I

Al lado del vaso de zumo de naranja, tan frío que casi daba dolor de cabeza beberlo, se encontraba un bol de cereales con leche fresca. El plato que les acompañaba contenía unas crujientes lonchas fritas de beicon sin grasa, un huevo frito y una rebanada de pan de centeno. La mesa la coronaba una taza humeante de té con leche. Era un clásico desayuno al estilo de Albión.

Nadie diría que Albión fuera un lugar famoso por sus artes culinarias, pero el desayuno era una notable excepción. Era imposible que un desayuno así no despertara el apetito de una joven sana de dieciocho años como Esther, pero…

—Vaya, veo que no habéis probado bocado… ¿No os gusta el desayuno?

—No…, no es eso… Seguro que está muy rico. Es que no tengo hambre… —respondió la joven, con una sonrisa cansada, ante la voz preocupada de la doncella.

Pensando que sería mejor hacer algún gesto, se llevó a los labios el vaso de zumo. Era insípido como el agua sucia. Sabía que una mueca suya sólo empeoraría las cosas. Pero si llevaba una noche entera sin dormir, ¿cómo iba a tener apetito?

—¿Puedo preguntaros algo? ¿Ha vuelto ya el padre Nightroad?

—¡Ah!, ¿el sacerdote que os acompañaba? No, no he oído que haya regresado —respondió educadamente la doncella, mientras abría las cortinas para que la luz límpida de la mañana llenara la habitación.

Los sirvientes abarrotaban el patio, afanándose en sus labores de limpieza para dar la bienvenida al nuevo día. Al otro lado de las hileras de árboles, los coches de caballos pasaban unos pegados a otros, trayendo a grupos de aristócratas al palacio. Era la primera vez que Esther veía empezar el día en Albión…, pero no podía quitarse de la cabeza la figura del sacerdote delgaducho.

—¡Es increíble! ¿En qué estará perdiendo el tiempo? —masculló la monja, frotándose los ojos, ojerosos de sueño.

No era que le importara lo que pudiera ocurrirle a Abel. Ni lo más mínimo. El problema era que el sacerdote tenía una misión que cumplir para la cardenal Sforza. Si por culpa de lo que le había pedido Esther no podía cumplirla… En fin, se sentía responsable de haberle distraído de sus obligaciones.

—Siempre tiene que estar metiéndose en líos… ¿¡Por qué no podrá hacer las cosas como Dios manda!?

—¿Queréis que me lleve la bandeja, pues? —preguntó temerosamente la doncella, sin atreverse a mirar los airados ojos de lapislázuli.

Haciendo una seña hacia la comida, ya fría, bajó la cabeza como preocupada por ofenderla.

—Si ahora no tenéis apetito podemos prepararos algo más tarde…

—¡Ah!, bueno. Siento que os hayáis molestado ahora…

—Para nada, para nada… Con vuestro permiso —replicó la doncella, sonriente, retirando rápidamente la comida.

Mientras la dama de cámara abandonaba la habitación, Esther se frotó de nuevo los ojos.

Era demasiado tarde. ¿Le habría pasado algo? ¿Lo habrían descubierto en plena persecución? Si le habían capturado quizá le estaban interrogando ahora mismo…

—¿Y si voy a buscarlo? No, no hay tiempo —refunfuñó Esther al ver que en el reloj daban las ocho.

Para empezar, era imposible que alguien como ella, que no conocía la ciudad, encontrara al sacerdote simplemente vagando por las calles. Además, el Papa iba a llegar a Londinium de un momento a otro. No tenía mucho tiempo antes de que se personara en el palacio. De cualquier modo, la hermana Kate no podía hacer nada en aquel caso y no tenía sentido preocuparla con ello. ¿A quién podía pedirle ayuda…?

—¡Ah, ya lo tengo!

Después de pensar un rato mordiéndose los labios, se le había ocurrido una persona.

El doctor Wordsworth había crecido en aquella ciudad.

—¿Todavía le encontraré por aquí?

Algo había dicho de ir a buscar a aquel periodista por la mañana. Esther se arregló rápidamente y se disponía a salir a buscar al agente cuando…

—¡Pero qué niñata desagradecida!

Al otro lado de la puerta resonó una voz punzante.

—¡Esto es intolerable! ¡Esta pueblerina se cree que puede hacer lo que le dé la gana! ¡Mira, ni lo ha tocado!

Esther reconocía aquella voz. Avanzando cuidadosamente, la joven se acercó hasta la esquina del pasillo. Como se había imaginado, aquélla era la doncella de antes, que hablaba con otra dama de cámara mostrándole la bandeja con el desayuno.

—¿Es que la comida que le preparamos no es suficiente buena para ella? ¡Qué rabia!

—¿Qué le vamos a hacer? Si dicen que es santa… —replicó la otra doncella, cargada con un montón de sábanas plegadas.

Sus palabras eran educadas, pero su tono no demostraba ningún respeto por la persona de quien hablaba.

—Es que la hermana Esther es la Santa de István… ¿Cómo va a comer lo mismo que el vulgo? ¿Cómo podemos atrevernos ni siquiera a mirarle a la cara?

—Santa… ¿De qué? ¿No has oído que no tiene padres y que la criaron en una iglesia? ¡Si ésa es Santa, que no se sabe ni de dónde viene, yo soy una diosa de la Antigüedad!

—¡Ja, ja, ja! ¡No te pases, Edith! ¡Con lo cascarrabias que eres! Por no hablar de lo que te gustan los hombres…

—¡Qué pesada eres! Déjame en paz, anda… ¡Ah!, ahora que lo dices, ¿no te parece un poco raro lo que se trae esa pipiola con el cura? Ayer resulta que…

A todo el mundo le gustan los chismorreos, y más si giran en torno a alguien famoso. Las doncellas parecían tener cuerda para rato. Esther casi se sintió admirada de que le pudieran sacar tanto jugo a cuatro datos sobre sus orígenes y sus relaciones sentimentales.

Pese a todas las calumnias que oía, Esther no se sentía herida.

En aquellos pocos meses se había vuelto completamente inmune a las alabanzas y las críticas. La gente parecía interesada sólo en ensalzar a la Santa, o bien en insultarla. Pocas veces había encontrado opiniones que se situaran en el término medio. Para el público, la Santa de István era una especie de ídolo y no una persona de carne y hueso. Era demasiado tarde para intentar cambiar eso.

—…

Esther procuró alejarse sin desvelar su presencia. No valía la pena seguir escuchando aquellos chismes, aunque fueran acerca de ella misma.

—¡Ah!, ¿y has oído lo de esa Sforza, la jefa de la chavala?

—¿¡!?

Al oír aquel nombre, Esther se paró en seco. Frunciendo instintivamente el ceño, decidió darse la vuelta.

—¡Menuda es! Se ve que hace lo que quiere con su hermano, y así mueve todos los hilos en Roma.

—¿En serio?

—¡Qué sí! Me lo ha dicho un pariente mío que trabaja en el Ministerio de Exteriores…

Parecía que el blanco de los chismorreos había cambiado. Ya no era la Santa, sino su superiora, la Dama de Hierro. Las doncellas seguían parloteando animadamente sobre la cardenal.

«Esto no se lo perdono…».

Esther sintió cómo la ira empezaba a hervirle en el interior.

La joven sabía que no había nadie más honrado que la duquesa de Milán. La hermosa cardenal había sido blanco de numerosos escándalos y testigo de momentos muy oscuros.

¿¡Qué derecho tenían aquellas dos muchachas a hablar así de ella!?

Los chismorreos acerca de ella misma no la habían enfurecido tanto, pero ahora estaban ensuciando el nombre de alguien a quien respetaba por encima de todo. Esther se disponía a salir de su escondite para defender de las calumnias a su superiora cuando…

—¡Basta de charla!

Una voz profunda resonó por el pasillo. Era serena, pero su tono no admitía réplica.

Sin que nadie se diera cuenta, una mujer de cabellos anaranjados había aparecido en el pasillo. Enfundada en un uniforme de oficial azul marino, miraba con dureza a las doncellas: era la coronel Mary Spencer.

—¿Sabéis que hoy vamos a recibir la visita del Papa? Su Santidad nos hace el honor de venir expresamente desde Roma para visitar a su majestad. La duquesa de Milán es la hermana mayor del Papa. ¿Os podéis imaginar la vergüenza que sería para Albión si escuchara este tipo de conversaciones? ¿Sois capaces de entender lo que digo?

—Pe…, perdón, coronel Spencer…

La voz de Mary no era violenta ni agresiva. Tampoco podía decirse que tuviera ninguna sombra de amenaza, pero las doncellas reaccionaron atemorizadas, como si hubieran despertado la ira divina.

—¡Perdonadnos, por favor! I…, iremos con cuidado… Perdón…

—De acuerdo, pues. Si me prometéis que no volverá a ocurrir, lo dejaré pasar por esta vez.

En teoría no era más que una coronel, pero parecía poseer una autoridad innata. Al asentir, Mary tenía la presencia abrumadora de una reina.

—Y no volváis a chismorrear así sobre asuntos ajenos. Es deshonroso. Y no hablo sólo de la duquesa de Milán. Si me entero de que seguís hablando mal de la hermana Esther, os las veréis conmigo.

—¡Co…, comprendido!

Aquella voz sosegada pero severa hizo que las doncellas se pusieran firmes como si una corriente eléctrica las hubiera atravesado. Después de hacer una reverencia desmañada, como disparadas por un muelle, las dos cotorras se retiraron de inmediato, sin mirar atrás ni una sola vez. Mary las vio alejarse con rostro inexpresivo y se dio luego la vuelta hacia donde estaba Esther con pasos regulares de soldado.

—¡Ah!, me va a ver…

No tenía ninguna razón para huir, pero Esther se volvió a toda prisa para meterse de nuevo en su habitación. Una vez dentro, se apoyó en la puerta para recuperar el aliento. Casi ni había acabado de arreglarse la cofia y el hábito cuando alguien llamó educadamente.

—Buenos días, hermana Esther. ¿Habéis terminado de desayunar? Vaya, ¿os ha ocurrido algo? Tenéis ojeras. ¿Os encontráis bien?

—¡Ah!, no es nada… Estoy bien. Voy un poco falta de sueño…

Esther se rascó la cabeza, avergonzada ante la sonrisa fresca de la oficial y sin saber muy bien por qué se sentía tan azorada; hizo una reverencia a modo de saludo.

—Buenos días, coronel Spencer… ¿Tenéis alguna noticia para mí?

—Hace un momento nos ha llegado la confirmación de que Su Santidad el Papa ha aterrizado en el aeropuerto. Ahora probablemente ya estará de camino hacia aquí, así que he pensado en avisaros por si queríais prepararos.

—¡Ah!, ya veo. Pues en seguida estaré lista… ¡Ah!, por cierto, coronel. ¿No habréis visto por casualidad al padre Nightroad o al padre Wordsworth por algún sitio? Es que tengo que solucionar un asunto con ellos…

—¿Los padres? Del padre Nightroad no sé nada. He oído que el padre Wordsworth ha desayunado pronto y ha salido hacia la ciudad. No sé exactamente adónde se dirigía, pero… Si es algo urgente puedo enviar a alguien a buscarle.

—No, no hace falta. Tampoco es tan importante —se apresuró a responder Esther.

Si es el Profesor había salido, probablemente había ido a buscar a ese periodista. En tal caso, podía confiar en que aquel tema estaba casi resuelto.

«Entonces, sólo me queda preocuparme de…».

¿Dónde demonios se habría metido el otro sacerdote? Esther dio un resoplido y se levantó de la silla.

—Cu…, cu…, cuanto tiempo sin v…, vernos, herm…, hermana Esther.

Al bajar del coche le esperaban el primer ministro, el ministro de Exteriores y el obispo de Londinium. La tensión de saludar con un apretón de manos a todos aquellos caballeros de rostros afectados hizo que el adolescente se quedara pálido, pero al descubrir a Esther se le iluminó la cara. No se habían visto desde István, pero reconocer una cara entre aquella muchedumbre de extraños le supuso una gran alegría. El papa número trescientos noventa y nueve del Vaticano, Alessandro XVIII, se dirigió a la joven con voz medio llorosa.

—Me…, me alegro de verte. ¿Est…, estás bien? No tienes m…, muy buen color.

—Estoy bien, no os preocupéis por mí, Santidad. Sois vos quien debéis de estar cansado después del largo viaje desde Roma —respondió Esther para tranquilizar al joven, que parecía preocupado de verdad.

—La hermana Esther tiene razón, Santidad. Debéis preocuparos más por vuestra propia salud —dijo una voz exageradamente potente.

El gigante que había salido de la limusina siguiendo al Papa intervino sin reparos en la conversación. Esther tampoco le había visto desde István, pero allí se habían encontrado tres veces.

—¡Ah!, buenos días, hermano Petros. Me tranquiliza ver que sois vos quien se ocupa de la protección de Su Santidad.

—¡Hmmm!, desde István que no nos veíamos, Esther Blanchett. He seguido con interés vuestra carrera desde entonces por la gloria del Señor y su Iglesia. Ciertamente admirable —respondió el director de la Inquisición con un saludo respetuoso.

Le acompañaban una mujer de expresión modesta y un joven de mirada audaz, ambos enfundados en idénticos uniformes. La figura del inquisidor tenía mucha mayor presencia que la del propio Alessandro. Como para demostrar su respeto por el Papa, tomó de la mano al adolescente de mirada temerosa y dijo educadamente:

—Santidad, dejad que la hermana Esther se encargue de esto y retiraos a descansar. Si no os cuidáis, vais a pillar un resfriado… Pensad que la hermana Esther es de origen plebeyo y la gente como ella aguanta lo que sea, como las cucarachas. No tenéis que preocuparos por nada. ¡Ja, ja, ja…!

—Bueno, la verdad es que podría haberlo expresado de otra manera, pero el hermano Petros tiene razón, Santidad. Debéis cuidaros —dijo Esther hacia el adolescente, que seguía pálido como si se hubiera mareado.

En circunstancias normales, habría sido la duquesa de Milán quien habría tenido que encargarse de que no fueran a molestar al Papa los nobles de Albión o los diplomáticos germánicos. Sin embargo, su estado de salud no le permitía cumplir con su papel en aquel momento y era sobre sus subordinados en quienes recaía la responsabilidad. Lanzando un suspiro decidido, Esther se dispuso a guiar al Papa a sus aposentos.

—¡Hermana Esther! —gritó una voz límpida a sus espaldas.

Al volverse, vio a Mary, que estaba en un rincón alejado hablando con uno de sus oficiales subordinados. Después de correr hacia ellos, la coronel hizo una solemne reverencia frente al Papa y se dirigió seguidamente a Esther:

—Antes me habéis preguntado por el padre Nightroad… Pues bien, uno de mis hombres me ha informado de que se le ha visto en los barrios populares. ¿Queréis que investiguemos más?

—¿En los barrios…? ¿Cuándo? —replicó Esther, arqueando instintivamente las cejas.

—Ayer de madrugada. Hacia las dos. Parece que iba caminando a gran velocidad por la parte este del Soho.

—¡Ah!, a las dos…

Calculando que habían abandonado el banquete a medianoche, a las dos estaría aún persiguiendo a la misteriosa figura que había aparecido en el palacio. Lo que de verdad le habría gustado saber era qué había hecho después… Esther se sintió algo decepcionada, pero intentó sonreír para que no se le notara. Al fin y al cabo, le habían hecho el favor de investigarlo por ella.

—Ya veo. Muchas gracias por las molestias. Expresadle mi agradecimiento a vuestro subordinados, por favor.

—¿Nightroad? Ahora que lo pienso, ¿dónde está? Me sorprende no verle como siempre siguiéndoos como un perrito faldero —les interrumpió una voz potente.

A su lado, Petros tenía una mirada de extrañeza.

—Y aún es más, ¡que un funcionario del Vaticano no se digne a venir a recibir al Papa! ¿¡Dónde se ha metido ese sinvergüenza!?

—¿Le ha p…, le ha pasado algo al padre Nightroad, Esther? —intervino Alessandro, como para calmar al airado gigante.

El Papa ladeó la cabeza al oír aquel nombre conocido.

—¿D…, dónde ha ido? ¿No est…, no estabais juntos?

—¡Ah!, bueno, eso…

¿Cuánto debía explicarle? Pensando en la presencia de los inquisidores y de Mary, Esther escogió cuidadosamente sus palabras. Petros se había puesto a discutir de manera animada con su compañero acerca de la negligencia de los funcionarios de la Secretaría de Estado. Por su parte, la tercera inquisidora, cuya expresión serena recordaba a la de una bibliotecaria, se había acercado disimuladamente a la monja. Bajando la voz para que nadie más la oyera, Esther le dijo al Papa:

—La verdad es que esta mañana no lo he visto. Ayer por la noche salió a la ciudad por un asunto que le pedí, pero parece que aún no ha vuelto.

—¡Ah!, pues hay para preocuparse… A ver, herm…, hermano Petros, ven un momento…

El Papa chascó los dedos como si se le hubiera ocurrido algo y llamó al director de la Inquisición.

—Tú…, tú eres amigo del pad…, padre Nightroad, ¿verdad? ¿Pu…, puedes ir a buscarle a la ciudad?

—¿¡Yo amigo de ese desgraciado!? ¡De ninguna manera!

Por la cara que ponía Petros, podría haberse dicho que le habían enviado al infierno por culpa de un error de procedimiento. El inquisidor negaba violentamente con la cabeza como asombrado de que una idea así pudiera haber surgido en la mente del Papa.

—Santidad, eso es un malentendido. Por supuesto, si me ordenáis que vaya a buscarle, haré todo lo que esté en mis manos para cumplir vuestras santas instrucciones. Pero hoy estoy algo ocupado… ¡Hermana Esther! ¿¡No me estaréis queriendo endiñar los trabajos sucios de la Secretaría de Estado!? ¿Es que no hay más agentes por aquí? ¡Que le busquen ellos!

—Es verdad que hay otro agente, pero está ocupado en una misión muy importante y no puede dedicarse a esto.

—¿Una misión muy importante? ¡No me hagáis reír! Yo sí que tengo una misión importante que me ha encargado el duque de Florencia. ¡No tengo tiempo que perder con los inútiles de Ax!

—¿Una misión importante encargada por el duque de Florencia? —repitió Esther, extrañada.

La misión de la Inquisición era exclusivamente proteger al Papa. ¿Qué otra misión podrían haberle encargado?

—¿A qué os referís?

—¿¡Eh!? ¡Ah!, no, no…, no es nada… —respondió Petros, con nerviosismo.

Al ver que la inquisidora que le acompañaba iba a decir algo, el gigante negó con la cabeza.

—Nada de nada. ¿Cómo vamos a tener ninguna misión especial además de proteger a Su Santidad? ¡Vamos, ni misiones de alto secreto ni nada! ¡Qué malpensada sois!

—¿Misión especial? ¿Qué misión especial?

—¿¡Pe…, pero quién ha dicho nada de una misión especial!?

—Vos mismo, alto y claro… ¿De qué tipo de misión se trata?

—Sólo consiste en investigar un par de cosas, hermana Esther.

Mientras Il Ruinante sudaba la gota gorda sin saber cómo responder, una serena voz femenina intervino en la conversación. La mujer que les había estado observando todo el rato sin pronunciar palabra era la hermana Paula, la subdirectora de la Inquisición, si a Esther no le fallaba la memoria.

—La cuestión es que ha salido la propuesta de crear un obispado nuevo en Londinium y se está explorando la posibilidad de construir una nueva catedral en el East End… Ya que veníamos a Albión, pensamos que podríamos aprovechar para echarle un vistazo sobre el terreno.

—¡Ah!, ya veo —respondió Esther, haciendo verdaderos esfuerzos por parecer convencida.

Ciertamente, no parecía fácil establecer un nuevo obispado en Albión, que siempre había sido tan celoso de su independencia respecto al Vaticano. Si no se llevaba con mucho cuidado, el proyecto no llegaría a buen puerto. Pero ¿realmente enviarían a tres inquisidores si se tratara sólo de inspeccionar unos terrenos?

Como satisfecho con la explicación diplomática de su subordinada, Petros levantó el mentón, orgulloso.

—Sí, y por eso voy a estar ocupado. Siento no poder ayudaros, hermana Esther… Santidad, os ruego que nos disculpéis, pero ya habéis oído las circunstancias. Os ruego que enviéis a otra persona a buscar a ese vago.

—B…, bueno, ya v…, veo. Si mi herm…, hermano os ha encomendado ese tr…, trabajo, no tenéis tiempo pa…, para mis encargos —respondió con desánimo el adolescente—. Ya sé que m…, mis órdenes no tienen valor fr…, frente a las de mi hermano… Siento haber sacad…, sacado el tema, hermano Petros.

—¿¡Qué no tienen valor!? ¡Pero no digáis eso, por favor…!

—Lo siento de verd…, verdad. Ánimo con vuestra mi…, misión, hermano Petros.

—Sa…, Santidad…

Alessandro parecía estar a punto de echarse a llorar de un momento a otro. Petros le miraba con expresión desesperada mientras gruesas gotas de sudor frío le corrían por la frente. Ciertamente, aquel día no estaba haciendo honor a su apodo de Il Ruinante. Fue de nuevo la serena voz femenina la que le sacó del apuro.

—En tal caso no hace falta que nos acompañéis, señor director —intervino entonces la hermana Paula, que había seguido la conversación en silencio—. Podéis aceptar la sagrada misión que os encarga Su Santidad, y nosotros nos ocuparemos de arreglar el asunto de los terrenos. No os preocupéis por ello.

—¿Eh? ¿Seguro, hermana Paula? Sin mí tendréis que repartiros mi parte del trabajo…

—La santa voluntad de Su Santidad tiene prioridad sobre cualquier cosa. Cualquier otra consideración es insignificante… Contactaremos con las oficinas de Scotland Yard para que os presten apoyo. Y mientras no estéis vos, el hermano André se ocupará de supliros.

—¡Podéis contar conmigo, señor! —dijo con decisión el joven uniformado, al hilo de las palabras de Paula.

No tenía aspecto de haber cumplido ni los quince, pero se golpeó el pecho con brío mientras arrugaba las cejas con expresión fiera.

—¡La voluntad del Papa es la voluntad de Dios! ¡Cumplid tranquilo su santa misión! ¡No soy digno de tamaño honor, pero haré todo lo posible por cubrir vuestra ausencia!

—¡Así me gusta, André! ¡Veo que estás hecho un hombre! —rugió Petros, orgulloso y con lágrimas en los ojos—. ¡Entonces, no hay más que hablar! No os preocupéis, Santidad. Vuestro servidor irá inmediatamente a la ciudad y le echará el lazo a ese gandul. ¡Si se niega a volver por su propio pie, le cortaré la cabeza y os la pondré a los pies!

—Bueno, la verdad es que sería mejor si volviera de una pieza…

Cuando Esther intervino, el gigante ya se había alejado del lugar a paso ligero. Sólo quedó el eco de sus gritos rudos.

—¡A ver ese pelotón, que venga conmigo! ¡Vamos a cazar a ese Nightroad y a traerlo aquí! ¡Si alguien interfiere en nuestra misión, tenéis permiso para dispararle inmediatamente! ¡¡¡Estamos cumpliendo una misión divina!!! —bramaba con voz estentórea.

—No sé si ha sido muy buena idea enviar a ese hombre… ¡Ah!, muchas gracias, Santidad.

Esther estaba un poco preocupada por haber soltado así a aquel jabalí en la ciudad, pero por eso no podía dejar de darle las gracias al Papa. Además, independientemente de cómo fuera Petros, la tranquilizaba un poco que se movilizara la policía especial y las unidades de Scotland Yard. Estaba segura de que ellos serían capaces de dar con aquel sacerdote inútil. La monja intentó buscar el lado positivo del asunto para animarse a sonreír mientras le expresaba su agradecimiento a Alessandro.

—Ahora me quedo más tranquila. Aunque sea un inútil, es mi compañero de trabajo. Abandonarle para morir como un perro perdido en la ciudad nos dejaría a todos muy mal sabor de boca.

—¿Mal sabor de boca? ¿Na…, nada más que eso?

—¿Eh? ¿Qué queréis decir?

—Nad…, nada. No hay qu…, que buscarle un sign…, significado especial, pero…

El adolescente parecía dispuesto a decir algo más, pero justo en aquel momento llegaron los chambelanes a través de la muchedumbre. Después de hacer una respetuosa reverencia, indicaron al Papa y a sus guardaespaldas que los siguieran hacia el palacio.

Alessandro echó a andar, pero se detuvo un momento para volverse hacia Esther.

—Es…, es…, espero que lo enc…, encuentren pronto… Hasta luego…