I

En la sala VIP del aeropuerto de Heathrow no se permitía la entrada al público general.

Al ser la puerta principal de entrada a Londinium, habitualmente el aeropuerto internacional estaba abarrotado de viajeros que se dirigían al continente y de visitantes llegados de todas partes del mundo. La sala VIP no era una excepción y siempre solía estar llena de aristócratas y hombres de negocios vestidos con caros trajes. Sin embargo, aquella noche no se veía en la sala ninguna de las figuras que normalmente la ocupaban.

Lo que no quiere decir que la sala VIP estuviera desierta.

En su lugar, llenaban el espacio un círculo de hombres de mirada severa, vestidos con uniforme militar azul marino, y una masa de periodistas con insignias bordadas en las mangas. Times, England Journal, Strand Magazine… Los reporteros de los periódicos más importantes de Albión esperaban con las cámaras a punto como si fueran rifles. Todas las cámaras estaban fijas en el mismo objetivo: la joven monja que avanzaba sonriente y escoltada por los soldados.

—Venir a Albión había sido mi sueño desde siempre.

Arreglándose los cabellos rojizos que le salían de la cofia, la joven bajó la mirada. Ante el asalto de los innumerables objetivos que la rodeaban, explicó serenamente:

—Doy gracias al Señor por haberme permitido cumplir mi sueño. Espero que pueda presentar pronto mis respetos a su majestad la reina, que es quien me ha invitado. Que la gracia del Señor la acompañe siempre.

—Con vuestro permiso, tengo una pregunta para la Santa de István.

Desde la primera fila, un periodista de mediana edad se había dirigido a la monja, que juntaba las manos en señal de oración. El hombre, que llevaba la insignia del Times, el periódico con más tradición del reino, preguntó con una sonrisa amable:

—Según el perfil que hizo público el Vaticano hace unos pocos días, vuestro padre era originario de Albión. ¿Consideráis, entonces, este reino como vuestra segunda patria?

—Ése es un tema un poco complejo.

Una sombra de tristeza cubrió los ojos lapislázuli. Como si la emocionara pensar en todos aquellos seres queridos que había perdido, se llevó la mano al pecho al decir:

—Mi…, mi familia es la gente de San Mattyás, que me recogió y me crió. Eso no cambiará nunca. Pero yo crecí oyendo que mi padre era oriundo de Albión… Quizá por eso ahora me siento como si hubiera vuelto a casa después de mucho tiempo. Sí, en cierta manera, ésta es también mi patria.

—Bienvenida a casa, pues, hermana Esther Blanchett.

El periodista le guiñó el ojo con afectación mientras un aplauso espontáneo estallaba a su alrededor. Incluso parecía que se habían hecho más dulces las miradas de los soldados del vigésimo sexto regimiento de infantería de marina que protegían a la Santa.

«Parece que el primer contacto está yendo bien», pensó para sus adentros Esther, al ver la recepción amigable que le estaban dedicando.

Realmente, los periodistas la estaban tratando con una gran afabilidad, teniendo en cuenta la actitud general de la gente de Albión frente a la Iglesia. De manera tradicional, Albión había practicado con el Vaticano una política de distanciamiento, que a veces incluso había llegado a la insubordinación. Era cierto que las negociaciones previas habían sido laboriosas y que se había rechazado la participación en la rueda de prensa a los periodistas notoriamente adversos al Vaticano, pero que la recepción estuviera funcionando tan bien era, en gran parte, gracias a la joven que apenas cuatro meses antes se había convertido en la Santa. Durante todo el vuelo, desde que habían salido de Roma, había estado practicando con ayuda de una simulación las posibles preguntas a las que tendría que enfrentarse.

Satisfecha con el desarrollo de los acontecimientos, Esther se tocó ligeramente la oreja y, para nadie la oyera, murmuró sin abrir la boca:

—¿Podéis oír las preguntas, hermana Kate?

—Sin problemas, hermana Esther. Está yendo bastante bien. Ha valido la pena todo lo que habéis practicado.

Las interferencias perturbaban en parte la voz alegre que le llegaba por el auricular, pero el contenido del mensaje era claro. La única agente de la Secretaría de Estado que acompañaba a la monja en su visita a Albión animó a la joven como lo habría hecho una hermana mayor.

—Habéis causado una inmejorable primera impresión a los medios. Ahora toca pensar en la fiesta de esta noche… Después, ya vendrán Su Santidad y el resto de eclesiásticos. Imagino que no será fácil estar sola hasta entonces, pero confío en vos.

—Haré todo lo que pueda.

Las preguntas de la prensa habían terminado. Sin dejar de sonreír, la monja respondió en voz alta a su compañera.

Aunque ya estaban a finales de marzo, el aire era tan frío que pinchaba los pulmones. Además, la niebla era espesa. Por mucho que fuera una característica famosa de la ciudad, aquello era demasiado. El vapor que se había empezado a elevar de las aguas tras la puesta de sol cubría completamente calles y edificios. En la pista de aterrizaje se encontraba el Iron Maiden II, pero su forma resultaba indistinguible en medio de la oscuridad y la bruma.

—Así que ésta es mi casa… —suspiró Esther, mirando la triste niebla.

Desde su infancia había soñado con visitar el país de su padre, pero ahora que se encontraba en él no sentía nada especial en el corazón.

Por una parte, la obispo Vitez le había dicho muchas veces que su padre era originario de Albión, pero aparte de aquello no tenía ningún otro lazo con el país. Además, su estancia no era para hacer turismo, sino para visitar a la reina, que estaba enferma, en estado crítico. Para Esther era una responsabilidad muy importante formar parte del séquito papal, que iba a llegar al día siguiente, especialmente considerando que la secretaria de Estado Caterina Sforza no podría asistir. El resfriado que arrastraba desde su visita a István el año anterior seguía sin curársele y se había retirado para reposar unos días en Milán. A Esther le esperaba la enorme tarea de ocupar en la misión el lugar de su superiora.

De cualquier modo, aquellas cuestiones resultaban insignificantes comparadas con la tristeza que la joven llevaba en el corazón.

«Santa…».

Esther miró con inquietud los carteles que llenaban la sala, en los que su rostro iba acompañado de la frase: «¡¡¡La Santa de István en Londinium!!!».

Aunque Esther sentía como si hubiera pasado casi toda una vida desde el caso del intento frustrado de magnicidio ocurrido cuatro meses antes en István, el apodo de Santa parecía seguir tan vivo como el primer día en la memoria popular. Incluso era como si cada día fuera más conocido.

«La joven que liberó István, derrotando al marqués de Hungaria, salvó a Su Santidad el Papa y a la cardenal de las garras del horrible monstruo…». Las historias heroicas hechas públicas después de aquel episodio habían provocado una efusiva respuesta en todo el mundo.

Radio, prensa, teatro, cinematógrafo… Todos los medios hablaban de las «hazañas» de la Santa y el «caso» que había conmovido la ciudad invernal. En aquellos cuatro meses, el interés de los medios, lejos de disminuir, se había hecho cada día más intenso.

«Es que hoy en día la gente no tiene nada con lo que ilusionarse», había dicho el cardenal Borgia, del Ministerio de Información, cuando había salido el tema de producir una película basada en la vida de Esther. El Ministerio de Información del Vaticano había creado cuidadosamente la imagen de la Santa a través de la información que facilitaba a los medios de comunicación. El cardenal analizó así la reacción popular, que había sobrepasado todas las expectativas: «Ya han pasado mil años desde el Armagedón y cien desde la Edad Oscura… La gente está aburrida. Hoy es igual que ayer, mañana será igual que hoy. Por eso buscan héroes que rompan esa monotonía. Da lo mismo que sean hombres o mujeres».

—¡Qué pesado que es todo esto…! —murmuró Esther, irritada por los carteles y las frases publicitarias.

Ver cómo se utilizaba su imagen la exasperaba enormemente.

Ella no había hecho nada para merecer tales honores. Que después de haber visto morir a tantos seres queridos y haber sobrevivido gracias a la suerte se la venerara como a una santa mediante estatuas de oro puro le parecía casi insultante. La incomodidad de no poder salir a la calle sin ocultar el rostro y tener que pasar tanto tiempo encerrada en el convento no hacía más que agudizar su irritación.

Además, tenía que sufrirlo todo en solitario. Cada día venían decenas de personas a conocer a la Santa, pero nadie estaba dispuesto a escuchar sus quejas. Si hubiese dejado ver su disgusto con la situación, no había duda de que habría sido un escándalo enorme. Aguantarse era duro, pero el hecho de tener que hacerlo completamente sola lo hacía insoportable. No se podía decir que hasta entonces hubiera sido fácil, pero siempre había tenido a alguien que la había escuchado. En cambio, últimamente…

—¡Ah!, por cierto…, ¿qué tal está el padre Nightroad? —susurró Esther, intentando parecer despreocupada, mientras observaba cómo sus guardaespaldas anunciaban a los medios el horario de actividades del día—. Desde István que no le veo. ¿Está bien?

—¿El padre Abel? Está como quiere. Ya es verdad eso que dicen que «Mala hierba nunca muere».

Kate no se había dado cuenta de los sentimientos de Esther, o al menos hablaba como si así fuera. Como secretaria personal de la cardenal Sforza, Iron Maiden conocía los movimientos de todos los agentes de la Secretaría de Estado del Vaticano y sus circunstancias personales.

—Pero ¿ahora no está en Londinium, precisamente? Me parece que cuando estalló el escándalo del padre Oblige, hace un mes, le enviaron a solucionar el caso junto con otro agente.

—El escándalo de hace un mes… ¡Ah!, el caso del sacerdote que robó documentos secretos del palacio real, ¿verdad? O sea que ahora está investigándolo él…

—Sí. Es que ese sacerdote planeaba vender documentos secretos para pagar unas deudas de juego. Al Vaticano le interesa solucionarlo de la manera más confidencial posible, y por eso fueron enviados dos agentes. Ahora que lo pienso, no debe de faltar mucho para que lo arresten… Cuando hayan concluido el caso, ¿le digo que vaya a veros?

—N…, no hace falta, no… Seguro que está muy ocupado…

—No hay de qué preocuparse. Una vez finalizado el caso sólo le quedará escribir el informe. Además, desde que pasó todo aquello, no os ha escrito ni una triste carta, ¿me equivoco? Ya que da la casualidad de que estáis geográficamente cerca, vale la pena intentar verle.

—B…, bueno…

Esther se sintió abrumada por el tono de Kate, que hablaba de Abel con el mismo interés que habría mostrado respecto a una mosca.

—Disculpad mi retraso, hermana Esther Blanchett. Bienvenida a Albión —dijo una voz profunda, con la entonación distinguida de la lengua del país.

Al levantar la mirada, se encontró con una mujer de gran estatura, vestida con el uniforme azul marino, que se dirigía hacia ella encabezando el pelotón de soldados. Llevaba la anaranjada cabellera recogida y aparentaba tener unos veinticinco años. Con una precisión irreprochable, caminaba hacia Esther con paso gallardo y la espalda erguida. Después de hacer el saludo protocolario, la joven oficial se presentó:

—Soy Mary Spencer, coronel de infantería de marina, He sido asignada para escoltar a la Santa de István. El coche os espera para llevaros al palacio de Buckingham. Seguidme, por favor.

—¡Ah!, encantada de conoceros.

Esther devolvió atolondradamente el saludo a la sonriente oficial, que le sacaba casi dos cabezas de altura. Ya estaba al corriente de que le habían asignado una escolta, pero no había imaginado que fuera una oficial como aquélla. Para lo joven que era, si ya había llegado a ser coronel, debía de provenir de una familia militar famosa. Su rostro tenía ciertamente las facciones clásicas de una aristócrata de Albión. También los periodistas parecían conocerla, porque todos sin excepción se quedaron atónitos ante su aparición.

—Coronel Spencer, ¿os encargaréis vos de la protección de la Santa? —preguntó el reportero del Times, con expresión sorprendida.

Haciéndole una señal al fotógrafo que le acompañaba para que tomara unas instantáneas de la escena, el periodista preguntó de nuevo, con el lápiz a punto para escribir en su libreta:

—¿Estoy en lo cierto si interpreto que vuestra presencia como escolta de la Santa implica que el reino concede una gran importancia a su visita?

—Yo no soy más que una soldado, míster Norris. Estoy aquí cumpliendo órdenes.

No parecía ser la primera vez que se encontraba con aquel periodista. Sin dejar de sonreír, la oficial había replicado con una frase diplomática. Avanzando para cubrir a Esther de la masa de objetivos, alzó la voz para decir:

—Caballeros, imagino que tendrán aún muchas preguntas para la Santa, pero deberán esperar a que se recupere del cansancio del viaje. Mañana llegará Su Santidad el Papa y por la noche tendrá lugar una rueda de prensa conjunta en el palacio de Buckingham. Les ruego que guarden sus preguntas para entonces y dejen descansar a la Santa esta noche… ¿Les parece propio de unos caballeros de Albión asaltar así con sus demandas a una doncella que acaba de cruzar el mar embravecido para venir a honrarnos con su visita?

—Por favor, aceptad nuestras disculpas, coronel Spencer. Tenéis toda la razón.

Los periodistas parecieron atemorizados ante las palabras de la oficial. Además, el Times siempre había sido conocido por su cercanía con las posiciones del gobierno. Con una sonrisa llena de tacto, el reportero hizo una reverencia.

—Bienvenido a Albión, hermana. Estamos muy contentos con vuestra visita.

—Gracias.

Esther empezó a andar hacia la salida, también sin dejar de sonreír. A su lado caminaba la coronel Spencer.

—Por aquí, hermana Esther. El palacio está a unos cincuenta minutos en coche —susurró la oficial de cabellera anaranjada, que seguía a Esther como si fuera su sombra—. La cena de gala en el palacio empezará a las veinte horas, o sea que dispondréis de un poco de tiempo para descansar antes. ¿Queréis que os haga traer algo ligero para comer mientras tanto? En la cena estaréis muy ocupada, y no creo que os dé tiempo de comer demasiado.

—Bueno, una tostada o así… Gracias por vuestras atenciones, coronel.

—Podéis llamarme Mary, hermana Esther.

La oficial daba una primera impresión un poco fría, pero su voz susurrante era dulce. Viendo la expresión artificial de Esther, murmuró:

—¡Ah!, y cuando nos hayamos alejado de los periodistas, podéis dejar de sonreír así… No sé cuánto tiempo vais a permanecer en Albión, pero si no os relajáis un poco, no aguantaréis demasiado.

—…

A Esther se le embrollaron las piernas y tuvo que detenerse. Aquella mirada azul que la observaba sonriente había penetrado hasta lo más profundo de su corazón. Sin embargo, la voz no tenía ningún rastro de malicia y se dirigía a ella con la dulzura de una hermana mayor.

—Puedo imaginar que no es nada fácil vender continuamente la imagen de la Santa… Haré todo lo posible para que vuestra estancia en Albión sea placentera y dispongáis de suficiente tiempo para relajaros, Santa.

—Llamadme Esther, por favor…, Mary —respondió la monja, que le devolvió la sonrisa entre el brillo de los flashes—. Muchas gracias por todo lo que hacéis por mí.

—No tenéis por qué dármelas. Vamos, pues.

La coronel le posó dulcemente la mano en la espalda para indicarle que siguiera andando. La niebla se había hecho aún más espesa. A través de los cristales empañados, se podía ver cómo se arremolinaba la bruma. Esther se giró para sonreír a los medios una última vez, pero algo hizo que en su mirada apareciera una expresión de sospecha.

«¿Quién es ese hombre?».

En las filas traseras del grupo, un periodista vestido de oscuro había llamado la atención de la monja. No podía distinguir el rostro, porque llevaba el cuello del abrigo levantado, una mascarilla médica y un gorro de cazador calado hasta las cejas. Lo que había atraído las sospechas de Esther, sin embargo, no era su atuendo.

El hombre llevaba al hombro una funda de cámara. Pero si era fotógrafo, ¿por qué no había sacado la cámara? ¿Por qué no tomaba notas en su cuaderno como el resto de los periodistas? Mirándolo bien, su cuaderno parecía nuevo, como si no se hubiera utilizado nunca. ¿Para qué lo tenía abierto?

—Ese hombre tiene algo raro…

—¿Qué ocurre, hermana Esther? —preguntó Mary, aguzando su mirada azul—. ¿Queréis decir algo más a los periodistas?

—No, no es eso. Es que ese hombre…

Esther intentó señalar al hombre con los ojos, pero…

—¡Pero ¿qué es eso?!

Un grito de conmoción se extendió por la sala. Los periodistas miraban, estupefactos, hacia la entrada. La joven monja se volvió también hacia allí y…

—¿Qué es…?

Esther se quedó con la boca abierta.

Dos caballos negros habían aparecido entre la bruma. Tras ellos venía un coche fúnebre con un hombre en el pescante vestido de hábito, que blandía furiosamente su látigo. Eso fue todo lo que le dio tiempo de ver.

Cuando los caballos atravesaron la puerta, destrozando el cristal en mil pedazos, Esther seguía clavada en el suelo a causa de la sorpresa. Al reconocer a la figura que se aferraba desesperadamente al coche, los ojos se le abrieron tanto que pareció que fueran a salírsele de las cuencas.

El cuerpo alto y delgado… El hábito raído de sacerdote… La cabellera plateada que brillaba como una corona, aunque los cabellos volaban desordenados por todas partes…

—Pero si es… Un momento… Pero ¿qué hace aquí…?

—¡Esther, cuidado!

Si la oficial no la hubiera apartado agarrándola por la espalda, el coche de caballos la habría arrollado allí mismo. Las ruedas le pasaron rozando, girando a una velocidad endiablada. Sobre el coche fúnebre, un hombre gritaba, llorando a lágrima viva:

—¡Que…, que alguien me ayudeeeee!

Era imposible que el conductor no oyera aquellos gritos ensordecedores, pero no parecía tener la menor intención de detener el coche. Incluso, por la manera en que manejaba el látigo, parecía que quisiera hacerlo ir más deprisa. Como un rayo, el coche fúnebre se abalanzó a una velocidad endiablada sobre la masa de periodistas, que chillaban desesperados.

—¡Noooo!

Esther no gritó porque el coche hubiera girado para dirigirse hacia ella, sino porque había reconocido a alguien en medio de su trayectoria. Era el hombre de la gorra de cazador, que sin tiempo de huir, quizá, intentaba levantar del suelo la funda de la cámara, que se le había caído. El coche fúnebre iba disparado directamente hacia él.

—¡Esther, no!

Mientras el grito resonaba a sus espaldas, Esther salió corriendo. El hombre de la gorra seguía inmóvil, como si el miedo le hubiera paralizado, cuando Esther se lanzó sobre él para hacerlo rodar por el suelo, entre los chillidos de los periodistas. Medio segundo después, el coche fúnebre pasó como una exhalación por el lugar que antes había ocupado el hombre. Llevándose por delante la funda de la cámara, el coche enfiló de nuevo la dirección de la puerta, con el sacerdote colgando.

—¡Aaaaaah!

Una detonación retumbó al mismo tiempo que el grito desesperado del sacerdote.

El coche se tambaleó al mismo tiempo que el grito desesperado del sacerdote.

El coche se tambaleó violentamente cuando el disparo hizo saltar la rueda derecha delantera. Cuando Esther se volvió hacia el origen del tiro, vio que la oficial apuntaba con su revólver de uso militar. El arma disparó de nuevo, esa vez hacia la rueda derecha trasera.

Aquellos dos disparos de precisión sobrehumana hicieron que el vehículo perdiera el equilibrio. La velocidad que llevaba aún le permitió avanzar por inercia algunos metros, pero pronto no pudo soportar su propio peso y cayó rodando estruendosamente. El sacerdote y el conductor salieron volando a causa del impacto.

—¡Pa…, padre Nightroad!

Esther volvió en sí, como si se hubiera roto un hechizo. Del coche que rodaba por el suelo salieron volando docenas de papeles que se esparcieron por todas partes. Parecían documentos; estaban llenos de delgadas letras impresas. Esther lanzó una mirada rápida hacia uno de los papeles que se le habían quedado entre las piernas mientras se abalanzaba sobre el sacerdote de cabellera plateada.

—¿¡Estáis bien, padre Nightroad!?

—¿Eh…? ¡Qué raro!

El sacerdote, que se había quedado desencajado en el suelo, abierto de pies y manos, levantó ligeramente la cabeza para ajustarse las gafas quebradas. Mirando a la lejanía con ojos desenfocados, como si quisiera ver lo que iba a ocurrir pasado mañana, murmuró:

—Veo un espejismo… y es Esther. ¡Oh, Señor! ¿Por qué haces que tu Creación dé tantas vueltas?

—¡Hermana Esther, ¿qué significa esto?!

Una voz profunda resonó a espaldas de la monja. Mary miraba, extrañada, los documentos esparcidos por el suelo y el rostro aturdido del sacerdote.

—Éstos son los documentos que fueron sustraídos del palacio… ¿Conocéis a ese sacerdote? ¿No será él quien…?

—No, no, no es eso —respondió rápidamente Esther, negando con la cabeza.

Al mismo tiempo que se levantaba para cubrir al sacerdote que gemía lastimeramente en el suelo. Hizo una señal hacia el otro hombre que había quedado inconsciente unos metros más allá.

—Creo que quien robó los documentos fue ese hombre. El padre estaba persiguiéndole… ¡Ah!, permitidme que os presente. Éste es el padre Abel Nightroad, enviado por la Secretaría de Estado del Vaticano para investigar el caso.

—¡Ah!, ahora que lo decís, recuerdo haber oído hablar de un sacerdote que habían enviado de Roma… Así que es este caballero.

La oficial asintió, convencida. Mientras hablaban, los soldados habían despejado la sala, concentrando a los periodistas a un lado, y estaban recogiendo los documentos desparramados. Mientras observaba admirada sus precisos movimientos, Esther se fijó en algo. Una figura estaba arrodillada frente a la funda de la cámara que había quedado en el suelo. La monja se acercó a ella y preguntó:

—¿Estáis bien? Perdón por haberos hecho rodar por el suelo antes. ¿Estáis herido? ¿Necesitáis algo?

—¡Métete en tus asuntos! —escupió el hombre de la gorra, al mismo tiempo que le daba la espalda y agarraba la funda como si fuera algo muy valioso.

«¿Que me meta en mis asuntos?».

La respuesta del hombre al que había salvado la vida estuvo tan fuera de lugar que Esther se quedó confusa unos momentos, pero en seguida volvió en sí y le agarró por la tira de la funda.

—¡Un momento! Dejadme que me disculpe. Todo este lío ha sido por culpa de un compañero mío. Si estáis herido, permitid que nos ocupemos de ayudaros.

—¡Que no me toques!

Bajo la gorra de caza brilló una mirada violenta. Para alejarse de ella, el hombre dio un tirón con tanta fuerza que casi hizo caer a Esther.

—¡Ay!

El grito de Esther no fue del miedo a perder el equilibrio. La funda se había abierto con un ruido metálico, pero lo que había caído al suelo no era una cámara de fotos, sino dos botellas de vino.

—¡Maldita sea!

—¡Perdón!

Los dos gritos resonaron al unísono, a la vez que las botellas se partían y el líquido que contenían se esparcía por suelo. Con una expresión desesperada, como si se fuera a acabar el mundo, el hombre de la gorra vio cómo el líquido transparente se mezclaba con el otro, manchado de blanco, formando un charco. Esther se puso de rodillas atolondradamente para intentar recoger los pedazos, pero un extraño aroma la detuvo.

—¿Qué es este olor?

No era la primera vez percibía los dos olores que emanaban del suelo. Uno de ellos era gasolina o benceno. El otro era un hedor más fuerte que el del zumo de limón concentrado cien veces. Debía de ser ácido clorhídrico o ácido nítrico. Ambos productos eran relativamente fáciles de obtener, pero estaba prohibido traerlos a un lugar público. La razón era que, si se mezclaban, tenían un enorme poder incendiario. Al fijarse en las botellas, Esther se dio cuenta de que estaban conectadas con algo que parecía un reloj. Un temporizador y líquidos explosivos… Esther recordaba aquella combinación de sus tiempo de partisana…

—¡Esto…! ¡Esto es una bomba! ¡Pero ¿quién…?!

—¡Que nadie se mueva!

Esther apenas tuvo tiempo de gritar antes de que una fuerza asfixiante la agarrara por la garganta. El hombre de la gorra había estirado el brazo con una velocidad inusitada. En la otra mano le había aparecido una pistola de bolsillo que probablemente llevaba escondida en la manga.

—¡No os mováis! ¡Si hacéis alguna tontería, le arrancaré la cabeza a la cría!

—¡Todos quietos! —gritó Mary, para que los soldados mantuvieran su posición.

Estirando la mano derecha para pedir silencio, la oficial se dirigió al hombre de la gorra con voz contenida.

—No sé quien eres, pero causar violencia aquí no te reportará ningún beneficio… Aléjate de la hermana Esther. Si la dejas libre, te prometo que nos comportaremos como caballeros.

—¿¡Que me prometes qué!? ¡Ja! ¡Como si las promesas de los nobles tuvieran algún valor, coronel Spencer! O quizá debería decir Bloody Mary…

La mascarilla ensordecía levemente sus palabras, pero el odio y la ira que desprendían eran inconfundibles. Fuera por desesperación al verse superado aplastantemente en número o porque formara parte de su plan original, le posó a Esther la pistola en la sien al mismo tiempo que escupía:

—¡Conozco perfectamente tus hazañas en la represión de Belfast! Sé cómo engañaste a los sublevados con zalamerías para que acudieran a parlamentar y luego los mataste a todos… ¿«Como caballeros», dices? ¡No me hagas reír!

—¿Eres un superviviente de la sublevación?

A Mary no le cambió el color ante las acusaciones del hombre. Sin dejar de controlar a sus hombres con la mano, siguió hablándole en el mismo tono.

—Entonces ¿has venido a matarme? La hermana Esther no tiene nada que ver con todo eso. Déjala libre y dispárame a mí.

—No te creas que no tengo ganas de hacerlo. Pero entonces me dejaréis como un colador. Lo siento, pero no.

La voz del hombre mostraba una profunda irritación. Sin apartar el arma de Esther, le espetó a la oficial:

—Es una lástima que tenga que dejar escapar así a Bloody Mary, pero hoy me conformaré con llevarme a la Santa de István… ¡Venga, mocosa!

Con un violento tirón, el hombre puso a Esther como escudo y empezó a moverse. Los periodistas, enmudecidos, se apartaron, abriéndole el camino hacia la salida. Al otro lado de las puertas de vidrio destrozadas se encontraban las paradas de ómnibus y taxis para ir a la ciudad. ¿Querría huir en coche?

—¡Es inútil que intentes huir por la carretera! ¡Te atraparán en seguida!

—Gracias por pensar en mí, Santa, pero lo había tenido en cuenta —dijo el hombre, riendo, mientras atravesaba la puerta.

Apartando finalmente el arma, lanzó un silbido en tanto miraba cómo se acercaban corriendo Mary y el resto de soldados. Justo entonces se levantó una ráfaga de viento huracanado sobre sus cabezas.

—¿¡Qué…!?

El ruido era ensordecedor. Al levantar instintivamente la mirada, Esther se encontró con un disco plateado que aparecía a través de la niebla. Había luna llena. Incluso a través de la bruma, el círculo perfecto de la luna era hermoso. Pero en su interior había una sombra deforme… ¿Qué era aquello?

—¡Algo está bajando del cielo!

El grito del soldado fue borrado inmediatamente por un estrépito atronador. La sombra informe cayó sobre ellos como un rayo. Cuando Esther se dio cuenta de que se trataba de un autogiro, equipado con un propulsor en la cola y un rotor en el techo, el colibrí metálico ya se encontraba volando en posición horizontal a escasos centímetros del suelo.

—¡No! ¡Viene hacia aquí! ¡Retroceded! —gritó Mary a sus hombres, que ya saltaban a través de las puertas.

El autogiro avanzó, haciendo volar a los coches y carros de caballos con la fuerza de su rotor, y se detuvo justo antes de chocar con el edificio. A aquella velocidad, parecía imposible que un piloto normal pudiera resistir unos movimientos tan violentos, pero Esther vio en seguida que no tenía sentido preocuparse por ello. En el asiento del piloto no había nada más que una cámara.

—¡Increíble! ¡Un autogiro por control remoto! ¡Esa tecnología…! ¡Pero ¿de dónde ha salido esa máquina?!

—¡Je! ¡Ahí os quedáis, pasmarotes!

Ante la consternación de los soldados, el hombre de la gorra se aferró de pies y manos a la escala que colgaba del autogiro, con Esther aún firmemente aprisionada por el cuello.

—¡Me llevo a vuestra Santa! ¡Rabiad todo lo que queráis! —gritó, mientras se elevaba por los aires.

—¡Que nadie dispare! ¡No pongáis en peligro a la Santa!

Los soldados habían levantado sus rifles para intentar abatir al terrorista, pero Mary los detuvo con un grito. La oficial siguió vociferando, pero Esther ya no oyó nada más de lo que dijo, porque el autogiro ganaba altura con un estruendo ensordecedor. Pocos habían tenido la oportunidad de ver nunca una aeronave de aquellas características, que justo estaba empezando a ser utilizada experimentalmente por un puñado de los ejércitos regulares más avanzados del mundo. Cortando la bruma, el autogiro se elevó por el cielo nocturno. El estrépito del rotor aturdía a Esther, que no podía ni siquiera cubrirse los oídos.

—¡Eh, no te desmayes! ¡Si no quieres morir, agárrate bien, asesina de István!

Como si disfrutara con el miedo de Esther, el hombre de la gorra lanzó una risa aguda. Bajo sus pies, los soldados no podían hacer nada más que patalear con frustración viendo cómo se llevaban a la Santa.

—Si te quieres suicidar, no voy a detenerte… ¿Qué te parece? ¿Quieres saltar? ¡Seguro que se les quedará una jeta de antología!

—¿¡Qu… quién eres!? —gritó Esther con todas sus fuerzas.

El viento huracanado hacía que no pudiera ni siquiera abrir los ojos y le costaba incluso respirar. Tenía que evitar a toda costa que su raptor pensara que la tenía aterrorizada.

—¿¡Eres uno de los sublevados, como ha dicho la coronel!?

—¿Sublevado? ¡Hmmm!, en cierto sentido…

El hombre de la gorra se reía como si el viento no le importara. Levantando bruscamente a Esther, que se le empezara a escurrir de las manos, escupió lleno de ira:

—Pero quiero que tengas algo muy claro…: ¡fueron ellos quienes empezaron! Nosotros llevamos viviendo en esta ciudad desde siempre. Generaciones y generaciones han convivido con vosotros en paz, respetando fielmente los tratados con cada monarca… ¡Fue Bloody Mary quien violó unilateralmente los acuerdos y se atrevió a atacarnos!

—¿Qué quiere decir eso de «con vosotros»?

Esther repitió, extrañada, las palabras de su interlocutor. ¿Por qué utilizaba esa expresión, si ella acababa de llegar a Albión? Además, ¿cómo la había llamado antes el terrorista?, ¿«asesina de István»? ¿Por qué habría dicho eso? Pensándolo bien…, ¿quién podía tener tanta fuerza como para aguantar el peso de una persona en el vacío con una sola mano?

«¿Puede ser que sea…?».

En aquel instante, a Esther le vinieron a la memoria los rumores que había oído hablar en el pasado sobre el reino isleño.

Desde la Edad Oscura, Albión podía enorgullecerse de una tecnología tan avanzada como la del propio Vaticano. La Santa Sede debía su progreso científico a los milagros de los santos, pero ¿cómo había conseguido un reino secular llegar a su nivel? Aquel misterio había dado lugar a todo tipo de rumores en la Iglesia y el resto del mundo.

—¡Estheeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeer!

Con una fuerza que rivalizaba con el estrépito del autogiro, un grito resonó al lado de la monja.

Al volverse en dirección al sonido, Esther se encontró con una figura conocida que volaba hacia ella, con la cabellera plateada ondeando al viento.

—¡Pa…! ¡Padre! ¡Pero ¿qué…?!

La increíble imagen hizo que la monja levantara la mirada como disparada por un resorte. Por encima del autogiro, una enorme sombra se recortaba contra el cielo estrellado.

¡Iron Maiden II! ¡Hermana Kate!

—Hermana Esther, sujetaos bien. ¡Id con cuidado de no caeros!

La voz le resonó en el auricular al mismo tiempo que el sacerdote apuntaba con su revólver, sosteniéndose con la otra mano en la cuerda que pendía de la aeronave. El arma apuntaba hacia el motor del autogiro.

D…, Damn! ¡Los perros del Vaticano! —rugió el hombre de la gorra; forzando a Esther a agarrarse a la escalerilla, sacó a su vez la pistola.

De todos modos, una pistola de bolsillo diseñada para el combate cuerpo a cuerpo no le serviría de mucho a esa distancia, especialmente cuando tanto el tirador como el blanco se balanceaban de aquella manera. Algunas detonaciones resonaron entre el estruendo del rotor, pero las balas se perdieron por el aire, sin rozar el blanco siquiera.

Claro estaba que Abel tenía los mismos problemas. Incluso parecía que los tenía peores, considerando que la longitud de la cuerda hacía más violento su balanceo. Pese a todo ello, el sacerdote de cabellera plateada apuntó serenamente. Después de esperar el momento justo, calculando su propia posición y el movimiento de la cuerda, apretó el gatillo con calma… y acto seguido se oyó un ruido metálico acompañado de numerosas chispas.

—¿¡Le…, le has dado a esta distancia!? ¡Pero ¿qué tipo de monstruo es?!

El terrorista levantó la mirada, colérico, hacia el humo negro que salía del propulsor. El disparo había acertado limpiamente en el cable de transmisión. El vehículo siguió en la misma trayectoria, pero su velocidad disminuyó notablemente.

—¡Maldita sea, vamos a tener que hacer un aterrizaje forzoso! ¡Mierda! ¡Aguanta, pedazo de chatarra! —chilló el hombre hacia el autogiro.

Aunque estuviera equipado con un rotor, era distinto de un helicóptero, porque el principio que usaba para volar era más cercano al de un avión. El propulsor posterior hacía que la aeronave avanzara, y ese movimiento creaba una corriente de aire que, a su vez, hacía girar el rotor superior. La fuerza ascensional generada por el rotor era lo que mantenía el autogiro en el aire. La pérdida de velocidad provocaba naturalmente que disminuyera aquella fuerza. A diferencia del helicóptero, en cambio, ello no implicaba que fuera a caer en picado, porque la corriente creada por el movimiento descendente contribuía también al movimiento del rotor, que producía, a su vez, un ligero impulso ascensional. Estaba claro que el sacerdote de cabellos plateados lo había calculado todo al milímetro.

—¡Rendíos! ¡No tenéis escapatoria!

Esther chilló al ver cómo la luz crecía a sus pies. Estaba en Londinium. Como Heathrow se encontraba al este de la capital, aquello quería decir que el autogiro había estado volando hacia el oeste. Filtrándose entre la bruma, las luces de las casas casi la deslumbraban, pero el centro de la ciudad estaba iluminado por una franja oscura que la recorría de este a oeste. Aquello sería probablemente el río Támesis, la arteria vital que unía la ciudad con el mar del Norte.

—¡Tirad el arma y haced que la nave aterrice! ¡Seguir es inútil! ¡No haréis más que tirar combustible!

—¡Pero qué pesado eres! —vociferó el terrorista.

Fuera porque considerara que no tenía sentido seguir disparando o porque quisiera observar la actitud de su adversario, el sacerdote no volvió a usar su arma y simplemente siguió la trayectoria del autogiro, que iba perdiendo altura. El hombre de la gorra le estuvo observando unos minutos y, finalmente, como si hubiera tomado una decisión, se arrancó la mascarilla y gritó:

—¡Eh! ¡Baja un poco más!

Esther dejó escapar un suspiro, pensando que por fin había decidido entregarse. Al menos, había escapado del peor escenario, que era que el hombre hubiera querido suicidarse llevándosela por delante. En tal caso ni el padre Nightroad ni la hermana Kate podrían haber hecho nada al respecto, pero por suerte su aparición había tenido un efecto positivo.

—Gracias. Si te rindes nadie sufrirá ningún daño. Y no te preocupes, que el padre nunca dispara a nadie que se haya entregado. Pero tendrás que explicarnos detalladamente de qué va todo esto.

—¿Rendirme? ¡Ja! Me parece que no te estás enterando de nada, mocosa… —dijo el terrorista, mirando a su rehén con una sonrisa cruel.

La luna creaba un efecto de contraluz y no le veía bien la cara, pero Esther sintió que su mirada de acero brillaba como un fuego fatuo. Arrancándole bruscamente el auricular de la oreja, gritó:

—¿¡Os creéis que voy a rendirme!? ¡Ahora la monja va a morir por vuestra culpa!

—¿¡Eh!?

Al mismo tiempo que resonaba el alarido cruel del terrorista, Esther sintió un ligero golpe en el cuerpo, seguido de una extraña sensación de flotar. El autogiro, que llevaba un buen rato perdiendo altura, había vuelto a ganar fuerza ascensional. Sobre ellos, el Iron Maiden II se extendía como un techo blanco cada vez más grande.

—¡No! ¡Kate, desviaos! ¡Vamos a chocar!

—¡Ah…! ¡Ahora es imposible! ¡No puedo evitar la colisión!

Los gritos alarmados vibraron en el auricular a la vez que el colibrí mecánico golpeaba contra la parte inferior del globo del Iron Maiden II. Las macromoléculas que formaban el globo eran duras como el metal. El impacto hizo que el autogiro se deformara y saltaran inesperadamente las chispas…

—¡Nooooo! —gritó Esther, mientras una nube de fuego estallaba por encima de su cabeza.

La escalerilla de cuerda perdió toda la tensión, como una serpiente muerta, y la fuerza de la explosión hizo que el mundo girara ciento ochenta grados.

—¿¡Esther!?

—¡Noooo! ¡Hermana Esther!

—¡Ha llegado tu hora, asesina! ¡Ahora pagarás tus aires de santa!

Mientras todo daba vueltas a su alrededor, los ecos de las tres voces se mezclaron con el viento huracanado. Esther creyó oír incluso sus propios gritos, mientras caía irremediablemente hacia las luces del suelo, con los ojos llenos del cielo estrellado.

La bola de fuego que estalló en el cielo nocturno se reflejó como un sol inesperado sobre las aguas del Támesis.

El brillo hizo que los trabajadores que salían de la estación de Charing Cross y los borrachos que iban en busca de la siguiente taberna por el Embankment levantaran la mirada. Lo que vieron fue una gigantesca aeronave que cruzaba el cielo nocturno como una ballena herida. Muchos gritaron de terror al ver el incendio que se había desatado en el globo, pero por suerte no había ningún peligro de que el enorme dirigible blanco marcado con la cruz de Roma cayera sobre la urbe. Entre chillidos de sorpresa, la multitud de curiosos que se había empezado a congregar admiró cómo la aeronave se desprendía del globo incendiado. Por eso nadie se dio cuenta de que una sombra negra surgía de las aguas del Támesis y escalaba uno de los pilares del puente.

—¡Je! ¡Ahí tenéis vuestro merecido, fanáticos!

El hombre se sentó en la barandilla, a espaldas de la muchedumbre, y rió con malicia. Mirando hacia lo alto, se apartó la cabellera rubia del rostro.

La caída le había hecho perder el gorro de caza. Sus blancas facciones andróginas eran de una belleza extraordinaria y en una situación normal habrían atraído las miradas de todos los transeúntes. Pero, por suerte para el joven, la gente estaba concentrada en el espectáculo del cielo y nadie reparó en su presencia. Riendo por lo bajo, echó a andar por el puente con las manos en los bolsillos. Perdiéndose entre la masa, la noche lo engulló…, hasta que se detuvo.

—Vaya, tú por aquí… —murmuró con voz ronca.

Ante sus ojos, como cortándole el paso, había aparecido una limusina. Cuando el cristal de la ventanilla bajó, apareció la mirada lúgubre del conductor, fija en el joven. Sin embargo, no parecía que hubiese sido él quien había provocado el comentario anterior. De la puerta trasera había salido un caballero vestido con un traje oscuro que llamaba al joven.

—¿Así que estabas observándolo todo? ¡Qué perverso! Ya ves, casi lo consigo, pero me he quedado sin matar a esa Mary. ¿Será que ya no soy el de antes?

—«Corren tiempo y hora en el día más cruel». Macbeth, acto primero, escena tercera. Todo el mundo comete errores, excelencia. No debéis recriminaros por eso. Lo importante es recuperar el honor de vuestro nombre.

Con una sonrisa apagada, el hombre vestido con un traje casi funerario le invitó a sentarse dentro del coche. Una vez que la limusina se hubo puesto en marcha silenciosamente, le ofreció una copa llena de vino rosado.

—¿Por qué no os tomáis una copa? Es un Pilton Somerset del cuarenta… Los vinos de la región son excelentes. Tienen un sabor distinto de los del continente.

—No, gracias. Deberías saber que a nosotros el alcohol no nos hace efecto, Butler.

El joven rechazó fríamente la copa con un gesto de la mano. Golpeando con impaciencia el asiento con los dedos, lanzó una mirada de odio hacia los peatones que se agolpaban al otro lado del cristal ahumado.

—Escúchame bien. Parece que esa maldita Mary tiene intenciones serias de vender el reino al Vaticano. No sólo han invitado al Papa, sino también a la mocosa ésa, la Santa de István. A este ritmo, no me extrañaría que antes de que la reina la palme, toda Roma se haya mudado aquí.

—No hay por qué exaltarse, excelencia.

Contrastando con la excitación del joven, el caballero de negro permanecía flemáticamente sereno. Ajustándose las gafas de borde plateado, explicó con su elegante acento aristocrático:

—Que Mary Spencer pretende vender el reino al Vaticano no es algo que acabéis de conocer ahora. Era del todo previsible. Precisamente por eso nos hemos ofrecido a ayudaros. Ayudar a aquellos que sufren los atropellos del Vaticano es nuestra principal misión. Es la razón de ser de la Orden…

—¡Entonces, actuad en consecuencia! —gritó el joven, dando un puñetazo contra el cristal.

Ignorando las grietas que el golpe había producido en el vidrio, preparado para resistir balazos de gran calibre, prosiguió:

—¡Mañana vendrá el Papa en persona! Seguro que esa zorra tiene algo preparado… ¡Si no actuamos en seguida estaremos perdidos! ¡Esa maldita mujer acabará con nosotros y con nuestros hogares! ¿¡Entiendes lo que te estoy diciendo, Butler!? ¡No tenemos tiempo que perder!

—Soy consciente de que el tiempo apremia… No me malinterpretéis. Nos estamos tomando esto muy en serio. Hemos activado todos nuestros recursos para conseguir la manera de abrir la tecnología perdida. Dentro de muy poco podremos ofreceros el código.

—¿¡«Dentro de muy poco»!? ¡Eso ya es demasiado tarde!

El joven golpeó el cristal de nuevo, y tras el impacto, las grietas se extendieron como una telaraña. Mientras el paisaje nocturno de Londinium desfilaba por la ventana deformada, resonó de nuevo la voz airada y salpicada de sangre.

—¡No nos queda tiempo! Mi hermano aún cree que va a poder convencer a Mary, pero yo sé que esa perra no va a escucharnos. ¡Jugará con nosotros para traicionarnos después! Lo único que nos queda es combatir hasta la muerte, pero no tenemos armas… ¿¡Qué vamos a hacer!?

—Ya os entiendo, pero ¿por qué no bebéis este vino primero?

El caballero de negro era la personificación de la serenidad. Sin llegar a ser frío, pero sin que hiciera más gestos de los necesarios, le ofreció la copa de nuevo.

—Es posible que el alcohol no tenga ningún efecto sobre vuestra corteza cerebral, pero el sabor y el aroma os relajarán. Tomaos primero una copa y después seguiremos hablando.

—…

El joven se quedó mirando al caballero con los ojos inyectados en sangre, como si fuera a replicarle seriamente. Sin embargo, acabó por tomar la copa que se le ofrecía, quizá porque no quería perder más el tiempo. Se llevó el líquido a los labios y… su expresión adaptó un aire de extrañeza.

—¿Qué es esto…?

Arrugando las cejas, el joven sacó un cubo transparente del tamaño de un terrón de azúcar que había aparecido en el fondo de la copa. Era un cubo de datos, una de las tecnologías perdidas que permitía el almacenaje y la transmisión de grandes cantidades de información.

De repente, la sorpresa se apoderó del rostro del joven.

—Pero, Butler… Esto… ¡Imposible!

—Ya os lo he dicho antes, excelencia.

Mientras el joven seguía con la mirada atónita clavada en el cubo, el caballero se subió las gafas y satisfecho de que su travesura hubiera surtido efecto, explicó sonriendo:

—«Dentro de muy poco podremos ofreceros el código»… No es que quisiera jugar con vos, pero es que no había manera de haceros beber el vino.

—Esto…, esto… ¿¡Es esto!?

El joven dio literalmente un salto de alegría. Con rostro jubiloso, elevó el cubo hasta la altura de los ojos como si fuera un objeto divino.

—¡Butler, gracias a la Orden, de todo corazón! ¡Esto será nuestra salvación!

—No me deis las gracias todavía. El tiempo apremia. El Papa llega mañana mismo y tenemos que aplicarnos al análisis de la tecnología. Debemos descubrir cuál es exactamente su naturaleza, cómo manejarla… Hay mucho que hacer y la situación no invita al optimismo.

—Así es… Butler, ¿vendrás abajo? —propuso con voz seria el joven, guardándose el cubo en el bolsillo—. Quiero agradecerte todo esto y pedirte que nos ayude en las labores de perforación… ¿Nos harás el favor de venir a nuestra ciudad?

—Nada me haría más feliz que poder aceptar vuestra invitación, pero… —respondió el caballero, cuyo gesto de vacilación hizo que se le borrara la sonrisa—. La verdad es que ahora mismo estoy en la ciudad para hacer de guía de otra persona a quien no puedo dejar sola… Siento mucho que no pueda responder a vuestra amabilidad como se merece, pero me temo que tendré que declinar la invitación por esta vez.

—¡Ah, qué pena…! Quería ofreceros el agradecimiento que merecéis…

La limusina se detuvo sin ruido, de la misma manera que había arrancado. Mientras conversaban habían llegado a la esquina solitaria de una callejuela. Después de bajarse del coche, el joven se giró hacia el caballero.

—Si cambias de idea, contacta conmigo. Sea cuando sea, estaremos dispuestos a recibirte… ¿Quién es ese misterioso visitante, por cierto? ¿Alguien famoso?

—Sí, lo que se dice célebre… Es bastante célebre porque es «el que era, el que es, el que ha de venir»…

Recitando respetuosamente el versículo bíblico, el caballero hizo un gesto con su bastón. Mientras el joven se preguntaba, confuso, si habría también una broma detrás de aquella expresión repentinamente seria, la limusina se puso en marcha.

Solo en la calle desierta, se quedó mirando cómo la noche engullía el vehículo negro y desaparecían en ella las luces traseras, rojas como la sangre.