IV

«En la ciudad de Londinium hay dos países».

¿Quién sería el autor de aquella antigua frase?

En la zona de West Side, Londinium mostraba a la perfección las tradiciones y maneras de la capital de un reino.

En las riberas del Támesis, que cruzaba la ciudad de oeste a este, se encontraban Victoria Road y el palacio real, el Parlamento de Westminster —que se reflejaba en el río—, Ludgate Hill y la catedral de San Pablo, las animadas calles del Soho… Aquéllos eran los lugares que mantenían vivas las tradiciones de Albión.

La zona del West End, situada en el centro de la ciudad, al este de Charing Cross y al otro lado de la City, era el centro financiero de la ciudad. En comparación con West Side, lo que veía allí hacía que uno se preguntara si estaba aún en el mismo país.

Aquélla era la zona donde históricamente se encontraban los muelles en los que atracaban los buques de carga que remontaban el Támesis. Entre los almacenes y los negocios que servían a las necesidades de los rudos marineros, era un barrio que siempre había estado lleno de vida. Pero la acumulación de riqueza que había traído la industrialización acabó originando también una clase de parados y pobres que habían convertido la zona en un barrio de barracas.

Los estibadores del barrio habían empezado a cambiar la madera y las pieles de oveja por opio. Los marineros habían cambiado los remos por las navajas y se habían pasado al negocio del robo. Incluso las vendedoras de cerillas habían comenzado a vender sus cuerpos por unas monedas en casas de mala reputación. Las calles se habían degenerado y oscurecido, y estaban llenas de basura, cuyo hedor se mezclaba con el de la muerte.

White Chapel Road, East End. Lo que reinaba allí era el crimen, la pobreza y la oscuridad.

Construidas sin orden ni concierto, las casas sobresalían caóticamente sobre la calle. Debido a los tejados que se montaban unos sobre otros, la luz de las estrellas no llegaba al suelo. Gracias a ello, Abel no tenía que preocuparse demasiado de esconderse, pero a la vez tenía que esforzarse más en no perder de vista al hombre que seguía.

—Pero bueno, ¿hasta dónde irá? —murmuró Abel, mirando cómo la figura negra seguía caminando de manera infatigable.

Ya llevaban bastante rato caminando por el East End. Ya ni recordaba dónde había visto por última vez una comisaría de policía. Por la zona que atravesaban ahora no se veían ni siquiera los habituales habitantes de las barracas y las únicas señales de vida las daban los borrachos dormidos abrazando su botella vacía de ginebra. Parecía que algunos no fueran a despertarse nunca.

Pensando en el contraste con el lujoso banquete que acababa de abandonar, Abel lanzó un suspiro apesadumbrado. ¿Cómo podía haber tanta diferencia dentro del mismo país? Cuando la distancia entre ricos y pobres llegaba a tales extremos, uno acababa insensibilizándose.

Pensándolo bien, el encapuchado tenía una visión nocturna envidiable. Pese a lo oscuro que estaba, avanzaba por la calle a la misma velocidad que si fuera pleno día. Gracias a que lo iba siguiendo, Abel podía mantener el ritmo, pero si hubiera ido solo difícilmente podía haber ido a aquella velocidad.

Pero ¿quién demonios sería?

Esther creía que era el mismo terrorista que la había secuestrado en el aeropuerto. Pero Mary también estaba allí y no había mostrado la misma reacción que la monja. ¿Sería que Esther se equivocaba o que la coronel no se había dado cuenta?

—¿Eh?

Como iba absorto en sus reflexiones, Abel no había reparado en que acababa de cometer un error fatal. El hombre de negro había desaparecido de su vista.

—Pero bueno, ¿dónde se ha metido?

El sacerdote miró apresuradamente a derecha e izquierda, pero no encontró más que oscuridad. Un cartel de latón colgado en la pared decía Bridge Lane. Aquello estaba en el centro de White Chapel.

—Bueno la he hecho. Si vuelvo así, Esther no me lo perdonará…

Abel buscaba desesperadamente alguien a quien preguntarle el camino, mientras un sudor frío le recorría la frente.

Al fondo vio un leve resplandor en uno de los restos del sistema de metro de antes del Armagedón. Muchas de las grandes ciudades tenían restos similares, pero en Londinium, en principio, se habían bloqueado todas las bocas con cemento para evitar que se convirtieran en refugio de los indigentes. Era imposible que el hombre de negro se hubiera metido allí.

—Estoy perdido. ¿Que voy a hacer qué…? ¿¡Eh!?

Un brillo de esperanza apareció en su mirada. En una de las callejuelas había descubierto una figura humana. ¿Sería el encapuchado? No, no era él.

Era una pareja.

Probablemente se trataba de una prostituta que había encontrado un cliente tan tacaño que no quería gastar dinero en una pensión. En el East End no era una imagen extraña.

Abel lanzó un suspiro y se dispuso a abandonar la zona justo cuando la mujer apoyada en la pared se levantó las faldas. Seguir allí no le traería nada más que convertirse en un mirón. Con cuidado de no pisar ninguno de los restos sucios esparcidos por el suelo, el sacerdote se retiró…

—¡Pe…, pero ¿qué haces?!

—¿¡!?

El grito de dolor hizo que Abel se girara. ¿Sería una disputa acerca del precio o de los servicios que debían ser prestados? Pero el siguiente movimiento del sacerdote fue sacar el revólver del bolsillo.

—¡A…, asesino! ¡Ayuda! ¡Asesino!

El hombre había caído sobre la mujer que gritaba y blandía una navaja, que silbaba en el aire como una víbora. La débil luz nocturna que se filtraba en el callejón hizo que brillara con un destello.

—¡Alto!

Abel levantó el percutor al mismo tiempo que gritaba. El hombre se volvió. Su rostro era delgado como el de una momia, pero en los ojos le brillaba una luz sombría. Sin que pudiera reprimir un escalofrío ante aquella mirada, Abel apretó el gatillo.

—¡!

El balazo hizo que la navaja le saltara de la mano. Mientras el filo volaba por el aire, Abel ya había empezado a correr hacia él. El hombre intentó levantarse en tanto la mujer forcejeaba debajo de él. Abel disparó dos veces más para protegerla.

—¿¡Eh!?

El sacerdote se quedó estupefacto. La navaja había dibujado una parábola perfecta y había vuelto a manos del hombre. Y aquello no era lo más sorprendente. La propia navaja había desviado los dos balazos siguientes.

—¿¡Có…, cómo es posible!?

Mientras las balas abolladas rodaban por el suelo, el hombre echó a correr. En la mano libre le había aparecido otro cuchillo. Con un filo en cada mano, parecía la imagen de la propia Muerte encarnada. Abel intentó apuntar con su arma, pero su adversario cubrió en un instante la distancia que los separaba y cayó sobre él, haciendo girar los cuchillos como si fueran ruedas, uno a cada lado del sacerdote.

—¡Ah!

Los filos se le clavaron con precisión quirúrgica entre la clavícula y el omoplato, rozando la parte superior de los pulmones. Las heridas internas hicieron que escapara el aire y la presión provocara que la sangre corriera en sentido contrario y saliera a borbotones por los orificios de su cuerpo. Perdido el suministro de oxígeno, el cuerpo se le quedó sin energía, y Abel cayó cuan largo era.

—¡Ah!

El sacerdote utilizó sus últimas fuerzas para levantar los ojos nublados. La prostituta había desaparecido. A lo lejos se oía el ruido de sus pasos. Frente a él, el hombre de cara cadavérica levantaba los cuchillos en el aire. Su rostro permanecía inexpresivo. Como un profesional que estuviera haciendo un trabajo rutinario, apuntó hacia la cerviz y la cabeza, dispuesto a cercenarle el bulbo raquídeo…

—¡Alto! ¡Aquí no está permitido sacrificar a nadie!

La voz resonó serenamente al mismo tiempo que caían al suelo dos gotas de sangre.

No era sangre de Abel. El hombre de los cuchillos retrocedió agarrándose las muñecas, mirando con rostro de odio cómo corría la sangre por ellas. A sus pies había caído una piedra afilada.

La figura que jugueteaba con un par más de piedras del mismo tipo dijo:

—Tú también deberías saberlo, si es que eres de aquí… Ésta es la frontera que marcó su majestad la reina entre la luz y la oscuridad. No sé a qué viene todo esto, pero aquí no se permiten peleas.

—¿Qu…, quién…? —intentó decir a duras penas Abel, buscando entre la bruma a su salvador.

Era una figura vestida de negro y encapuchada. ¿No era el hombre al que había estado siguiendo hasta hacía un momento? El hombre no dedicó a Abel ni una mirada y siguió hablándole al asesino de los cuchillos.

—Largo de aquí, o acabaré contigo por mi derecho de caballero de su majestad.

—¿Caballero?

El hombre cadavérico habló por primera vez, torciendo los delgados labios en algo parecido a una sonrisa. Rezumando hostilidad por todos los poros, replicó:

—Si no eres más que un monstruo del gueto… ¿Cómo puede un engendro como tú atreverse a llamarse «caballero»?

—Como lo oyes. El hombre de negro permaneció impertérrito ante la risa venenosa de su adversario. Quitándose la capucha bajo la luz de la luna murmuró:

—Soy el fiel caballero de su majestad. Aunque ello suponga entregar mi vida a la oscuridad salvadora, no permitiré que nadie viole su ley.

—¿¡!?

El rostro del hombre se tensó.

¿Sería el rayo de luna que había penetrado repentinamente en la callejuela lo que le había asustado? ¿O el rostro que había aparecido bajo la capucha, increíblemente blanco y hermoso? No, no era ninguna de las dos cosas. Era algo distinto lo que le había hecho inquietarse.

—¿¡Tu…, tu…, tu sombra!?

La sombra del encapuchado se extendió retorciéndose por el suelo. Como si fuera un ser vivo, extendió una mano hacia los pies del hombre de los cuchillos, que dio un salto instintivo hacia atrás. Después de pasarle casi rozando, la sombra volvió a recogerse a los pies del encapuchado como si fuera de goma.

—El suelo arde… ¿¡Qué es esto!? —dijo con voz vacilante el hombre cadavérico, con la mirada fija en el pavimento.

Los adoquines por los que había pasado la sombra se habían ahuecado de forma horrible. ¿Qué los había hecho deshacerse de aquella manera? Un humo grisáceo se elevaba de ellos, acompañado de un terrible hedor a quemado.

—Un nachtzehrer… ¡Claro! ¡Eres el conde de Manchester! ¡Un vampiro!

Un nachtzehrer era un vampiro que salía a medianoche de las tumbas y hacía sonar las campanas de la iglesia. Se decía que quien pisaba su sombra, moría al instante.

El hombre se movió rápidamente tras pronunciar aquel terrible nombre y metió las manos en los bolsillos, como si quisiera sacar otras armas. Frente a él, la sombra del joven silencioso se había puesto a moverse de nuevo. Estirándose, avanzó a gran velocidad para engullir al hombre… Pero el asesino fue lo suficientemente rápido como para lanzar algo al suelo antes de que la sombra le atrapara.

Un brillo cegador hizo que la sombra se detuviera y volviera temblando a los pies del joven, como si temiera la luz. El joven mismo se cubrió los ojos ante el estallido.

No pasó más de medio segundo antes de que la blanda oscuridad recuperara su imperio, pero cuando lo hizo el hombre cadavérico ya había desaparecido. Alguien capaz de huir en aquel corto espacio de tiempo era, sin duda, un individuo excepcional.

—¡Ah! ¡Ah!

Abel lanzó un débil gemido en medio de un charco de sangre. Sus venas, obstruidas por coágulos, intentaban obtener oxígeno sin éxito. El aire que se escapaba de sus pulmones como de un globo pinchado le impedía respirar con normalidad. El mundo que veían sus ojos se iba oscureciendo poco a poco…

—No os mováis, padre… Vais a hacer que os exploten las venas.

La voz era límpida como una campanilla. Dos ojos de corindón miraban al sacerdote ensangrentado. Arrodillándose ante él, el joven le acarició la cabellera plateada desordenada, intentando que mantuviera la conciencia, y le posó la delicada mano en la frente.

—Os llevaré a mis posesiones para que os curen… Dormid un poco. No hay nada de qué preocuparse.

Escuchando aquella voz diáfana pero tensa a la vez, Abel perdió el conocimiento.