EMBESTIDA

Entonces, al impaciente cazador le pareció que había llegado el momento de acercarse con sigilo a la presa. Lo familiar, el hecho de cantar a tres voces en un asunto como aquél, le desagradaba. Estaba muy bien charlar los tres de aquel modo, pero en el fondo su intención era otra. Y sabía que lo social, con el juego que enmascara su avidez, siempre retarda lo erótico entre el hombre y la mujer, quitando a las palabras el ardor, y el ímpetu a la acometida. Ella no debía olvidar cuál era su verdadero propósito, más allá de la conversación, propósito del que —estaba seguro— ya era plenamente consciente.

Tenía muchos motivos para creer que sus esfuerzos para conquistar a aquella mujer no serían en vano. Se encontraba en esa edad decisiva en la que una mujer empieza a lamentar el hecho de haberse mantenido fiel a un marido al que al fin y al cabo nunca ha querido, y en la que el purpúreo crepúsculo de su belleza le concede una última y apremiante elección entre lo maternal y lo femenino. La vida, a la que hace tiempo parece que se le han dado ya todas las respuestas, se convierte una vez más en pregunta, por última vez tiembla la mágica aguja del deseo, oscilando entre la esperanza de una experiencia erótica y la resignación definitiva. Una mujer tiene entonces que decidir entre vivir su propio destino o el de sus hijos, entre comportarse como una mujer o como una madre. Y el barón, perspicaz en esas cuestiones, creyó notar en ella aquella peligrosa vacilación entre la pasión de vivir y el sacrificio. En su conversación olvidaba en todo momento mencionar al marido, que evidentemente sólo parecía satisfacer sus necesidades externas, aunque no un esnobismo provocado por su elevado modo de vida, y en el fondo de su alma, es decir, con el corazón en la mano, sabía bien poco de su hijo. Una sombra de aburrimiento, disimulada en sus oscuros ojos como si fuera un velo de melancolía, se proyectaba sobre su vida y ofuscaba su sensualidad. El barón decidió actuar rápidamente, evitando al mismo tiempo dar la sensación de tener prisa. Al contrario, al igual que el pescador que como reclamo retira el anzuelo, quería oponer a la nueva amistad una indiferencia aparente, quería hacer que le solicitaran, cuando en realidad era él quien solicitaba. Se propuso afectar una cierta arrogancia, resaltar la diferencia de su posición social, y le estimuló la idea de poder ganar aquel cuerpo voluptuoso, pleno y hermoso, tan sólo gracias a su arrogancia, a su aspecto, a un nombre sonoro y aristocrático y a sus fríos modales.

El ardiente juego empezaba ya a excitarle, y por eso se obligó a ser precavido. La tarde la pasó en su habitación consciente —lo que le produjo una agradable sensación— de que le estarían buscando y echando de menos. Sin embargo, aquella ausencia no la notó tanto aquella a quien al fin y al cabo iba dirigida, sino que se convirtió en una tortura para el pobre muchacho. Edgar se sintió durante toda la tarde desamparado y perdido. Con la obstinada fidelidad propia de un muchacho, esperó a su amigo durante todas aquellas largas horas sin interrupción. De haberse marchado o haber hecho cualquier cosa él solo, le habría parecido que cometía una falta contra aquel amigo. Anduvo errando por los pasillos del hotel, y a medida que se fue haciendo más tarde, su corazón se llenó de desdicha. En el alboroto de su imaginación fantaseó con la idea de un accidente o con una ofensa infligida de manera involuntaria, y estaba ya a punto de echarse a llorar de impaciencia y de miedo.

Cuando el barón se acercó por la noche a la mesa, se le brindó una brillante acogida. Edgar saltó hacia él, sin prestar atención a la exclamación disuasoria de su madre ni a la sorpresa de los demás, y le abrazó impetuosamente con sus escuálidos brazos.

—¿Dónde estaba? ¿Dónde se había metido? —gritó bruscamente—. Le hemos buscado por todas partes.

La madre, ante aquella inoportuna inclusión, se ruborizó y en tono bastante duro dijo:

Sois sage, Edgar. Assieds toi!

(Siempre le hablaba en francés, a pesar de que no dominaba del todo aquel idioma y de que se atascaba fácilmente al dar demasiadas explicaciones.)

—Y no olvides que el señor barón puede hacer lo que quiera. Tal vez le aburra nuestra compañía.

Esta vez se incluyó ella misma, y el barón comprendió, satisfecho, que aquel reproche reclamaba un cumplido.

El cazador en él despertó. Estaba entusiasmado, enardecido, por encontrarse tan rápidamente sobre la pista, seguro de tener ya la pieza a tiro. Sus ojos brillaron, la sangre corrió ágil por sus venas, las palabras salieron de sus labios a borbotones, sin que él supiera muy bien cómo. Como cualquier otra persona de fuerte naturaleza erótica, se sentía doblemente bien, doblemente él mismo, cuando comprobaba que gustaba a las mujeres, de la misma manera que algunos actores sólo se inflaman cuando notan que ante ellos los oyentes, la masa que respira anhelante, están fascinados por completo. Siempre había sido un buen narrador, capaz de evocar vivas imágenes, pero hoy —y entre tanto bebió unas cuantas copas de champán, que había encargado en honor de su nueva amistad— se superó a sí mismo. Habló de cacerías a las que había asistido en la India, invitado por un amigo que pertenecía a la alta aristocracia inglesa, eligiendo astutamente ese tema, porque era indiferente y porque por otro lado sabía que a aquella mujer la excitaba todo lo exótico y todo lo que para ella resultaba inalcanzable. Pero al que hechizó fue sobre todo a Edgar, cuyos ojos llameaban de entusiasmo. Se olvidó de comer, de beber, y miraba fijamente al narrador, pendiente de las palabras que salían de sus labios. Jamás había esperado conocer a un hombre que hubiera visto aquellas cosas formidables que él leía en sus libros: las cacerías de tigres, los hombres de piel oscura, los hindúes y el Juggernaut, con aquella rueda espantosa que enterraba a miles de hombres bajo sus radios. Hasta entonces nunca había pensado que aquellos hombres existían de verdad, como tampoco creía en las tierras que se describían en los cuentos, y aquel instante hizo saltar por primera vez en su interior una gran emoción. No podía apartar la mirada de su amigo. Con la respiración contenida, miraba fijamente aquellas manos que tenía tan cerca y que habían matado a un tigre. Apenas se atrevía a preguntar nada, y cuando lo hizo, su voz sonó febrilmente emocionada. Su viva imaginación evocaba ante él las imágenes que correspondían al relato. Vio a su amigo subido en un elefante con una gualdrapa de color púrpura, rodeado a derecha e izquierda por hombres de piel oscura tocados con soberbios turbantes, y al tigre que, surgiendo de un salto de la jungla, enseñaba los dientes y clavaba las garras en la trompa del elefante. Ahora el barón contó algo aún más interesante: la astucia con la que se cazaba a los elefantes, atrayendo con los ejemplares viejos y domesticados a los más jóvenes, salvajes y arrogantes hasta llevarlos a los cercados. En los ojos del niño centelleaba el fuego. De pronto la madre, echando una ojeada al reloj, dijo:

—Neuf heures! Au lit!

Fue como si de pronto le cayera el mundo encima. Edgar palideció del susto. Para todos los niños la orden de que se vayan a la cama resulta atroz, porque para ellos representa la más abierta humillación frente a los adultos, el reconocimiento de que uno es pequeño, el estigma de la infancia, la infantil necesidad de descanso. Y qué horrible resultaba aquella deshonra en el momento más interesante, puesto que le haría perderse todas aquellas cosas inauditas.

—Sólo un poco más, mamá. Lo de los elefantes. ¡Sólo eso!

Iba a empezar a suplicar, pero se acordó de su nueva dignidad como persona adulta. Se permitió tan sólo un único intento. Pero su madre se mostró extrañamente severa.

—No, ya es tarde. ¡Sube! Sois sage, Edgar. Yo misma te contaré después todas las historias del señor barón.

Edgar vaciló. Por lo general su madre solía acompañarle a la cama. Pero no quiso suplicar delante del amigo. Su orgullo infantil quiso salvar aquella deplorable retirada dándole un aire de espontaneidad.

—Pero de verdad, mamá. Me lo contarás todo. ¡Todo! ¡Lo de los elefantes y todo lo demás!

—Sí, hijo mío.

—¡Y en seguida! ¡Hoy mismo!

—Sí, sí, pero ahora vete a dormir. ¡Anda!

Edgar se quedó sorprendido consigo mismo por ser capaz de tender la mano al barón y a su madre sin ponerse rojo, a pesar de que los sollozos se agolpaban ya en lo más alto de su garganta. El barón, en un gesto amistoso, le sacudió el pelo, forzándole a esbozar una sonrisa sobre aquel rostro tenso. Después tuvo que correr hasta la puerta, porque si no habrían visto que unas gruesas lágrimas le corrían por las mejillas.