2. Agresiones contra la profesora

Tarzán les relató su encuentro con la Mibo.

—Estará hasta las narices de cómo la tratan en clase —opinó Karl—. Los de 8° A son un hatajo de brutos. Es la peor clase de todo el colegio. O al menos, eso es lo que dijo el dire el otro día.

—Lo que yo no entiendo entonces es cómo todos los demás la quieren mucho. Son solamente sus propios alumnos los que intentan machacarla.

La Mibo impartía clases de Inglés y Francés y, además, era la tutora de 8° A. Los chicos a veces se portaban con ella como si fuesen la marabunta.

—La semana pasada el mismo dire tuvo que echarle una mano —explicó Albóndiga—, porque esos estúpidos se desmadraron.

—Están probando todas las maneras de incordiar a la Mibo —comentó Gaby—. A veces, se sientan todos en los pupitres al revés y no hay uno que se dé la vuelta, o se pasan la clase riéndose a carcajadas. Hace poco se negaron a hacer el último examen y nadie tocó un boli. Al final, tuvo que recoger todas las hojas en blanco.

—Y lo de la copia de la llave —añadió Karl—. No se sabe quién consiguió una copia de la llave del aula y cerró la puerta por dentro, con llave claro. La Mibo no pudo entrar.

—Yo que ella, me cambiaba de trabajo antes que tener que dar clase a esos anormales —dijo Gaby.

—No puede demostrarlo en público, pero estoy seguro de que tiene miedo —aseguró Tarzán—. Si no, ¿por qué estaba venga a llorar en el Parque-profes, cuando creía que nadie la veía? Fue un corte tremendo que yo apareciese de repente. No deberíamos contárselo a nadie.

Gaby echó su larga melena hacia atrás.

—¿Cómo es posible que sea toda una clase, de 24 alumnos, tan bestia?

Tarzán, que estaba situado de espaldas a la puerta, oyó que alguien entraba, pero no se volvió a mirar quién era.

—24 tipos insolentes en una clase, sin ninguna excepción, es algo realmente extraño. Yo no creo que puedan ser todos así. En un grupo siempre hay los que mandan y los que obedecen, porque, por cobardía, no se atreven a oponerse, o bien porque les va la marcha, pero lo que se dice todo el mundo, es demasiado. En mi opinión, Daniel Beger y Joaquín Presel son los que llevan la voz cantante en 8° A. La única cuestión radica en saber cuál de los dos es el más cerdo.

La cara de Gaby se había quedado petrificada. Miraba con los ojos muy abiertos algo situado detrás de Tarzán.

Albóndiga, que se encontraba frente a él, le guiñó un ojo repetidas veces para llamar su atención, y Karl le intentó avisar con extraños y disimulados gestos.

Tarzán comprendió en seguida. Alguien, que no tenía por qué esterarse de 1o que estaban hablando, se encontraba detrás de él. ¿Quién? ¿Un profesor? Ciertamente no se trataba de la Mibo. Además, los pasos que había oído no pertenecían a una mujer. Entonces, alguien de 8° A. ¿Bueno, y qué?

«Ahora con más motivo que nunca», pensó Tarzán. «No voy a tragarme lo que siento. ¡Faltaría más!».

—Es terrible que no haya nadie que se oponga a esta burrada —continuó hablando—. Apuesto a que Beger y Presel empujan a toda la clase. Pero ¿por qué? Estoy seguro de que la Mibo nunca les ha tratado mal. Beger es un canalla integral y Presel es otro canalla más integral todavía. Les gusta ejercer el poder y, también, acogotar a los demás.

—Muy interesante —dijo una voz enfurecida.

Sin volverse, Tarzán respondió:

—Me alegra que compartas mi opinión, Presel.

—Realmente es muy interesante oír lo que los demás hablan de uno a sus espaldas, vaya cara.

En ese momento Tarzán se dio la vuelta.

—¿A espaldas de uno? Pues te lo diré directamente en tu estúpida cara tantas veces como quieras y, cuando tenga tiempo, incluso te lo puedo dar por escrito y una copia para Beger; así tendrá por una vez en su vida algo sobre lo que pensar.

Presel era tan alto como Tarzán, pero ya tenía 15 años. Había repetido dos cursos, una vez el 3° y otra el 7°. Su cara, de facciones muy duras, hubiera encajado mejor en un chico de más edad. Estaba considerado como un gamberro que conseguía sus victorias a base de mentiras. Normalmente, era él el que daba el primer puñetazo. Además, corría el rumor de que llevaba siempre unas bolas de hierro en el bolsillo, pero, en cualquier caso, no las había enseñado nunca. Olía a tabacazo; era algo más que sabido que él y Beger fumaban a escondidas en los aseos entre clase y clase.

Con un ademán pretencioso, se cruzó de brazos.

—Me parece que a ti te gusta que te den, más que imbécil.

—¿Cómo dices? Si quieres pelea, aquí estoy. ¿A qué esperas? También podemos salir afuera, irnos al gimnasio, a la carbonera o al césped. Eso seria lo mejor para ti: allí tendrías menos riesgo de abrirte la cabeza.

Albóndiga reprimió una carcajada y sonó como si se estuviera ahogando.

Presel le miró enfurecido, pero luego volvió a concentrar su atención en Tarzán.

—Consideraré tu oferta, Carsten, antes de lo que tú te piensas. Te conviene ir reservando ya una cama en el hospital y fijar la hora para que te vengan a recoger en ambulancia.

Tarzán le miró de arriba a abajo con desprecio.

—Oye, Presel, ¿te han dicho alguna vez que apestas a pub barato? ¿Y además, qué estás haciendo aquí? Ésta no es tu clase. Esto es 8° B, no A. Estás contaminando nuestro aire. Vete a tomar viento fresco.

—¡Qué demencial! —escupió Presel a través de sus amarillentos dientes, y con pasos deliberadamente lentos, salió del aula.

Albóndiga cerró la puerta cuando hubo salido.

Gaby lanzó un suspiro de alivio.

—Me temía que en cualquier momento pudiera empezar la pelea.

—Se muere de miedo —dijo Karl—. Pero ten cuidado. Es un tipo muy vengativo, capaz de atacar por la espalda o junto con Beger. No se te olvide contar con eso.

Tarzán sonrió. El asunto no le merecía ningún comentario:

—En lo que respecta a 8° A, me llama la atención que casi todos sean alumnos externos —siguió Karl—. ¿Así que va a resultar que los internos son, a fin de cuentas, mejores personas?

—¡Protesto! —exclamó Gaby riéndose.

La última clase, la de Lengua, se pasó volando.

Después, Gaby y Karl se marcharon en bici a sus respectivas casas.

Tarzán y Albóndiga subieron hacia su cuarto, situado en el segundo piso del edificio principal. Allí vivían los chicos de edades comprendidas entre los 12 y 14 años. Todos los dormitorios tenían un nombre.

Una vez llegados al NIDO DE ÁGUILAS, Albóndiga tiró su carpeta sobre la cama. Con una agilidad poco habitual en él, se subió a un sillón y cogió de lo alto del armario una gran caja de cartón.

Estaba abarrotada de distintas tabletas de chocolate. Sin esta despensa, solía decir, no podría vivir.

—Dentro de diez minutos es la hora de la comida —dijo Tarzán en un tono de reproche.

—¿Y qué? En diez minutos me acabo fácilmente las dos tabletas.

—Se me revuelve el estómago: chocolate antes del estofado; al menos, allí abajo olía a estofado.

—¿Qué pretendes? Yo pienso que el chocolate va bien con todo: con boquerones en vinagre, con patatas al ali-oli, con jarabe para la tos, con espinacas… —se echó a reír—. ¡Jarabe para la tos! ¡Qué buena idea! Se lo tengo que contar a mi padre. Que fabrique un chocolate relleno de jarabe. ¡Todos los niños se van a acatarrar con mucho gusto!

—Al menos tienes una facultad realmente sorprendente: eres un verdadero gourmet. Algún día publicarás un libro de cocina capaz de arruinar el estómago más sano.

Tarzán no se había equivocado. En el inmenso comedor se podían ver las humeantes ollas de estofado. También sirvieron espaguetis. Albóndiga vació en un tiempo récord tres platos.

Como siempre que no estaban presentes los profesores, algunos chicos se dedicaban a hacer el gamberro. Tal vez la presencia de algunas chicas hubiera acabado con esta conducta, pero el colegio solo admitía como internos a los chicos, aunque las clases fueran mixtas. Las muchachas llegaban desde la ciudad todas las mañanas.

Después de la comida, Tarzán metió en su carpeta los cuatro exámenes de Inglés.

Albóndiga, tras un almuerzo tan abundante sentía algo de sueño. Los ojos se le cerraban y hubiera preferido dormir un rato. Pero no podía ni pensarlo, su clase con la Mibo comenzaba a las 2.

Sacaron sus bicis del sótano. Albóndiga tenía una bicicleta plegable. Era muy cara y de una conocida marca, pero no se podía comparar con la de Tarzán.

Era una bicicleta de carreras. Este sueño de Tarzán se había cumplido con el dinero ganado por él mismo. Tenía todos los accesorios imaginables y hubiera podido participar en la vuelta ciclista a Francia. Para conseguir reunir el dinero le hicieron falta muchas semanas y realizar diversos trabajos durante el verano: repartió periódicos, amontonó cajas de cerveza en un supermercado, e incluso, trabajó como peón de la construcción. Cuando, al fin, logró alcanzar la suma necesaria, la noche antes de ir a recoger su bici le fue imposible conciliar el sueño. Desde entonces estaba tan orgulloso de su bicicleta como lo estaría un fanático de los coches con su descapotable.

Pedalearon en dirección a la ciudad.

El internado estaba situado en las afueras, rodeado de campos y bosques. La única vía de enlace la constituía aquella carretera bordeada de árboles que acababa en el colegio.

Ahora se sentía una brisa cálida que acariciaba los campos de trigo, este ya había alcanzado una altura considerable. El sol se encontraba en la mitad del cielo.

Albóndiga sudaba. Comentó que su cerebro estaba tan seco que la clase no le iba a servir de mucho.

Al fin, alcanzaron la ciudad. Era una gran urbe con aeropuerto y estadio. Cuando hacía buen tiempo, en la lejanía se podían apreciar las montañas y los lagos; la gente acudía allí los fines de semana, estaban cerca. También existían pequeños pueblecitos esparcidos aquí y allá, en los alrededores; ofrecían sus acogedoras tabernas a los visitantes.

La señora Miller-Borello vivía en una urbanización residencial.

Los chicos fueron dejando atrás diversos chalets adosados. Albóndiga, que conocía la dirección, hizo las veces de guía.

Finalmente, se detuvo frente a una casa pequeña, tras la cual se extendía un paisaje libre de construcciones. A lo lejos, pasaba el ferrocarril. Siguiendo la línea de los raíles, paralela a ellos, se divisaba una hilera de modestos chalets con huertos unifamiliares; el aspecto que ofrecían hacía pensar en la laboriosidad de sus moradores.

«No me extraña», pensó Tarzán. «Con el tiempo que hace, hoy tendríamos que habernos ido a la piscina. En vez de eso, Albóndiga tiene que recuperar lo que le ha costado su pereza con clases particulares y yo me apunto voluntariamente a ir al dentista. Bueno, las obligaciones son las obligaciones».

La casa tenía un aspecto muy limpio y cuidado. Las contraventanas estaban pintadas de verde y una cerca rodeaba el pequeño jardín. Un niño pequeño jugaba con un cachorrito de pastor alemán, que tendría, como mucho, solo tres meses.

—Aquí están Marco y Lío —dijo Albóndiga—. Marco es el hijo de Mibo, y Lío, su perro.

—Al revés no sería posible —rio Tarzán.

Apoyaron sus bicis en la valla y, tras asegurarlas con la cadena, se acercaron a la puerta.

—¿Ya conoces a Lío? —preguntó el niño.

Rápidamente cogió en brazos la bolita de lana y fue corriendo hacia ellos.

Marco era un niño muy guapo, de brillantes ojos azules, como los de su madre, y de pelo negro (probablemente en eso había salido a su padre). Con una sonrisa, ofreció a Tarzán el gracioso pastor alemán.

—Toma. No muerde.

—¡Qué bien que me dejas que coja a tu perro!

Tarzán lo agarró con una sola mano, ya que en la otra llevaba la carpeta con los exámenes de Inglés.

Lío aprovechó la ocasión para subírsele por el hombro y lamerle por entero la cara.

—¡Ay! —exclamó Tarzán—. ¡Qué cariñoso eres y tienes la lengua mojada, vaya, vaya!

Marco se rio con todas sus ganas.

—A mí también está todo el rato venga a lamerme. Es un pesado, pero es que así te demuestra que le has gustado.

—Él a mí también; y tú me gustas de igual manera —dijo Tarzán, devolviéndole la torpe bola de lana.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Marco.

—Peter.

—¿Tú también tienes clase con mi mamá, como Willi?

—No, yo solo quería pedirle un favor.

En ese momento Lío se liberó de los brazos de Marco y, saltando al suelo, desapareció detrás de una esquina. Marco echó a correr detrás de su compañero de juegos.

—Hemos llegado dos minutos antes de la hora —dijo Albóndiga mirando el reloj—. ¿Esperamos aún o…?

No tuvieron que decidirlo, ya que en ese instante se abrió la puerta de la casa.

La señora Miller-Borello apareció en el umbral de la puerta con una amistosa sonrisa. Ella solo contaba con la visita de Albóndiga, así que cuando reconoció a Tarzán, una expresión de vergüenza asomó a su cara.

Los dos saludaron educadamente y Tarzán dijo:

—He venido porque nosotros, es decir, Willi y yo, y dos amigos más, queremos pedirle un favor. Es un asunto un poco delicado, pero tenemos confianza en usted y esperamos que nos ayude en lo que le sea posible.

—¡Parece un asunto terrible! —dijo en broma—. Pero, por favor, primero pasad.

El pasillo estaba agradablemente fresco. La puerta de la cocina se encontraba abierta y una mujer de unos 60 años trajinaba entre los cacharros.

La señora devolvió amablemente el saludo que le habían dirigidos los chicos. A primera vista se podía apreciar que se trataba de la madre de la Mibo. Aunque las dos mujeres se llevasen más o menos 30 años, el parecido era sorprendente.

A pesar de su amabilidad, Tarzán se dio cuenta de que los ojos de la madre estaban enrojecidos e hinchados, posiblemente por el llanto.

«Comparte las penas de su hija», pensó Tarzán. «¡Los de 8° A son realmente una panda de brutos! ¡Si supieran la que están armando con su conducta, la de angustias que están causando…! Y con los problemas que tienen aquí, ¿cómo vamos a venirles ahora con nuestra historia? Pero hay que intentarlo. Todo vale cuando se trata de aclarar una injusticia. Y, encima, lo hacemos por Gaby».

La Mibo iba delante. En lugar de dirigirse a su despacho, les condujo hasta el salón.

Estaba amueblado con bastante gusto, pero… Tarzán miró desconcertado el enorme ventanal lleno de flores que daba a la zona del jardín. Los cristales aparecían totalmente destrozados. Los restos destacaban aún en el marco y un montón de pequeños cristalitos cubrían los tiestos llenos de flores que se encontraban en la parte inferior.

Habían bajado las persianas de madera, de modo que un lado del salón se hallaba en penumbra. No obstante, entraba luz suficiente a través de las otras dos ventanas, más pequeñas.

—Mi despacho ofrece un aspecto todavía peor —dijo la Mibo—. Allí han tirado a las ventanas más piedras todavía y han estropeado varias cosas.

Albóndiga abrió los ojos y la boca simultáneamente. Tarzán miró lleno de asombro a la profesora.

—Sentaos —dijo ésta, esforzándose en reprimir los sollozos que la oprimían.

—¿Pero… quién… quién puede haber hecho una cosa así? ¿Y por qué motivo?

Los chicos se sentaron en el sofá y la Mibo lo hizo sobre una silla, con las piernas cruzadas.

—Yo tampoco tengo la respuesta, Tarzán. No sé ni por qué, ni quién. Ha ocurrido esta mañana, mientras mi madre había ido con Marco a la compra. No me lo explico. Habrá gente que tenga algo en contra mía, pero, realmente, no comprendo el porqué. No he hecho nada malo a nadie; sin embargo, estamos su friendo unas agresiones tan horribles que no voy a poder resistirlo mucho tiempo más.

—¿Agresiones horribles? ¿Qué quiere decir? —preguntó Tarzán—. ¿Es que no se trata del primer incidente de este tipo?

—El domingo, que habíamos salido, rompieron la ventana de la cocina. El lunes alguien arrancó de cuajo la antena de mi coche, tengo, que aparcar en la calle porque no tenemos garaje, y encima, me han llamado dos veces por teléfono para insultarme de una forma espantosa. Era la misma persona, pero no logré reconocer su voz.

—Lo que está contando tiene relación con un terrorismo de la peor clase. ¿Se lo ha comunicado a la policía?

Ahora comprendía Tarzán por qué la mujer lloraba en el parque. Su madre acabaría de darle la última mala noticia por teléfono.

—Claro, pero no pueden hacer nada. Me temo que piensan que se trata de una bobada, de algo sin importancia. En cualquier caso, no van a estar vigilando la casa todo el día con un coche patrulla.

—¿Y si su marido se pusiera al acecho?

—Mi marido ya no vive aquí —respondió con rapidez—. Estamos separados.

«Encima eso», pensó Tarzán. «¡Qué pena! Estoy seguro de que ella no tiene la culpa de la separación. No es posible imaginarse que sea un bicho. Sencillamente debe tener muy mala suerte. Parece que le han echado el gafe».

De repente recobró el ánimo. En su pálido rostro se dibujó una sonrisa.

—Bueno, estos son mis problemas. Lamento preocuparos con mis penas. ¿Qué queríais?

«Hay que ayudarla como sea», decidió Tarzán antes de explicarle el motivo de su visita:

—Se trata de una injusticia.

—¿Quieres decir de una nota injustificada?

Tarzán sonrió. Le complacía que hubiera adivinado tan rápidamente el asunto.

—Sí —respondió—. La nota es una guarrada total.

—No se trata de tu examen, ¿verdad? Lo comentaste con dos compañeros más.

—Sí, con nuestros amigos Gaby Glockner y Karl Vierstein.

—No los conozco personalmente, pero sé de quiénes se trata.

—Karl sacó un 8, y está contento —explicó Tarzán—. Me dio su examen para poder compararlo. Yo también he tenido un 8… Un momento, aquí están. Pero Gaby, que siempre había sacado dieces, ahora se ha encontrado con que la señorita Ram le ha plantado un 5.

—Bueno, de todas formas es un suficiente.

—Pero es una injusticia. Queremos que usted compare los exámenes y nos diga si está de acuerdo con las calificaciones.

Ella se quedó mirando al suelo pensativamente.

Tarzán comprendió que la estaba comprometiendo. La señorita Ram era su colega.

Al fin, levantó la cabeza.

—Bueno, dámelos que les eche un vistazo.

Tarzán se levantó y le tendió los exámenes.

—¿Y tú, Willi? —preguntó ella.

—Aquí lo tengo. He sacado un 3.

Suspiró, como si lo esperase. Después, cogiendo el examen de Karl, comenzó a leer.

Albóndiga jugueteaba con sus dedos, observando ensimismado el dibujo de la alfombra.

Tarzán miraba por la ventana.

Al fondo, cerca de los jardines situados cerca de la vía del tren, había un camino de tierra. Un coche se dirigía en dirección al centro de la ciudad, dejando tras de si una estela de polvo. De una de las casitas salió un hombre corriendo, con un puño cerrado en señal de amenaza. El conductor del coche se hallaba ya demasiado lejos para poder oír lo que el hombre gritaba.

Mirando disimuladamente, Tarzán se percató de que la Mibo i ahora estaba leyendo su examen. Acabo, lo dejó en su sitio y cogió el de Gaby.

Cuando hubo terminado, los puso unos encima de otros.

—Si os digo que los profesores también son seres humanos, me imagino que no os cuento nada nuevo. En este caso parece que la señorita Ram realmente se ha equivocado. Sin lugar a dudas, el examen de Gaby es, con mucho, el mejor de los tres. La redacción es, en verdad, muy brillante. Las dos faltas son debidas, evidentemente, a un descuido. Yo no las hubiera tenido en cuenta. Por otra parte, lo siento, Tarzán, pero a ti solo te hubiera puesto un seis. La nota de Karl Vierstein me parece más correcta. A Gaby indudablemente le daría un diez.

Tarzán la miró con los ojos brillantes de alegría.

—¡Qué genial! Eso era lo que esperábamos. Ahora si que es justo. Gaby ha llorado mucho por lo del 5. Creo que ningún profesor tiene derecho a equivocarse tanto con las notas.

—Estoy segura de que mi colega la profesora Ram no lo hizo premeditadamente. Simplemente ha sido un error. Eso le puede pasar a cualquiera. Dejadme los exámenes, hablaré con ella. ¿De acuerdo?

—Por supuesto —Tarzán se levantó de golpe—. Quiero darle las gracias en nombre de Gaby también.