12. El secuestro
La puerta empezó a chirriar a medida que Tarzán iba abriéndola. Finalmente pudo meterse dentro, seguido por Albóndiga.
El olor a gasolina les golpeó el rostro. Una vez cerrada la puerta tras ellos, Tarzán encendió la linterna.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Albóndiga—. Es como un concesionario de coches o como una exposición. Todos parecen nuevos.
—Porque están recién pintados.
Cuatro coches se encontraban en el amplio almacén: un BMW, un Mercedes, un Porsche y un Jaguar. Los cromados, las ventanillas y los neumáticos se hallaban recubiertos con láminas para evitar que la pintura llegase a las partes no deseadas, mientras se estaba trabajando en ellos.
—Son los coches que menciona el periódico —dijo Tarzán.
La emoción hacía que se acelerasen los latidos de su corazón. Tenía toda la razón. Ellos habían conseguido lo que la policía llevaba intentando semanas e incluso meses: descubrir a los ladrones de coches.
—Son los modelos más modernos y también los más caros —constató Albóndiga, como si fuese un experto—. Esta banda no se conforma con tragamillas de nada, como algunos de nuestros profesores.
—Falta un BMW. Tal vez esté aún sin pintar.
Albóndiga se acercó al Jaguar y, abriendo una puerta, se inclinó hacia dentro.
—Está completamente nuevo. La piel huele igual que la del nuestro al principio. Claro, como es el mismo modelo… Mi padre siempre se compra los coches más modernos. Yo también lo haré cuando sea mayor.
—Tenemos que informar a la policía —dijo Tarzán—. Bueno, quiero decir, al padre de Gaby. Si él se ocupa del asunto, todo irá sobre ruedas. ¡Vámonos!
Apagó la linterna y salieron afuera. Cerraron la puerta sin hacer el menor ruido.
—Voy a colocar el candado —dijo Tarzán.
Pero ya no tenía tiempo. En ese mismo instante oyeron el sonido de un coche que se acercaba por la calle Almacén. Tarzán hubiera reconocido ese motor entre miles: era el coche de Borello.
Y, por si fuera poco, le seguía otro automóvil: un Porsche. Solo podía tratarse del coche del viejo Seibol.
También Albóndiga se dio cuenta rápidamente.
—Esto… ahí… vienen —tartamudeó.
Ambos coches se detuvieron ante la entrada.
—¡Rápido, tenemos que escondernos!
Tarzán arrastró a su amigo. No había tiempo material para alcanzar la valla. Además, era dudoso que, con las prisas, encontraran el hueco para salir. Y en ningún caso podían utilizar la linterna.
Un montón de tablas de madera podrida les brindó un momentáneo refugio. Se agacharon allí. Por lo pronto, era suficiente.
Oyeron voces. Seibol, padre, dijo:
—Un momento, primero tengo que abrir. Bueno, King está fuera de peligro. Acaban de telefonear del hospital. Ya han descubierto que era un líquido para la protección de plantas. Yo he dicho que no sabía nada. Es una mala suerte que haya salido en el periódico lo del coche y el veneno. Ahora no podemos correr ningún riesgo. Cualquier poli un poco astuto puede darse cuenta de la relación.
—Habría que darle una paliza a tu hijo —contestó Borello—. Desde luego, más tonto no cabe… ¡Beber de una botella abierta que se encuentra en un coche robado…!
—No caería en la cuenta. Seguro que no vuelve a hacerlo.
Los goznes de la puerta chirriaron.
En el fondo iluminado se recortaban con bastante claridad las siluetas de cuatro personas.
«¡Encima!», pensó Tarzán. «¡Lo que nos faltaba! ¡Otra vez nos superan en número!».
Seibol encendió las luces. En la pared, sobre la puerta metálica, se iluminó una bombilla.
Borello, Femando Wagner y Bernardo Krause se acercaron.
—Además —siguió Seibol—, es una cerdada llenar de líquido tóxico una botella de vodka.
—¿Por qué no denuncias al responsable? —Borello dejó caer su cigarrillo y lo apagó pisoteándolo con meticulosidad. Quizá se había dado cuenta de que estaba en un garaje y que la gasolina podía originar una catástrofe.
—En cualquier caso, vamos a trasladar inmediatamente esos coches a mi tienda —añadió en voz baja—. Allí estarán más seguros. Si la policía lleva a cabo un registro, nos caeríamos con todo el equipo. Entre mis otros coches no llamarían tanto la atención.
Se dirigieron al almacén. Seibol iba a la cabeza. La puerta estaba cerrada. Solo delante de ella se podría advertir lo que había pasado.
Tarzán vigilaba atentamente por encima del montón de tablas.
Seibol acababa de llegar al almacén. Su jetaba las llaves en la mano y se inclinó. De repente se detuvo… Parecía no dar crédito a sus ojos.
—¡Antonio! —vociferó—. ¡Aquí ha estado alguien! Han forzado el candado. Los coches siguen ahí, pero hemos sido descubiertos.
—¿Qué dices?
Borello fue corriendo hacia él. Femando y Bernardo le seguían.
Desconcertados, contemplaron el candado.
—Alguien ha descubierto lo que ocurre aquí —dijo Seibol—. Y ahora estará llamando por teléfono a la policía. Y yo ni siquiera puedo largarme, porque mi hijo se encuentra en el hospital, y mi mujer, en casa. Se acabó, Antonio. Mala suerte. Hemos ido demasiado lejos. Que aparezca la policía solo es cuestión de tiempo. Me voy a casa a emborracharme. Seguro que será la última cogorza en una buena temporada.
Borello lanzó una sucesión de palabrotas en italiano.
—Haz lo que quieras —bramó—. Yo si puedo largarme, no hay nada que me detenga De todas formas, tenía pensado irme. Arrividerci, signori[3].
—¿Y qué va a ser de nosotros? —preguntó quejumbroso Fernando—. Tampoco podemos largarnos, y somos responsables de los delitos. Nosotros hemos robado los coches y los hemos traído hasta aquí.
—Nadie os delatará —dijo Seibol—. Yo me responsabilizo de todo; también dejaré fuera del asunto a mi hijo. Nadie sino yo… ¡Maldita sea! ¡No me van a creer! ¿Y cómo y dónde vendía los coches? ¿Qué puedo decir?
—No pensarás en serio que los que entraron aquí lo hicieron por casualidad —respondió Borello con voz ya más calmada—. Sea quien sea, es alguien que nos persigue desde hace tiempo y que conoce a todos y cada uno de nosotros: a ti, a tu hijo, a mi, a Fernando y a Bernardo, e incluso a los novatos Beger y Presel. No hay posibilidad de salirles con una mentira. La única solución antes de que nos coja la poli, es largarse ya mismo.
Como si se hubiera tratado de una señal, todos, a excepción de Seibol, dieron media vuelta y salieron corriendo hacia la calle.
Fernando y Bernardo estuvieron a punto de caerse al entrar precipitadamente en el coche de Borello.
El Ferrari salió disparado, haciendo con los neumáticos un ruido ensordecedor.
Seibol se tomó tiempo. Apagó las luces, salió a tientas a la calle y, tras cerrar la puerta, colocó de nuevo el candado. Los chicos le oyeron desde su escondite.
Sin prisas, se fue hacia el coche.
—¡Qué número! —exclamó Albóndiga—. He estado a punto de desmayarme por correr demasiado… y ahora resulta que el viejo me da pena.
—Aquí no sirven las compasiones —dijo Tarzán—. Han robado muchos coches en plan ansioso. Intenta entender la situación de la gente a la que le han robado. Así se te quitará la pena que te da. Ahora no tiene ninguna escapatoria. ¡Que lo hubiera pensado antes! Nadie le ha obligado a robar a los demás.
—Bueno, en el fondo tienes razón. Y si pienso lo que los otros han hecho con la Mibo y con los italianos… Ya se me ha ido la lástima, solo siento indignación.
—¡Vámonos! No podemos perder tiempo.
Salieron hacia el callejón, volvieron a colocar las tablas y corrieron por la calle Almacén hasta una sucursal de Correos donde se encontraba una cabina.
Pasó mucho tiempo antes de que, al fin, descolgasen.
—Glockner, dígame —era el inspector mismo.
Tarzán respiró aliviado.
—Soy yo, señor Glockner, Tarzán. Discúlpeme por molestarle a estas horas, pero el asunto es de cierta importancia. Hemos descubierto quiénes son los ladrones de coches.
Relató cuanto sabia. El señor Glockner le escuchó sin interrumpirle.
Él y Tarzán se conocían desde hacia tiempo, y se caían mutuamente bien. El inspector sentía por Tarzán un gran cariño, no solo porque fuese amigo de su hija, sino también porque el chico reunía las características que él hubiera deseado para un hijo suyo: sinceridad, sentido de la justicia y una gran capacidad para la acción.
Cuando hubo terminado su relato, el inspector le pidió que repitiera los nombres con el fin de tomar nota.
Luego preguntó:
—¿Dónde estás ahora?
—En la sucursal de Correos que hace esquina con la calle Estación.
—¿Con Albóndiga?
—Si, está aquí, a mi lado.
—Así que os habéis escapado de nuevo —Emil Glockner debía estar sonriéndose—. Eso no debe salir a la luz; así que iros para el internado. Yo me ocuparé de Seibol y de Borello, y también de los otros tipos. Ah, y en primer lugar, decirte que es una verdadera hazaña que hayas desenmascarado a esa banda. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, señor Glockner!
Tarzán colgó.
Albóndiga había estado sujetando la puerta mientras Tarzán hablaba. Con una sonrisita irónica comentó:
—Fijate: tú has averiguado quiénes eran los ladrones de coches, pero tu acto heroico no podrá salir a la luz, porque te expulsarían de nuestro querido colegio. Una medalla equivaldría a la expulsión. El mundo es muy extraño, ¿verdad?
—Porque las personas hacen las reglas, y a menudo se contradicen entre si. Si te decides por una, te pillas con la otra. Decidir correctamente es, con frecuencia, difícil. Pero lo peor es quedarse sin hacer nada por no tenerlo claro.
—Pues yo, cuando lleguemos, me meto en la cama. Pero antes me voy a tragar un enorme trozo de chocolate con leche para prevenir cualquier enfermedad por exceso de agotamiento físico, pues estas carreras tan largas acarrean esas cosas.
Tarzán se echó a reír.
—Nada de chocolate. Lo que mejor te vendría es ejercitarte y hacerlo todos los días.
Regresaron corriendo.
La escala seguía todavía en su sitio. Llegaron al NIDO DE ÁGUILAS sin ser vistos.
Albóndiga colgó su ropa sudada para que se secase y se metió en seguida bajo la ducha.
Tarzán se duchó a la mañana siguiente.
Después de una noche tan corta, seguía aún dormido. Se quedó tres minutos bajo el chorro de agua helada, hasta que se sintió más fresco que una lechuga.
A Albóndiga no había manera de sacarle de la cama. No se levantó hasta que Tarzán le echó sobre la cara un vaso de agua.
—¡Jo, qué plasta eres! —pero luego comprendió la ventaja de un tratamiento tan duro—. Bueno, así ya no tengo que perder tiempo en lavarme. Voy a dormir cinco minutos más.
—¿Vas a desayunar?
—¡Por supuesto! Nunca estoy lo suficientemente dormido como para prescindir de eso. ¿Tú no desayunas?
—Quiero intentar hablar con el inspector Glockner. ¿No te interesa saber qué pasó esta noche por fin, si se han entregado, si han confesado todo, si los han detenido? Además, hay que informar a la Mibo.
—Si es que acaso no lo sabe ya. ¿Te traigo un panecillo o no quieres comer nada?
Tarzán se percató del tono suplicante de la voz de Albóndiga.
—Puedes tomarte también mi desayuno: no tengo hambre.
—¡Puf, al fin tengo una razón de peso para salir de la cama!
Y, sacando las piernas fuera, se frotó los ojos al tiempo que soltaba un bostezo.
Tarzán bajó corriendo las escaleras. En el pasillo ya se encontraban algunos alumnos de camino hacia el comedor.
Entró en el «cuarto de las escobas», es decir, la cabina telefónica, y marcó el número de los Glockner.
Se puso la señora Glockner, que se alegró mucho de oír la voz de Tarzán.
—Espera un momento; voy a buscar a mi marido. Ha estado trabajando con sus compañeros hasta altas horas de la madrugada, y tú eres el responsable. Desde luego, ni los ladrones de coches pueden estar seguros con vosotros.
El inspector cogió el auricular. Su voz sonaba bastante adormilada.
—Buenos días, Tarzán. Lo ocurrido es lo siguiente: hemos detenido a Otto Seibol, quien ha confesado todo. Pasará a disposición judicial, y luego a la cárcel. También Fernando Wagner y Bernardo Krause han confesado, pero están en la calle, ya que no existe el riesgo de que escapen a la ley. Teniendo en cuenta que acaban de cumplir la mayoría de edad y que este es su primer delito, se decretará, tal vez, libertad provisional. En cuanto a Presel y Beger, mis colegas han ido ahora a casa de sus padres. Los dos están bajo la jurisdicción del Tribunal Tutelar. En primer lugar, se trata de que ambos vuelvan a integrarse en la sociedad. Si siguen por la vía de la delincuencia juvenil, acabarán dando con sus huesos en la cárcel. Hay que examinar las circunstancias familiares. La cuestión estriba en si ha existido abandono por parte de sus familias, yeso es lo que tenemos que saber cuanto antes.
—¿Y el joven Seibol?
—En él concurren parecidas circunstancias a las de Wagner y Krause, aunque se podría considerar como atenuante la fatal influencia de su padre. De todas formas, el viejo se empeña en aparecer como el único responsable. Los tribunales decidirán qué es lo que hay de cierto en ello, pero es preciso darle la oportunidad de que vuelva a llevar una vida decente. Bastante castigo ha tenido con la intoxicación, si bien, según he oído, ya está fuera de peligro; pero el tóxico le ha originado ulceraciones en la garganta y en el esófago. Debe de tener unos dolores terribles.
—Sí.
Tarzán se cambió el auricular de oreja. Sus manos estaban húmedas de sudor. No se atrevía a preguntar por Borello. Que el padre de Gaby lo estuviera reservando para final, no indicaba nada bueno. El instinto de Tarzán le avisó de que algo había fallado.
—Bueno —dijo el inspector; se aclaró la voz antes de proseguir—, en lo que respecta a Borello…, se nos ha escapado. Se le está buscando por todas partes, pero es como si se lo hubiera tragado la tierra. Cuando llegamos a su piso, que se encuentra junto a la tienda, ya se había dado a la fuga. Una caja fuerte, empotrada en la pared, se hallaba abierta. Se ha llevado todo el dinero en metálico y las cosas de valor. Como tenía pensado fugarse a Italia, hemos dado aviso a todos los puestos fronterizos. Pero, por ahora, no ha aparecido en ningún sitio, ni con su Ferrari ni con otro coche. Suponemos que vio los vehículos de la policía cuando aparcaron frente a su casa, por lo que sabrá que estamos tras él, y no se atreverá a acercarse a la frontera. Debe de seguir escondido en algún punto del país, a la espera de que cese la intensa búsqueda. Al fin y al cabo, no es ningún asesino, ni un enemigo del Estado, ni un terrorista, así que en cuanto dejen de examinar todos los pasaportes, tendrá ocasión de largarse; puede conseguir un coche menos llamativo, o irse en tren. La cuestión radica en averiguar dónde se esconden ahora los dos.
—¿¿¿Los dos??? —Tarzán entendió en seguida lo que eso quería decir, y el horror le hizo un nudo en la garganta.
—Sí, Tarzán. Lo que ha hecho Borello es algo horrible, aunque no existen medidas judiciales contra esa modalidad, la de secuestro de hijos. Ha secuestrado a su hijo Marco. Anoche, y por la fuerza, se introdujo en la casa de su mujer, encerrándola a ella y a su suegra en el cuarto de los trastos. Eso constituye un delito de privación de la libertad personal. Si la señora Miller-Borello pone una denuncia por ese acto, se le podría meter mano… si le cogemos, claro. Pero no creo que lo haga. Solo pretende recuperar a Marco.
Tarzán tragó saliva. ¡Pobre Mibo! Había ocurrido justo lo que tanto temía.
—Señor Glockner, hoy es el día en que estaban citados ante el tribunal para el tema del divorcio.
—Lo sé. Y después de todo lo que ha salido a la luz, gracias a tu inteligente ayuda, no hay ninguna duda acerca de la sentencia. El niño le será otorgado a la madre. En ningún caso le darán la patria protestad a un padre delincuente. Pero será una sentencia sobre el papel, si Borello sigue adelante con su plan, es decir, si se escapa al extranjero.
—Pero se podría hacer que Marco volviese.
—Lamentablemente no es así, Tarzán. Eso solo seria posible en el caso de un secuestro criminal. Pero se trata del padre. Y aunque el tribunal de aquí decida cien veces a favor de la madre, en Italia la justicia es sorda a ese respecto: se sabe por experiencia que jamás un tribunal de allá ha dado orden a la policía de quitarle un hijo a su padre.
—¡Pero qué rabia! ¡No lo comprendo! La justicia debería ser justicia en todo el mundo. ¿Y cómo pudieron las dos mujeres salir de su encierro?
—Las liberamos nosotros. Después del infructuoso registro en casa de Borello, nos fuimos hacia el domicilio de su mujer. La puerta de la entrada estaba abierta y un pequeño pastor alemán vagaba por allí llorando. Parecía que había habido una pelea. Registramos la casa y dimos con las mujeres en el cuarto de los trastos. No tenían ninguna posibilidad de salir por si mismas ni de llamar la atención de los vecinos gritando. La abuela sufría un ataque de nervios y necesitaba atención médica. Le administraron un sedante y luego se sintió mejor.
—¡Es horrible, sencillamente horrible! Estoy seguro de que el pequeño Marco se defendió con manos y piernas. Adora a su madre. Ese Borello es un canalla desconsiderado y sin escrúpulos. Ni tan siquiera piensa en lo que le está haciendo al niño.
—Tienes toda la razón.
—¿Hay alguna pista?
—¿Sobre dónde puede estar escondido? Pues no. La señora Miller-Borello está tan destrozada de los nervios, que no alcanza a decirnos nada que pueda ser de utilidad. También he interrogado a Seibol. Parece dispuesto a confesar todo lo que le pidamos; pero, por desgracia, no sabe nada acerca de la vida privada de Borello. No hemos adelantado ni un paso en este sentido.
Tarzán le dio las gracias por tan completa información y colgó.
Era hora de ir a clase.
Albóndiga ya se encontraba allí, charlando con Karl y Gaby. Ésta estaba ya enterada de todo, pues se lo había contado su padre, incluida la aventura nocturna de Tarzán y de Albóndiga, y ahora se lo relataba con las mejillas rojas de inquietud.
Asombrados, los chicos la escuchaban.
Tarzán se acercó a ellos y saludó a Karl y a Gaby dándoles un golpecito en el hombro.
Gaby acababa de terminar de contar todo lo que sabía.
—¿Has hablado por teléfono con mi padre?
—Sí, lo he hecho. Estoy enterado de los más recientes acontecimientos. Es horrible para la pobre Mibo.
—Y para Marco. Seria capaz de sacarle los ojos a ese Borello —dijo Gaby enfurecida.
—Es un canalla sin conciencia —dijo Karl—. La Mibo se temía la posibilidad de que secuestrase a su hijo, pero no suponía que pudiera ser tan pronto.
—También nosotros tenemos algo de culpa —dijo Albóndiga con voz entristecida—. Borello se ha dado tanta prisa, porque tenía que largarse. Y esto porque nosotros le hemos puesto al descubierto. Desde ese punto de vista, no hemos sido precisamente una gran ayuda para la Mibo. Claro está que 8° A se comporta otra vez como antes, sin tenerla aterrorizada, y además, hemos aportado las pruebas para que el tribunal le conceda a ella la custodia del niño…, pero creo que todo eso no servirá para consolarla por haber perdido a su hijo.
Tarzán asintió.
—¡Pues sí que estamos buenos! ¡Qué rabia! Sin embargo, ahora tenemos que intentar ayudarla aún con más motivo que antes.
Gaby le miró desconcertada.
—¿Qué piensas hacer?
—Encontrar a Borello y quitarle a Marco.
—Muy bien, y ¿cómo lo hacemos? Si no lo consigue ni mi padre con toda su gente, ¡cómo vamos a hacerlo nosotros!
Tarzán se acarició la barbilla pensativamente.
—Pues tampoco yo lo sé con exactitud. Pero no pienso quedarme con los brazos cruzados. Solo la Mibo puede facilitarnos alguna información. Después del almuerzo iré a su casa. ¿Quién me acompaña?
Karl aprobó con entusiasmo.
—Tal vez le quede algo de esa maravillosa tarta de chocolate —meditó Albóndiga—. ¿No creéis? ¿Pensáis que nos ofrecerá un poco?
—¡Eres imposible, Willi! —le atacó Gaby—. Incluso en una situación tan trágica, tú solo piensas en comer, ¡monstruo!