III

En el río se reflejaba la luz del sol, todavía de un débil color invernal, pero la brisa era agradable.

No sólo las riberas sino también las gradas instaladas sobre los puentes estaban llenas a rebosar de personas llegadas de todo Londinium. Mejor dicho, a la vista de los gritos en lenguas variadas que llenaban el ambiente, el público no era exclusivamente del país. Desde los aristócratas vestidos con frac y sombrero de copa hasta el pueblo bajo con sus trajes agujereados, todos animaban con pasión, esperando que empezara la regata del Támesis.

Cada región tenía sus rituales que anunciaban el fin del invierno. En Albión, donde la primavera siempre se hacía esperar, era sin duda la Royal Regatta, que se celebraba cada año, a finales de marzo.

La regata, en la que competían botes de ocho países, tenía sus orígenes en las competiciones universitarias de antes del Armagedón. Los países participantes eran, además de Albión y sus territorios de Escocia, Gales y Erin, los tres grandes reinos continentales, el de Hispania, el Franco y el Germánico, y un equipo enviado desde Roma para representar al arzobispo de Canterbury.

La regata la financiaban la casa real y el resto de aristócratas de Albión. Las clases altas del país, antes que actividades intelectuales, preferían las artes sensoriales, como la música o la pintura, pero lo que más les interesaba de todo eran los pasatiempos físicos, como los deportes y la caza. El rugby y las regatas contaban siempre con la financiación de la nobleza y eran, a la vez, pretextos para las apuestas, en las que participaban personas de toda procedencia.

Aquel día no era una excepción, y el ambiente estaba animadísimo. Scotland Yard se ocupaba de la seguridad de los espectadores, pero la masa de gente llegada de todos los rincones del mundo les hacía muy difícil su tarea. El año anterior, las peleas y los accidentes habían producido decenas de muertos y heridos.

—Pero seguro que no la suspenderán. El deporte es el pasatiempo más popular entre la nobleza de este país… Casi se diría que es su razón de vivir —murmuró con tono sarcástico la mujer vestida con ropas masculinas mientras señalaba hacia el puente de Waterloo.

La bandera que ondeaba en la ribera norte llevaba el emblema real de la rosa y el unicornio. A su alrededor se extendían los asientos de los nobles, cada uno con el emblema de su casa. Debido a la enfermedad de la reina, muchos lugares estaban vacíos, pero el espacio reservado a los vizcondes y barones estaba lleno a rebosar, así como los de los altos funcionarios de la alcaldía y los gremios.

En la ribera sur se habían instalado los miembros de la baja nobleza. En comparación con los aristócratas de la ribera norte, su posición social era mucho más baja, pero era a ellos a quienes debía Albión la mayor parte de su desarrollo económico. La animación de sus gradas mostraba que para la nobleza la regata era un importante acontecimiento social.

Era en uno de aquellos asientos donde Mary, vestida elegantemente con frac y sombrero de copa, charlaba con la muchacha.

—El Derby de Ascott, la Premier League de fútbol y la Royal Regatta… En estos tres acontecimientos no hay ciudadano de Albión que no haga apuestas. Si hubiera fallecido ya su majestad sería distinto, pero mientras siga viva se celebrarán. No los pararía ni una guerra. De hecho, provocaría mucha más violencia suspenderlos.

—Ya veo que a la gente de este país le encanta el juego —comentó la muchacha, vestida con una falda con pechera.

Observando las elegantes parejas que se apresuraban a ocupar sus asientos, Esther tenía el rostro intranquilo. Estaba nerviosa en parte por tener que haberse puesto ropas de seglar, pero sobre todo por encontrarse sin protección alguna en medio de la masa.

Mary la había invitado y se había ofrecido a hacerle de guardaespaldas, pero aquello no la tranquilizaba. Aunque no hubiera ningún ataque terrorista, ¿no se desataría el pánico si alguien se percataba de la presencia de la Santa? Además, no era ella sola quien se había camuflado. La acompañaba alguien mucho más importante.

—¿Estáis bien, Santidad? —preguntó Esther al adolescente que las acompañaba en silencio.

El Papa estaba inmóvil como una estatua y completamente pálido.

—Si os sentís indispuesto podemos volver al palacio. Yo os acompañaré…

—Es…, estoy bien, hermana Esther… —respondió Alessandro, con un hilillo de voz, secándose el sudor frío de la frente—. Sería de mala educación irse ahora. Ya que nos han invitado… No te preocupes por mí.

—Pero…

—Pero bueno, ¿no dice Su Santidad que está bien? ¿Por qué no dejarle que disfrute de la regata?

La voz encantadora que interrumpió a Esther no fue la del adolescente que sudaba la gota gorda ni la de la mujer vestida de frac. La recién incorporada a la conversación era la mujer que tenían sentada detrás, rodeada de chicos y chicas de aspecto angelical. Por su tono, se adivinaba que estaba acostumbrada a que la obedecieran sin rechistar.

Jugueteando con los cabellos adornados con piedras preciosas, la duquesa de Erin, Calamity Jane, lanzó una mirada llena de doble sentido a Esther.

—Y yo que pensaba que podría disfrutar de un rato íntimo en compañía de la Santa… ¿Por qué no vamos a hablar a algún sitio donde nadie nos moleste? Tengo tantas cosas que preguntar sobre Roma…

—Siento informaros de que es imposible. Mi deber es no separarme de Su Santidad —rechazó apresuradamente Esther, ante la sonrisa libidinosa que le lanzaban, sin que pudiera evitar una expresión de disgusto.

Encima todo aquello era por culpa de que a la noble caprichosa le había entrado la obsesión de «ir a ver la regata con la Santa de István».

Por supuesto, Esther se había negado en redondo, pero la aristócrata había empezado a decir: «¿O sea que el Vaticano envía al Papa y a la Santa a ver a la reina, y luego no me quieren hacer ni un pequeño favorcito? ¡Esto es favoritismo!». Temiendo que aquello pudiera convertirse en un incidente internacional, Esther había acabado por ceder, pero entonces había sido Alessandro quien había intervenido, diciendo: «Yo…, yo también iré».

El Papa, la Santa y la duquesa, todos de incógnito. Si ocurría cualquier cosa, aquello podía desembocar incluso en una guerra. Como si no tuviera bastantes problemas con el tema de la sucesión y de aquel periodista. Además, ni Abel ni el Profesor habían vuelto a aparecer, con lo que en la práctica estaba completamente sola.

—¿Seguro que estáis bien? ¡Ay, cómo me duele la barriga…!

—¿Qué os ocurre, hermana Esther? —preguntó Mary—. ¿Necesitáis algo? ¿Queréis que os traiga alguna medicina?

—No, no os preocupéis por mí. Son los nervios… Pero coronel, ¿estáis segura que es adecuado que estemos aquí?

Esther se dirigió a la única persona a quien podía encomendarse en aquella situación, mientras la duquesa seguía refunfuñando y el Papa miraba nerviosamente a su alrededor como un perrito al que hubieran soltado dentro de la jaula de un animal carnívoro.

—El público conoce mis facciones. Si alguien se de cuenta de que estoy aquí, esto puede ser…

—¡Ah!, ¿es eso lo que os preocupa? No hay por qué inquietarse. Ya he tomado las medidas necesarias —respondió la coronel, sonriendo, mientras se sacaba un cigarrillo de la pitillera de plata y señalaba a su alrededor—. Nos rodean mis hombres, vestidos de civil. En total hay unos cien efectivos, escogidos entre las mejores unidades de operaciones especiales.

—¿¡Qué!? —dijo Esther con los ojos como platos—. ¿¡Que estas personas son vuestros hombres!?

—Aquí se ha reunido todo Londinium. ¿De verdad pensabais que íbamos a dejar que viniera de incógnito Jane…, digo, la duquesa de Erin, acompañada además del Papa, sin preparar ninguna protección?

El rostro de sorpresa de Esther hizo que Mary soltara una breve risa. Extendiendo un dedo ante los labios con cara traviesa, murmuró en voz baja, para que sólo la monja pudiera oírla:

—Pero no le digáis nada a la condesa, por favor, o saldrá con otra de las suyas. ¡Ah!, y sólo tenemos hombres estacionados en esta zona. Por eso, no salgáis de aquí pase lo que pase. Y el Papa tampoco, por supuesto.

—¡Entendido!

Estaba claro que mientras los agentes no volvieran a aparecer, la única persona en la que podía confiar era en Mary. Esther se sentía como si estuviera nadando sola en medio del mar embravecido y por fin hubiera encontrado algo a lo que asirse.

En aquel caso podía estar tranquila. Con un suspiro de alivio, se dio la vuelta hacia el río Támesis. Todavía no se veía ninguno de los ocho botes de la regata, pero por los altavoces gigantes se oía la retransmisión radiofónica que narraba la carrera. En aquellos momentos, los botes de Albión y Erin se acercaban a la meta en una competición muy reñida. No estaba claro quién se llevaría el trofeo, pero no había duda de que sería uno de los dos. Los espectadores gritaban emocionados las apasionadas explicaciones de los locutores.

—Pa…, parece que Roma no va a ganar… —dijo Alessandro, con una débil sonrisa.

Para alguien con sus problemas psicológicos, el simple hecho de estar en medio de aquella multitud suponía una presión enorme. Sin embargo, el adolescente se esforzaba todo lo que podía para evitar que sus acompañantes se preocuparan.

—Sup…, supongo que es nat…, natural que un país rodeado de mar teng…, tenga mejores regatistas —comentó desmañadamente.

—En efecto. No es por fardar, pero nadie supera a nuestros equipos en aguante y en técnica.

Quien respondió así a las palabras del Papa fue Jane. Por su aspecto, más que una aristócrata de Albión, parecía una cortesana de Roma. Probablemente las posibilidades de victoria de su equipo la habían puesto de buen humor, porque le posó la mano a Esther en la rodilla, diciendo:

—Tampoco nos supera nadie en pasión… Santa, ¿me haréis el honor de venir a visitarme esta noche? Hay tantas cosas que quiero confesar. ¿Podéis escuchar los pecados de esta oveja descarriada?

—¡Qué hambre me ha entrado de repente!

Esther se levantó de un salto para eludir la mano que le subía por la pantorrilla. Sintiendo cómo un sudor frío le recorría la espalda, se dirigió a Mary:

—Coronel Spencer, me gustaría comer algo… ¿Eh? ¿Coronel?

—La c…, c…, coronel se ha id…, ido un momento…

—Vaya…

Esther miró por todos lados buscando a su único apoyo, pero fue incapaz de encontrar a Mary. Ante ella no estaban más que el adolescente pálido y la duquesa, que se relamía sonriente ante su presa.

—¿Qué decís, Santa? Si no os va bien esta noche, podemos hacer una excursión otro día. Londinium es muy grande. No faltan lugares para que dos mujeres puedan hablar de amor en la intimidad.

—¡Pe…, pero ¿no era que queríais confesaros?!

Ni siquiera cuando había vagado sola por las tuberías subterráneas de Cartago había tenido tanto miedo. Como pudo, Esther se quitó de encima a la mujer que le susurraba con voz cálida al oído…

—¡Aaay, ay, ay! —gritó entonces Alessandro, agarrándose la barriga—. ¡Me duele, me duele mucho!

—¡Santidad! ¿¡Estáis bien!?

Palideciendo ella también, Esther le tomó de la mano. Si les ocurría algo allí, podían tener muchos problemas.

—¿Qué os duele? Ya os operaron del apéndice, ¿verdad? ¿¡Qué puedo hacer…!?

—Cr…, creo que s…, s…, son los nerv…, son los nervios… —explicó el adolescente, con voz ahogada—. Sólo…, sólo necesito salir un rat…, rato de aquí y me pondr…, pondré bien.

—¿Salir de aquí?

Esther repitió las palabras del Papa sin saber qué hacer. Mary le acababa de decir que por nada del mundo salieran de la zona vigilada. Sin embargo, Alessandro no dejaba de mirar a todos los lados con una expresión cada vez más intranquila.

Mary aún no había aparecido y Esther no era capaz de discernir quiénes de entre las personas de su alrededor eran agentes de seguridad. La duquesa de Erin, por su parte, al oír que el Papa se encontraba mal, se había retirado a su asiento para que no la molestaran.

—De acuerdo, pues. Vamos a salir un momento. Tomamos un poco de aire fresco y volvemos en seguida.

Esther suspiró, pensando que si querían salir de allí aquélla era su única oportunidad.

—¿Os encontráis mejor? —preguntó Esther al adolescente, que disfrutaba con los ojos cerrados de la brisa del río.

El sol estaba empezando a ponerse y el aire se enfriaba por momentos. No debía de faltar mucho para que apareciera el bote de cabeza. Se encontraban lejos del puente de Waterloo, en el Embankment, una amplia construcción parecida a un dique. Allí había varios vapores anclados, pero parecía que la zona estaba restringida, porque no había gradas para espectadores. Algunos ciudadanos pasaban a pie o en coches de caballos para intentar ver al menos el final de la carrera. En la calle habían empezado a montar tenderetes, anticipando la llegada de más gente. El área se estaba volviendo más y más animada.

Antes de que se llenara de gente, sería mejor que regresaran a sus asientos. Esther volvió a dirigirse a Alessandro, que seguía apoyado en una farola.

—Ya os veo mejor color… Si no os encontráis bien, quizá sería adecuado que os viera el médico. ¿Queréis que lo avise?

—Est…, estoy bien. No…, hace falt…, falta llamar al m…, médico.

Alessandro tartamudeaba, como siempre, pero su expresión era decidida como pocas veces. Esbozando una sonrisa dijo:

—La verdad es que no me encontraba mal… No te preocupes.

—Pero antes…

—¡Ah!, he dicho una ment…, mentira. Como he vist…, visto que la duquesa te estaba metiendo en un ap…, apuro, he pensado que eso te ayudaría. Pero estoy bien, de verdad.

—Vaya, era eso. Me habéis asustado un poco… Pero gracias por preocuparos así por mí.

Esther nunca habría imaginado que Alessandro fuera capaz de algo así, pero intentó disimular su sorpresa sonriendo, azorada.

—Sois muy bien actor. A mí me habéis convencido completamente.

—¿Ah…, ah, sí? Bue…, bueno, me alegr…, alegro de haber serv…, servido de algo —respondió el adolescente enrojeciendo, pero alegre por los cumplidos—. Cua…, cuando digo mentiras me pongo muy nerv…, nervioso. Es que no se me da muy bien. Pe…, pero también ha s…, sido divertido. Claro que no es muy d…, digno de un eclesiástico decir esto.

—¡No digáis eso! ¿No dice la Biblia qui autem graditur sapienter iste salvabitur? «Quien camine en la sabiduría se salvará». Ha sido vuestra sabiduría la que me ha rescatado. No os menospreciéis de esa manera…

—¿Que no m…, me menos…, menosprecie? Alg…, alguien me pidió una vez que no me mofara de mí mismo…

Alessandro puso una expresión triste, como si las palabras de Esther le hubieran llegado muy adentro. Viendo pasar a la gente, dijo, con un suspiro:

—Esa persona se sacrificó para salvar muchas vidas. Pe…, pero yo no p…, no puedo cumplir la pr…, promesa que le hice. Le pr…, prometí que sería un gr…, gran Papa…

—¡Pero si hacéis todo cuando está en vuestra mano! Ahora mismo, por ejemplo… Como vuestra hermana no puede acompañaros, habéis venido solo hasta Albión. ¡Eso es magnífico! ¡Seguro que la persona a quien le hicisteis esa promesa estaría orgullosa de vos! Aunque os entiendo; yo también le prometí algo a alguien… Pero aún necesito algo más de tiempo para cumplirlo.

—Esth…, Esther, ¿a quién le hiciste tu promesa? —preguntó Alessandro, contento de ver que la joven caminaba por su misma senda, o quizá simplemente alegre de que alguien le quisiera consolar. Y añadió sonriente—: Sea…, sea a quien sea, rezaré para que puedas cumpl…, cumplirla pronto.

—Muchas gracias. Espero que también llegue el día en que podáis cumplir la vuestra.

Sin dejar de sonreír, los dos dirigieron la mirada al río. El sol poniente brillaba sobre la superficie del agua. Sus destellos parecían repetirse eternamente, pero de hecho ninguno era igual a otro. Esther y Alessandro se quedaron contemplando el río en silencio, cada uno recordando a la persona a la que habían perdido…

—¡Ay, qué tarde que se ha hecho! —gritó Esther al levantar la mirada hacia la ribera de enfrente.

El Big Ben, el reloj de la torre del Parlamento, que se elevaba recortándose contra el cielo, ya marcaba las tres. Aunque les siguieran guardaespaldas de paisano, lo mejor sería volver en seguida.

—Santidad, es preferible que regresemos. La carrera terminará de un momento a otro.

—Sí…, tienes razón… ¡Ah…!

El adolescente asintió con expresión seria, pero inmediatamente se ruborizó de nuevo. El estómago le había sonado de manera inconfundible, reclamando algo de comida.

—¿Tenéis hambre, Santidad?

—¡Ah!, no…, no es eso… Yo no…

—No os preocupéis. De hecho yo también empiezo a estar hambrienta. Vamos a comprar algo de comer. ¿Qué os parece eso?

Esther se fijó en uno de los tenderetes que acababan de abrir en la zona donde se encontraban. Un hombre mayor estaba desplegando una pancarta que decía: «Tod’s F&C. El mejor de Londinium».

F&C era la abreviatura de fish and chips, un plato de bacalao acompañado de patatas fritas. Esther sabía que era la comida favorita de la gente de Albión y siempre había querido probarla. Ya que en los días anteriores no había tenido oportunidad de hacerlo, decidió aprovechar aquel momento y echó a andar hacia el tenderete mientras se buscaba el monedero.

—Santidad, no tenéis ninguna alergia al pescado, ¿verdad? Buenas tardes, señor, fish and chips para dos, por favor.

—¡Oído cocina! —gritó el hombre, mientras empezaba a cortar las piezas de bacalao con un cuchillo enorme.

Tenía las mejillas caídas como un bulldog y cara de pocos amigos, pero era muy hábil con el cuchillo. Después de pasar rápidamente el pescado por la freidora, lo distribuyó en sendos papeles de periódico aún chorreando aceite.

Fish and chips para dos. Serán seis dinares. Ahí tenéis para sazonároslo como queráis.

—A ver, hay sal, vinagre, aceite de oliva y salsa Worcester… ¿Qué preferís, Santidad?

Esther se quedó dudando ante los aliños ofrecidos en el tenderete. No sabía muy bien con qué comerlo, porque era la primera vez que lo probaba, pero se decidió por la salsa.

—Vamos a probar con esta salsa, que parece que le irá bien. Últimamente tomo demasiada sal. Le echaré sólo un poco…

—¡Pero ¿qué haces?! ¡No le eches esooo! ¡Eso no se come así! ¡No-no-no-no-noooo! —vociferó alguien a espaldas de Esther, como si estuviera a punto de cometer un sacrilegio.

Al darse la vuelta, Esther se encontró con un hombre aún joven que chillaba con voz lastimera.

—¡Esto es lamentable! ¡Pero ¿es que no tienes ni idea de lo que comes?! ¡Los fish and chips se comen con sal y vinagre! Una buena montaña de sal y un buen chorro de vinagre. ¡Cualquier otra cosa es un pecado mortal! ¡Pero ¿cómo se te ocurre echarle salsa Worcester?!

—Pero si es…

Esther se quedó mirando fijamente al joven, que se lamentaba teatralmente con las venas hinchadas.

Llevaba una camisa de un color tan vivo que molestaba a los ojos, una chaqueta de color perla y unos zapatos de charol deslumbrantes. Como si aquella combinación no fuera suficiente para llamar la atención, iba tocado con unas gafas de sol enormes que parecían más adecuadas para una herrería o un taller de vidrio. De todos modos, Esther no había olvidado aquella cabellera rubia desordenada, aquellos ojos azules como un lago invernal, ni aquel rostro alargado de nariz recta. ¡Era el joven al que había encontrado la noche anterior en el Soho!

—¿Eh…? ¿Señor Caín?

—¿Eh? Vaya, ¿la Santa?

Al oír su propio nombre, el joven parpadeó como extrañado, y luego lanzó un chillido, dando un golpe con las manos.

—¡Pero qué casualidaaaaaaaaaad! ¿¡Llegasteis bien a la fiesta el otro día!? Espero que no os regañara la madrastra malvada… Bueno, Santa, hacedme caso y dejad esa salsa.

El joven rubio extendió el dedo índice de forma afectada y lo movió melodramáticamente mientras gritaba:

—Fijaos bien, porque os voy a dar una clase magistral de cómo comer fish and chips de la manera correcta. ¡Escuchadme atentamente! Primero, como ya he dicho antes, una cantidad generosa de sal y vinagre. Después, un buen mordisco con energía. Idealmente, hay que comerse un tercio de la porción de una vez. La receta de fish and chips tiene muchos siglos…

—Señor, vuestras historias son ciertamente muy interesantes, Pero esta pareja de jóvenes estaba a punto de marcharse y es probable que no les sea muy conveniente detenerse a escucharos precisamente ahora… —comentó una voz a la espalda del joven.

Un hombre moreno, vestido con un traje negro de tres piezas, se dirigió con tono respetuoso a la monja.

—Disculpadnos, hermana Esther. A mi señor le habéis caído en gracia, pero tiene una manera un poco particular de demostrar su cariño.

—Ya…, ya lo veo…

No le quedaba otra opción más que forzar una sonrisa y disimular. Esther se dirigió al mayordomo rascándose la cabeza para ocultar que un sudor frío le recorría la espalda.

—Muchas gracias de nuevo por acompañarme el otro día. Si no hubiera sido por vosotros no habría llegado a tiempo al banquete.

—Me alegro mucho de oírlo. Pero soy yo quien debe daros las gracias por haber ayudado a mi señor… Imagino que no fue sencillo.

—Bueno, ¿cómo decirlo…? —murmuró Esther, mirando de reojo cómo el joven seguía narrando la historia de la receta de fish and chips desde el punto de vista sociológico y nutricional.

Volviendo la mirada al mayordomo, que le sonreía con educación, le dijo, llena de simpatía:

—Realmente os admiro, señor Butler… Con un señor así, vuestro trabajo no debe de ser fácil…

—No os falta razón. Pero en cierta manera el esfuerzo que requiere hace que lo valore más.

Al mayordomo se le dulcificó la expresión, casi con aire paternal. Ajustándose las gafas con gesto elegante, lanzó una mirada tierna hacia el joven al que se refería la monja.

—Además, ya dicen que cuantos más problemas tiene un niño, más te encariñas con él. Cuando alguien merece nuestro amor, incluso los malos tragos que nos hace pasar los damos por buenos…

—Por cierto, hermana Esther, hace un rato que quiero preguntaros algo… —intervino entonces el personaje de quien hablaban.

Aburrido de hacer discursos que nadie escuchaba, dejó su monólogo para preguntarle a Esther con aire travieso:

—¿Quién es ese chico? ¿No será vuestro novio? ¡Je, je, je…!

Alessandro estaba inmóvil, con el rostro completamente encendido.

—No, señor; es… —empezó a decir Butler. Perdiendo algo su compostura, se volvió seguidamente hacia Esther para susurrarle—: Hermana, ¿no os parece demasiado osado traer a una persona así a un sitio como éste…? Si pasa algo…

—Tenéis razón, señor Butler, pero ha sido él mismo quien ha pedido salir un momento a tomar el aire fresco.

Considerando la delicadeza de Butler en su manera de expresarse, lo que pensaba probablemente era que había sido una locura. Esther se rascó la cabeza, avergonzada, pero no había manera de negar que habían actuado con muy poca cautela. De todas formas, la monja intentó justificarse mientras se acercaba a la boca el cucurucho de fish and chips, que ya había empezado a enfriarse.

—Pero no os preocupéis. Comeremos esto y volveremos en seguida, porque llevamos ya un rato lejos de nuestros asientos y nos deben de estar buscando.

—¡Que no! ¡Que esto no se come así! —intervino de repente una voz.

La monja se quedó petrificada mientras le arrebataban con velocidad de prestidigitador el cucurucho que tenía en la mano.

—Es que a veces creo que nadie me escucha. ¡Vinagre y sal! ¡Fish and chips con vinagre y sal! ¿¡A quién se le ocurre echarle esa salsa!? A ver, yo me ocuparé de esto.

—¡Eh! ¡Un momento!

Antes de que Esther pudiera acabar de quejarse, Caín ya había tirado a la calle los pedazos fríos de pescado rebozado. Un gato negro rebuscaba entre la basura se abalanzó rápidamente sobre ellos. Lanzando a su alrededor las típicas miradas afiladas de los gatos callejeros, devoró rápidamente los pedazos de pescado.

—¡Qué desperdicio! ¿¡A qué ha venido eso!? —se quejó Esther, al ver que su comida desaparecía ante sus ojos—. ¿¡Es que vuestra madre no os enseñó a no malgastar comida!?

—¿Eh…? Es que…, es que yo… he pensado que… Es que ha sido por vuestro bien… —farfulló Caín, genuinamente sorprendido por el enfado de la monja—. Es que… ¡Hmmm…! Perdón…

—¡Es que es increíble! —suspiró Esther, mirando al joven, que le sacaba dos cabezas.

Aquella media disculpa aún le daba más ganas de seguir riñéndole.

—¡Es que ya está bien! Ahora ya no hay nada que hacer, pero id con más cuidado la próxima vez, padr…, señor Caín.

Esther había estado a punto de llamarle por el nombre equivocado. Pensándolo bien, aún no sabía el nombre completo del joven…

—¡E…, E…, Esther! ¡Mi…, mi…, mira! —gritó una voz, interrumpiendo los pensamientos de la monja.

Al volverse, se encontró con Alessandro, que señalaba, pálido, hacia el suelo. Al seguir la dirección del dedo con la mirada, la joven se quedó atónita. El gato callejero que se había zampado sus fish and chips yacía tumbado boca arriba. Su cuerpo temblaba con pequeñas convulsiones y de la boca le brotaban espumarajos sangrientos.

—¡Pero ¿qué…?! ¿Está enfermo?

—No, no es eso… —dijo Butler, que se había acercado al animal agonizante y olía con atención el aire que le salía de la boca—. Huele a almendras… Veneno. Es un veneno basado en ácido cianhídrico. Cianuro, muy probablemente, o cianuro potásico.

—¿¡Ci…, cianuro!? ¡Pero ¿quién podría…?!

La mirada de Esther se detuvo en el pedazo de pescado que sobresalía entre los colmillos del gato. Con el rostro demudado, le quitó de un golpe a Alessandro el cucurucho de fish and chips de las manos.

—¿¡Cómo puede estar envenenado!? Esto sólo puede ser…

—Encima de que me había esforzado en prepararlo para que murierais sin sufrir. Y tiene que venir un idiota así a estropearlo todo…

Esther obtuvo su respuesta, pero no del cortés mayordomo. Fue una voz ronca y rebosante de maldad la que le hirió los oídos.

—Ahora por culpa de este imbécil os tendré que hacer daño. Es que se le rompe a uno el corazón, oye.

—¿¡Quién eres!?

Esther retrocedió para cubrir al Papa, que se había quedado petrificado de miedo. El joven de la chaqueta color perla parecía no haberse enterado aún de lo que estaba ocurriendo, pero Butler, dio un paso adelante decididamente para protegerlos a los tres. El educado mayordomo vestido de negro se enfrentó al dueño del tenderete de fish and chips como si fueran dos caballeros a punto de empezar una justa.

—Tú eres quien ha envenenado el pescado, ¿verdad? Algo me dice que no eres un simple vendedor ambulante… ¿Quién eres?

—Yo soy Tod. Como el de Sweeney Todd

El hombre respondió con cara de fastidio mientras sacaba una enorme arma de debajo del tenderete. Como si no se diera cuenta de que los transeúntes empezaban a volverse y a ver que allí ocurría algo fuera de lo normal, plantó sobre la mesa el arma automática con un trípode y le introdujo un cargador.

—Alguien me ha encargado que elimine a ese mocoso.

Antes de que nadie tuviera tiempo de decir una palabra más, el arma escupió una terrible ráfaga de fuego.

—Vaya país más rico… Y qué bonito —susurró la hermana Paula, admirando los destellos dorados del sol que se reflejaban en el río.

Su mirada se dirigía a las tranquilas aguas, pero su atención estaba fijada en la oficial que fumaba a su lado. Con un tono despreocupado, como si estuviera hablando de las últimas adquisiciones de la biblioteca, entró directamente en materia.

—Hace un rato estaba consultando los datos del East End. Los consumos de electricidad, gas y agua son bastante elevados. Para ser un barrio de chabolas, gastan como si fueran ricos…

—Es como si tuvieran otra ciudad debajo, ¿verdad? —respondió Mary, con una sonrisa amarga.

Se encontraban en un paseo restringido a un número extremadamente pequeño de nobles y miembros de la familia real. Sentadas en un banco de los que usaban las parejas para hablarse de amor, la oficial le explicó a la monja:

—Es el gueto, Así es como le llamamos. El mundo oscuro que ha existido en Albión durante quinientos años. La ciudad maldita.

El sol primaveral brillaba de manera deslumbrante sobre el río. Los primeros botes de la carrera debían de estar acercándose ya a la meta, porque desde allí se oían numerosos gritos de ánimo. El aire se había llenado del ambiente del festival. Sin embargo, la oficial no parecía disfrutar demasiado de la primavera. Con el odio y algo de miedo en el rostro, exhaló una bocanada de humo antes de seguir.

—La ciudad maldita de los chupasangre… Varios siglos después de que el Vaticano batiera por primera vez a los vampiros, en el norte empezamos también a cargar contra ellos. A muchos los quemamos y les atravesamos el corazón con estacas. A los que lograron escapar los perseguimos hasta que el sol los convirtió en un montón de huesos.

—Pero algunos lograron sobrevivir pese a todo…

—Así es. Y ésos se escondieron aquí entre nosotros, en Londinium —replicó Mary, mientras extendía las manos hacia la ciudad como si quisiera abrazar a un ser querido—. En aquellos tiempos, la reina Vivian estaba dispuesta a cualquier cosa por hacer a Albión más fuerte frente al poder del Vaticano. Era imprescindible recuperar la civilización perdida después del Armagedón y recobrar la ciencia y la tecnología. Pero para recibir la ayuda del Vaticano había que reconocer su supremacía… Cuando se encontraba en aquel dilema, aparecieron ante ella los monstruos escapados del continente.

—Ya hace tiempo que sabíamos que ellos vivían escondidos en Albión y mantenían viva la ciencia y la tecnología, pero no teníamos pruebas de ello —replicó la monja, con aire melancólico.

En la mano le había aparecido un sobre que llevaba marcadas las iniciales M. S. en letras decorativas al estilo de Albión. El sobre iba sellado con el emblema heráldico de un grifo y estaba dirigido a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

—Y aunque hubiéramos tenido pruebas, no se puede ir acusando así a un estado tan potente como Albión. Eso podría haber provocado en el peor de los casos la división de la Humanidad en dos bandos, e incluso la guerra. Aunque hubiéramos salido vencedores de un enfrentamiento así, el Imperio podría habernos atacado luego y haber acabado con nosotros.

—Tenéis razón. Albión ha vivido durante generaciones enorgulleciéndose de su libertad y su prosperidad. No recibimos ayuda del Vaticano ni debemos reconocer su supremacía, pero por otra parte debemos mantener nuestra promesa a los monstruos para seguir usando su ciencia y su tecnología…

—Es un arreglo muy razonable para tiempos de paz —asintió Paula, en su habitual tono relajado, volviéndose hacia la mujer con el anillo del emblema del grifo—. Pero tal y como está la situación internacional, para sobrevivir, este país necesita un aliado en quien pueda confiar para defenderse de una agresión exterior. Un aliado como el Vaticano. Claro está que a nosotros nos cuesta imaginarnos construir esa relación de confianza mutua con el rey de un Estado militarista o con una duquesa conocida por su oposición a la Iglesia. Si vamos a ser amigos, tendrá que ser con alguien de confianza, como la vizcondesa de Carsley o, mejor dicho, como la princesa real Mary Spencer.

—¿De confianza? ¿Es que la Iglesia va a reconocer a una hija ilegítima como yo? —replicó Mary, tirando el cigarrillo medio consumido al suelo.

Sus labios dibujaban una sonrisa, pero su mirada azul era cortante como una espada, una espada que iba medio dirigida a sí misma, medio dirigida a su interlocutora.

—Es cierto que soy hija del príncipe Gilbert, pero mi madre no era más que una de sus amantes. Además, estaba la princesa Victoria. ¿Acaso no dice la ley del Vaticano que no deben reconocerse los niños nacidos fuera del matrimonio?

—En eso tenéis razón, pero no es nada que no pueda arreglarse. ¿Y si se descubriera en Roma un documento que probara que vuestra madre, la vizcondesa Harriet de Carsley, se había casado antes en secreto con el príncipe? Entonces, el matrimonio con la princesa Victoria sería nulo y la única esposa legal sería vuestra madre… Por supuesto, el fruto de ese matrimonio sería también completamente legítimo.

—Ya veo que la Iglesia es capaz de todo… —respondió la oficial, como hablando para sí misma, mientras apagaba el cigarrillo con la punta del pie—. Mi madre siempre estuvo en la sombra. Murió cuando yo tenía ocho años, un año después de la muerte del príncipe, pero hasta el día en que abandonó este mundo me repitió una y otra vez las mismas palabras… Eran palabras de odio de una mujer hacia el hombre que la había abandonado a ella y a su hija. Me pregunto qué cara habría puesto si hubiera oído lo que me acabáis de decir.

—No me veo capaz de responder a eso.

La Dama de la Muerte levantó una ceja ante las palabras de Mary. Con los ojos entrecerrados, dijo, sin emoción ninguna:

—La misión que me ha encomendado el cardenal Medici es encontrar al mejor candidato para el Vaticano de entre los que pueden suceder a la reina después de que muera… Es sólo eso. Pero para ello estamos dispuestos a no escatimar esfuerzos.

—Legitimar a una hija ilegítima… Ya dicen que los milagros son el producto estrella del Vaticano… —respondió Mary, con aire sarcástico, volviendo la mirada hacia la ciudad—. Si yo heredo el reino, ¿qué esperáis de mí? Unum pro delicto et alterum in holocaustum cum libamentis suis… ¿Cómo esperáis que pague la expiación de mi pecado como hija ilegítima?

—Expiación… El Vaticano no pretende crearos ninguna deuda. Lo único que busca es una persona dispuesta a cumplir la voluntad de Dios sobre la Tierra —replicó la monja, ignorando el tono sarcástico de las palabras de Mary—. Lo que nos preocupa ahora es la presencia del rey germánico y la duquesa de Erin. Los dos actúan como si ya se vieran sentados en el trono. Aunque nosotros os reconociéramos como soberana, ellos no lo harían. Un conflicto así puede terminar yéndose de las manos. Es para preocuparse…

—Tenéis razón… En ese caso, ¿puedo contar con el apoyo del Vaticano?

—Desgraciadamente, no es tan fácil. La política del Vaticano es permanecer neutral. En un caso así, para que pudiéramos prestaros ayuda necesitaríamos una prueba clara de vuestra devoción a la Fe y la Iglesia…

—¿Una prueba? ¿Cómo se supone que tengo que probar mi fe?

—Qué ciudad más hermosa…

Paula no respondió a la pregunta de la oficial, que se quedó mirándola con una ceja levantada. En vez de ello, bajó la mirada hacia el Támesis, como si se hubiera cansado de la conversación, y dijo como lamentándose:

—Ha sido el esfuerzo de sus ciudadanos quien ha hecho de esta ciudad lo que es… Pero por muy noble que sea, cualquier ciudad tiene su lado oscuro. Pese a lo orgullosa que está de su pasado, esconde capítulos espantosos. Y en ella anidan los monstruos… El monarca que pueda exterminarlos, sin duda recibirá el favor del Señor, como lo recibieron los reyes santos de antaño…

—¿Os referís al gueto? —dijo Mary, con voz entrecortada.

Abandonando cualquier pretensión de indolencia, Bloody Mary miró fijamente a la Dama de la Muerte.

—Hermana Paula, ¿me estáis diciendo que el cardenal Medici quiere que aniquile a los habitantes del gueto? ¿Es ésa la moneda de cambio?

—Cada cual es libre de interpretar las palabras como quiera, coronel.

La mirada de Mary era la propia de una militar de alto rango, aguda y llena de ambición, pero la expresión de Paula no cambió ni un ápice. La Dama de la Muerte se limitó a añadir:

—Pero está claro que si lograrais tal hazaña, vuestro nombre sería santificado por el resto de los siglos… Cuestiones como la legitimidad de vuestro nacimiento perderían cualquier relevancia.

—¡Claro! Ahora entiendo las intenciones del cardenal Medici… De acuerdo —asintió Mary tras un breve silencio.

De hecho, había esperado que le pidieran algo como aquello. En su rostro no hubo ni una sombra de duda. Si hubiera tenido algún tipo de recelo, para empezar no les habría enviado pruebas de la existencia del gueto.

—El gueto será eliminado en los próximos días. Decidle a vuestro señor que puede empezar a preparar esos documentos de los que hablabais. ¿Verdad que no queréis ver a esos impresentables del Reino Germánico o a la duquesa de Erin sentados en el Trono de las Rosas? Pues más os vale empezar a apoyarme pronto.

—Como os parezca…

Mary tenía la expresión de una joven reina decidida a enfrentarse cara a cara con su propio destino y a conquistarlo con su ambición.

Al mismo tiempo que le hacía una reverencia respetuosa, la monja no pudo ocultar un cierto aire de satisfacción.

—¡Mira, mira! —gritó de repente una voz.

Al girarse hacia ella, vieron a una joven pareja que señalaba hacia el río con excitación. Las dos mujeres volvieron la mirada hacia el agua y se quedaron petrificadas.

En la superficie del río había aparecido una espuma negruzca. ¿Sería algún gas acumulado en el fondo que había salido levantando fango? No, no era eso. Tanto Paula como Mary habían visto antes aquella línea de espuma.

—¿¡Eso es… un torpedo!? ¿¡Hay un submarino en el río!?

—Excelencia, poneos a cubierto.

Justo cuando Paula agarró del brazo a la sorprendida coronel…

Una explosión terrible resonó en el aire y varias columnas de agua se elevaron del río para caer con fuerza sobre la ribera.