VII

—¿Es un apagón?

Cuando las luces se apagaron, los gritos de sorpresa llenaron el vestíbulo.

Como afuera aún no se había hecho de noche, la entrada del hotel quedó sumida en una penumbra que recordaba al crepúsculo. La sala, de estilo neogótico, no estaba muy bien preparada para aprovechar la luz natural. Exceptuando las pequeñas ventanas que había en la gran escalera de caracol construida en medio del espacio, no había ninguna entrada de luz, y por eso tenían que mantener las luces encendidas incluso en pleno día.

—¡Justo ahora tenía que haber un apagón!

—Para ser un apagón es un poco raro… —comentó el Profesor, mirando hacia el ascensor del vestíbulo, que funcionaba con electricidad y no parecía afectado por el apagón—. ¿Por qué se han apagado sólo las luces…? ¿¡Eh!?

El Profesor levantó una ceja mirando a la pareja que esperaba el ascensor: la mujer y el hombre llamado Guderian. Una figura se les acercaba por la espalda en medio del caos de gritos de los clientes. Era un hombre delgado como un esqueleto y vestido con una gabardina. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y avanzaba directamente hacia la pareja. Al darse cuenta de que algo le sobresalía de forma sospechosa del bolsillo, el Profesor gritó instintivamente:

—¡Cuidado! ¡Estáis en peligro!

El alarido hizo que todas las miradas se concentraran en el sacerdote. Incluso los operarios que limpiaban las ventanas por fuera se volvieron hacia él. Por supuesto, el hombre canoso también se dio la vuelta… y se encontró de frente con un brillo metálico.

—¡Demasiado tarde…!

El Profesor salió corriendo al ver cómo el hombre de la gabardina dejaba caer su enorme cuchillo sobre Guderian. La velocidad, el tempo, el ángulo… Fue un golpe perfecto para acertarle desde el ángulo muerto. Una persona normal no habría escapado de la muerte inmediata.

Pero sorprendentemente el filo no acertó el blanco. Guderian esquivó el golpe como si estuviera hecho de goma, y el arma le pasó rozando y se clavó en la pared. La habilidad del hombre canoso superaba todo lo esperable, pero el atacante no pareció dispuesto a darse por vencido por ello. Cuando vio que su primer golpe no había dado en el blanco, sacó inmediatamente la mano izquierda del bolsillo y la lanzó a una velocidad imposible de seguir contra el corazón de su adversario.

—…

Pese a todo, Guderian no perdió la serenidad. Metió de un empujón a la mujer que le acompaña en el ascensor, que se acababa de abrir, y apretó el botón para cerrar la puerta. Plantándose delante para bloquear el camino al hombre de la gabardina, recibió el doble ataque de los filos. Agachándose con el tiempo justo para esquivar las armas, contraatacó con un golpe, impulsándose desde el suelo. Golpeando directamente los filos, que más que cuchillos parecían machetes, los pulverizó con facilidad.

Sin soltar los mangos desnudos de sus armas, el atacante dio un salto hacia atrás. ¿Querría escapar? Si era así, no consiguió su objetivo. Guderian cruzó sin decir una palabra la distancia que los separaba. El hombre cadavérico dobló los dedos como una ave rapaz. Extendiendo los brazos ante el cuerpo preparó las garras como alambres para recibir la salvaje carga de Guderian…

—¡No! —murmuró el Profesor.

No era por miedo a que Guderian aplastara al hombre esquelético con su furioso ataque, sino porque había notado que las mangas del intruso se habían hinchado de manera inesperada.

—¡!

Un gemido sordo acompañó a un chorro de sangre. Quien cayó rodando por el suelo fue Guderian, que había cargado con todas sus fuerzas, seguro de la victoria. El hombre esquelético dio un salto por encima de su oponente. Las mangas se le habían rasgado y dejaban ver dos afiladas cuchillas que le salían de los huesudos brazos. Los filos, de casi treinta centímetros, habían alcanzado a Guderian en la cerviz.

Cuando el hombre de cabellos canosos cayó abatido, la puerta del ascensor ya se había cerrado y la aguja que indicaba los pisos por los que pasaba se iba moviendo lentamente. El hombre cadavérico le lanzó una mirada rápida y salió corriendo, con una velocidad increíble, hacia la escalera de caracol que había en medio del vestíbulo.

—Esto pinta mal…

Chascando la lengua, el Profesor se abalanzó también hacia la escalera, dispuesto a perseguir al hombre, pero…

En el instante en que puso un pie en los escalones, el sacerdote tuvo que dar un enorme salto para evitar un gigantesco latigazo que cayó sobre él. Con un restallido que ponía los pelos de punta, el látigo pasó rozándole y dejó una profunda marca en el suelo. El segundo ataque fue tan rápido que no tuvo tiempo ni de averiguar de dónde procedía.

La escalera de caracol estaba construida con fines más decorativos que prácticos y se sostenía, colgando del techo, gracias a una columna central y seis alambres que la rodeaban. Los responsables de los latigazos que caían sobre el Profesor eran precisamente aquellos alambres. El hombre cadavérico los fue cortando a medida que subía por la escalera, hasta que la estructura quedó en un precario equilibrio, sostenida tan sólo por la columna central.

—¡Maldita sea…! ¡Huid todos! —rugió el Profesor, hacia el vestíbulo, cuando se dio cuenta de lo que pretendía hacer su enemigo.

Casi al mismo tiempo, el hombre de la gabardina cortó la columna en dos y se dio un gran salto mientras la escalera empezaba a resquebrajarse bajo su propio peso. Como una dama que se desmayara, la estructura se desplomó en pocos segundos sobre el vestíbulo. Aquel espectáculo inusitado hizo que volvieran en sí los clientes que habían estado mirando la escena atónitos. Sin esperar a que los presentes acabaran de huir, desperdigándose como crías de araña, la escalera se derrumbó con gran estruendo y levantó una enorme nube de polvo.

—¡Pa…, padre! —gritó Clement, cubriéndose los ojos del polvo con la cámara.

Al levantar la mirada, el periodista vio al hombre cadavérico agarrado a una viga. Sin ni siquiera mirar hacia el caos que se extendía en el vestíbulo, éste avanzó como un insecto por la viga hasta acabar en el séptimo piso, donde iba a abrirse el ascensor.

—¡Estamos perdidos, padre! ¡Va a matarla!

—¡No se lo permitiré! ¡Clement, llamad a una ambulancia! ¡Y a la policía!

Sin soltar su pipa ni siquiera en un momento como aquél, el Profesor agarró con fuerza su bastón. Después de apretar a intervalos irregulares un botón instalado allí, levantó el bastón por encima de la cabeza y dirigió la punta hacia el séptimo piso. Al tomarlo de nuevo por la empuñadura, la punta del bastón salió disparada con fuerza, impulsada por aire comprimido. La punta surcó el aire, extendiendo una cola de alambre, y acabó clavándose en la barandilla del séptimo piso. El motor del bastón empezó entonces a funcionar, y el alambre, recogiéndose, elevó al Profesor por los aires.

El timbre del ascensor sonó casi al mismo tiempo que el hombre cadavérico ponía los pies en el séptimo piso. Cuando la puerta se abrió, ya había salido de un salto blandiendo sus armas para abalanzarse sobre la mujer. Justo entonces el Profesor se interpuso entre ellos.

Sorprendido por la aparición del sacerdote, el atacante redujo su velocidad por un instante. Cuando corrigió su trayectoria para caer sobre él…, el Profesor ya había desaparecido.

—¿¡!?

La sorpresa invadió el rostro cadavérico. Pensaba que atravesaría a su adversario, pero el filo sólo cruzó el aire en vano. Claro está que no fue aquello lo que le sorprendió. Sobre el filo extendido se había posado una figura. De pie sobre el cuchillo, el Profesor había desenvainado el rapier que escondía su bastón y apuntaba con él al hombre cadavérico.

—Jaque mate, señor espadachín —dijo hacia su adversario inmóvil, con voz más de incordio que de orgullo—. Ya soy demasiado mayor para jueguecitos… Si no te mueves hasta que venga la policía no te pasará nada, ¿de acuerdo?

—…

El hombre cadavérico no respondió. Sus ojos oscuros se movieron ligeramente para dirigir una mirada vacía al sacerdote y…

—No, padre Wordsworth —dijo con voz herrumbrosa, al mismo tiempo que se le hinchaba la gabardina con un brillo blanco.

—Así que me conoces… Vaya accesorios más curiosos que llevas.

Por los desgarros de la gabardina, al hombre le habían salido de la espalda dos brazos. Eran gruesos como los de un levantador de pesas y blandían sendos cuchillos de gran tamaño.

—¡Kyaaaaah!

Los filos se alzaron como un torbellino, acompañados de un grito monstruoso.

El Profesor logró esquivarlos a duras penas, bajando de un salto del cuchillo sobre el que se encontraba. Aquello le hizo perder su posición de ventaja. Intentó retroceder para ganar algo de espacio, pero el hombre esquelético no se lo permitió. Blandiendo los cuatro cuchillos en los respectivos brazos, cayó sobre el sacerdote, que sólo podía defenderse con un único rapier. En pocos segundos, el caballero de Albión se vio acorralado contra la puerta de la escalera de incendios.

—Esto no pinta bien… —dijo para sí el Profesor al sentir la gruesa puerta metálica contra la espalda, mientras paraba como podía los ataques incansables de los cuatro cuchillos—. Además, no estoy acostumbrado a estos esfuerzos físicos. Realmente debería concentrarme en lo mío y no meterme en estos líos.

—…

El hombre cadavérico ignoró en silencio las palabras del sacerdote y redobló sus ataques; se movía con una fuerza monstruosa. El Profesor no tenía adónde escapar. Decidido a luchar hasta el último suspiro, tomó impulso para contraatacar…

—¡¡¡Por fin te he pillado, maldito!!!

Cuando el sacerdote ya sentía cierta su muerte, un estruendo resonó por el pasillo.

En el lado opuesto de la sala había aparecido un destello blanco. El suelo tembló como bajo los efectos de un terremoto. Había aparecido un gigante rugiendo y resoplando como un jabalí, e iba equipado con una armadura con cuatro escudos.

—¿¡No has tenido suficiente con matar a aquella pobre mujer, que sigues amenazando a inocentes con tus armas abominables!? ¡Esto no te lo perdonaré! ¡El hermano Petros traerá sobre ti el castigo divino!

El guerrero cargó en medio de un torbellino estridente. Los discos de las mazas giraban como un torno a gran velocidad cuando Il Ruinante descargó sus ramas sobre su adversario.

—¡Sufre la ira de Diooooooos!

Los discos salieron disparados a velocidad subsónica, guiados por un alambre, y dieron de lleno al hombre cadavérico, que intentaba escapar.

—¡!

Se elevó un alarido…, pero nadie lo oyó entre el chirrido de los discos que giraban. Como si hubiera recibido un cañonazo, el hombre esquelético se vio impulsado hacia la salida de incendios. El impacto hizo que las bisagras saltaran y la puerta salió volando al exterior, seguida del hombre de la gabardina. Era imposible que sobreviviera a la caída desde el séptimo piso, por no decir que acababa de recibir el impacto directo de las screamer

—Vaya, ¿qué ha sido eso? Habéis aparecido como por arte de magia.

—¿Estáis bien, doctor Wordsworth?

Al Profesor aún le pitaban los oídos por efecto del estrépito de los discos, pero pudo oír la voz de Il Ruinante, que se le acercaba a grandes zancadas.

—¿Estáis herido? Perdonad que no me haya ocupado antes de vos. Quería librarme lo antes posible de ese…

—Sois Petros, de la Inquisición, ¿verdad? —preguntó el sacerdote, tomando la mano que le ofrecía el guerrero, sin quitarse de la boca la pipa apagada—. Creo que no nos habíamos visto nunca. ¿Me conocéis?

—Sí. Una vez asistí de oyente a una de vuestras clases: «Panorama histórico de la estructura del Purgatorio en la Divina comedia de Dante». Os admiro mucho.

—¡Ah!, mi curso del año pasado. Estaba bastante satisfecho con aquellas lecciones, pero últimamente he seguido investigando y ahora estoy desarrollando una teoría nueva. Venid al curso el mes que viene, si tenéis ocasión… ¡Ah!, por cierto, me gustaría solucionar un tema un poco delicado, ¿os importa? Antes de que venga la policía querría investigar el cadáver del vestíbulo. ¿Me ayudaríais a controlar a los curiosos?

—¿El cadáver del vestíbulo? ¿A qué os referís? —preguntó, extrañado, Petros, mientras miraba desde la barandilla la entrada del hotel, convertida en un avispero caótico—. No he visto ningún cadáver…

—¿No hay ningún cuerpo? —le interrumpió el Profesor, que desvió también su mirada hacia el vestíbulo.

En la moqueta de la entrada había una enorme mancha roja. El hombre de cabellos canosos había muerto degollado allí mismo ante sus ojos. La sangre que se extendía por el suelo era la prueba de ello. Sin embargo, no había nada allí donde tendrían que haber visto su cadáver.

—Vaya, esto se pone cada vez más misterioso —suspiró el sacerdote, con cara de preocupación—. Pues entonces nada. Dejemos de lado de momento el tema del cadáver. Hay que ocuparse de esta señorita… ¿Os encontráis bien, milady?

Petros puso cara de ir a decir algo, pero el Profesor le hizo callar con la mirada y se acercó a la mujer, que se había refugiado en una esquina. Con los ojos desenfocados, la dama se levantó de un salto instintivamente al sentir la aproximación del sacerdote, pero éste la agarró con rapidez.

—No queremos haceros ningún daño, señorita. Sólo queremos hablar.

—¡Suéltame, asesino!

La mujer parecía estar cerca de la cuarentena. Le adornaban el pelo numerosas canas y en su rostro arrugado se notaba que no llevaba una vida muy sana, pero sus facciones hacían pensar que de joven debía de haber sido bastante bella.

—¡Yo no sé nada! ¡No sé nada, de verdad! ¡No me mates! —chilló entre sollozos.

—Tranquilizaos por favor, milady. No va a pasaros nada. Estamos aquí para defenderos. ¿Quién quiere mataros? ¿Sabéis quién era el hombre de antes?

—Las han matado… ¡Las han matado a todas!

El Profesor hablaba con la voz más sosegada posible, pero la mujer no parecía oírle. Tirándose de los cabellos, su mirada seguía vacía, como si no viera lo que ocurría a su alrededor.

—¡Ahora me quieren matar a mí!

—¿A quién os referís cuando decís todas? ¿Habláis de vuestras antiguas compañeras de trabajo? —intervino Petros, recitando la serie de nombres por si le despertaba algún recuerdo—. Sarah, Hermione, Sera, Catherine, Martha… y Anna Farmer. ¿Dónde trabajabais?

—¡Pero… eso son los nombres de las doncellas de la mansión White! —gritó una voz sorprendida.

No era el Profesor ni tampoco la mujer aterrorizada, por supuesto, sino el periodista que acababa de llegar a donde se encontraban, cámara en mano.

—¡Clement! ¿Habéis llamado a la policía y la ambulancia?

—Sí, padre, ya me he ocupado de eso… Pero es lo de menos. Yo sé quién es esta mujer. También conozco los nombres que ha recitado este caballero. Durante los últimos meses se me han grabado en la memoria. Sarah Jenkings, Hermione Begg, Sera Norton, Catherine Bramseeker, Martha Thomson, Anna Farmer… Y esta mujer es Michelle Lee. ¡Todas trabajaban en casa de White cuando ocurrieron los asesinatos!

—¿Los asesinatos? ¿Habláis del asesinato de la princesa? —preguntó Petros, sosteniendo a la mujer exhausta.

Michelle se había desplomado, aunque seguía murmurando cosas sin sentido con la mirada perdida.

—Antes de morir, Anna me ha pedido que salváramos a Michelle porque alguien quería matarla… —murmuró Il Ruinante, rascándose la cabeza, confuso.

—¿¡Anna ha muerto!?

Las palabras del inquisidor tuvieron un efecto inesperado. Pese a que hasta entonces había parecido completamente al margen de lo que ocurría a su alrededor, Michelle levantó la cabeza al oírle. Agarrando de improviso al guerrero por las solapas, le gritó con desesperación:

—¿¡Es eso cierto!?

—¿Eh? Desgraciadamente… Con su último aliento me pidió que os salvara. Por eso he venido corriendo hasta aquí…

—¡Han matado a Anna! ¡Anna…!

La mirada de la mujer volvió a perderse en el infinito, como si los hombres que la rodeaban hubieran desaparecido para ella.

—¿Qué significa todo esto? —se preguntó Petros—. ¿Quién será ese tipo tan siniestro? ¿Y por qué quería matar a esta mujer? ¡No soy capaz de entenderlo!

—Esto quiere decir que estas mujeres son el nexo de todo el caso, Petros —respondió el Profesor, mientras le tomaba el pulso a la mujer—. Las cinco víctimas del Destripador…, bueno, las seis víctimas…, trabajaban todas en casa de White cuando ocurrió el asesinato de la princesa. Esto quiere decir que obviamente no nos encontramos ante una serie de crímenes indiscriminados. Hay alguien que ha planeado de forma cuidadosa estos asesinatos con un objetivo concreto.

—¿Son asesinatos planeados? ¿El monstruo de antes? Pero… ¿Por qué motivo?

—Bueno, personalmente sospecho que él no es más que el ejecutor. Es otra persona quien lo ha planeado todo. ¿El motivo? Probablemente evitar que cuenten lo que saben…

El Profesor cerró los ojos un momento, como reflexionando, pero en seguida volvió a abrirlos para preguntarle a la mujer:

—Señorita, ¿sabéis por qué quieren mataros? ¿Qué es lo que sabíais vos y vuestras compañeras?

—¡No sé nada! ¡Yo no sé nada! —negó la mujer, sacudiendo la cabeza como una niña—. Ya les dije que no se lo teníamos que decir a nadie. Pero cuando ese Butler sacó el dinero, los ojos les hicieron chiribitas a todas. ¡Maldito sea! ¡Todo ha sido por su culpa! ¡Maldito, maldito, maldito!

—Será mejor que nos esperemos a que se tranquilice un poco antes de intentar hablar con ella —dijo el Profesor, volviéndose hacia el guerrero—. De cualquier modo, quedarse más tiempo aquí es peligroso. Debemos llevarla a algún lugar seguro, a palacio o a alguna iglesia… Imagino que nos hemos librado para siempre del asesino de antes, pero nada hace pensar que no tengan más efectivos dispuestos a actuar. Vayamos a algún lugar seguro y allí tendremos tiempo de hablar.

—¡No diré nada! ¡Ni del señor, ni de la señora, ni del niño! ¡No diré nada!

—Ahora no os preocupéis por eso, milady —respondió con dulzura el Profesor—. Pero sólo dejadme que os diga una cosa. A vuestro enemigo no le importa si habláis o no. Al fin y al cabo, lo que quiere es que calléis para siempre y… ¿¡Un momento!?

El sacerdote se detuvo en seco y se quedó con la boca abierta; ponía una cara de confusión extraña en él.

—¿Estáis bien, doctor Wordsworth? ¿Os pasa algo? —preguntó Petros, agitándole la mano ante los ojos.

Milady, acabáis de decir algo que… ¿¡El niño!? ¿¡Quién es ese niño!? —gritó el sacerdote, ignorando la pregunta de Il Ruinante y encarándose a la mujer—. Recuerdo que Edward White tenía una hija, pero no un hijo. ¿Quién es ese niño?

—¡No sé nada! ¡Yo no sé nada!

—Sí que lo sabéis. Y vuestros enemigos os quieren matar porque ellos también lo saben… ¡Hablad deprisa, si no queréis acabar como vuestras amigas!

—…

La mujer se quedó callada, como aterrorizada por el súbito cambio de tono del sacerdote. Sin embargo, la luz de la cordura empezaba a volverle a la mirada. Después de un breve silencio…

—Na…, nació muerto —dijo lentamente, con una voz que no tenía ningún eco de la locura que parecía haberla poseído antes—. Era un niño, pero cuando nació estaba muerto.

—Nació muerto…

—Sí, pero no sé por qué el señor no quiso enterrarlo. Después de hablar varias horas con la señora, salió aquella noche llevándose el cadáver del bebé… Cuando volvió por la mañana, traía un bebé distinto. Era una niña y parecía muy sana. Entonces, nos reunió a todas las personas que trabajábamos en la casa y nos dijo muy serio que aquello debía permanecer en secreto, que no debíamos decírselo a nadie y que aquella niña sería a partir de entonces como si fuera de la familia White…

—Cambió el bebé muerto por esa niña… ¿Y la adoptó?

Cambiar el bebé muerto por otro no era lo que se decía normal, pero tampoco era algo inaudito. En el caso de familias aristocráticas, para las que las cuestiones sucesorias eran tan importantes, no era nada que no hubiera ocurrido ya antes.

Por ejemplo, si el bebé nacía muerto o muy enfermo, y si parecía que la madre había quedado demasiado débil para tener más niños, a veces las familias se procuraban un bebé sano y lo adoptaban como propio. El Profesor había oído varias leyendas de hadas traviesas que intercambiaban bebés. ¿Había sido aquél un caso parecido? En ese supuesto, las posibilidades de que Esther fuera hija de un traidor desaparecían.

Sin embargo, había algo que no le acababa de cuadrar.

Si fuera sólo un caso de intercambio de bebés, ¿qué necesidad había entonces de matar a todos los que conocían la historia? La casa White ya había desaparecido. No había ninguna razón para mantener aquello en secreto.

—¿Dijo el señor Edward de dónde había obtenido a la niña? ¿Recordáis el día exacto en que ocurrió todo?

—El señor no dijo nada acerca del origen del bebé, pero recuerdo perfectamente el día que fue. El 26 de noviembre, hace dieciocho años.

—El 26 de noviembre, hace dieciocho años… Medio mes antes del caso White. Me sorprende que recordéis con tanta claridad la fecha, considerando que ya ha pasado tanto tiempo…

—Es que aquel día la princesa también dio a luz a un niño muerto. Una casualidad así no se olvida fácilmente…

—¿¡La princesa también dio a luz a un niño muerto!?

La mujer había dicho aquellas palabras en un tono perfectamente normal, pero el Profesor se puso erguido, como si le hubiera atravesado una corriente eléctrica.

—¿Habéis dicho que la princesa también dio a luz a un niño muerto? ¿Habéis dicho eso, verdad?

—Sí… ¿Por qué?

—¡Claro! ¡Ahora lo entiendo todo! La princesa también dio a luz a un niño muerto… ¡No tiene otra explicación!

—Disculpad, pero… ¿qué ocurre, doctor? —preguntó Petros, con cara de no entender en absoluto por qué el sacerdote se había dado una palmada en la frente—. ¿Os encontráis bien? ¿Queréis que llame a alguien?

—¡Pero qué estúpido he sido! ¡Increíblemente estúpido, Petros! ¡Ahora lo entiendo! ¡La princesa también dio a luz a un niño muerto!

—¿Eeeh…?

Con rostro cada vez más extrañado, Petros se volvió hacia el periodista. El Profesor ni siquiera los miró cuando, al oír el eco de las sirenas que se acercaban, ayudó a levantarse apresuradamente a Michelle.

—Vaya, ya llega la policía. No podemos quedarnos aquí… Petros, llevad a esta dama a un lugar seguro. Hasta que yo vaya a veros, no le quitéis ni medio ojo de encima. Es muy importante que la vigiléis con la mayor disciplina. Clement, necesito que investiguéis algo…

Al oír el nombre de los documentos que el sacerdote le proponía investigar, el periodista se quedó lívido.

—¿¡Es una broma!? ¿¡Dónde se supone que voy a conseguir algo así!?

—En el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Londinium. Id ahora mismo a buscarlo. Si os ponen algún pero decid: «Vengo de parte del doctor Wordsworth», y os lo darán sin ningún problema.

—¿Y…, y vos, doctor?

—¿Yo? Yo tengo que ir a hablar inmediatamente con alguien, así que, si me disculpáis… Haced lo que os he pedido, por favor, y con la mayor rapidez posible —dijo el sacerdote, dándose la vuelta.

Ni los dos hombres ni Michelle entendían muy bien lo que acababa de ocurrir. Fue entonces cuando sonó una señal eléctrica en el bolsillo de Petros.

—¡Hmmm!, es la hermana Paula. Con vuestro permiso —dijo con educación, al mismo tiempo que se llevaba la radio al oído—. Soy yo… ¿Qué ocurre, Paula? ¿Ahora? Bueno, es que ha habido un poco de lío. En el hotel Langham, en el centro… En seguida vuelvo. La protección de Su Santid… ¿¡Q…, quéee!?

El alarido del guerrero hizo que todas las miradas se concentraran en él.

Como si no se diera cuenta de la potencia de su voz, Petros bramó:

—¿¡Que…, que…, que han secuestrado a Su Santidad!?