VIII

—Cada vez que te veo es porque te han metido aquí, ¿eh, Abel?

El rostro que sonreía al otro lado de la pared de cristal era hermoso como el de un ángel. Bajo los desordenados cabellos rubios, los ojos, que recordaban a un lago en invierno, brillaban con luz cálida. Con una sonrisa satisfecha, el joven preguntó, mirando el rostro idéntico al suyo:

—¿Qué ha hecho esta vez? ¿Ha hackeado el sistema? ¿O ha fabricado gas sarín o mostaza?

—Peor… Ha intentado utilizar aquello de B-VI. Le hemos descubierto a tiempo, porque, si no, las cosas se habrían puesto feas.

Quien respondió a la pregunta del joven no fue la figura esposada de cabellos plateados que había dentro de la celda. Al otro lado del joven rubio había una muchacha pelirroja de ojos tristes que sostenía una carpeta. Lilith Sahl, la primera de los bebés manipulados genéticamente nacidos en los úteros artificiales que habían desarrollado en la South Asia Union. Mirando la cara de pocos amigos del joven de cabellera plateada, susurró:

—Abel, ¿por qué haces estas cosas? Has violado reglas muy importantes. Y no sólo eso. Si hubieras dado un paso en falso habrían muerto millones de personas. Podrías haber destruido completamente una ciudad con tanta historia como Londres… Si hubieras pensado un poco en todo esto, estoy segura de que no habrías intentado hacerlo.

—Ya lo he pensado. Precisamente por eso lo he intentado —respondió una voz sonriente pero que, a la vez, rezumaba maldad.

Parecía que cuando le habían reducido habían usado bastante violencia. Apartándose los cabellos ensangrentados de la cara, el joven esposado levantó la mirada del suelo. Entre el zumbido del aire acondicionado, su voz era apenas audible.

—«Cenizas a las cenizas, polvo al polvo»… Con un solo movimiento se podría reducir a esa panda de cucarachas deprimentes a polvo. ¿No te parece emocionante?

—¿¡Por qué dices esas cosas!?

El rostro moreno de Lilith se llenó de una mezcla de odio y compasión. Observando fijamente la sonrisa burlona del otro lado de la pared de cristal, replicó con el tono de una hermana mayor:

—¡Abel, deja de pensar esas cosas terribles! ¿No te das cuenta de que todos somos humanos? Piensa que las personas a las que quieres matar tienen familia, una vida…

—Abel, deja de hacer tonterías —interrumpió una voz con tono de fastidio.

El joven rubio había intervenido mientras jugueteaba con aire aburrido con su flequillo.

—Sean millones o decenas de millones… ¿Qué valor tiene que vivan o que mueran un puñado de personas así? Lo único que conseguirás es que empiecen a no fiarse de ti. Nosotros tenemos derechos humanos como todos, y eso nos permite seguir viviendo, pero si nos cuelgan la etiqueta de «productos defectuosos»… Entonces, no tendrás futuro.

—¿Futuro? ¿Qué futuro? ¿¡Qué futuro tenemos aquí, Caín!?

Por primera vez, la voz que salía de la celda mostró algo de emoción. El inquilino se levantó de un salto y dio un puñetazo contra el cristal.

—¡Nos han construido como si fuéramos artículos de consumo! Para enviarnos a un infierno a millones de kilómetros de distancia… ¡Nos han construido para enviarnos al fin del mundo! ¿¡Es ése un futuro que esperar con ilusión!? ¿¡Es que no os enfurece!?

—A mí no me importa. Yo estoy muy contento… de haber nacido en este mundo. Además, sé que he nacido para llevar a cabo una gran obra. ¿Puede haber mayor felicidad? —replicó el joven rubio, con voz dulce pero con cierta desgana.

—Y yo qué sé… —respondió el joven de cabellera plateada con la mirada perdida—. ¿Cómo debo vivir? Me han dado la vida como parte de un proyecto. Mi futuro, mi vida, incluso mi muerte, están planeados. ¿Se puede llamar vida a esto?

—Eres tú quien debes decidirlo, Abel…

El joven rubio devolvió así la pregunta a su hermano. Poniendo la mano en el cristal, a la misma altura a la que el prisionero tenía los puños, le sonrió con calidez.

—Yo creo que el futuro tenemos que atraparlo nosotros mismos. Sea cual sea el entorno en el que hemos nacido, si hay voluntad, el ser humano puede construirse un futuro de esperanza. Al menos, eso es lo que yo creo… ¿Por qué no me cuentas cómo es el futuro que deseas, Abel?

—¿El futuro que deseo? —respondió con voz temblorosa el joven esposado, levantando una mirada dubitativa hacia su hermano—. El futuro que yo deseo es…

Oyó el zumbido parecido a un aleteo. Al principio, pensó que era un pitido en la oreja, pero luego se dio cuenta de que era el aire acondicionado.

Abriendo lentamente los párpados, Abel miró el techo en la penumbra. Después de erguirse de la sencilla cama que había pegada a la pared de hormigón, se puso sobre los hombros la camisa que había plegada bajo la almohada.

Estaba más cansado de lo que creía. Había pensado echar sólo una cabezadita, pero había acabado durmiéndose profundamente.

—¿Qué hora será? No es muy práctico no poder ver el sol en momentos así… ¡Ay, ay, ay!

Al ir a abotonarse, Abel sintió un dolor insoportable en la espalda. El movimiento de las manos le había despertado el dolor de las heridas de la noche anterior. Parecía que el efecto de los analgésicos había desaparecido mientras dormía.

—¡Ay, cómo duele! ¡Señor, mi espalda!

Con la camisa abierta, Abel reptó por la cama para levantarse. Avanzando como un insecto, rebuscó en el cajón de la mesilla para ver si había más analgésicos.

En la habitación no había más muebles que la cama y la mesilla. Había, eso sí, muchas cajas de madera y cartón apelotonadas por todos lados. Mientras le curaba las heridas, Virgil le había dicho que la habitación servía de almacén. Si le habían llevado allí para atenderle era porque parte de los habitantes de la ciudad subterránea pensaban, como Vanessa, que un sacerdote del Vaticano no debía merodear por sus calles.

Los espacios del gueto eran todos prácticamente iguales. El terreno habitable estaba muy limitado en aquella ciudad, que ocupaba el área de los refugios atómicos y túneles de metro de la ciudad que se había llamado Londres antes del Armagedón. Al mirar por las ventanas no se veía más que los pasillos en penumbra, ni el cielo ni el paisaje. En los corredores más altos había puertas de metal cada diez metros, que llevaban a los pisos donde vivían los habitantes de la ciudad.

—Todo parece igual… —suspiró el sacerdote, con una cierta nostalgia, la levantar la cortina para mirar el pasillo y la luz débil que lo iluminaba.

¿Cuándo había estado allí por última vez? Era antes de que la ciudad cambiara de nombre. Desde que había empezado el proyecto había visitado la ciudad varias veces, y cuando había montado algún lío, sus aliados le habían escondido. Entonces, odiaba con desesperación todas las cosas del mundo y deseaba sinceramente la destrucción total.

¡Qué estúpido había sido!

Y qué tarde se había dado cuenta de ello…

—¿Quién anda ahí?

Abel soltó de repente la cortina y se dio la vuelta.

Un leve ruido hizo que volviera al presente. Al mismo tiempo que alargaba la mano hacia el revólver que tenía al lado de la cama, preguntó con voz seria:

—¿Qué queréis?

—…

Nadie le respondió, pero entre las cajas de cartón se podía oír una respiración ligera. Había alguien acechándole. Torciendo el gesto de dolor, Abel se irguió frente a la cama. Maniobrando para que su sombra no cayera sobre la única columna de luz que entraba por la ventana, avanzó lentamente, intentando hacer el mínimo ruido posible. ¿Habría venido alguien a ver cómo estaba el herido? En aquel caso, era raro que no le hubiera dicho nada. ¿Sería, entonces, alguien con intenciones hostiles? Dado que seguía respirando con normalidad, probablemente no se había dado cuenta de que el sacerdote se había puesto en movimiento. Abel avanzó en la oscuridad hasta ponerse a su espalda y saltó sobre él.

—¡!

Abel lanzó un grito de sorpresa al sentir lo ligera y delicada que era la figura que había agarrado.

—¿¡Una niña!?

Una pequeña que aún no iría ni a la escuela miraba al sacerdote con los ojos como platos.

¿Sería una methuselah? ¿Por qué le colgaba del cuello un rosario como los que llevaban los humanos? Abel miró, confuso, a la niña, que temblaba agarrando una manta.

—¿Qué hace una niña…? ¿Qué hace una niña en un sitio como éste?

—¿Cómo que qué hace? Pues traerte una manta para que no tengas frío. ¿Qué va a hacer? —dijo una voz llena de hostilidad a su espalda.

Abel casi no tuvo tiempo de volverse antes de que una mano veloz le arrebatara el revólver.

—Y tú la amenazas así… Es que los terranos sois unos desagradecidos.

—Va…, Vanessa… Erais vos… —suspiró Abel, al ver el rostro andrógino que le observaba con desprecio.

Vanessa, la condesa de Manchester, iba vestida con una cazadora de piel negra.

—No me deis estos sustos. Pensaba que había entrado un ladrón…

—Aquí no hay gente así. No es como entre vosotros, los terranos —escupió la mujer, mientras jugueteaba con el revólver que le había quitado, y dirigió su mirada a la niña—. Angélica, no pasa nada. Puedes irte. Ya me ocuparé yo de este señor.

—…

La niña llamada Angélica levantó un momento la mirada como si fuera a decir algo, pero finalmente se encogió de hombros y se dio la vuelta.

—¿Verdad que es buena niña? Es la más dulce de los niños que aún no han despertado. Estaba muy preocupada de tus heridas… Seguro que ha venido pensando en cuidarte.

—¿Ah…, ah, sí? Siento haberla asustado. Tengo que disculparme… —murmuró Abel, mirando cómo la niña salía lentamente por la puerta—. Pero veo que es una niña muy confiada. Si quería venir a cuidarme, podría haber dicho algo.

—No puede. Hace tres años, cuando aún vivía en Bohemia, vio morir a sus padres. Desde aquel shock no ha vuelto a pronunciar palabra.

—Vaya… ¿Fue en un accidente?

—¿Accidente? Sí, bueno, algo así —respondió Vanessa, con una sonrisa amarga.

Sus ojos, sin embargo, no sonreían. Incluso pareció que en su mirada había crecido el odio cuando le espetó al sacerdote:

—Si es que vosotros llamáis accidente a que te quemen la casa, te clavan una estaca en el corazón y te hagan arder en la hoguera… ¡Fuisteis vosotros los terranos quienes asesinasteis a sus padres!

—¿Eh…?

Aquellas palabras llenas de veneno hicieron que Abel tensara el rostro. Que «te claven una estaca en el corazón y te hagan arder en la hoguera» era la manera de ejecutar a los vampiros.

—Su familia se había escondido en los bosques de la frontera de Bohemia. Sus relaciones con sus vecinos terranos eran buenas. El sacerdote de la aldea les ayudó, pese a ser eclesiástico —continuó la methuselah, atravesando a Abel con la mirada—. Pero ese sacerdote murió hace tres años. El que envió Roma para sustituirle resultó ser un loco fanático que se dedicó a soliviantar al pueblo para que atacara a la familia… Mataba animales domésticos. Sacaba sangre de los enfermos que morían. Los terranos estúpidos se tragaron esas tretas, atacaron la casa de la familia y mataron a los padres… Mi hermano y yo pasábamos casualmente por allí y sólo pudimos rescatar a Angélica.

—¡Qué horror…!

Abel sintió un dolor sordo en el pecho al recordar la mirada de terror de la niña cuando le había agarrado antes. Aquel rosario sería probablemente un regalo del sacerdote muerto. Aunque sus padres hubieran sido asesinados, ella no había abandonado la Fe. También debía ser por ello por lo que había querido ir a cuidar a Abel. Entonces…

—Qué historia más terrible…

—¡Ah!, imagino que el efecto de los analgésicos ya se habrá pasado. He traído más medicinas.

Vanessa pensó que la expresión dolorida del sacerdote se debía a sus heridas y posó sobre la mesilla los sobres de medicinas que había traído. Después de llenar un vaso de agua, le dijo a Abel con cara de fastidio:

—Tómatelos. El dolor remitirá un poco… Cuando te hayan hecho efecto los analgésicos, te cambiaré las vendas.

—¿Eh? ¿Me cambiaréis las vendas…? ¿Vos?

—¿A qué viene esa cara? Quizá no lo parece, pero soy experta en cuidados médicos.

Abel se quedó atónito ante las atenciones que Vanessa le prestaba, sabiendo lo que odiaba a cualquiera que tuviera relación con el Vaticano. Sin embargo, la methuselah volvió malinterpretar su expresión y le dijo con voz afilada:

—Tengo experiencia, desde fracturas hasta partos. No hace falta que tengas miedo.

—No, si no es eso… Sólo me sorprende que seáis precisamente vos quien me atiende. Pensaba que no os gustaba demasiado…

—¡Ah!, lo has entendido mal. No es que te odie a ti. Es que odio a todos los terranos.

—¡Ah…, claro!

Al ver la mirada de odio de la mujer, a Abel se le congeló la sonrisa en el rostro. Para salir del brete, intentó continuar la conversación con algún otro tema, pero no se le ocurría nada.

—¡Ah…! Bueno… ¡Hmmm…! Esto…

—Tranquilo. Odio a los terranos, pero no pienso hacerte nada a ti. Si te mato ahora me meteré en un lío. Ya te mataré en una situación mejor.

—¡Ah!, pues muchas gracias… Pero ¿por qué os meteríais en un lío si me matarais ahora?

—Está claro. Sería la excusa perfecta para que los de arriba nos atacaran —le espetó Vanessa, dirigiendo la mirada al techo.

Efectivamente, sobre ellos no había otro piso de túneles, sino las calles de Londinium. Al decir arriba, la methuselah se refería sin duda al palacio y los terranos que habitaban la ciudad.

—Supongo que mi hermano te ha contado que este gueto ha sido durante siglos el refugio de los que vosotros habéis perseguido y habéis expulsado de sus casas. Se nos concedió este escondite a cambio de doblegarnos ante las reinas de Albión y trabajar para ellas. Al menos hasta ahora.

—Pero la enfermedad de Brigitte II lo ha cambiado todo…

—Así es. La reina será maquiavélica y retorcida, de hecho yo la odio profundamente, pero no se puede decir que no haya respetado de manera fiel el pacto con nosotros. Se ha aprovechado todo lo que ha podido de los nuestros, pero hay que reconocerle que también ha sabido proteger a la gallina de los huevos de oro de los depredadores… Pero su nieta es distinta.

—Su nieta… La coronel Spencer, ¿verdad? —preguntó Abel, asintiendo.

Una de las cosas que había descubierto Abel recientemente era que la vizcondesa de Carsley, Mary Spencer, era la hija nacida diecinueve años atrás de la amante del príncipe. Puesto que era una hija nacida fuera del matrimonio no era legítima, pero desde el punto de vista genético era la única nieta de la reina.

Abel se había sorprendido al enterarse, pero al mismo tiempo se había dado cuenta de que muchas cosas tenían más sentido si se consideraba su relación con la soberana. Pese a no ser más que una simple coronel, había ido a recibir a Esther y al Papa, y le había encargado su protección. Además, parecía estar muy al corriente de la situación en los altos niveles del Vaticano. Considerando las difíciles relaciones que habían tenido hasta entonces Albión y el Vaticano, parecía extraño que desde que la reina había caído enferma la comunicación hubiera mejorado tanto. No era raro pensar que tuviera contactos en las altas esferas del Vaticano.

—Bloody Mary tiene una alianza con el Vaticano para convertirse en reina cuando muera Brigitte —escupió Vanessa, rezumando odio y apretando los puños como si tuviera a la sobrina de la reina enfrente—. Vosotros queréis una reina que podáis controlar. Claro está que, aunque sea su nieta, para subir al trono precisa que haga que el mundo olvide de dónde viene… ¡Nosotros vamos a ser la víctima perfecta! Para ganar la fama y la confianza del Vaticano, exterminará a los vampiros que anidan en Albión. ¡Va a sacrificarnos, pese a los siglos que llevamos esforzándonos por el reino, sólo para conseguir su objetivo!

—Ya lo sé. Por eso he hecho que vuestro hermano fuera arriba —dijo con dulzura Abel, intentando que la airada vampira se calmara.

Al contrario que el conde de Manchester, Vanessa era muy irascible. Si se alteraba, no había manera de saber lo que era capaz de hacer.

—Aparte del Papa, la única persona capaz de convencer a la coronel Spencer de que abandone su plan es la Santa de István. Si ella le explica la situación y comparte lo que sabemos, puede ser que cambie de opinión.

—Eso es lo que cree mi hermano… Pero no te creas que yo soy igual de inocente que él. Vosotros no sois de aquí y no sabéis cómo es de pérfida Bloody Mary. No te puedes imaginar lo sucio que llega a jugar cuando tiene que pelear por algo. Hace dos años, engañó al responsable de la rebelión de Percy, fingiendo estar dispuesta a abrir negociaciones. Cuando exterminó a los piratas el año pasado, arrasó sus bases y mató a todas las mujeres y los niños. No tiene ni sangre ni lágrimas… ¿¡Cómo podéis pensar que estará dispuesta a abandonar así como así su plan de ser reina!? Además, la Santa es del Vaticano. No me fío de ella.

—Ya os he dicho varias veces que Esther es de confianza. Tiene un firme sentido de la justicia y siempre escucha la voz de los débiles… Seguro que os ayudará.

—Pero ¿cómo se hizo famosa? Matando a dos methuselah en István, ¿no? ¿Cómo voy a fiarme de alguien así? —replicó Vanessa, con mirada desconfiada, sin disimular sus sospechas.

—Bueno, es que tenéis que entender las circunstancias. Hablad primero con ella de todo eso, y después formaos vuestra opinión…

Abel se explicó de manera apresurada. Precisamente habría preferido no tocar aquel tema. Era normal que los methuselah sospecharan de una persona que se habría hecho célebre por cazar a sus congéneres.

—Cuando la conozcáis podréis comprobar de primera mano qué tipo de persona es. Seguro que acabaréis confiando en ella… Pero el problema real, además de conseguir la ayuda de Esther, es cómo responder a la presión de la coronel Spencer. Nuestra adversaria no tiene detrás sólo al ejército real, sino también a sus aliados del Vaticano. ¿Tenéis alguna manera de enfrentaros a ella?

—La tenemos —respondió Vanessa, apretando los puños con fuerza y sacando los colmillos con expresión fiera—. Y cuando llegue el momento de luchar la utilizaremos para resistir hasta el final… Tenemos un as en la manga. Por muy poderoso que sea el ejército de Mary y sus socios del Vaticano, la victoria final será nuestra.

—¿Un as en la manga? ¿A qué os referís?

Un sudor frío le había recorrido la espalda. Olvidándose del dolor del hombro, Abel se irguió de repente y se dirigió a la methuselah, que ponía cara de estar arrepentida de haber hablado demasiado.

—En el gueto no hay nada que pueda llamarse arma, o al menos eso es lo que me ha dicho vuestro hermano. ¿Qué es ese as en la manga?

—¡Hmmm! Es un secreto —replicó Vanessa, algo confusa. Y añadió con tono arrogante—: Pero «cenizas a las cenizas, polvo al polvo»… Si jugamos nuestra carta, la mitad de la ciudad quedará reducida a polvo. Se llevarán una sorpresa tal que no podrán hacernos nada.

—¿¡«Cenizas a las cenizas, polvo al polvo»!?

Aquellas palabras fueron para Abel como si hubiera recibido un sablazo en la cabeza. No era la primera vez que las oía. Provenían de un pasado tan lejano que ya no estaba seguro de que hubiera sido real, un tiempo en el que aún pensaba que el mundo era su enemigo…

—No puede ser, Vanessa… —gimió Abel cuando sus recuerdos nebulosos empezaron a tomar forma—. ¿El as…, el as en la manga es aquello… de B-VI?

—¡Pero ¿qué…?! —gritó Vanessa, palideciendo inmediatamente—. ¿¡B-VI!? ¿¡Cómo…!? ¿¡Cómo sabes eso!?

—Me lo imaginaba…

«Sean millones o decenas de millones… ¿Qué valor tiene que vivan o que mueran un puñado de personas así?».

Aún le parecía oír el eco de aquella voz dulce. Para escapar de ella, Abel levantó el tono para dirigirse a la methuselah.

—Vanessa, ¡no debéis usarlo! ¡Es un arma diabólica! ¡No debéis ni acercaros a algo tan terrible!

—¿¡Algo tan terrible!? —repitió, confusa, la mujer—. ¿Cuánto sabes acerca de…? Un momento, ¿cómo es que sabes lo que es?

—Eso ahora no importa. Lo importante es que esa arma maligna… ¡Aaay! ¿¡Qué hacéis, Vanessa!?

—¡Cállate, espía del Vaticano! —rugió la methuselah, agarrando con fuerza al sacerdote del cuello.

Las garras le habían empezado a crecer, activadas por el bacilo, y ya rozaban las venas del cuello del Abel.

—¿¡Te haces pasar por un simple cura y luego resulta que lo sabes todo!? ¡Ya puedes empezar a cantar, vamos! ¿¡Te ha enviado Mary!? ¿¡Sabe esa maldita también lo de la tecnología perdida!?

—¡No, no! ¡Tranquilizaos, Vanessa! ¡No soy ningún espía! ¡Sólo da la casualidad de que sé de lo que habláis porque…!

—¡Y aún tienes la cara de seguir diciendo tonterías!

Vanessa atravesó con la mirada al sacerdote, que se debatía moviendo con violencia las extremidades. Presionando levemente con las garras, capaces de rasgar el metal, dijo, rezumando odio:

—¡Ya verás, cuando te corte esta cabecita tal delgada, la gracia que me hace…!

—Antes te quedarás tú sin cabeza…

La voz que resonó a espaldas de la methuselah no era menos decidida que la suya. Por si hiciera falta alguna prueba, el eco del seguro de una escopeta al levantarse llenó la habitación.

—Gracias por el viaje del otro día. Fue muy divertido… Pero ahora apartaos del padre. ¡No es una broma! ¡Si no, disparo!

—¡E…, Esther!

La muchacha la había puesto la escopeta a Vanessa contra el cuello. La seguía una figura vestida de negro. Al ver a Esther y Virgil, Abel gritó con los ojos llenos de lágrimas:

—Pero ¿qué significa esto, Virgil? ¿Qué hace Esther aquí? Os pedí que le dierais la carta…

—Arriba las cosas se han puesto complicadas —dijo el conde de Manchester a modo de disculpa—. No podría haberlos dejado allí sin poner en peligro sus vidas. No he tenido otra opción que traerlos conmigo.

—¡Virgil, es un espía de Mary!

Pese a la escopeta que le apuntaba, Vanessa se volvió hacia su hermano. Sin soltar a Abel del cuello, rugió:

—¡Se le ha escapado algo increíble! ¡Nos ha engañado completamente! ¡No te fíes de esa cría tampoco!

—No seas maleducada, Vanessa. Son nuestros invitados. Suelta al padre… Santa, os ruego que disculpéis este recibimiento tan rudo. Mi hermana es muy impulsiva…

—Ya, ya me di cuenta ayer… —respondió con ironía la joven ante las disculpas de Virgil.

Una vez que comprobó que Vanessa había soltado al sacerdote, bajó la escopeta.

—¿Qué estáis haciendo aquí, padre? Estábamos muy preocupados…

—Lo siento…

Abel le sonrió a la joven, que hablaba con tono de disgusto, pero estaba visiblemente aliviada. Rascándose la cabeza, el sacerdote intentó disculparse:

—Desde ayer por la noche, no han dejado de pasarme desgracias… Ya verás cuando te lo cuente.

—No me habléis de desgracias… Cuando más os necesitábamos no os teníamos ahí. Su Santidad y yo las hemos pasado canutas.

—¿Su Santidad, también?

Abel levantó una ceja, extrañado, pero en seguida se dio cuenta de la figura delgada del adolescente que se escondía tras los dos recién llegados.

—Vaya… Veo que habéis traído hasta al Papa… Pero ¿qué…?

—No hemos tenido otra opción. Nos han querido envenenar, nos han disparado, casi nos ahogamos… Nos ha ido de poco.

—Bueno, ya hablaréis luego tranquilamente…

Virgil interrumpió a la monja, que había empezado a charlar de forma animada, y le hizo una señal a su hermana, aún bastante alterada.

—Ahora lo que tenemos que hacer es compartir la información. Después os enseñaré un poco la ciudad, ya que habéis venido hasta aquí… Bienvenidos a nuestra casa.

Nadie se quejó de la intervención del conde, que ayudó a destensar la situación con su tono educado. Cuando les hizo una señal para que salieran al pasillo, todos le siguieron sin rechistar.

Nadie se dio cuenta, sin embargo, del ojo mecánico que los vigilaba desde las cajas de madera.

Formado por una combinación de varias tecnologías perdidas, el traje de combate era el rey del campo de batalla.

Sus cañones a base de generadores de alta potencia, junto con su blindaje, capaz de resistir el disparo directo de un carro de combate, lo hacían un arma infinitamente superior a las convencionales. Se decía que un hombre equipado con un traje de combate era capaz de enfrentarse él solo a un batallón de infantería regular.

Pese a todo, los trajes de combate también tenían algunos fallos serios.

Por ejemplo, debido a la baja calidad del sustituto del líquido de Ringer que proporcionaba energía a la musculatura sintética, su autonomía de combate estaba muy restringida. Además, como el manejo era muy complicado, los pilotos debían tomar drogas especiales para ello, por no hablar de lo diminuta que era la cabina de control.

—¡Increíble! —murmuró, excitado, el hermano André, dentro de la cabina.

No era el efecto de las drogas, sino la imagen que aparecía en el monitor, lo que le había puesto los pelos de punta.

Claro estaba que tampoco era una imagen tan inusual. Se veían personas trabajando atareadas, cocinando, limpiando la ropa, niños yendo a la escuela… Si se obviaba que en vez de cielo había un techo envuelto en una ligera penumbra, habría parecido una calle de lo más normal. Pero André no se había sentido más exasperado en toda su vida.

—¡Pero cuántos…! ¿¡Y todos son vampiros!?

La imagen provenía del gueto situado en los subterráneos de Londinium. El arnés de San Miguel, el traje de combate con el que André paseaba por el fondo del Támesis, iba equipado con varias minicámaras de exploración capaces de moverse de forma independiente. Una de ellas se había infiltrado en los niveles subterráneos y le enviaba imágenes a tiempo real.

—¡Maldito Albión! ¡Pagarán por haber estado criando a tantos monstruos!

La hermana Paula le había encargado la misión de buscar pruebas de la deslealtad de Albión: el infierno al que llamaban gueto. Para empezar, aquellas imágenes probaban de forma incontrovertible su existencia. Claro estaba que lo que no tenía era imágenes que demostraran sin ninguna duda que se trataba de vampiros. Al fin y al cabo, se estaban enfrentando a la aristocracia de Albión, famosos por ser los más caraduras. Sólo con aquellas imágenes, seguro que se harían los desentendidos y querrían escapar de sus responsabilidades.

André volvió a concentrarse en las imágenes. Si hubiera sido la hermana Paula o su mano derecha, el hermano Mateo, no habría dudado en retocarlas y presentarlas como prueba definitiva. Sin embargo, el joven tenía un estricto sentido de la justicia y no se le habría ocurrido hacer tal cosa.

—A ver si encuentro imágenes más impactantes… —se dijo mientras observaba atentamente el monitor—. Alguien chupando sangre o haciendo alguna ceremonia diabólica… Ya veréis, malditos monstruos. ¡El puño de la Justicia caerá sobre vosotr…! ¿¡Eh!?

El rostro del joven se nubló. Frotándose los ojos como si se le hubiera metido una mota de polvo, rebobinó las imágenes para comprobar algo.

Era una habitación en penumbra. La cámara transmitía desde un agujero de ventilación. Una reja metálica desenfocada cubría el campo de visión. Sin embargo, no fue aquello lo que llamó la atención de André.

Al otro lado de la reja, se veían varias figuras hablando. La pareja vestida de negro y el sacerdote de cabellos plateados eran lo de menos. Pero la muchacha que había a su lado y el adolescente…

—¡No p…! ¡No puede ser!

Con la mirada fija en las imágenes, André encendió el intercomunicador.