TORMENTA
«¿Ha sido un sueño, una pesadilla?», se preguntaba Edgar a la mañana siguiente, cuando con el cabello revuelto despertó saliendo de un laberinto de miedo. Un sordo retumbar le torturaba la cabeza. En los miembros, una sensación de entumecimiento, como si fueran de madera. Y ahora, cuando bajó la vista para contemplar su cuerpo, con un sobresalto se dio cuenta de que aún estaba vestido. Se levantó de un brinco, llegó tambaleando hasta el espejo y, al ver su rostro pálido, descompuesto, con una roncha rojiza e hinchada en la frente, se estremeció. Hizo un esfuerzo por ordenar sus ideas y, alarmado, se acordó de todo, de la pelea nocturna, allí fuera, en el pasillo, de cómo se abalanzó después hacia su cuarto y de cómo se echó vestido en la cama, temblando febril y dispuesto a huir. Entonces debió de quedarse dormido, cayendo en aquel letargo fulminante, en cuyos sueños había vuelto a revivir todo aquello, sólo que de una manera distinta, aún más horrible, con un húmedo olor a sangre fresca, manando.
Abajo se oyeron unos pasos que hicieron rechinar la gravilla y unas voces que se elevaron hasta allá arriba como si fueran pájaros invisibles. El sol se colaba hasta el fondo de la habitación. Debía de ser una hora avanzada de la mañana, pero el reloj, que consultó asustado, indicaba que era medianoche. En su excitación, el día anterior había olvidado darle cuerda. Y aquella incertidumbre, aquella sensación de estar suspendido, aislado en algún punto del tiempo, reforzada por la de no saber a ciencia cierta qué era lo que había ocurrido, le inquietó. Se recompuso rápidamente y se dirigió a la planta baja, vacilante y con un ligero sentimiento de culpa en el corazón.
En la sala del desayuno su madre estaba sentada, sola, a la mesa de costumbre. Edgar respiró aliviado al ver que su amigo no se encontraba allí, por no tener que contemplar su odiado rostro, sobre el que ayer había descargado toda la ira de sus puños. Y sin embargo, al acercarse a la mesa, se sintió inseguro.
—Buenos días —saludó.
Su madre no contestó. Ni siquiera levantó la vista. Con las pupilas extraordinariamente rígidas, se limitó a contemplar el paisaje en la lejanía. Estaba muy pálida. Tenía una ligera sombra en torno a los ojos y en las aletas de la nariz aquel temblor nervioso que revelaba su excitación. Edgar se mordió los labios. Aquel silencio le confundía. En realidad no estaba seguro de si el día anterior había herido gravemente al barón, ni si ella después de todo podía saber algo de aquella refriega nocturna. Y aquella incertidumbre le torturaba. Pero el rostro de su madre permaneció tan impasible que renunció a mirarla, por miedo a que aquella mirada hundida pudiera saltar de pronto de debajo de los párpados y atraparle. Permaneció callado y no se atrevió siquiera a hacer ruido. Con mucho cuidado levantó la taza y volvió a colocarla en su sitio, mirando de manera furtiva los dedos de su madre, que, nerviosos, jugueteaban con la cucharilla y que en su crispación delataban una cólera encubierta. Durante un cuarto de hora siguió así sentado, con la bochornosa sensación de estar esperando algo que no llegaba. Pero no soltó una sola palabra, ni una. Y cuando su madre, que parecía que aún no había notado su presencia, se puso en pie, no supo lo que debía hacer: si quedarse sentado solo a la mesa o seguirla. Finalmente se levantó y fue tras ella, sumiso. Su madre le ignoraba a propósito y él se daba cuenta de lo ridículo que resultaba ir tras ella. Fue acortando sus pasos cada vez más, para quedarse rezagado, y ella, sin reparar en él, se marchó a su habitación. Cuando Edgar llegó, se encontró la puerta cerrada.
¿Qué había ocurrido? No se reconocía a sí mismo. La sensación de seguridad del día anterior le había abandonado por completo. ¿Es que al final se había equivocado con aquel ataque? ¿Preparaban ellos un castigo para él o una nueva humillación? Tenía que suceder algo, de eso estaba convencido. Algo terrible tenía que ocurrir muy pronto. Sobre ellos se cernía el bochorno de la tormenta que se avecinaba, la tensión eléctrica entre dos polos, que habría de descargar en forma de rayo. Y el lastre de aquellos presentimientos tuvo que soportarlo él solo durante cuatro horas, arrastrándolo de sala en sala, hasta que sus estrechos hombros de niño se derrumbaron bajo aquel peso invisible, y al mediodía, humilde, se acercó a la mesa.
—Buenos días —volvió a decir. Tenía que romper aquel silencio terrible, amenazador, que se cernía sobre él como una nube negra.
Una vez más la madre no contestó. Una vez más miró a otro lado. Y con un nuevo estremecimiento Edgar sintió que se encontraba frente a una rabia reflexiva, concentrada, una rabia como no la había visto en toda su vida. Hasta entonces las peleas tan sólo habían sido arrebatos de cólera de los nervios, no de los sentimientos, que se evaporaban rápidamente con una sonrisa de reconciliación. Pero esta vez se daba cuenta de que había extraído un sentimiento salvaje de lo más hondo de su ser y, frente a aquella fuerza conjurada de manera tan imprudente, se asustó. Apenas se atrevió a comer. De su garganta brotaba algo seco, que amenazaba con ahogarle. Su madre parecía no notar nada. Sólo ahora, al levantarse, se dio la vuelta como por casualidad y dijo:
—Sube después a la habitación, Edgar. Tengo que hablar contigo.
No parecía amenazante, pero sí de un frío glacial, con lo que Edgar sintió que las palabras le hacían estremecerse, como si de pronto le hubieran puesto una cadena de hierro en torno al cuello. Su obstinación estaba aplastada. En silencio, como un perro apaleado, siguió a su madre hasta la habitación.
Ella prolongó el tormento, guardando silencio unos cuantos minutos. Unos minutos durante los cuales se oyó el compás de la manecilla del reloj, a un niño que reía allí fuera e incluso los latidos del corazón en el pecho. Pero también ella debía de sentir una enorme inquietud, porque no le miró cuando al fin le dirigió la palabra, sino que le dio la espalda.
—No quiero volver a hablar acerca de tu comportamiento de ayer. Fue inaudito, y ahora, cuando pienso en ello, me avergüenzo. Tendrás que atenerte a las consecuencias. Ahora sólo quiero decirte que ha sido la última vez que te permito estar solo entre adultos. Acabo de escribirle a tu padre para que se te ponga un preceptor o se te envíe a un internado, para que aprendas a comportarte. No volveré a enfadarme contigo.
Edgar permaneció con la cabeza baja. Presentía que aquello no era más que una introducción, una amenaza, y esperó, alarmado, a que llegara lo definitivo.
—Ahora mismo vas a pedirle disculpas al barón.
Edgar dio un respingo, pero su madre no permitió que la interrumpiera.
—El barón se ha marchado hoy, y vas a escribirle una carta que yo te dictaré.
Edgar se revolvió de nuevo, pero su madre se mantuvo firme.
—Ni una réplica. Ahí tienes papel y tinta. Siéntate.
Edgar levantó la vista. Los ojos de su madre se habían endurecido por la inquebrantable determinación. Jamás la había visto así, tan firme y tan serena. Sintió miedo. Se sentó, cogió la pluma, pero inclinó la cabeza hasta casi rozar la mesa con la cara.
—Arriba, la fecha. ¿Estamos? Sobre el encabezamiento, una línea en blanco. ¡Así! «Muy distinguido señor barón». Otra línea en blanco. «Acabo de enterarme, para mi disgusto», ¿lo tienes?, «para mi disgusto, de que se ha marchado usted ya de Semmering». Semmering con dos emes. «De modo que me veo precisado a hacer por escrito lo que me disponía a hacer personalmente, esto es…». Un poco más rápido. No es necesario que hagas caligrafía. «A pedirle disculpas por mi comportamiento de ayer. Como ya le habrá dicho mi madre, aún estoy convaleciente de una grave enfermedad y soy muy excitable. A menudo veo las cosas de un modo exagerado, de lo que me arrepiento al momento siguiente…»
La espalda encorvada sobre la mesa se enderezó. Edgar se dio la vuelta. Su terquedad despertaba de nuevo.
—Eso no lo escribo. ¡No es verdad!
—¡Edgar!
El tono de su voz era amenazador.
—No es cierto. Yo no he hecho nada de lo que deba arrepentirme. No he hecho nada malo, nada por lo que tenga que disculparme. Yo sólo acudí en tu ayuda cuando gritaste pidiéndola.
Los labios de la madre palidecieron. Las aletas de su nariz se tensaron.
—¿Que yo grité pidiendo ayuda? ¡Estás loco!
Edgar se encolerizó. De un brinco se puso en pie.
—Sí. Gritaste pidiendo ayuda, ahí fuera en el pasillo, ayer por la noche, cuando él te cogió. «Suélteme, suélteme», gritabas. Tan fuerte, que yo lo oí desde la habitación.
—Mientes. Nunca he estado con el barón ahí fuera en el pasillo. Sólo me acompañó por las escaleras.
Edgar sintió que el corazón se le paraba al escuchar tan temeraria mentira. Se le ahogó la voz y la miró con las pupilas fijas, como si fueran de cristal.
—¿Que no estabas… en el pasillo? ¿Que él…? ¿Que él no te cogió? ¿Que no te abrazó a la fuerza?
La madre se rió. Con una risa fría, seca.
—Lo has soñado.
Aquello al niño le pareció demasiado. Ahora sabía que los adultos mentían, que recurrían a excusas mezquinas, descaradas, a mentiras que se escurrían por entre los hilos de la estrecha maraña. Y a ladinas ambigüedades. Pero aquella manera desvergonzada y fría de negar, cara a cara, le puso furioso.
—Y esta roncha, ¿también la he soñado?
—A saber con quién te has pegado. Pero no necesito discutir contigo. Tienes que obedecer, y punto. ¡Siéntate y escribe!
Se había quedado pálida y con sus últimas fuerzas trataba de mantenerse erguida.
Pero Edgar sintió que algo en su interior se derrumbaba, una última llama de credulidad. Que la verdad se pudiera pisotear de aquel modo, con el pie, como si fuera una cerilla ardiendo, eso no lo consentía. Helado se encogió en su interior, y todo lo que dijo era mordaz, malicioso, incontrolado.
—¿De modo que lo he soñado? ¿Lo del pasillo y lo de la roncha? Y lo de que ayer vosotros dos disteis un paseo a la luz de la luna y que él quiso llevarte por aquel otro camino, ¿eso también? ¡Que te crees que me dejo encerrar en este cuarto como si fuera un niño pequeño! No, no soy tan tonto como creéis. Sé lo que sé.
Arrogante, la miró a la cara, y aquello quebrantó sus fuerzas: ver el rostro de su propio hijo, justo delante de ella, deformado por el odio. Su ira estalló impetuosa.
—¡Continúa! ¡Escribe de inmediato! O si no…
—¿O si no…?
La voz del niño se había vuelto descarada, provocadora.
—O te azotaré como si fueras un niño pequeño.
Edgar avanzó un paso, con aire burlón, y se limitó a reírse.
Entonces ella le cruzó la cara. Edgar gritó. Y como un borracho, que sacude a su alrededor con ambas manos, zumbándole los oídos y con una veladura roja en los ojos, devolvió el golpe con los puños, sin mirar. Notó que daba en algo blando, después en la cara. Escuchó un grito…
Aquel grito le hizo volver en sí. De pronto se vio a sí mismo, y fue consciente de la monstruosidad que había cometido. Había pegado a su madre. Le embargaron el miedo, la vergüenza, el horror, un deseo impetuoso de huir de allí, de arrojarse al suelo, de estar lejos, de evitar aquella mirada. Se lanzó hacia la puerta y, corriendo, bajó las escaleras, atravesó el edificio y salió a la calle, con la intención de alejarse, muy lejos, como si le persiguiera una jauría furiosa.