZA

El barón había dormido mal. Irse a la cama tras una aventura truncada resulta siempre peligroso: una noche agitada, con la amenaza constante de las pesadillas, pronto le llevó a arrepentirse de no haber aprovechado la ocasión sin más miramientos. Cuando bajó a la mañana siguiente, aún con el ceño adusto por el sueño y el desaliento, el muchacho le salió al encuentro desde un escondite, le estrechó entusiasmado entre sus brazos y comenzó a importunarle con miles de preguntas. Estaba contento de volver a tener a su gran amigo para él solo durante unos minutos y de no verse en la obligación de compartirlo con su madre. Le asaltó diciendo que tenía que contárselo todo a él y no a su mamá. Porque, a pesar de que se lo había prometido, ella no le había contado nada de todas aquellas historias maravillosas. Acribilló con cientos de preguntas molestas e infantiles al barón que, desagradablemente sorprendido, sólo con esfuerzo ocultó su mal humor. Y además las mezcló con impetuosas manifestaciones de cariño, feliz por estar de nuevo a solas con aquel al que tanto había buscado y al que esperaba desde primeras horas.

El barón contestó desabrido. El eterno acechar del niño, la necedad de las preguntas y, sobre todo, aquella pasión no deseada empezaban a aburrirle. Estaba cansado de andar vagando un día sí y otro también con un chiquillo de doce años y de charlar con él de tonterías. Ahora tan sólo le interesaba forjar el hierro candente y atrapar a la madre a solas, lo que se hacía más difícil por la inoportuna presencia del niño. Por primera vez se arrepintió de haber despertado en él la ternura de un modo tan imprudente, pues de momento no veía la más mínima posibilidad de librarse de aquel amigo demasiado afectuoso.

De todos modos, lo intentaría. Hasta las diez, la hora a la que se había citado con la madre para dar un paseo, dejó que el atropellado chismorreo del muchacho le salpicara, sin prestarle atención. De cuando en cuando le arrojaba alguna migaja en forma de palabra, para no ofenderle, pero al mismo tiempo hojeaba el periódico. Al fin, cuando la manecilla del reloj se puso casi vertical, pidió a Edgar, como si se acordara de repente, que se acercara al otro hotel tan sólo un instante, para preguntar allí si el conde Grundheim, su padre, había llegado ya.

El niño, cándido y feliz de tener por fin una oportunidad de servir en algo a su amigo, orgulloso de su condición de mensajero, se marchó en seguida de un salto y se lanzó por el camino de forma tan atropellada que la gente, sorprendida, le siguió con la vista. Pero él estaba empeñado en demostrar lo diligente que era cuando le confiaban una misión. El conde, eso le dijeron allí, aún no se había presentado. Por el momento ni siquiera había anunciado su llegada. Trajo la noticia de nuevo a paso de carga, pero en el vestíbulo ya no se veía al barón, de modo que llamó a la puerta de su habitación. ¡En vano! Intranquilo, recorrió todas las salas del hotel, la de música, la del café… Agitado, corrió a buscar a su madre, para recabar información. También ella se había ido. El portero, al que finalmente se dirigió desesperado, le dijo, para su sorpresa, que acababan de marcharse juntos hacía unos minutos.

Edgar esperó con paciencia. En su ingenuidad no sospechó nada malo. Sólo estarían fuera un rato, de eso estaba seguro, puesto que el barón necesitaba su respuesta. Pero el tiempo se alargó durante horas y la inquietud se apoderó de él. Después de todo, desde el día en que aquel personaje extraño y seductor se había mezclado en su cándida vida infantil, el niño se pasaba las veinticuatro horas en tensión, agitado y confuso. En un organismo tan sensible como el de los niños, cada emoción deja su huella como si lo hiciera en cera blanda. Volvió a aparecerle el temblor nervioso en los párpados. Y ya se le veía más pálido. Edgar esperó y esperó. Primero, con paciencia. Después, muy excitado. Y por fin, a punto de llorar. Pero aún no recelaba. Su confianza ciega en aquel amigo maravilloso le hacía sospechar que se había producido algún equívoco, y le atormentó una angustia secreta al pensar que tal vez pudiera haber entendido mal el encargo.

Sin embargo, lo más extraño fue que cuando por fin regresaron, se quedaron charlando animadamente y no mostraron la más absoluta sorpresa. Parecía como si no le hubieran echado de menos.

—Hemos salido a tu encuentro, Edi, porque esperábamos encontrarte por el camino —dijo el barón, sin preguntar por el encargo.

Y cuando el niño, estremeciéndose ante la idea de que podrían haberle buscado en vano, empezó a protestar diciendo que había corrido por el camino que llevaba directamente por la avenida principal, y quiso saber qué dirección habían tomado ellos, la madre interrumpió la conversación bruscamente:

—¡Basta! ¡Basta ya! Un niño no debe hablar tanto.

Edgar se puso rojo de ira. Era la segunda vez que de manera tan vil trataba de rebajarle delante de su amigo. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué trataba siempre de presentarle como un niño, cosa que él —estaba convencido— ya no era? Era evidente que le tenía envidia y que planeaba quitarle el amigo. Sí, y seguramente había sido ella la que, con toda intención, había llevado al barón por el camino equivocado. Pero no permitiría que le tratara de ese modo. Eso lo vería. La desafiaría. Y decidió que durante la comida no le diría una sola palabra. Hablaría únicamente con su amigo.

Pero le resultó difícil. Lo que menos había esperado, ocurrió: no se percataron de su afrenta. Sí, incluso parecía que ni siquiera le veían, a él, que ayer mismo había sido el centro de atención cuando se encontraban los tres juntos. Hablaban entre sí, sin preocuparse por él, bromeaban y reían, como si él se hubiera hundido debajo de la mesa. La sangre le acudió a las mejillas. Sintió un nudo en la garganta que le impedía respirar. Con un escalofrío fue consciente de su tremenda impotencia. De modo que, ¿debía quedarse allí sentado en silencio, viendo cómo su madre le arrebataba el amigo, la única persona a la que él apreciaba, sin defenderse, sin poder hacerlo de otra manera más que a fuerza de silencio? Le pareció que debía levantarse y golpear la mesa con ambos puños. Sólo para que repararan en él. Pero se contuvo, se limitó a dejar el tenedor y el cuchillo y no probó bocado. Pero tampoco notaron aquel terco ayuno. Sólo en el último momento su madre cayó en la cuenta y le preguntó si no se encontraba bien. «Es repugnante», se dijo, «no piensa más que en eso, en si no estaré enfermo. Lo demás no le importa». Contestó en pocas palabras, diciendo que no tenía apetito, y ella se dio por satisfecha. Nadie, nadie le prestaba atención. El barón parecía haberle olvidado. Al menos no le dirigió la palabra ni una sola vez. El llanto, cada vez más vehemente, le hinchó los ojos, y tuvo que recurrir a la infantil artimaña de levantar rápidamente la servilleta, antes de que alguien pudiera ver que las lágrimas le corrían por las mejillas y le mojaban los labios con un gusto salado. Respiró aliviado cuando terminaron de comer.

Durante la comida la madre había propuesto hacer juntos un viaje en coche a la Virgen del Amparo. Edgar lo había escuchado, mordiéndose los labios. De modo que no iba a dejarle a solas con su amigo ni durante un minuto. Pero su odio creció de un modo brutal, cuando al levantarse de la mesa dijo:

—Edgar, para cuando vuelvas a la escuela lo habrás olvidado todo. Tendrás que quedarte y estudiar un poco.

De nuevo Edgar apretó el puño. Se empeñaba en humillarle delante de su amigo, siempre tenía que recordarle en público que no era más que un niño, que tenía que ir a la escuela y que al dejarle estar con las personas mayores le hacían un favor. Pero esta vez sus intenciones le parecieron demasiado evidentes. No respondió, se dio la vuelta sin más.

—Ajá, de nuevo ofendido —dijo ella sonriendo, y después, dirigiéndose al barón, añadió: —¿Es mucho pedir que estudie durante una hora?

Entonces —y en el corazón del niño algo se enfrió y se quedó rígido— el barón, el que decía ser su amigo, el que se había burlado de él porque le pareció un empollón, dijo:

—Bueno, una hora o dos no pueden hacer ningún daño.

¿Se habían puesto de acuerdo? ¿Se habían aliado contra él? La mirada del niño resplandecía de rabia.

—Mi papá ha prohibido que estudie aquí. Papá quiere que me recupere —les arrojó con todo el orgullo de su enfermedad, aferrándose en su desesperación a las palabras, a la autoridad de su padre.

Lo soltó como si fuera una amenaza. Y lo más curioso fue que, en efecto, sus palabras parecían haber disgustado a ambos. La madre apartó la mirada y, nerviosa, tamborileó con los dedos sobre la mesa. Un incómodo silencio se extendió entre ellos.

—Como quieras, Edi —dijo por fin el barón con una sonrisa forzada—. Yo no tengo que examinarme. Hace tiempo que lo suspendí todo.

Pero Edgar no le rió el chiste, se limitó a dedicarle una mirada inquisitiva, melancólica, como si quisiera llegar hasta su alma. ¿Qué estaba ocurriendo? Algo había cambiado entre ellos, y el niño no sabía por qué. Inquieto, dejó vagar la mirada. En su corazón golpeaba un diminuto e impetuoso martillo: la primera sospecha.