III

—¡Te ruego…! ¡Te suplico…! ¡Te imploro que aceptes mis disculpas!

La elegante melodía del nocturno interpretado por la orquesta real llenaba la sala, amplia como un hipódromo.

Aunque hacía poco que había llegado la primavera, bajo las arañas del techo brillaban flores de mil colores que competían unas con otras en hermosura, y las mesas estaban llenas de platos suntuosos, de un lujo que el pueblo llano no podía ni imaginar. Algunas parejas danzaban elegantes valses rodeadas por pequeños grupos de gente que conversaba entre risas, y otros se refugiaban en las esquinas para intercambiar secretos en voz baja… Enfundados en sus impecables uniformes sin una sola arruga, los sirvientes se movían por la sala con precisión de autómatas.

La decoración también era de una belleza extrema. Aunque su refinamiento no llegaba al del palacio papal en Roma, en suntuosidad estaba al mismo nivel. La alfombra de Cartago que tenía Esther bajo los pies, por ejemplo, había llevado más de diez años de trabajo a un equipo de cien artesanos. Pocos ejemplos había que mostraran de forma más gráfica hasta qué nivel llegaba la riqueza del reino septentrional. Precisamente sobre aquella alfombra se arrodillaba el sacerdote, tocando con la cabeza en el suelo.

—Si hubiera podido me habría puesto a buscarte inmediatamente después de ver que caías. Pero es que yo también me las estaba viendo negras… Que si se rompe la cuerda… Que me caigo al río… Encima, cuando pude aterrizar, me empezó a perseguir un perro como si me hubiera confundido con un ladrón de braguitas… ¡Maldito bulldog! El chucho del demonio no paraba de ladrar…

—Sí… Ya veo que lo habéis pasado muy mal… —murmuró con desinterés Esther ante las súplicas llorosas del sacerdote.

La muchacha se sentía el centro de todas las miradas, pero nadie acudía a hablar con ella. No eran miradas de hostilidad, pero tampoco se podía decir que fueran muy cálidas. Y no era sólo en aquella sala. Desde que había llegado al palacio había tenido la misma sensación con todos los aristócratas que le habían presentado.

—Parece que la gente de este país no está muy contenta de que haya venido… —susurró la joven al mismo tiempo que le alargaba un pañuelo al sacerdote, que sollozaba.

Sus palabras no iban dirigidas a Abel, sino al caballero de aspecto intelectual que chupaba una pipa a su lado.

—Es como si no me quisieran tener aquí, pero no pudieran echarme… Ésa es la sensación que tengo. Que no saben muy bien cómo tratarme.

Exactly. Creo que has dado en el clavo, hermana Esther —asintió al caballero, como si estuviera alabando a un alumna aventajada.

Encendiendo la pipa, cuyos colores estaban matizados por el uso, el Profesor añadió con tono didáctico:

—Ya sabes que Albión ha sido siempre un país bastante reacio a lo que viene del exterior. Especialmente todo lo que venga del Vaticano es recibido con aversión. Por eso, no es extraño que no te reciban con los brazos abiertos. Tampoco la darían una buena acogida a Su Santidad el Papa mañana… en circunstancias normales.

—¿Es que la situación no es normal?

—Efectivamente. Albión se ve forzado a tomar una decisión muy importante. Es una decisión que marcará el destino del país durante las próximas décadas o quizá incluso siglos. Por eso no saben bien cómo tratarte… ¡Ah, muchas gracias!

El agente William Wordsworth recibió con agradecimiento el cenicero que Esther le ofrecía. Su cara de póquer era famosa en el Vaticano y para Esther era un completo misterio las emociones que le despertaba aquella visita a su país natal. Por su expresión irónica, parecía que incluso encontraba la situación divertida.

—Según la decisión que tome, el reino puede abandonar su tradicional aislamiento y acercarse al Vaticano. En ese caso, por supuesto, la Santa dejaría de ser un problema… Pero si toman otro camino, todo cambia. Entonces, la presencia del Vaticano se convierte en una amenaza. Lo más hábil sería encontrar un equilibrio entre los dos extremos, claro…

—Profesor, perdonad pero no entiendo bien lo que decís…

Quien interrumpió de aquella manera las reflexiones del agente no fue Esther. Mientras la monja asentía en silencio, Abel había levantado la mano con la expresión de un desamparado.

—¿A qué dificultades se tiene que enfrentar este país? ¿Es que va a ocurrir algo importante?

—Por favor, padre, lo mínimo que podríais hacer es leer los periódicos.

Mientras, pensativo, el Profesor entrecerraba los ojos, Esther intervino para reprender al despistado sacerdote:

—¿Es que no sabéis en qué estado se encuentra la reina Brigitte II?

—A ver… Me parece que está enferma, ¿no? Y creo que bastante grave.

—Desgraciadamente la cosa pasa de grave… Es sólo cuestión de días que nos abandone.

La Escila del Mar del Norte, la Víbora de Londinium, la Esposa de Satán… Los apodos que le habían puesto a Brigitte II durante los cincuenta años que había reinado en Albión eran interminables.

Siendo el más septentrional de los cuatro reinos, Albión había conservado a lo largo de su historia una posición política propia respecto al continente. El camino que le había llevado a su actual posición de poder no había sido fácil.

Hasta el último medio siglo no había superado la presión de Hispania y el Vaticano para declararse líder indiscutible de las naciones del norte. El desarrollo del reino isleño se debía tanto a su tradicional potencia industrial como a la debilidad progresiva del Vaticano, pero no había duda de que el factor más importante había sido el liderazgo de hierro de la reina, que había usado todos los ardides posibles para poner a su país al nivel de las mayores potencias del mundo. Desde que había accedido al trono, a los quince años, la Escila del Mar del Norte había dedicado su vida a que Albión lograra una posición en la sociedad internacional al mismo nivel que la Roma del papa Gregorio o el Über-Berlin del rey soldado Friedrich.

Pero hacía una semana que la reina había caído presa de una aflicción mortal y se había desmayado en pleno desfile del Jubileo de Oro. Según el diagnóstico de los médicos reales, se había tratado de un derrame cerebral. A sus sesenta y cinco años, la reina no era tan anciana, pero aquellos cincuenta años de lucha continua contra rebeliones internas y presiones del exterior habían sido demasiado para la Escila del Mar del Norte. Desde que la habían puesto en su cama no había recuperado la conciencia y nadie creía que fuera a sobrevivir hasta el mes siguiente.

—¡Ah, qué pena…! ¿O sea que Su Santidad vendrá mañana a darle la extremaunción? Pero entonces… ¿por qué necesita que Esther también…? Un momento, ¿y esa decisión muy importante que tienen que tomar? ¿Es que hay algún lío con el funeral?

—¿Cómo va a ser una tontería como ésa? El problema es la sucesión al trono.

Intentando controlar la irritación que le provocaban las preguntas sin ton ni son del sacerdote, Esther bajó la voz para que no la oyera ninguno de los aristócratas que los rodeaban. Aún le rondaban por la cabeza las cosas que le había dicho el periodista una hora antes, pero trató de ignorarlas para proseguir su explicación entre susurros:

—En el momento del ataque, Brigitte II aún no había nombrado heredero. Bueno, sí que hubo un heredero, pero murió de enfermedad hace dieciocho años.

—Os referís al príncipe Gilbert, el único hijo de la reina —intervino el Profesor, y tomó el hilo de las palabras de la monja sin quitarse la pipa de la boca—. Fuimos compañeros de universidad y os puedo decir que era un joven con mucho talento. Era inteligente y atlético. Si hubiera vivido seguro que se habría convertido en un monarca de los que hacen historia. El destino es cruel…

—Sí que es triste, sí… Pero ¿cómo afecta eso al tema de la sucesión? ¿No hay otros miembros de la familia real? ¿No tenía hijos el príncipe?

—Cuando murió, no hacía ni medio año que el príncipe se había casado con la duquesa Victoria de Ostmark y todavía no había nacido su hijo. Unos meses después, la princesa Victoria dio a luz, pero desgraciadamente el bebé nació muerto. Como el príncipe no tenía hermanos, aquello significó prácticamente el fin de la línea sucesoria. Además, la propia princesa murió poco después, víctima de aquel crimen horrible… El caso White.

—¿El caso White? —repitió con cara de ignorancia Abel, sin darse cuenta de la tensión que la mención de aquel nombre había provocado en Esther—. ¿Es aquel caso del caballero que mató a la princesa y a su propia esposa? Eh… ¿Lord Edward White era como se llamaba?

—Así es. Hasta el asesinato se le consideraba el caballero más noble del reino. Era un brillante guerrero, y junto a su esposa, Julia White, eran las personas de confianza de la princesa.

—Ya veo… ¿Qué pudo llevar a una persona así a cometer tamaño crimen?

—¿Quién sabe? Existen muchas teorías al respecto. Hay quien dice que estaba enamorado de la princesa. Otros que sospechaba que su mujer había tenido una relación secreta con el príncipe. La verdad es que no lo sé. Cuando ocurrió, yo ya no estaba en el país.

El Profesor dejó escapar un suspiro triste poco habitual en él. Cerrando de nuevo los ojos, se concentró en dar una profunda calada a su pipa, quizá recordando las circunstancias que le habían llevado a dejar su país, o pensando en los problemas que acechaban al reino sin heredero.

Desde la muerte del príncipe Gilbert habían pasado diecinueve años, y la reina Brigitte II todavía no había escogido a un sucesor. Mejor dicho, no había podido escogerlo, porque después de la muerte de su hijo y su nieto, no quedaba nadie en el palacio que formara parte de su familia directa.

Había varios factores que habían contribuido a aquella situación, pero el más importante era probablemente la costumbre de la casa real de Albión de practicar casamientos consanguíneos. En los últimos cincuenta años habían sido muy raros los nacimientos en la familia real, y la mayoría de los niños habían muerto jóvenes por causa de alguna enfermedad hereditaria. La voluntad de salir de aquel estancamiento genético había llevado a la reina a buscar esposa para su hijo en una familia noble sin ningún lazo de sangre: el pequeño estado de Ostmark, que había sido absorbido por el Reino Germánico dieciocho años atrás. Pero el plan no había dado los frutos deseados porque su hijo había muerto prematuramente y su nieto no había llegado a respirar. El asesinato de la princesa había sido el terrible punto final de aquella serie de trágicos eventos.

—Desde la muerte del príncipe no ha habido nadie digno de ser nombrado heredero. Su majestad tampoco debía imaginarse que su hora llegaría tan pronto… Desgracias sobre desgracias…

—La verdad es que no son más que desdichas una detrás de otra —asintió Abel, mirando a Esther como buscando su aprobación—. La gente importante es realmente infeliz. La verdad es que siendo pobre no tiene uno tampoco muchas alegrías, pero al menos el pueblo llano vive más tranquilo… Pero, un momento Profesor, habéis dicho que aquello significó prácticamente el fin de la línea sucesoria… ¿Por qué prácticamente? ¿Acaso queda vivo alguien emparentado directamente con la familia real?

—Sí, quedan dos personas. Son descendientes de las hermanas menores de la reina, que se casaron con nobles de otras casas. Brigitte II tiene un sobrino y una sobrina.

—¡Ah!, entonces no hay ningún problema… —dijo con orgullo el sacerdote, hinchando la nariz, satisfecho, como si fuera a solucionar él mismo la situación—. Si uno de esos dos candidatos puede ocupar el trono…

—No, no, cualquiera de los dos traería serios problemas. Para empezar, el sobrino ya es rey de otro Estado. Es Ludwig II, del Reino Germánico.

—¡Vaya por Dios! ¡Tenía que ser precisamente ese personaje tan terrible!

Abel palideció de inmediato, y no era para menos. El Reino Germánico era un estado militarista lleno de puntos oscuros. No tenía una historia demasiado larga, pero gracias a sus avances técnicos y sus redes de espionaje se había convertido en una potencia militar que había devorado a numerosos estados vecinos en Europa central. Para el Vaticano era un dolor de cabeza continuo.

—Si él se convirtiera en rey, eso significaría la incorporación de Albión al Reino Germánico, ¿verdad? Dudo de que estuviera dispuesto a dejarlo en una unión puramente dinástica que permitiera al reino conservar su independencia.

—Por eso la aristocracia de Albión está buscando cualquier otra alternativa antes que aceptar eso.

El Profesor hizo una señal con el mentón hacia una de las mesas, en las que estaba instalado un grupo de hombres vestidos con el clásico uniforme gris germánico. Por su comportamiento, parecía que ya se veían dueños del lugar. Se trataba del embajador y su equipo, que hablaba con petulancia con un grupo de funcionarios de Albión.

—Vaya, no me extraña nada… ¡Ah!, pero habéis dicho que había dos personas que tenían lazos directos. ¿Qué hay de la sobrina? ¿No es una opción mucho mejor?

—Abel, ¿no acabo de decir que no había una solución fácil? Es que no sé para qué me esfuerzo en explicaros todo esto… Pero mirad, hablando del rey de Roma…

Con gesto de cansancio ante las preguntas del sacerdote, el Profesor levantó la mano hacia las puertas que se habían abierto en el fondo de la sala.

Entraba un grupo de aspecto excepcional. Serían una treintena de hombres y mujeres, todos de gran belleza. Parecía que una legión de ángeles hubiera bajado a la tierra. Su hermosura era suficiente para atraer la atención de todos los asistentes, pero lo que se convirtió en el centro de todas las miradas fue la persona a la que acompañaban, llevándole la cola del vestido.

Era una mujer que pasaba de los veinticinco años, enfundada en un refinado vestido adornado con piedras preciosas en forma de cascada. Llevaba la cabellera morena adornada con polvo de plata, y un lunar sobre los labios le daba un toque de distinción. Su rostro, de barbilla afilada, era bien proporcionado, y tenía un toque lánguido pero a la vez severo. Más que hermosura o belleza, para describirla era más adecuado usar la palabra vampiresa.

—La duquesa de Erin, Jane Judith Jocelyn, vicealmirante de la marina de Albión, vicepresidenta de la Hacienda Pública, secretaria del grupo parlamentario del Partido Liberal, miembro vitalicio de la Cámara de los Lores, presidenta del Consorcio Jocelyn, el mayor conglomerado industrial de Erin…, y sobrina de la reina Brigitte II. Es una de las más importantes aristócratas de Albión y, a la vez, poseedora de una de sus mayores riquezas. Pero lo más conocido de ella es su apodo: Calamity Jane

El Profesor puso una expresión preocupada mientras miraba cómo la dama atravesaba la sala, con la raja del vestido ondeante abierta casi hasta la ingle. A su alrededor revoloteaban sus sirvientes, arreglándole la manicura y retocándole incesantemente los brillos del peinado.

Sin embargo, pese al lujo de los kilos de piedras preciosas que adornaban su vestido, la dama sólo despertaba miradas de inquietud y odio en los aristócratas que llenaban la sala.

No era para menos. Los territorios que formaban parte del Reino de Albión con el nombre de Erin habían sido antiguamente un reino rival, cuando se llamaban Irlanda. Aunque ya hacía un siglo que se había incorporado a Albión, conservaban su propio parlamento y ejército, y eran casi como un estado independiente. Aquella dama era quien hacía el papel de monarca allí.

Como industrial, la duquesa ha conseguido el éxito; como militar ha logrado acabar con la piratería y ha plantado cara a Hispania en varias disputas fronterizas… Si miráramos únicamente su historial, no hay duda de que sería la sucesora perfecta para el trono. Sin embargo, hay aristócratas que considerarían su ascensión como un insulto, porque reina en sus posesiones casi como si se tratara de un estado independiente. Además, es sabido que no es amiga de la Iglesia, y el Vaticano no aceptará su nombramiento; por no hablar de los numerosos escándalos que salpican su vida privada.

—¿Qué tipo de escándalos?

—De todo. Aventuras heterosexuales y homosexuales, orgías, drogas… Ya se ha casado siete veces y sus siete maridos murieron de varias enfermedades. Podéis imaginaros que no faltan los rumores de que los envenenó ella.

—Vaya, vaya… Menudo personaje —comentó el sacerdote de cabellera plateada, con cara de inquietud—. El rey germánico y la duquesa de Erin… Cualquiera de las dos opciones parece terrible. ¿De verdad que no queda nadie más, aunque sean parientes lejanos?

—Bueno, hay otra persona emparentada con la familia real…

El Profesor mordió su pipa con una expresión de intranquilidad rara en él. Observando a lo lejos cómo una oficial de cabellera anaranjada conversaba animadamente con la duquesa de Erin, dijo, bajando la voz:

—Es alguien que forma parte del ejército y dicen que es una persona muy capaz, pero desgraciadamente no es fruto de un matrimonio legítimo. Nació como resultado de un romance que tuvo Gilb…, digo, el príncipe antes de casarse.

—¡Ah, claro!, si es ilegítimo… —dijo Abel, con cara de haberse quedado sin opciones.

Según la ley de la Iglesia, todos los bebés nacidos fuera de un matrimonio consagrado eran considerados ilegítimos; por ejemplo, los hijos de madres solteras o de amantes. Los hijos ilegítimos no sólo no tenían derecho de sucesión, sino que incluso estaban excluidos de heredar bienes materiales. Obviamente, la sucesión al trono estaba fuera de toda discusión.

—Vaya, sí que pasa el tiempo…

Al oír el tañido de las campanas, el Profesor se sacó el reloj de bolsillo. El banquete no daba señales de acabar, pero ya habían llegado las doce de la noche. El caballero se levantó de la silla que había ocupado hasta aquel momento y les dijo a sus compañeros:

—Abel, hermana Esther…, mañana por la mañana tenemos que ir a recibir a Su Santidad. Será mejor que nos retiremos a descansar para que podamos hacer mañana nuestro trabajo. Si seguimos aquí, no dormiremos mucho.

—¿Nuestro trabajo?

Al oír su nombre, Esther pareció despertarse de un sueño y repitió, pensativa, las palabras del Profesor.

Si los dos agentes se encontraban en Londinium no era para escoltarla a ella, sino para resolver el caso de la desaparición de los documentos secretos acaecida unos días antes en el palacio.

El culpable había sido un sacerdote de bajo rango asignado a la capilla del palacio. Abrumado por deudas contraídas en el juego, había sustraído los documentos con la intención de venderlos.

La verdad era que los documentos almacenados en el palacio tenían décadas, si no siglos, de antigüedad, y muy poco tenían que ver con la situación política internacional contemporánea. De todos modos, si se hacía público el trasfondo del caso, se convertiría en un escándalo. Para el Vaticano era especialmente importante el hecho de que el culpable fuera un religioso no provocara aún más fricciones con Albión en aquellos momentos tan delicados. Por eso, Caterina había decidido enviar al Profesor y a Abel a solucionar el caso.

—Pero… los documentos han sido recuperados y el sacerdote que los robó está bajo custodia policial… ¿No está ya solucionado el caso?

—No, no del todo… Hemos descubierto que no se ha recuperado la totalidad de los documentos —explicó el Profesor, con una luz de preocupación en la mirada—. El ladrón dice que cuando él sustrajo los documentos ya no estaban los que ahora echamos en falta. No me creo ni media palabra de lo que dice, pero bueno, sea como sea, la cuestión es que tenemos que encontrar los documentos que faltan. Esto se está poniendo complicado…

—A ver, según la lista, faltan los que corresponden a noviembre del año 645 —añadió Abel, mirando un papel arrugado que se había sacado del bolsillo mientras intentaba aguantarse un bostezo de sueño monumental—. Y tratan de… ¡Ah, sí!, precisamente de eso, Profesor… Tratan del caso White, el asesinato de la princesa.

—¿¡!?

Al oír aquello, Esther sintió un impacto tan fuerte en el pecho que se quedó sin respiración.

El caso White. Aquellas dos palabras bastaban para provocarle un escalofrío. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para recuperar el aliento.

—¿Qué te ocurre, Esther? —preguntó Abel, al ver la dificultad que tenía la monja para mantener la calma—. Te ha cambiado el color de la cara. ¿Estás cansada?

—¡Ah, no…! No es eso…

Esther se separó del sacerdote para recuperarse. Levantando la mirada, le preguntó con decisión al Profesor.

—Doctor Wordsworth, hay algo que quería consultaros. Es un tema personal, pero me gustaría saber vuestra opinión…

—Encantado de ayudarte —respondió el Profesor, llevándose de nuevo a la boca la pipa medio apagada.

Para tranquilizar a la joven, su rostro de anciano búho mostró la dulzura que normalmente estaba camuflada bajo su expresión intelectual. Esther dudó un momento hasta dónde explicar, pero en seguida dijo con resolución:

—Sé que estáis muy ocupado y me da un poco de vergüenza molestaros así por un asunto personal, pero me gustaría que buscarais información sobre un caballero llamado Edward Blanchett. Quiero saber si existió realmente en este país alguien con ese nombre o, si no, quién era realmente.

—Ningún problema… Edward Blanchett, has dicho, ¿no? ¿Era pariente tuyo?

—Fue mi padre… O la persona que creo que fue mi padre.

—¿Eh?

Ante la mirada del caballero, Esther se sacó un documento del bolsillo. Era el papel que le había enseñado el periodista unas horas antes y que, en la confusión de los acontecimientos, se había olvidado de devolverle.

—Ésta es su firma en el registro de huéspedes de San Mattyás. Un periodista la encontró entre los restos de la catedral. Por cierto, que ese periodista dice que…, que mi padre y el criminal de ese caso del que hablabais antes son la misma persona…

—¿Te refieres a lord Edward White? —preguntó con una sonrisa el Profesor, examinando cuidadosamente no sólo la firma, sino también los hilos que componían el papel—. Eso no puede ser más que un disparate. Edward White huyó al extranjero, pero no hay duda de que murió de un accidente en Viena. No hay nada que indique que huyera hasta István… Sí que es verdad que tenía una hija y se la llevó consigo al huir, pero la niña murió en Viena junto a su padre. Es posible que el periodista haya utilizado esas piezas para inventarse una historia. La prensa del corazón lo hace muy a menudo.

—Vaya, o sea que murió en Viena… —suspiró Esther, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

¿Cómo podía haberse dejado engañar así por la palabrería de un periodista sensacionalista? La monja se apresuró a darle las gracias al caballero.

—Suerte que no es más que una invención. Ese periodista intentó engañarme con esas historias… Cuando le vea de nuevo se va a enterar.

—Sí, dale su merecido… —respondió, riendo, el Profesor, mientras miraba el otro papel, la partida de nacimiento con la firma de Edward White—. Estas cosas no son para hacer broma. Si publica la historia de que la Santa es la hija de un traidor, eso traerá muchos problemas a la imagen del Vaticano. Habrá que vigilar con cuidado a ese periodista. Pero ¿cómo diantre montarán estas historias esa panda de…?

—¿Qué ocurre, Profesor? —preguntó, perplejo, Abel al ver que su compañero se quedaba callado a media frase—. No tenéis muy buen color. ¿Es que habéis tragado algo de tabaco?

—Déjame ver la lista de antes.

Antes de que Abel pudiera responder, el Profesor ya había alargado la mano para coger los papeles. El caballero dejó correr velozmente la mirada por la lista hasta que se detuvo en un punto.

—¿Qué sucede? ¿Habéis descubierto algo raro?

—Está en la lista…

—¿Qué está en la lista?

—Este documento está en la lista de papeles robados.

—¿¡!?

Antes de que pudiera acabar la frase, Esther le había arrebatado la lista de documentos secretos. Los que habían sido sustraídos estaban marcados con un círculo. Los que habían sido recuperados después tenían una cruz sobre el círculo, pero había una entrada que no estaba marcada con una cruz. Era la entrada que decía: «Edward White, partida de nacimiento».

—Hermana Esther, ¿quién os ha dado este documento?

—Un p…, periodista que se llama Clement, del…, del Picadilly Gazette —dijo a duras penas Esther, sintiendo cómo la lista se le hacía más y más pesada en las manos—. Di…, dijo que las dos firmas eran iguales, y por eso…, por eso Edward Blanchett y Edward White tenían que ser la misma persona. ¡Doctor Wordsworth! ¿¡Verdad que mi padre no fue un traidor!? ¿¡Verdad que no fue alguien capaz de matar a la princesa y a su propia esposa…!?

—Tranquila, Esther. Perdóname. Parece que he hablado sin prestar suficiente atención.

El Profesor volvió a chupar la pipa mientras tomaba dulcemente la lista de manos de Esther.

—Antes te he dicho que Edward White no había ido a István. Por eso es imposible que por tus venas corra la sangre del traidor. De eso no hay duda…

—Pe…, pero estos documentos…

—Los documentos son auténticos, pero eso no quiere decir que lo que hay escrito en ellos sea verdad. Lo importante ahora es averiguar cómo se hizo ese periodista con ellos. Sí, eso es lo primero que tenemos que solucionar. Haré que investiguen científicamente estos papeles y mañana mismo hablaremos con ese tal Clement… ¡Ah!, Abel, os dejo los últimos flecos del caso del robo, ¿de acuerdo?

—Esos flecos que decís, ¿no será escribir el informe? Es que yo no duermo desde hace días y… ¡Profesor! Vaya, ya se ha ido…

Mientras el sacerdote de cabellera plateada se deshacía en lamentaciones, el caballero atravesaba velozmente la sala. Abel lanzó un profundo suspiro y se volvió hacia la monja, que seguía pálida a su lado, para decirle sonriendo:

—No hace falta que te preocupes, Esther. Recuerda lo que ha dicho el Profesor. Aunque los documentos sean auténticos…, tú sigues siendo tú. Sea cual sea el pasado de tu padre, no vale la pena sufrir por ello.

—Pero…

Las cálidas palabras de consuelo que le había dedicado el sacerdote no fueron la causa de que Esther cambiara de expresión. La responsable de que la monja forzara una sonrisa fue la coronel Spencer, que se le acercaba con pasos meticulosos. La acompañaban la duquesa de Erin, que más bien parecía un expositor de joyas andante, y todo su séquito de servidores.

—¿Os puedo servir de algo, coronel?

En aquellas circunstancias, para Esther era una tortura indecible el solo hecho de hablar con alguien, pero se esforzó para componer una expresión afable. Los esfuerzos que había hecho para acostumbrarse a su papel de Santa ante el público y los medios de comunicación estaban dando su fruto.

—Veo que os acompaña lady Jane, duquesa de Erin, ¿es conocida vuestra?

—Sí, somos amigas desde hace más de diez años. Entramos el mismo año en la academia de oficiales.

La austera oficial y la seductora aristócrata… Parecía difícil imaginar una pareja menos conjuntada que aquélla. Posando la gorra militar sobre el muslo, Mary hizo las presentaciones en tono formal.

—He pensado que tarde o temprano tendríais que conoceros y me he permitido la osadía de traérosla… Jane, por favor, saluda a la hermana Esther, la Santa de István.

—Es un placer, Santa. Me siento muy honrada de conoceros.

Calamity Jane hizo una ligera genuflexión batiendo los párpados de manera seductora. Sus formas eran tan impecables que podrían haber servido de muestra para un manual de buenos modales. Sin embargo, las palabras que pronunció a continuación confirmaron los peores rumores que corrían sobre ella.

—Con eso de Santa me imaginaba un saco de huesos, pero veo que estás de rechupete… Estás para comerte, de verdad.

—Gr…, gracias por el cumplido.

Esther retrocedió instintivamente ante los movimientos lascivos de la duquesa, que se pasaba la lengua por los labios carnosos. Sintiendo cómo le corría un sudor frío por la espalda, hizo todo lo posible por mantener la expresión sociable.

—Pe…, pero no merezco esas alabanzas.

—Pero bueno, ¿acaso no es la belleza lo más importante del mundo? Ni el linaje ni la posición social se le pueden comparar, guapa… Además, si me permites que añada algo: tú eres exactamente mi tipo.

Puestos a añadir algo más, a la duquesa de Erin no le importaba el sexo de sus conquistas. A la aristócrata le faltó tiempo para acariciar de forma obscena con los dedos el pecho de Esther. Ruborizada, la joven simuló que no ocurría nada mientras buscaba desesperadamente una manera de escapar de allí.

—¿Eh? ¡Ah, si…! Coronel Spencer, ¿a qué hora está programada la llegada de Su Santidad mañana?

—La llegada al palacio está planeada para las ocho cero cero. Después de visitar a su majestad la reina, asistirá a la regata real desde el puente de Waterloo.

—Vaya, sí que llega pronto. Entonces, lo mejor será que hoy me retire a descansar pronto.

—Bueno, Esther, tampoco hace falta que… ¡Uf!

Esther fingió un bostezo mientras daba un potente codazo para hacer callar al sacerdote, que se había entrometido en la conversación en el peor momento.

—Es que estoy acostumbrada a la vida del convento y no aguanto despierta hasta muy tarde… Si me disculpáis.

—Por supuesto. Permitid que os indique el camino a vuestros aposentos.

Detrás de Mary, la duquesa de Erin la miraba babeando.

—¿Puedo acompañaros? Tengo muchos pecados que confesar y me gustaría que la Santa me escuchara…

—No hace falta que vengas, Jane.

—Pero bueno, Mary, qué fría… Se nota que estás perdiendo la elegancia…

—Y tú conservas demasiada… —respondió bruscamente Mary, ahuyentando con un gesto a la mujer que podía convertirse en la próxima ocupante del trono.

Protegiendo con su cuerpo erguido a Esther de la mirada pegajosa de la duquesa de Erin, la coronel les abrió paso entre la multitud. La monja y el sacerdote la siguieron apresuradamente.

—Por cierto, vuestras estancias se encuentran en el ala de invitados. Os he preparado una habitación cerca de la del padre Nightroad, porque he pensado que os sería más cómodo.

—Gracias por ocuparos de todo.

Esther expresó su agradecimiento ante las atenciones que le dedicaba la oficial, pero al mismo tiempo se quedó algo extrañada.

En un reino de la talla de Albión era imposible que no hubiera un departamento dedicado a recibir a los huéspedes de Estado. Sin embargo, desde que había llegado, Esther sólo había tratado con aquella oficial. Parecía que su influencia no se limitaba al ejército, sino que también se extendía al palacio. ¿Qué tipo de persona sería?

Después de salir de la sala del banquete, avanzaban por el pasillo que llevaba al patio interior. Vigilando de reojo a Abel para que no se extraviara, Esther se disponía a preguntarle a la coronel acerca de su linaje cuando…

—¿¡Quién anda ahí!?

El grito coincidió justo con el momento en que Esther estaba a punto de formular su pregunta. Antes de que pudiera hacerlo, Mary se había plantado en medio del pasillo y les había ordenado detenerse con un gesto. Dejando a Esther al cuidado de Abel, desenfundó el revólver militar que llevaba en la cintura y gritó hacia una de las esquinas oscuras del patio interior:

—Sé que estás escondido ahí… ¿¡Sabes que estás violando la propiedad de su majestad la reina de Albión!?

—Precisamente he venido para ver a su majestad —respondió una voz clara, pero débil.

Cuando Esther se dio cuenta de a quién pertenecía la voz, una figura vestida completamente de negro salió de la oscuridad. Llevaba un hábito como de monje, con la capucha calada cubriéndole el rostro. No había manera de saber si se trataba de un hombre o de una mujer.

Sin embargo, Mary pareció reconocer al personaje. Con el rostro contraído por el odio, chilló con una voz penetrante:

—¡Conde de Manchester! ¡Pero ¿qué demonios…?! ¡Venir al palacio con ese aspecto!

—Disculpad mi indiscreción. Ha llegado a mis oídos que su majestad se encuentra gravemente enferma y el desasosiego no me dejaba vivir. Perdonad que me haya atrevido a presentarme así ante vos —respondió humildemente la figura, extendiendo la mano en un gesto doloroso—. Nosotros se lo debemos todo a la generosidad de su majestad. Si nos abandonara, nuestra vida no tendría sentido… Os lo ruego, your Royal Highness, decidme si su majestad se recuperará.

—No lo sé…

La respuesta de Mary fue fría y cortante. Si Esther no hubiera estado absorta en otras cosas, probablemente se habría extrañado de que la figura de negro se hubiera referido a la oficial como your Royal Highness. Sin embargo, la monja estaba entonces completamente concentrada en la infinita tristeza que desprendía la voz del encapuchado.

«Esa voz… es la misma que…».

(«¡Ha llegado tu hora, asesina! ¡Ahora pagarás tus aires de santa!»).

Era la voz del terrorista enmascarado. La explosión no le había permitido oírla bien del todo, pero estaba segura de que tenía las mismas inflexiones que la de la figura que tenía delante. Eran perfectamente idénticas.

Mary, por su parte, siguió reprendiendo a la figura con voz clara.

—Sea como sea, hoy hay un banquete, y el palacio no es lugar para que alguien como vos entre vestido de esa manera. Escuchadme bien, conde, lo mejor será que os marchéis de inmediato. ¡Y no volváis a aparecer nunca más por aquí con ese aspecto tan funesto!

—No he tenido otra opción… —suspiró tristemente la figura, y se alejó sin ruido del patio.

—Lo siento mucho, Santa —dijo Mary en cuanto el encapuchado hubo desaparecido, recomponiendo su expresión para pedirles disculpas a sus invitados—. Ése era el conde de Manchester. Fue expulsado del palacio por un grave desliz que cometió contra su majestad, pero a menudo inventa excusas para intentar colarse de nuevo… Es un personaje muy difícil de tratar.

—¡Ah!, ya lo veo. Es una pena. Por cierto, ¿es ésta el ala de invitados?

Esther no replicó ante las disculpas espontáneas de Mary. Al ver que habían llegado al ala donde se encontraban sus aposentos, levantó el rostro alegremente.

—¡Ah!, a partir de aquí no hace falta que nos acompañéis… Muchas gracias por todo, coronel Spencer. Contamos con vos para que todo vaya bien mañana.

—Será un placer… Buenas noches.

Después de responder cortésmente a las palabras de Esther, la oficial se dio la vuelta y desapareció cruzando el patio con pasos regulares.

En cuanto se quedaron solos, la monja agarró de las solapas al sacerdote, que intentaba aguantarse los bostezos.

—¡Vamos a seguirle, padre!

—¡Oh, vaya susto que me has dado! ¿A quién quieres que sigamos? ¿A la coronel?

—¡Da lo mismo la coronel! ¡Me refiero al de negro! —gritó Esther, zarandeando al sacerdote, que aparentaba no enterarse de nada.

La figura ya había desaparecido, pero el patio sólo tenía una salida. Si se apresuraban, aún podrían alcanzarle.

—¡Ese encapuchado… es el terrorista que me secuestró en el aeropuerto! ¡Estoy segura! ¡La voz era la misma!

—¿En serio? —preguntó Abel, con voz extrañada—. Pero ¿aquella persona no era conocida de la coronel Spencer? Creo que antes has dicho que el terrorista la insultó en el aeropuerto. ¿No es un poco contradictorio? A mí me parece raro, vamos.

—Precisamente porque es raro tenemos que comprobar lo que ocurre… Bueno, ¡pues no vengáis si no queréis! —dijo la monja, comprobando por debajo del hábito la posición de su escopeta—. Le perseguiré yo sola. Idos a dormir, padre.

—De acuerdo, de acuerdo… ¿Sólo quieres seguirle, verdad? Ya le perseguiré yo. Tú quédate descansando.

—No quiero. Yo también voy…

—Imposible.

Abel levantó el dedo para hacer callar a la monja y negó con la cabeza, al mismo tiempo que señalaba hacia la sala iluminada.

—Mañana tienes una tarea importante, que es vértelas con esa pandilla… Déjame que yo me encargue de esto y tú ocúpate de descansar para que puedas cumplir tu misión.

—Pero…

—No se hable más. Déjamelo a mí. Comprobaré adónde va y volveré en seguida… Tú preocúpate de dormir y estar fresca mañana.

Después de repetir sus consejos con una sonrisa, Abel se giró y atravesó corriendo el patio.

Si Esther hubiera poseído el poder legendario de las tantas santas de ver el futuro, probablemente no habría dejado que Abel se fuera. Sin embargo, como no tenía esa capacidad, simplemente se quedó mirando la figura delgaducha que desaparecía en la oscuridad y le gritó:

—¡No hagáis ninguna tontería, y volved sano y salvo!

—Sí, sí, tranquila…

Cuando se apagó el eco de sus palabras, no se veía en el patio ni rastro del sacerdote.