IV
La serie de detonaciones recordaba el ruido de una sierra eléctrica. La pausa entre disparos era tan corta que los estallidos parecieron sobreponerse unos a otros. Esther apenas tuvo tiempo de hacer que el Papa se pusiera a cubierto cuando la ráfaga les pasó rozando por encima. Las balas, convertidas en un latigazo mortal, rasgaron el aire. El estruendo y el impacto contra el suelo fueron tan violentos que Esther perdió la conciencia durante unos segundos.
—¡E…, E…, Esther!
Los gritos cálidos del adolescente hicieron que la monja volviera en sí. Cuando intentó incorporarse, le dolía tanto la cabeza que pensó que casi habría sido mejor desmayarse.
—¿E…, estáis bien, Santidad?
—¡Ah…! ¡Oh! Esther… Sangre… La cabeza te sangra…
—No es nada. Es sólo una rozadura.
Esther se limpió la sangre que le corría por el mentón mientras el adolescente la miraba como si tuviera la cabeza abierta en dos. Probablemente habría sido una esquirla que había rebotado del suelo. «No es nada», se dijo a sí misma, y se incorporó para comprobar la situación.
—Pero ¿qué…? ¿¡Qué es esto!?
El suelo estaba sembrado de cuerpos caídos. No hacía falta ver las balas negruzcas que los habían atravesado para darse cuenta de que no respiraban. Esther sintió unas terribles náuseas al ver los cadáveres de una madre y su bebé en medio de un charco de sangre.
—Hombre, es que si os tiráis al suelo voy a acabar matando a mucha gente. Verdammt —dijo una voz que parecía estar controlándose para no estallar en un ataque de risa.
Era el hombre del tenderete, que recargaba el arma aún humeante.
—Anda que no habéis causado víctimas. ¿Y vosotros os llamáis religiosos?
—…
Esther no respondió a la provocación disfrazada de reproche, porque estaba demasiado ocupada intentando sacar disimuladamente la escopeta que llevaba bajo la falda. Sin embargo, el adolescente que la abrazaba la dificultaba los movimientos y no podía llegar. El hombre había acabado de insertar el cargador nuevo en su arma, y el seguro, levantándose, resonó funesto como una guillotina.
—E…, e…, esto lo p…, pagarás… —escupió Esther, con voz temblorosa, mientras comprobaba, extrañada, que ni el joven de blanco ni su mayordomo se encontraban entre los cuerpos caídos a su alrededor.
Era consciente de que no había nada que pudiera decir para disuadirlo, pero al menos esperaba ganar algo de tiempo para que los transeúntes huyeran.
—¿Crees que podrás escapar tan tranquilo después de algo así? Aunque nos asesines te atraparán en seguida. No sé quién te ha contratado, pero pronto se verá en problemas.
—Gracias por avisarme, pero no hay que preocuparse de eso. No soy tan idiota como para dejarme pillar por la policía.
El hombre que se había llamar Tod lanzó una risotada al mismo tiempo que se oía un estruendo. Del almacén contiguo había salido, llevándose la puerta por delante, un camión de gran tamaño. Subiéndose de un salto a la escalerilla de la caja del camión, Tod apuntó el arma hacia Esther, sosteniéndola con una sola mano.
—Lo siento, chiquilla, pero tengo que decirte adiós…
—…
Cuando el hombre apretó el gatillo, con rostro de placer, Esther abrazó con fuerza al Papa, intentando al menos protegerle con su cuerpo de la ráfaga. Hiciera lo que hiciera, el resultado sería el mismo, pero…
—¡Pe…, pero ¿qué demonios…?!
La monja había cerrado los ojos, preparada para morir allí mismo, pero lo que resonó no fue una descarga de balazos, sino un grito enloquecido. Al abrir los ojos…
—¿¡Qué es esto!?
En el río Támesis se habían elevado varias columnas de agua. Después de levantarse hacia el cielo, cambiaron de dirección, y convertidas en estrellas fugaces de espuma, se desplomaron sobre la ribera donde se encontraba Esther. Más concretamente, cayeron sobre el camión del asesino.
—¿Obuses de mortero? ¡No! ¡Esto es…!
Mientras la joven se corregía a sí misma, los proyectiles volaban, dejando una cola blanca. Atónito, Tod gritó:
—¿¡Cohetes torpedo!? ¡Imposible! ¿¡Quién puede poner en práctica esta tecnología!? ¡Maldita sea! ¡Huyamos!
Justo cuando el asesino se dio cuenta de lo que ocurría…, una explosión brillante lo envolvió.
—¿¡!?
La detonación atronadora dejó en el aire una extraña sensación de flotar.
Esther tuvo tiempo de comprobar que la explosión había pulverizado el camión antes de que la lanzara a ella también volando. La joven abrazó con fuerza al Papa, pero de nada sirvió contra la onda expansiva que los elevó por los aires. En vez de caer contra el suelo, su trayectoria les llevó a chocar contra la protección de madera del mirador. Esther y el adolescente la travesaron, destrozándola, y cayeron juntos al río.
—¡!
Esther no podía ver más que espuma a su alrededor, pero reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, intentó impulsarse hacia el destello de luz que sentía encima. Probablemente aquello era la superficie del agua. Si se dejaba llevar, no saldrían de aquélla. No luchaba sólo por ella misma, sino también por el Papa.
«¡Ah…! No puedo…».
La explosión había sido más fuerte de lo que pensaba. El cuerpo le pesaba como si fuera de plomo y le costaba concentrarse por la falta de oxígeno. No podía ni siquiera pensar con normalidad. Ni siquiera era capaz de saber hacia dónde se movía su cuerpo…
—¿?
Esther sintió vagamente cómo alguien le agarraba de la ropa. Al principio, pensó que aquellos delgados dedos eran de Alessandro, pero en seguida se dio cuenta de que se trataba de otra persona que los levantaba con fuerza hacia la superficie.
—¡Uuuaaah!
—¿Estáis bien? —preguntó una voz andrógina, mientras la monja vomitaba el agua que había tragado y respiraba violentamente, como un pez fuera de su acuario.
Al apartarse la cabellera pelirroja, que le cubría los ojos, la monja se dio cuenta de que los había subido a la ribera…, pero a la ribera opuesta. Era la ribera norte, el lado de Westmister. Aún no del todo recuperada de la sorpresa, la joven miró a la persona que tenía delante.
—¡Pero si…!
—Me gustaría presentarme como es debido, pero ahora no hay tiempo… Al meterme en el agua, el gel se ha corrido un poco y no puedo estar demasiado bajo el sol —respondió la figura con una sonrisa amarga, bajándose la capucha hasta los ojos.
Con una habilidad increíble, el hombre, o la mujer, se cubrió completamente la cara con vendas y se puso unas gafas de sol para protegerse los ojos.
—Sólo os diré una cosa, Esther Blanchett: os juro que no somos enemigos vuestros. Alguien me ha enviado a buscaros.
—¿Alguien?
—Alguien a quien conocéis… Se llama Abel Nightroad —respondió la figura, mientras tomaba a Esther y Alessandro de los brazos—. Ahora está en mi casa. Dejadme que os guíe a vosotros también hasta allí.