I

Regent Street, la avenida principal de Londinium, después de pasar por Picadilly Circus desembocaba en la elegante Pall Mall Street, que cruzaba de este a oeste la zona de edificios oficiales.

Las tiendas de lujo y las editoriales que llenaban la calle le daban una atmósfera refinada y la gente que la cruzaba iba vestida de manera clásica. Pall Mall Street era famosa en el mundo entero por los clubes situados en ella.

Estaba el Royal Aero, dedicado a recuperar la industria de la aviación; el Atheneum, donde se reunían los literatos; el United Service, sede de los altos oficiales retirados; el Travellers, famoso como financiador de expediciones de exploración… Había un centenar de clubes que tenían sus sedes en la calle.

El Diógenes era uno de ellos.

El edificio era sobrio y sin apenas decoración. Se encontraba en una esquina retirada de la calle, como si fuera un viejo anacoreta. Sus miembros no llegaban al centenar, y nadie sabía a qué actividades se dedicaba. Formalmente era un club y de larga historia, pero no tenía casi imagen pública. De hecho, se podría decir que se esforzaban en no tenerla.

—Bienvenidos. Bienvenidos al club Diógenes. Hermana Paula. Hermano André —dijo un hombre de mediana edad, saludando a los visitantes.

Cuando los dos inquisidores entraron en la sala del segundo piso del club ya casi era hora de cenar. Un hombre delgado de facciones proporcionadas y barba gris corta les dio la bienvenida extendiendo los brazos. Sir Albert Boswell era viceministro de Interior. Aunque no tenía más que cuarenta años, ocupaba uno de los cargos más importantes de la corte, encargado de supervisar las cuestiones de seguridad. Con una sonrisa ejemplar de caballero, se dirigió a los recién llegados y les ofreció asiento:

—Disculpadme por llamaros con tan poco tiempo. El asunto es urgente y…

—¡Claro que es urgente! ¡Los monstruos a los que escondéis han tenido la osadía de secuestrar a Su Santidad y la Santa! —replicó el joven inquisidor, sin sentarse, lanzando una mirada de odio a su alrededor—. ¡Preparaos, porque esto será el final de este reino! Cuando el mundo sepa que habéis traicionado a la Humanidad y habéis dado refugio a los monstruos… ¡Estáis malditos, sacrílegos!

—Cálmate, hermano André. Nadie ha probado que estos caballeros hayan traicionado a la Humanidad —dijo una voz a su lado.

Llevándose el té a los labios, la inquisidora hizo callar a su compañero, con voz serena. Guardando un silencio respetuoso, la hermana Paula repasó con la mirada a las personas reunidas en la sala. El viceministro, el secretario en jefe, el jede de las fuerzas armadas, el superintendente de policía, el alcalde de Londinium… Los hombres encargados de la seguridad de Albión los miraban con rostros sumisos. Oficialmente el club Diógenes era un centro social, pero en realidad se trataba del punto de reunión secreto de los altos oficiales para cuestiones de seguridad del Estado. Sus capacidades y su poder superaban a los de los órganos oficiales y, a lo largo de la historia, habían solucionado incontables crisis, tanto internas como internacionales.

Pero el caso al que se enfrentaban parecía superarlos. No era raro, puesto que había salido a la luz pública la existencia del gueto, algo que Albión había mantenido en secreto durante tantos siglos. Además, había sido en la peor situación imaginable, porque los habitantes del gueto habían secuestrado al Papa y la Santa cuando se encontraban en visita de Estado. Y por si faltara más, quien lo había descubierto era un inquisidor que se encontraba vigilando el gueto, de manera que no podían negarlo aunque quisieran.

—Veamos… ¿Está todo a punto para rescatar a Su Santidad?

Después de haber repasado en silencio los rostros de los presentes, Paula se volvió hacia la oficial que ocupaba el último asiento de la mesa. De aquel caso dependía la supervivencia del reino, pero la inquisidora hablaba en un tono oficial, como si no ocurriera nada.

—Este caso implica varias operaciones combinadas, pero nuestra prioridad debe ser la seguridad de Su Santidad y la Santa. ¿Estáis a punto, coronel Spencer?

—Hace ocho minutos hemos completado el plan básico de rescate con el Ministerio de Defensa y el estado mayor.

La oficial enfundada en un uniforme azul marino abrió una carpeta de documentos y se la tendió a la Dama de la Muerte. Sin dejar de mirar a la inquisidora a los ojos, explicó, llena de confianza:

—Las unidades penetrarán en dos oleadas. Primero, una unidad de operaciones especiales se infiltrará en el sector donde se encuentran los secuestrados. Después de liberarlos y asegurarse de que se encuentran bien, llevarán a cabo una operación general de reconocimiento del terreno. Luego seguirán las unidades de infantería blindada y mecanizada. Al mismo tiempo que dan apoyo a la misión de huida, se encargarán también de exterminar a los vampiros. Finalmente, harán estallar las tuberías de agua del sector B-VIII, lo que provocará una inundación que acabará con los monstruos que queden. Las unidades están formadas y a punto para iniciar la operación en cualquier momento.

—Muy bien. Magnífico. Vuestro plan tiene todo nuestro apoyo.

La Dama de la Muerte asintió, satisfecha, cruzando las manos ante el pecho. Haciendo callar con la mirada a André, que parecía que quería intervenir, miró fijamente a Mary.

—Lo único que os pido es que nos dejéis participar en la operación. Al fin y al cabo, los responsables últimos de la seguridad del Papa somos nosotros. Queremos participar en el rescate para quitarnos el mal sabor de boca de haber permitido que lo secuestraran.

—De acuerdo. Os incorporaremos a la segunda oleada para que podáis dar apoyo a la operación de rescate.

—¡Y después de rescatar al Papa os pediremos responsabilidades por todo! —interrumpió una voz airada.

Al fin, André había explotado, interviniendo en la conversación que mantenían serenamente las dos mujeres. Dando un puñetazo a la mesa de caoba, el joven inquisidor se levantó de un salto.

—¡Cuándo hayamos solucionado esto, la reina, que ha escondido a los monstruos, tendrá que responder por su crimen! ¿¡Cuánto tiempo hace que los ha protegido con ese tratado secreto!? ¡Todas las personas implicadas en ese horrible crimen pagarán sus pecados! ¡Preparaos todos para el peso de la Justicia!

—Con vuestro permiso, hermano André, me parece que hay algo que no habéis entendido bien…

Quien respondió a los rugidos del joven león no fueron los ministros ni los altos cargos del estado mayor, sino Mary, que levantó fríamente la voz sin moverse de su silla. Su expresión de autoridad recordaba la de una maestra que regañara a un alumno especialmente revoltoso. Entre las miradas cohibidas de los ministros, el poder de la oficial se hizo aún más evidente.

—Dejadme que os pregunte algo, señor André. Lleváis un rato acusándonos de ocultar a los vampiros, pero ¿tenéis alguna prueba de esas calumnias?

—¿Pruebas? ¿¡Acaso no es esto que ha ocurrido prueba suficiente!? Que vivan bajo vuestra capital tantos vampiros…, ¿¡acaso necesita más pruebas!?

—Vayamos por partes. Hay vampiros viviendo bajo nuestra capital. ¿Es eso suficiente para acusarnos como lo hacéis, inquisidor? En muchas partes del mundo hay denuncias de ataques vampiros. ¿Estáis dispuesto a acusar del mismo modo a las víctimas de esos ataques? ¿Es un pecado que los vampiros se les hayan acercado?

Mary replicó a los ataques del inquisidor sin mover una ceja. Por completo serena, sin mostrar ninguna señal de excitación emocional, desmontó lógicamente los argumento de su adversario.

—Los vampiros se han instalado bajo la capital sin nuestro conocimiento. Se han infiltrado unilateralmente. Por supuesto que tenéis derecho a criticar nuestra falta de vigilancia, pero de ahí a acusarnos de traicionar de manera voluntaria de la Humanidad…

—¿¡Os… os…, os atrevéis a desentenderos!? —replicó el inquisidor, con voz áspera, pataleando como un niño—. ¡No os ayudará en nada fingir inocencia, pecadores! ¿¡Quién va a creerse que una cantidad así de vampiros puede infiltrarse sin que nadie se dé cuenta!? ¡Subdirectora! ¡Por favor, ayudadme a hacer callar a esta insolente!

—La coronel tiene razón…

—¡Eso! ¡La coronel tiene…! ¿¡Eh!? ¿¡Cómo que…!?

El joven inquisidor repitió con decisión las palabras de su superiora, pero en seguida se dio cuenta de que no eran las que él había esperado y, palideciendo, se volvió hacia Paula.

—Pe…, pe…, pero hermana Paula, estos pecad…

—Os ruego que disculpéis la insolencia de André.

La inquisidora se puso de pie sin prisas, ignorando la mirada del joven, y se dirigió a los presentes mostrando claramente su desacuerdo con las palabras de su subordinado.

—Desde que conseguimos con nuestros esfuerzos librarnos de los vampiros hace varios siglos, ha sido rara la aparición de los monstruos en medio de la sociedad humana. Sin embargo, en los territorios fronterizos y los niveles subterráneos se descubren a veces sus infiltraciones, lo que prueba que la Humanidad aún no está libre de su amenaza. Es cierto que es la primera vez que se descubre una colonia de estas dimensiones, pero no es imposible que se haya producido como dice la coronel Spencer. Vuestras explicaciones son razonables.

—¡Un…, un momento, subdirectora! ¿¡De verdad estáis tomando en serio esta farsa!? ¡Esto no es para tomárselo a broma! ¡Que son más de cien vampiros! Decir que no se han dado cuenta de que una cantidad así vive bajo sus pies… ¡Vaya excusa más ridícula! ¡Están mintiendo, sin ninguna duda!

—«Los errores, ¿quién los entenderá? Líbrame de los que me son ocultos». Todo el mundo se equivoca, hermano André. Lo importante ahora es permanecer unidos para solucionar la crisis. Éste no es momento de atacarse unos a otros.

—Bueno…, claro…, pero…

André se quedó atónito ante la inesperada indulgencia de las palabras de su superiora.

¿Qué le había pasado a la subdirectora? La hermana Paula siguió ignorando la mirada acusadora de su subordinado y se volvió de nuevo hacia Mary.

—Es importante investigar a fondo cómo han estado viviendo tantos monstruos en esta ciudad, pero ahora hay cosas más urgentes para preocuparnos. Primero, debemos salvar a dos personas irreemplazables. Señores, la Inquisición ofrecerá todo su apoyo al plan de la coronel. Ella nos guiará para rescatar al Papa y a la Santa del escondrijo de los monstruos y exterminar a estas abominaciones.

—Es un honor que no merezco, hermana Paula —respondió la oficial.

Al ajustarse la gorra, la expresión de Mary no mostraba la más mínima muestra de miedo ni de entusiasmo, pero su voz tenía un eco teatral, extraño en los generalmente flemáticos militares de Albión.

—Cumpliremos con vuestras expectativas. Rescataremos a Su Santidad y a la Santa. Se han acabado los tiempos en los que Albión daba la espalda a la Iglesia.

—Confiamos en vos —respondió, impasible, la inquisidora.

—Con su permiso…

Uno de los botones del club apareció en la puerta y, después de hacer una educada reverencia, anunció la llegada de un nuevo visitante.

—Han llegado el hermano Petros y el doctor Wordsworth. ¿Les parece bien que les haga pas…? ¿¡Ah!?

—¡Aparta! ¡Sal de ahí en medio!

Las dos figuras que entraron a trompicones en la habitación no dejaron al chico ni terminar su frase. Al reconocer al gigante que había hecho volar al botones por los aires, André pareció recuperar el ánimo y se lanzó hacia él.

—¡Di…, director! ¡Qué tarde llegáis! ¿¡Qué os ha ocurrido!?

—Paula, André…, ¿¡está bien el Papa!? —preguntó Petros, sin prestar atención al resto de figuras de la sala—. Perdonadme. Ha habido un poco de lío. Pero ¿¡cómo está Su Santidad!?

—Según los informes de vigilancia, los dos están bien —respondió serenamente Paula, como si estuviera hablando de los presupuestos del año siguiente—. Pero ahora nos encontramos en un momento crítico. Justo ahora estábamos hablando del plan de rescate con la coronel Spencer.

—Vaya, ¿ya está listo el plan? ¡Qué rápido! —intervino entonces una voz algo afectada.

Era el sacerdote, que se frotaba el hábito para quitarse una mancha rojiza. Después de entregarle el pañuelo sucio al botones, el Profesor se dirigió a los presentes con el tono de un maestro que anunciara el temario del examen.

—Quiero pediros la mayor prudencia. Al fin y al cabo, las víctimas son las que son y las circunstancias son las que son. Un error puede costarles la vida a Su Santidad y a la hermana Esther, y eso sería fatal. Vaya, pero si es el bueno de Boswell. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal te va?

—¿William? ¡Pero si eres tú, WWW!

El viceministro se levantó animadamente para estrechar la mano del caballero.

—Había oído que habías vuelto a Albión, pero no imaginaba que fuera a encontrarte aquí… ¿Cuánto hace…, diecisiete años?

—Más bien dieciocho. Parece que te has convertido en el jefe de todo esto. Sí que has llegado alto.

—Bueno, es que quien tenía que ocuparse de ello huyó a Roma, o no sé dónde, y me ha caído a mi todo el trabajo… Por cierto, ¿atrapaste al desgraciado que le hizo aquello a Frances? ¿Encontrasteis al prometido?

—Lamentablemente, todavía estamos en ello.

Las palabras de su antiguo amigo hicieron que una sombra apareciera en el rostro del sacerdote. Sin embargo, como buen aristócrata de Albión, recuperó en seguida su cara de póquer y respondió en tono profesional:

—Pero no hablemos de mí… Lo importante ahora es el tema del gueto. De ello depende la vida del Papa y de la princesa. Si les pasara algo no hay duda de que las relaciones entre Roma y Albión acabarían definitivamente. Boswell, hay que ir con mucho cuidado.

—¿Cómo que «y la vida de la princesa»? —preguntó, extrañado, el viceministro.

No era él único que se había quedado atónito ante las palabras del Profesor. Mary, Paula, y el resto de los presentes fijaron sus miradas confusas en el caballero que jugueteaba con la pipa. No era para menos. La reina aún seguía con vida, pero Albión no tenía ninguna princesa. ¿A quién se referiría?

—William, me parece que te has equivocado… Me extraña que alguien como tú confunda estas cosas, pero en el reino no hay ninguna princesa. Deberías saberlo…

—Te equivocas, amigo; hay una princesa. Lo que pasa es que hasta hace poco no lo sabíamos —replicó el Profesor, poniendo sobre la mesa lo que parecía una vieja copia de un historial clínico—. Éste es el documento del parto de la princesa Victoria, la viuda del príncipe Gilbert, muerto hace dieciocho años. Hace media hora que lo hemos descubierto en la caja fuerte del doctor Charles Langley, que se encargó del parto. Desgraciadamente, el doctor Langley murió hace medio mes de un accidente en la estación de Radgate y nos ha costado un poco dar con el documento. Según se recoge aquí, la madrugada del 26 de noviembre, hace dieciocho años, la princesa Victoria dio a luz a una niña. Pesaba dos kilos, ochocientos gramos… Un peso normal…

—Un…, un momento, doctor Wordsworth. La princesa Victoria dio a luz a un niño que nació muerto. ¿No ha habido algún error?

—Es que estamos ante un caso de bebés intercambiados, coronel. La princesa Victoria intercambió a su hija por el hijo de unos amigos, que había nacido muerto. Muy probablemente ya anticipaba entonces que existía una conspiración para asesinarla y quería proteger a su hija. Por desgracia, unos días más tarde sus temores se hicieron realidad…

—¿Te refieres al caso White, William? —le interrumpió Boswell—. ¿Quieres decir que la princesa sabía que Edward White quería asesinarla? Entonces, ¿por qué no lo denunció para evitar que llevara a cabo el crimen? ¿Y a quién entrego a la niña…, a la nieta de su majestad?

—El caso White… Boswell, ése fue el primero de nuestros errores. Para empezar, quien asesinó a la princesa Victoria no fue lord Edward White. El matrimonio White fueron los padres del bebé muerto del que he hablado antes. Además, si huyó del país fue para evitar que los criminales pusieran sus garras sobre la nieta de su majestad…

—¡Doctor Wordsworth! ¡He traído lo que me habéis pedido!

La puerta se abrió inesperadamente, interrumpiendo las palabras del caballero, y en la sala entró de manera apresurada un hombre con cara de ardilla. Era Clement, del Picadilly Gazette, el Amigo Fiel del Caballero de Albión, que posó sobre la mesa el maletín que llevaba. Después de abrir los dos cerrojos, anunció con rostro de orgullo:

—¡No sabéis lo que me ha costado! Al principio no me han hecho caso y querían echarme del departamento, pero al decir el nombre del doctor me lo han dejado en seguida. Por cierto, que le envían saludos y…

—¡Ah!, gracias Clement, buen trabajo.

El Profesor hizo callar educadamente al periodista y miró dentro del maletín. Al ver las piezas mecánicas que salían de allí, Boswell preguntó, extrañado:

—¿Qué es eso, William?

—Es una máquina de nanopartículas para hacer tests de ADN —explicó tranquilamente Wordsworth, mientras montaba la máquina sobre la mesa.

Una vez que estuvo lista, se sacó una bolsa de plástico del bolsillo y extrajo de ella un pelo.

—Es una de las cuatro únicas que hay en el mundo. Las máquinas normales usan las reacciones de las cadenas de polimerasa y tardan hasta dos semanas en dar un resultado, pero ésta utiliza nanopartículas, una tecnología perdida que hemos recuperado… Son como un pegamento que mantiene unidas determinadas bases. En treinta segundos nos dará un resultado. Es una maravilla.

—¿Un test de ADN? Pero ¿qué demonios queréis comprobar?

—Pues, obviamente, si dos personas son en realidad padre e hija… Señores, fíjense bien, por favor. Éste es un pelo del príncipe Gilbert, muerto hace dieciocho años.

Ante la mirada expectante de su amigo de la escuela, el Profesor sacó una vieja cajita con el emblema real de la rosa y el unicornio. Dentro había un cabello rojizo conservado entre dos piezas de vidrio, un recuerdo que habían recibido los amigos íntimos del príncipe cuando éste había fallecido.

—Voy a poner este cabello en la solución de agua salada con nanopartículas. Aquí tengo otro cabello de una persona distinta. Lo meteré en la misma solución para examinar su composición básica. Si las composiciones básicas de los ADN de ambas muestras coinciden, los electrodos dejarán pasar la corriente eléctrica y las luces se encenderán. La máquina determina el grado de coincidencia de los dos ADN. Puede detectar una relación de progenitor e hijo con una probabilidad del noventa y nueve por ciento —explicó el sacerdote, mientras preparaba el experimento con movimientos ágiles, como si estuviera haciendo un truco de magia.

Los dos cabellos estaban cada uno en su tubo, nadando en una solución de color lila claro. En la pantalla líquida que había al lado, las luces empezaron a encenderse. Los puntos de luz comenzaron a aparecer lentamente y pronto llenaron toda la pantalla.

—Test de ADN completo. Con una probabilidad de más del noventa y nueve por ciento, estos dos cabellos tienen una relación familiar directa.

—Pe…, pe…, pero ¿de quién es el otro cabello, William? —preguntó Boswell con voz temblorosa, mirando a su amigo como si acabara de ver aparecer a un espectro—. ¿Quién es? ¿De dónde has sacado ese cabello?

—Estaba caído en el palacio. Lo he recogido de camino hacia aquí.

Pese a ser el centro de todas las miradas, la voz del sacerdote era tranquila. Cerró los ojos mientras encendía la pipa, como si reflexionara profundamente sobre algo, y cuando empezó a salir el humo, anunció a los presentes el destino del reino:

—Es de la hermana Esther Blanchett. Bueno, mejor dicho, según las costumbres del reino: lady Esther Blanchett, que por cierto ahora está en el gueto junto con Su Santidad.