II
—¡Ah! ¡Perdón, Caterina! ¡Juro que no volveré a sisar dinero! ¡No me gastaré más de tres dinares en la merienda! ¡Basta, basta que me ahogo! ¿¡Eh!?
El dolor que le recorría los músculos del cuello y la espalda hizo que se despertara, pero al abrir los ojos se encontró en el fondo de la penumbra.
Aquella habitación le resultaba desconocida. Las paredes eran de cemento, y en el techo, recorrido por finas grietas, brillaba débilmente una única fuente luminiscente.
—Pero ¿dónde estoy? Esto… ¡Ay, ay, ay!
Un pinchazo desgarrador en el pulmón hizo que Abel torciera la cara de dolor. Aquella sensación provocó que le vinieran vivamente a la memoria los últimos recuerdos.
Le había herido el hombre cadavérico a quien había intentado detener cuando asaltaba a una prostituta. Pero ¿por qué seguía vivo? Recordaba haber caído completamente indefenso, pero… ¿por qué no le habían rematado?
«Dormid un poco. No hay nada de qué preocuparse».
El eco de una voz límpida le resonó en el cerebro.
¡Claro!, era aquel hombre de negro quien le había salvado. Pero ¿quién era? ¿Y qué habitación era aquélla?
Abel se levantó trabajosamente, pensando en tales misterios. La cama en la que se había despertado era limpia, pero extremadamente sencilla. Bien mirado, parecía una camilla de operaciones de las que usaban en el hospital. El colchón no tenía muelles y era muy duro.
—¿Hay…, hay alguien ahí? —murmuró Abel en la habitación vacía.
Obviamente, su pregunta quedó sin respuesta. Sin embargo, al lado de la cama había una taza caliente a medio beber, como si alguien hubiera estado hasta unos momentos antes en la habitación.
—Todavía está caliente…
Abel se puso de pie después de devolver la taza a su sitio. Bajo la almohada estaba su revólver de percusión, todavía con balas en la recámara.
Al acercarse a la puerta se dio cuenta de que era una puerta antiincendios hecha con una aleación de metales reforzada. Su estructura triple de panal le procuraba una excelente resistencia a las balas y le permitía soportar temperaturas de hasta dos mil grados. Sólo muy de vez en cuando se descubrían materiales tan valiosos en edificios de antes del Armagedón. Se mirara por donde se miraba, no era el tipo de puerta que se ponía en una habitación normal.
—Y además está cerrada con llave. ¡Pero…, pero si tiene un cerrojo eléctrico!
¿Qué tipo de lugar era aquél?
Abel se quedó mirando, confuso, el cerrojo eléctrico, una de las antiguas tecnologías perdidas. La Secretaría de Estado del Vaticano era famosa por no escatimar detalles en cuestiones de seguridad, pero incluso en el Palacio de las Espadas era raro ver un cerrojo como aquél. En vez de poner una tecnología tan extremadamente valiosa en aquella habitación, hubiera valido más la pena invertir en otras cosas. Fuera quien fuera el dueño de la habitación, o le salía el dinero por las orejas, o era tremendamente paranoico. ¿Cómo se explicaba que aquel cerrojo protegiera una habitación tan austera?
—Bueno, pero casi me tendré que alegrar de que sea así y no un cerrojo mecánico. A ver, se abre por aquí… Y ahora se coge este cable y…
Abel se quitó el rosario y abrió la caja de mandos de la pared. Después de trastear unos momentos con la punta del rosario entre los cables del fondo, se oyó el ruido del aire escapándose. El cerrojo hermético se había abierto, y la puerta de hierro se deslizó automáticamente.
—Esto ha sido demasiado fácil… ¿O será que no querían mantenerme prisionero?
Abel salió a un pasillo y miró con curiosidad hacia todos lados.
Era imposible discernir lo largo que era aquel corredor sin ventanas, sumido en la penumbra. Estaba limpio de polvo y tenía instaladas débiles fuentes de luz, lo que indicaba que no estaba abandonado, pero era difícil imaginar que allí viviera alguien. Pero, a la vez, aquello parecía algo más que un simple paisaje. ¿Qué era aquella extraña sensación de dejà vu que le asaltaba? Era como si ya hubiera andado por un pasillo como aquél mucho tiempo atrás. Pero ¿cuándo? Desde la última vez que había estado en Londinium habían pasado varios años…
—¡Un momento! ¿¡Es posible que esto sea…!?
Un recuerdo borroso hizo que el sacerdote de cabellera plateada torciera la cara y mirara a su alrededor más detenidamente.
No había duda de que era la primera vez que veía aquellas paredes y aquel techo, pero allí había algo que le despertaba recuerdos. La bifurcación serpenteante, la boca de ventilación, el leve ángulo…
—No puede ser… ¡Pero sí! ¡Es aquí! ¿¡Cómo…!? —murmuró para sí el sacerdote, mirando, sorprendido, a todos lados.
Medio nostálgico y medio molesto, bajó finalmente la mirada al suelo.
—¡Qué susto! He creído que era el sitio donde me encerraron entonces, hace ya tanto tiempo… ¿Eh?
No sabía muy bien cuánto había caminado, pero un ruido lejano hizo que Abel se detuviera.
Era una voz, una voz humana que se oía desde la lejanía. Y no era de una sola persona.
—Starlight, starbright, first star I see tonight…
Era una canción, una canción infantil que cantaban a coro unas hermosas voces.
—¿Hay alguien?
La canción parecía salir de una de las puertas del pasillo. Era una puerta ligeramente abierta, de la que se escapaba un hilo de luz. Las voces salían de allí. Pero ¿qué hacía un coro de niños en un lugar así? Abel se acercó, inquieto, a espiar por la rendija…
La habitación parecía el aula de un parvulario.
Las paredes estaban decoradas con papeles de colores baratos, dibujos a ceras y torpes acuarelas. En el suelo, lleno de juguetes hechos a mano, había sentados en fila un grupo de niños de edad preescolar.
Los pequeños cantaban acompañados por la música de un órgano. Si Abel frunció el ceño no fue por sus voces desmañadas, sino porque había reconocido a la persona que dirigía alegremente a los niños desde el teclado.
—I wish I may, I wish I might, have the wish I wish tonight… ¡Muy bien! Venga, ahora vamos a cantar «Mary tenía un corderito». ¿Os acordáis? —dijo con voz ronca a los niños.
Abel recordaba aquella melena rubia, aquellos ojos color bronce, aquella figura delgada andrógina… No había duda. Se trataba de la misma persona que había secuestrado a Esther en el aeropuerto y que le había salvado la noche anterior de la muerte.
—Es…, es…, es el hombre de negro… ¿¡Eh!?
Abel se inclinó para mirar más atentamente por la rendija, pero dejó escapar un grito. Quizá porque la había tocado, la puerta se había deslizado con fuerza y, desprovisto de punto de apoyo, el sacerdote había caído cuan largo era en la habitación. El sonido del órgano se detuvo en seco.
—¿¡Qu…, quién eres!? —gritó el joven, poniéndose en pie de un salto.
Como si se hubiera transformado en una persona completamente distinta, vociferó con mirada severa:
—¿¡Qué hacías ahí escondido!?
—Pe…, perdón… No es que me escondiera…
Abel levantó las dos manos. La mirada del joven era dura y su tono desafiante, pero la noche anterior le había salvado la vida y con los niños parecía una persona muy dulce. No podía ser tan mala persona… El sacerdote no creía que fuera a atacarle allí mismo.
—Lo siento. Es que como cuando me he despertado no había nadie, he salido a ver… ¡Ah!, si no me he presentado todavía. Soy Abel Nightroad, de la Secretaría de Estado del Vaticano. Me podéis llamar «padre».
—¿¡Del Va…, del Vaticano!? ¿¡Padre!? ¡Si eres el del aeropuerto!
El joven no llegó a oír las palabras de Abel. Al ver el hábito que llevaba, la expresión le cambió, y una luz de ira le apareció en la mirada.
—¡Poneos a cubierto!
El joven gritó hacia los niños extendiendo los brazos como un extraño pájaro. Casi antes de que los pequeños pudieran darse cuenta de lo que pasaba, la figura del joven había desaparecido de los ojos de Abel.
—Pero ¿dónde…? ¿¡Ha entrado en haste!?
La figura había desaparecido como un espejismo y, casi al mismo tiempo, Abel sintió una leve vibración en los pelos de la nuca. Si no hubiera bajado inmediatamente la cabeza, el zarpazo le habría decapitado allí mismo.
—¡Ah!
—¡Perro del Vaticano!
El sacerdote rodó por el suelo, intentando ganar tiempo, pero las garras brillaron de nuevo sobre su cabeza. El joven, o mejor dicho, el vampiro en el que se había convertido, sacó los colmillos, rugiendo:
—¿¡Qué hace un perro del Vaticano en el gueto!? ¿¡Por dónde te has colado, maldito!?
—Pero ¿qué es eso del gueto? ¡Además, quien me salvó la vida anoche…! ¡Aaaay!
Abel tuvo que hacerse un pelota como una oruga para escapar del ataque mortal. Con las mejillas sangrantes, el sacerdote dio un salto, como impulsado por un muelle, para alejarse de su adversario.
—No hay remedio… ¡Que nadie se mueva!
Al aterrizar después del salto, Abel ya tenía desenfundado su revólver de percusión. El cañón apuntaba perfectamente al vampiro, que se preparaba para lanzar su tercer ataque.
—¡Quieto! Dispararé al menor movimiento… A ver, me parece que aquí hay un malentendido. Tendríamos que empezar por solucionarlo.
Abel se acercó lentamente al joven, al mismo tiempo que se secaba el sudor de la frente con la mano libre. A aquella distancia le daba miedo que, aunque le disparara, fuera capaz de esquivar las balas. Sin levantar el dedo del gatillo, se aproximó al vampiro, que resoplaba.
¿Qué estaba ocurriendo allí?
Claramente, el joven tenía intención de matarle. La noche anterior, sin embargo, le había salvado la vida, por voluntad propia y se había ocupado luego de curarle las heridas. Y ahora intentaba matarle como si no lo hubiera visto nunca. Aquello no tenía ninguna lógica.
—Veamos, tengo una pregunta. Primero, ¿dónde estoy? Segundo, veo que sois methuselah, pero ¿quién sois exactamente? ¿A qué viene esta reacción ahora, si ayer me salvasteis la vida?
—¿Qué dónde estamos?
La mirada de cobre hervía de ira. De los afilados colmillos fluían delgados hilos de sangre. Pese a todo, su rostro tenía unas proporciones hermosísimas.
—¡Aprende a disimular, perro del Vaticano! ¡Sé que te ha enviado aquella maldita Bloody Mary! ¡Te ha enviado para destruir el gueto!
—¿El gueto?
Abel arrugó las cejas, extrañado. Claro estaba que no era la primera vez que oía aquella palabra. Había oído rumores tiempo atrás, pero ¿de qué se trataba exactamente?
—¿Qué es eso? Bloody Mary es la coronel Spencer, ¿verdad? Ella no es más que la guardaespaldas de Esther. Si hemos venido a Albión es por la enfermedad de su majestad…
—¡Pse!, eso es una burda mentira… ¿¡De verdad te crees que me vas a engañar así, Nightroad!? —rugió desafiante el joven, mostrando sus afilados colmillos—. ¡Te crees que no sé que esa bruja se ha aliado con la Congregación para la Doctrina de la Fe con el objetivo de destruirnos! ¡Tú has venido a espiar!
—¿¡La Congregación para la Doctrina de la Fe!?
Abel casi bajó el revólver el oír el nombre del organismo que se ocupaba de los asuntos internos e ideológicos del Vaticano. Para recuperar el ánimo, posó con fuerza el cañón en el pecho del joven… y notó una inesperada forma redondeada.
—¿Eh? Pero esto es…
En circunstancias normales, sentir aquella forma esférica y suave le habría dado una alegría, pero aquél no era ciertamente el momento. El sacerdote empezó a temblar. Lo que veía era un pecho. Un pecho femenino.
—¡Pe…, pe…, pero si sois una mujer! Eso quiere decir que no sois el que anoche…
—¡Malditooooooo!
Aquélla era literalmente lo que se llamaba enfadarse como una hidra.
El joven…, o mejor dicho, la joven, palideció y los cabellos se le erizaron como serpientes venenosas.
—¿¡Ese pelo!? ¡Ah! ¡Una medusa! ¡Aaaaaaaaaaah!
Activando las células de los cabellos, especialmente los de la médula central, algunos methuselah podían manejarlos como si fueran una extremidad más del cuerpo. Antes de darse cuenta, Abel sintió cómo la cabellera le atrapaba. Los largos cabellos, hinchados hasta diez veces su tamaño normal, lo habían inmovilizado como si fueran cadenas de hierro.
—¡Pe…, perdón! ¡Ha sido un accidente! ¡No tenía ninguna intención libidinosa…!
—¡Te mataré! ¡De ésta te mataré!
Las súplicas del sacerdote no encontraron más respuesta que un rugido salvaje. Con su víctima inmovilizada por la fuerza irresistible de su cabellera, la medusa sacó los colmillos. Lanzando un grito de terror, Abel sintió cómo las garras le caían sobre la nuca…
—¡Basta, Vanessa!
Si una mano no la hubiera detenido, la cabeza de Abel habría salido volando por la habitación. Inesperadamente, una figura de negro había agarrado a la joven por la muñeca. No parecía que estuviera haciendo un esfuerzo especial, pero fue capaz de inmovilizar la fuerza monstruosa de la methuselah.
—¡Es del Vaticano, Virgil!
La medusa no pareció sorprendida, sino simplemente importunada por la interrupción.
—Estaba merodeando por el pasillo… ¡Es un espía de Mary!
—No, Vanessa, no es así. Es mi invitado. Tendría que habértelo presentado antes.
El joven de negro hablaba con voz paciente, como un padre que hablara con su hija desobediente. Negando con la cabeza, se bajó la capucha para decir:
—Ayer estuve arriba y le traje conmigo… Venga, baja los cabellos. Esa actitud no es propia de una dama.
A la methuselah llamada Vanessa le apareció una sombra de duda en la mirada ante las palabras firmes del joven. Aceptando con desgana sus órdenes, soltó los cabellos rubios y liberó a Abel, que parecía estar a punto de perder la vida.
Una vez que la cabellera hubo vuelto a su tamaño normal, el joven de negro se volvió hacia Abel y lo saludó con una reverencia. Tenía los cabellos rubios y los ojos de color cobre. Era exactamente idéntico a la medusa.
—Siento profundamente lo ocurrido. Os ruego que nos perdonéis. Mi hermana es un poco impulsiva.
Mirando de reojo la expresión de disgusto de la muchacha, el joven esbozó una elegante y azorada sonrisa, se disculpó con una educación impecable, reproduciendo a la perfección los principios de un manual de buenas maneras.
—Disculpad que no me haya presentado antes. Soy Virgil, conde de Manchester. Su majestad ha tenido la gracia de encargarme la administración de la ciudad oscura. Encantado de conoceros.
—¿La ciudad oscura? —preguntó Abel, frotándose los moratones del cuello, mientras repetía, extrañado, las palabras de su interlocutor—. ¿Virgil…, habéis dicho, verdad? ¿Dónde estoy? ¿Estamos fuera de Londinium?
—No, estamos en Londinium…, pero a cien metros bajo tierra, en el nivel subterráneo que antiguamente se utilizaba para el transporte metropolitano o como refugio.
El joven hinchó el pecho con orgullo y, señalando a los niños que les miraban con ojos curiosos, explicó con voz clara:
—Nosotros le llamamos, «el gueto». Es el santuario donde su majestad nos ha escondido del Vaticano. El último refugio que nos queda a los methuselah.