PRONTA AMISTAD

Cuando a la mañana siguiente el barón puso el pie en el vestíbulo, vio al hijo de la bella desconocida en animada conversación con los dos muchachos del ascensor, a los que mostraba las ilustraciones de un libro de Karl May. Su mamá no estaba presente. Sin duda estaría arreglándose. Sólo entonces el barón se fijó en el chico. Era un muchacho tímido, nervioso, aún sin desarrollar, de unos doce años, de movimientos bruscos y ojos oscuros que no dejaban de vagar de un lado a otro. Daba la impresión, tan frecuente en los niños de esa edad, de estar asustado, como si acabaran de arrancarle del sueño y de pronto le hubieran puesto entre personas desconocidas. Su rostro no dejaba de ser hermoso, aunque todavía del todo indefinido. La lucha entre lo masculino y lo infantil parecía que acababa de entablarse, aunque en él todo estuviera como amasado y no formado definitivamente, nada expresado en líneas puras, sino mezclado de una manera indefinida, desordenada. Además se encontraba justo en esa desventajosa edad en la que a los niños nunca les queda bien la ropa, en la que las mangas y los pantalones les vienen anchos y les cuelgan en torno a las descarnadas articulaciones, y en la que la vanidad aún no les apremia a cuidar de su aspecto.

El muchacho, errando indeciso de aquí para allá, causaba un efecto bastante penoso. En el fondo era un estorbo para todo el mundo. Tan pronto le apartaba a un lado el portero, al que parecía atosigar con todo tipo de preguntas, como molestaba a los que entraban. Era evidente que necesitaba entablar una relación de amistad. Así, en su infantil necesidad de parloteo, abordaba a los empleados del hotel, que, cuando disponían de bastante tiempo, le contestaban, pero que interrumpían la conversación en cuanto aparecía algún adulto o en el momento en que había algo razonable que hacer. El barón, sonriente, observó con interés al pobre muchacho, que todo lo miraba con curiosidad y al que todos esquivaban descorteses. En una ocasión captó una de aquellas miradas indiscretas, pero los oscuros ojos del chico en seguida volvieron a replegarse miedosos, tan pronto como él los sorprendió en su investigación, y se encogieron bajo los párpados caídos. Esto divirtió al barón. El muchacho empezó a interesarle y se preguntó si aquel niño, que por lo visto tan sólo era así de huraño por culpa de la timidez, no podría servirle como el más rápido intermediario para lograr una aproximación. En cualquier caso, lo intentaría. Sin llamar la atención, siguió al chico, que en aquel momento volvió a caminar lentamente hacia la puerta y que, en su pueril necesidad de cariño, acarició el hocico rosáceo de un caballo blanco, hasta que —realmente tenía mala suerte— también el cochero le echó de allí de un modo bastante desabrido. Humillado y harto se puso de nuevo a deambular por los alrededores con su mirada vacía y un poco triste. Entonces el barón le dirigió la palabra.

—¿Qué, jovencito?, ¿te gusta esto? —dijo de pronto, cuidando de que el tono fuera lo más jovial posible.

El niño se puso de un rojo encendido y, temeroso, levantó la vista. Escondió la mano como si tuviera miedo, y se giró ligeramente a un lado y a otro, confuso. Era la primera vez que un caballero desconocido entablaba conversación con él.

—Gracias, mucho —fue lo que alcanzó a balbucir. La última palabra, más que dicha, pareció ahogada.

—Me extraña —dijo el barón, riendo—. Es un lugar de lo más soso, especialmente para un joven como tú. ¿Qué haces durante todo el día?

El chico aún estaba demasiado confuso como para contestar rápidamente. ¿De verdad era posible que aquel desconocido y elegante caballero buscara hablar con él, al que nadie más hacía caso? La idea le intimidó y al mismo tiempo le llenó de orgullo. Hizo un esfuerzo.

—Leo. Y salimos mucho a pasear. A veces también con el coche, mamá y yo. Tengo que recuperarme, he estado enfermo. Por eso también tengo que sentarme mucho al sol. Lo ha dicho el médico.

Las últimas palabras las pronunció ya casi con seguridad. Los niños siempre se muestran orgullosos de padecer una enfermedad, porque saben que el peligro los hace parecer mucho más importantes a los ojos de sus parientes.

—Sí, el sol es bueno para los jovencitos como tú. Te pondrás moreno. Pero no deberías estar todo el día aquí sentado. Un chico como tú debería correr por ahí, ser descarado y hasta cometer alguna trastada. Me da la sensación de que eres demasiado formal. Y con ese libro grande y grueso bajo el brazo pareces un empollón. Cuando pienso que yo a tu edad era un granuja, que cada noche volvía a casa con los pantalones desgarrados. No deberías ser tan formal.

Sin querer, el niño no tuvo más remedio que sonreír y eso le quitó el miedo. Le hubiera gustado contestar algo, pero todo le parecía demasiado atrevido, demasiado presuntuoso frente a aquel amable desconocido que le hablaba de un modo tan simpático. Nunca había sido indiscreto, sino más bien un poco tímido, y ahora era tanta su alegría y su vergüenza que se sintió de lo más confuso. Le hubiera gustado proseguir la conversación, pero no se le ocurría nada. Por suerte en aquel momento se acercó hacia ellos el gran san bernardo amarillento del hotel, que les husmeó a los dos y se dejó acariciar de buena gana.

—¿Te gustan los perros? —preguntó el barón.

—¡Oh, sí! Mucho. Mi abuela tiene uno en su villa de Badén. Y cuando estamos allí, se pasa todo el día conmigo. Pero eso sólo es en verano, cuando vamos allí de visita.

—Nosotros en casa, en nuestra propiedad, tenemos creo que dos docenas. Si te portas bien, te regalaré uno. Uno marrón con las orejas blancas, un cachorro. ¿Quieres?

El niño enrojeció de contento.

—¡Oh, sí!

Le salió tal cual, vehemente, ávido. Pero en seguida, temeroso y como asustado, la duda se abrió paso a trompicones.

—Pero mamá no me va a dejar. Dice que no soporta tener un perro en casa. Que causan demasiadas molestias.

El barón sonrió. La conversación al fin recaía sobre la madre.

—¿Es tu mamá tan estricta?

El niño reflexionó, por un segundo levantó la mirada hacia él, como preguntándose si podía confiar ya en aquel desconocido. La respuesta fue prudente.

—No, mamá no es estricta. Ahora, como he estado enfermo, me lo consiente todo. Tal vez incluso me deje tener un perro.

¿Y si se lo pido yo?

—¡Sí, por favor, hágalo! —exclamó el chiquillo, dando gritos de alegría—. Entonces seguro que me deja. ¿Y cómo es? Tiene las orejas blancas, ¿no es cierto? ¿Sabe cobrar presas?

—Sí, hace de todo.

El barón no pudo evitar sonreír al ver las ardientes chispas que tan rápidamente había hecho brotar en los ojos del niño. De golpe había desaparecido la inhibición del principio, y la pasión, contenida por el miedo, rebosaba. En una transformación rápida como el rayo, el niño de antes, huraño y retraído, se había convertido en un muchacho desenvuelto. «Si la madre también fuera así», pensó el barón sin querer. «Tan ardiente tras su miedo.» Pero ya el chico le abordaba con veinte preguntas.

—¿Cómo se llama el perro?

—Karo.

—¡Karo! —exclamó el niño.

De alguna manera no podía evitar reírse y gritar de júbilo con cada palabra, completamente ebrio por el acontecimiento inesperado de que alguien le hubiera acogido con cariño. El barón mismo se sorprendió de su rápido éxito y decidió forjar el hierro todavía candente. Invitó al muchacho a acompañarle un trecho durante su paseo, y el pobre chico, que desde hacía semanas se moría de ganas de disfrutar de una compañía amistosa, se entusiasmó con aquella propuesta. Atolondrado, soltaba todo aquello que su nuevo amigo le sonsacaba con pequeñas preguntas, hechas como por casualidad. Pronto el barón lo supo todo acerca de la familia, en especial que Edgar era el único hijo de un abogado de Viena, al parecer perteneciente de la acaudalada burguesía judía. Y con hábiles rodeos averiguó en seguida que la madre no se había mostrado lo que se dice entusiasmada con la estancia en el Semmering y que se había quejado de la falta de compañía agradable. Sí, incluso, por la manera evasiva en la que Edgar contestó a la pregunta de si mamá quería mucho a papá, creyó que se podía concluir que en esa cuestión las cosas no iban del todo bien. Casi se avergonzó de lo fácil que le estaba resultando arrancar al cándido muchacho todos aquellos pequeños secretos de familia, pues Edgar, muy orgulloso de que un adulto se interesara por algo de lo que él pudiera contar, endosó toda su confianza a su nuevo amigo. Su corazón de niño palpitaba con orgullo —el barón, mientras paseaban, le había pasado el brazo por encima de los hombros— ante la idea de que le vieran en tal intimidad con una persona mayor, con lo que poco a poco se olvidó de su propia niñez, parloteó libremente y sin contención, como si lo hiciera con alguien de su edad. Edgar, como demostraba su conversación, era muy inteligente y algo precoz, como la mayoría de los niños enfermizos que pasan mucho tiempo con los adultos, y de un apasionamiento extraordinariamente exaltado en sus afectos o antipatías. No parecía tener una relación tranquila con nada. De cada persona o de cada cosa hablaba con arrobamiento o con un odio tan intenso que su rostro se deformaba de una manera desagradable o se volvía casi malvado y feo. Algo salvaje y brusco, tal vez provocado aún por la enfermedad que acababa de vencer, daba a su conversación un fervor fanático, y parecía que su torpeza no era más que producto del miedo, un miedo reprimido con esfuerzo frente a su propia pasión.

El barón se ganó su confianza con facilidad. Apenas había transcurrido media hora y ya tenía en su mano aquel corazón apasionado, que palpitaba con impaciencia. Es tan increíblemente fácil engañar a los niños, esas criaturas sin malicia, cuyo amor tan rara vez se esfuerza uno por obtener. No tuvo más que perderse en el pasado y la conversación infantil le resultó tan natural, tan espontánea, que también el chico se sintió como uno de los suyos y en pocos minutos olvidó cualquier sensación de distancia. Tan sólo se sentía feliz por la suerte de haber encontrado de pronto un amigo en aquel lugar solitario. ¡Y qué amigo! Se había olvidado por completo de todos los que tenía en Viena, aquellos chicos pequeños, con sus voces débiles, su charla inexperta. Sus figuras habían sido borradas por ese nuevo instante. Toda su exaltada pasión se centraba ahora en el nuevo amigo, en aquel gran amigo, y el corazón se le ensanchó de orgullo cuando, como despedida, volvió a invitarle a que le acompañara también al día siguiente por la mañana, y también cuando su nuevo amigo le hizo señas con la mano desde lejos, como si fuera su hermano. Ese momento tal vez fuera el más hermoso de su vida. Es tan fácil engañar a los niños… El barón sonrió al niño, que se alejó de allí corriendo. Ya se había ganado al intermediario. El chiquillo ahora, estaba seguro, atormentaría a su madre hasta agotarla con sus historias, repitiendo cada una de las palabras. Y entonces se regodeó recordando con qué habilidad había intercalado algunos cumplidos dedicados a ella, cómo en todo momento no había hablado más que de la «hermosa mamá» de Edgar. Daba por sentado que el expansivo muchacho no pararía hasta presentarlos. No necesitaba mover ni un solo dedo para acortar la distancia entre la bella desconocida y él. Podía soñar tranquilamente y contemplar el paisaje, pues sabía que un par de fervorosas manos infantiles le estaban construyendo el puente para llegar hasta su corazón.