13. ¿Dónde está Marco?
Después del almuerzo, los alumnos del internado comenzaron a desfilar en dirección a la piscina. Cosa natural, pues durante toda la mañana el mercurio de los termómetros había alcanzado un nivel considerable.
Al mediodía había una temperatura tropical, y la última hora de clase fue suspendida por «sobrecalentamiento», como solía expresar el director.
Albóndiga se puso una fina camiseta. Sus brazos desnudos recordaban a dos gordas salchichas. A fin de protegerse contra una posible insolación, se encasquetó un gorro verde, con una visera tan grande que hubiera podido aterrizar en ella cualquier pajarraco.
—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó a Tarzán.
—Magnífico. Pero estarías mucho más favorable, si te pusieras una flor detrás de la oreja. O algo de mayor tamaño; un girasol, quizá.
—Tú y tu mala idea. Yo me gusto, y, para mí, el juicio de Willi Sauerlich es el más importante.
Cogieron sus bicicletas y se pusieron en marcha hacia la ciudad.
Los cuatro amigos habían quedado en casa de Gaby.
La señora Miller-Borello ya había sido advertida de su visita, pues Tarzán la llamó por teléfono antes de comer. Aunque no pudo hablar con ella, le dejó el recado a su madre. La abuela del pequeño Marco estaba muy deprimida, si bien ya se había recuperado físicamente.
Pese al calor que hacía, de vez en cuando corría algo de brisa.
—Me creía que con las carreras que nos metimos anoche, ya no iba a sudar más en mucho tiempo; pero veo que empieza de nuevo la cosa —dijo Albóndiga—. Estoy como si acabasen de sacarme del agua.
—Bebes demasiado; deberías comer más —opinó irónicamente Tarzán—. Sobre todo, mantener un tipo de alimentación seca; por ejemplo, chocolate.
—Me parece una idea estupenda. No habría caído en ella por mi mismo.
Gaby y Karl se encontraban ya con sus bicicletas en frente de la tienda de ultramarinos.
Tarzán le preguntó a Gaby si se encontraba su padre en casa. Ella negó con la cabeza. El inspector estaba tan atareado, que ni siquiera había tenido tiempo de ir a almorzar.
Atravesaron la ciudad hacia la urbanización en la que vivía la profesora. Oscar les acompañaba.
Esta vez, Lío era el único que estaba en el jardín.
—Hasta el perrito parece triste —comentó Gaby—. Seguro que echa de menos a Marco.
El cachorro podía jugar tranquilamente en el jardín ya que la valla no tenía ningún hueco y la puerta cerraba herméticamente.
Oscar le saludó contento. Los chicos le dejaron con Lío en el jardín.
Les salió a abrir la abuela Miller.
Estaba pálida; el ver sus ojos llenos de lágrimas a Tarzán ya le parecía algo habitual.
Los chicos expresaron su condolencia. No resultaba fácil encontrar las palabras adecuadas. La señora Miller les estrechó la mano, y luego se seco las lagrimas.
—Pasad al salón, mi hija vendrá en seguida.
Los cuatro se sentaron: Todos estaban apenados, incluido Albóndiga, que llego a olvidar que había pensado alguna vez en una tarta de chocolate.
Al fin, llego la Mibo. Estaba aún más pálida que su madre y, por primera vez desde que la conocían, había olvidado pintarse los labios.
Su rostro le pareció a Tarzán más pequeño.
También ella les estrechó la mano.
—Me alegra que hayáis venido —dijo—. Os debo mucho. Mi clase ha vuelto a estar pacífica y ya se sabe quiénes eran los culpables. Habéis aportado las pruebas de que mi marido es el responsable de tanta atrocidad. Pretendía que yo perdiera los nervios y le entregase voluntariamente a Marco. ¡Qué poco me conoce! Pasara lo que pasara, yo jamás hubiera abandonado al niño. Ya sabéis lo que ha ocurrido. Al sentirse desenmascarado, se ha fugado con Marco. Hasta anoche tuve la esperanza de que no se atreviera a secuestrar a su propio hijo, pero me he confundido. No se detiene ante la violencia. Ahora aprenderé por fin que clase de tipo es.
Por un momento hubo silencio.
—¿Ha vuelto a hablar con el inspector Glockner? —preguntó Tarzán.
—Hace un rato. Hemos sostenido una larga conversación.
—¿Acerca de dónde podría esconderse su marido?
Ella asintió.
—He estado mucho tiempo reflexionando y la verdad es que se me ocurren muy pocas cosas. Recuerdo docenas de nombres que mencionó mi marido en alguna ocasión, pero no conozco a esa gente ni sus direcciones. La policía quiere interrogar a todos, y eso llevará mucho tiempo. En realidad, tengo pocas esperanzas.
Tarzán se levantó de repente, lo que desconcertó a todos los que estaban allí.
—Creo que deberíamos despedirnos ahora. No se desanime, señora Miller-Borello. Volveremos a vernos.
Le estrechó la mano cortésmente y apenas les dejó tiempo a sus amigos para que se despidieran.
Cuando todos estuvieron fuera, al lado de sus bicicletas, Gaby le dijo en tono de reproche:
—¿Pero qué te ha pasado? ¿Te has vuelto loco?
—Se me ha ocurrido algo.
—¿Qué?
—Puede que no tenga éxito, por eso se lo oculté a la Mibo; pero, quizá, allí encontremos alguna pista.
—¿Dónde?
—En la FATTORIA.
Decepcionada, Gaby arrugó la nariz.
—¿Qué piensas encontrar allí? ¿Una pista? ¿Crees que Borello se esconde detrás de la barra o en la bodega?
—Todo lo contrario.
—Pues entonces no entiendo qué quieres hacer allí.
—¿Os conté lo de mi amigo, el camarero que detesta a Borello? Le llamó mafioso y, después de todo, la acusación no ha resultado tan falsa. Bueno, me avisó con respecto a Borello.
—No nos habías dicho ni una palabra —dijo Gaby indignada.
—¿Tienes secretos para con nosotros o se trata de un despiste? —quiso saber Karl.
—Ni lo uno ni lo otro —se defendió Tarzán—. Simplemente, no consideraba que tuviese ninguna importancia. Pero ahora se me ha encendido una bombilla. Tal vez ese camarero sepa algo, y, si puede ayudamos, lo hará. Borello le parecía un tipo vomitivo.
—¿Dijo eso? —preguntó Albóndiga.
—No exactamente, pero se le notaba. Bueno, a los caballos, amigos. Y tú, Gaby, no olvides a Oscar.
—Me olvidaría antes del día de tu cumpleaños —respondió con indiferencia.
Cruzaron la ciudad a una gran velocidad.
Oscar jadeaba. La cara de Gaby ardía. Albóndiga se estaba fundiendo como si fuera una bola de nieve puesta al sol. Incluso Karl llegó a sacar algunas gotas de sudor de su huesuda figura. A Tarzán era el único al que no le afectaba el calor. Como buen deportista que era, sentía estas incomodidades a la manera de un desafío.
«Espero que el camarero esté hoy de servicio», pensó.
Cuando alcanzaron la FATTORIA, rogó a sus amigos que le esperasen al otro lado de la plaza.
—Tiene que darme información acerca de Borello, y le teme. A solas es más probable que esté dispuesto a abrir la boca; pero si aparecemos los cuatro, tal vez le entren mil angustias y no diga nada.
Así que los tres se quedaron junto a la tienda de bicicletas en la que Tarzán había comprado su candado nuevo.
Albóndiga se encargó de la bici de Tarzán.
Ya desde lejos se podía ver que la FATTORIA estaba abierta. Sin embargo, todas las mesas se hallaban vacías y solo unos pocos clientes se encontraban sentados en la barra.
Tarzán entró y, en seguida, descubrió a su camarero.
Llevaba la ropa de faena: el traje folklórico italiano compuesto por unos pantalones oscuros, una camisa blanca, un chaleco rojo y un fajín verde. Cruzaba las manos sobre la barriga y sus mejillas regordetas no estaban tan afeitadas como la última vez. Su enorme bigote parecía más claro.
El hombre sonrió a Tarzán. Le había reconocido nada más verlo.
El otro camarero se encontraba en la cocina.
Tarzán se acercó a él y, tras saludarle amablemente, le preguntó en qué zona servía.
—¿Te quieres sentar en la zona que yo sirvo? ¡Qué amable! ¿Qué tal te parece en esta mesa, joven?
Estaba lo suficientemente lejos de los bebedores de vino y de la rubia camarera de la barra.
Tarzán se sentó.
—Una Coca-Cola por favor. Mi dinero no da para más, y, en realidad, solo he venido para hablar con usted.
—Me alegro. Carlos, me llamo Carlos, aunque algunos me llaman Charly, lo que no me gusta nada. ¿Cómo debo llamarte?
—Peter. Bueno, me llaman Tarzán.
—¿Qué? ¿Así que tú eres Tarzán? —Carlos se quedó boquiabierto—. Creo que me lo figuraba.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, nosotros dos sabemos cómo pensamos. Pero estoy seguro de que tú desconoces que la FATTORIA es el local de reunión habitual de Borello, Seibol, Wagner, Krause, Beger y Presel. Al menos una vez al día alguno de ellos se deja caer por aquí, y no transcurre mucho tiempo hasta que llega otro. Un camarero se encuentra inevitablemente muy cerca; incluso sin querer, se oyen muchas cosas. Desde que estuviste aquí, tu nombre ha salido a colación muchas veces, y no precisamente porque te hayan tomado cariño.
—Lo sé.
—¿Y sabes también que eran ellos los ladrones de coches que detuvieron anoche? Solo Borello ha podido fugarse.
—Lo sé.
Los ojos de Carlos brillaban.
—No me atrevo a decirlo en voz alta, pero me alegro mucho. Realmente se puede prescindir de unos clientes así. Es una pena que Borello haya escapado. Era el peor. Sorprende la rapidez con que se extienden las noticias, ¿verdad? Es como la pólvora. Pero corre el rumor de que no ha sido la policía, sino un desconocido, quien descubrió la pista de estos mafiosos. Dicen que anoche encontró los coches robados en un garaje, y luego a partir de ahí, empezó a rodar todo el asunto. Si eso es cierto, habría que condecorar a ese hombre. Yo daría algo por poder estrecharle la mano.
—Eso es posible —dijo Tarzán, tendiendo su mano.
—¿Qué pasa? ¿Vas a pagar ya? Pero si aún no has tomado nada…
—Usted puede darme un apretón de manos, Carlos.
Los ojos de Carlos se dilataron tanto, que parecían pelotas de ping-pong.
—¿Qué? ¿Tú?
Tarzán sonrió.
—Bueno, al principio lo único que mis amigos y yo pretendíamos averiguar, era si Borello tenía algo que ver con las atrocidades que se estaban cometiendo contra su mujer desde hacia unas semanas. Los dos están separados y ella es una de nuestras profesoras, y además una de las mejores. En el transcurso de estas averiguaciones, dimos con la pista de la banda. Lo terrible es que Borello haya escapado y, lo peor, que su huida lleva consigo una espantosa canallada. No sé si usted estará enterado, pero ha secuestrado violentamente a su hijo.
Carlos no sabía nada de ello. Tarzán se lo contó.
El camarero cabeceaba lleno de indignación.
—Esa conducta encaja perfectamente con su manera de ser. No tiene escrúpulos. A mí me trataba siempre como si yo fuera una bayeta. Solo con Sofía —dijo, mirando de reojo a la rubia camarera de la barra— se deshacía en amabilidades.
—Yo había pensado, Carlos, que tal vez usted pudiera ayudarnos.
—¿Yo? Me encantaría, pero… ¿cómo?
—Usted mismo ha comentado que la FATTORIA era el lugar de encuentro de Borello.
—Es cierto. Sin él las ventas hubieran descendido considerablemente. El jefe lo sabía… ¡Ay! ¿Me habías pedido algo? —puso un extraño gesto de desesperación que, más bien, parecía una mueca—. Después de trabajar 20 años, he de reconocer, Tarzán, que no valgo como camarero.
Tarzán se rio.
—La Coca-Cola me importa un comino. Lo que quiero saber es si Borello solo se encontraba aquí con los individuos ya mencionados, o si, tal vez, existían otros.
—También había otros.
—¿Los conoce?
—No a todos. Algunos solo vienen rara vez.
—¿Y otros con más frecuencia? ¿Con quién se encontraba más a menudo?
—¿Te refieres a Castellani?
Tarzán se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Usted lo sabrá mejor. ¿Quién es ese Castellani?
—Un canalla como Borello. Igual de presumido, igual de arrogante. Un delincuente, un mafioso. Los dos tenían asuntos secretos. A menudo se sentaban en un rincón y cuchicheaban. Incluso yo tenía que describir un círculo en torno a su mesa.
Tarzán notó cómo sus piernas comenzaban a hormiguear.
—¿Cuál es su nombre?
—Salvatore.
—¿Es de aquí?
—No, pero sé donde vive. Cerca del lago Perlado. En la orilla norte hay una única casa. Él la tiene alquilada, o comprada, no sé. En cualquier caso, allí vive.
—¿Qué profesión tiene?
—Estudió tipografía, pero ya hace mucho tiempo que no trabaja. He oído que ahora es pintor, pero no me lo creo.
A Tarzán le asaltaron unas irremediables ganas de echar a correr. Su pulso comenzó a acelerarse; apenas podía frenar su entusiasmo.
—Carlos, tal vez nos haya ayudado un montón. Gracias, muchas gracias.
—Yo te doy las gracias a ti —dijo el camarero, estrechando su mano—. Y te invito a la Coca-Cola; yo te la pagaré… ¡Pero, hombre! ¡Si no has tomado nada!
Tarzán tuvo que contener la risa.
—No obstante, muchas gracias por la invitación. La Coca estaba demasiado fría, pero me ha gustado mucho.