9. Espías en la valla
Un camión traqueteaba sobre los adoquines. En una casa alguien daba martillazos. Un perro sucio y desastrado desapareció detrás de una valla de madera. La calle Almacén tenía el aspecto que su nombre indicaba. Allí no había tiendas, ni bloques de viviendas, pero sí una chatarrería, una empresa de material de construcción, una fontanería, un almacén de carbón y otro perteneciente a una cervecería, dos agencias de transporte y, al fin, el taller de coches de Otto Seibol.
Al parecer, estaban muy interesados en protegerse de las miradas indiscretas. Una valla de madera más alta que una persona rodeaba el solar. La puerta se abría de un lado a otro mediante pequeñas ruedecillas y se encontraba lo suficientemente abierta como para dar paso a un hombre delgado.
Tarzán se detuvo a espiar a través de la abertura.
Pudo ver varias edificaciones, una plataforma de elevación y una especie de establo.
En el patio se encontraba la moto de King y el Porsche de su padre.
De una nave sin ventanas, que recordaba a un dado gris de hormigón, salió el zumbido amortiguado de algo así como un compresor.
Los amigos de Tarzán habían seguido en sus bicicletas, y ahora Karl le estaba haciendo señas. Dio un silbido: acababan de descubrir un estrecho callejón que se extendía a lo largo del solar.
Cuando Tarzán se hubo dado la vuelta hacia el callejón, se topó con un camión que estaba allí aparcado y que ocupaba el camino casi por completo. Detrás de él se podía uno esconder sin ser visto de ningún modo, y eso era precisamente lo que habían hecho sus amigos.
—¡De primera! —dijo Karl cuando Tarzán se bajó dela bici—. Se puede observar todo y más: los tablones están llenos de agujeros.
—Ahora no está pasando nada —comentó Albóndiga, que, con la cara apretada contra la valla, mantenía un ojo firmemente cerrado mientras con el otro espiaba a través de un agujero de tres centímetros de diámetro.
Tarzán se situó al lado de Gaby, compartiendo con ella una rendija Vertical entre dos tablones. Oscar tenía sueño, así que se tumbó en el suelo y se durmió en seguida.
«No pasa gran cosa», pensaba Tarzán. «No hay clientes, ni coches. Todo está como muerto; tampoco en la tienda de neumáticos de al lado de la casa parecía haber mucha animación. Y sin embargo, el padre tiene un coche nuevo y el hijo una moto. Me gustaría saber de dónde sacan el dinero».
—¡Atención! —dijo Gaby.
La puerta de acero de la nave sin ventanas se abrió y King Seibol apareció ante sus ojos.
Llevaba puesto un mono lleno de pintura. Quitándose el gorro, lo lanzó por encima de un montón de tablones podridos. A continuación, abrió la cremallera de su traje de faena desde el cuello hasta el ombligo. Como ya era habitual en él, no llevaba ninguna camiseta debajo. Faltaba la cadena con la medalla.
Empezó a toser fuertemente. Se golpeó el pecho y volvió a entrar en el edificio, del que salió con una bolsa de lino blanco que llevaba el anagrama de una línea aérea.
Se sentó en el suelo y abrió la cremallera de la bolsa, examinando, al parecer, su contenido.
Con cara de enfado extrajo unas tijeras de jardinero, un jersey viejo y roto y un par de guantes de cuero. De repente, su expresión cambió, parecía mostrar incluso cierta alegría: en sus manos sujetaba una botella de aguardiente. La mantuvo a contraluz, como examinando el líquido que contenía. Por un momento daba la sensación de que iba a abrirla para echar un trago, pero luego dudó y desechó la idea, tal vez porque con el calor que hacía no le venía bien el alcohol o porque no quería arriesgarse a perder su permiso de conducir.
En la calle Almacén se oyó el ruido de un coche deportivo. Tarzán afinó los oídos: el motor le sonaba a conocido, pero no conseguía recordar dónde lo había oído antes.
El coche se detuvo. El motor se apagó. Alguien empujó la puerta de entrada y se coló en el patio.
Era Antonio Borello.
—Ése es el marido de la Mibo —les informó Tarzán.
King Seibol le saludó como si se tratara de un viejo conocido y llamó después a su padre, que al parecer, se encontraba dentro de la nave.
King le dijo a Borello:
—No puedes entrar ahora. Aún estamos barnizando a pistola. Tu traje se quedaría hecho una porquería. Hemos elegido el color marrón metalizado, tal como tú querías. Va a quedar muy bien.
El italiano asintió. Parecía de mal humor. Sacó un cigarrillo de una pitillera de oro.
Seibol abrió los ojos de ansiedad. Seguramente le apetecía un pitillo, pero Borello no le ofreció.
El viejo Seibol salió del edificio, limpiándose las manos y los brazos tatuados con un trapo.
—Buenas, Antonio —su voz sonaba servil, como si hablara con un jefe que no estuviese muy contento de él—. Han quedado todos muy bien. Ven a echarles un vistazo.
Los dos desaparecieron en el establo.
King Seibol colocó la botella de aguardiente al lado de su moto.
La bolsa, los guantes, el jersey y las tijeras fueron arrojados al cubo de la basura. Tuvo que apretar mucho, pues el cubo estaba, evidentemente, lleno.
El viejo Seibol y Borello regresaron. El italiano asintió brevemente a algo que padre e hijo le dijeron; luego salió del patio y subió a su coche (esto solo pudieron oírlo, claro). El automóvil se puso en marcha haciendo un ruido considerable.
—¡Este canalla! —dijo el viejo—. Solo es un estúpido presumido, como todos los italianos.
—Pero paga bien —objetó King—. Es lo único que me interesa de él.
King cogió un trapo y se puso a sacarle brillo a su moto.
—¡Qué interés! —comentó Albóndiga—. Dudo que se lave los dientes con tanto cuidado.
Tarzán pensaba. ¿Debería entrar directamente en el patio y meterle la medalla por los ojos? ¿Acusarle? ¿Sería mejor dejarle que se sintiera seguro y poder pillarle in fraganti, cuando preparase otro ataque contra la Mibo?
Gaby, que estaba muy cansada, se apoyó suavemente en su hombro. Tarzán sintió el calor de su cuerpo a través de la camisa y al chico le pareció muy agradable. Se encontraba en una posición un tanto incómoda, solo con un pie en el suelo y el otro contra la valla, pero nada en el mundo le hubiera hecho cambiar de postura.
La proximidad de Gaby le desconcertaba. No podía decidir qué hacer con el caso Seibol.
Entonces, detrás de la valla, se oyeron unas voces muy conocidas por nuestros cuatro amigos.
Beger y Presel entraron con sus bicicletas en el patio. Les seguía un chico pelirrojo que tendría la edad de King.
Llevaba un mono bastante limpio y unas playeras. En los labios sostenía un cigarrillo.
—Hola Fernando —le saludó King.
Beger sacó un paquete de cigarrillos y ofreció a Presel y a Seibol; luego les dio también fuego.
Fernando dijo:
—King, puedes alegrarte de que trabaje en la misma empresa que el espagueti Fabio Leone. Cuando habla por teléfono, puedo oír todo lo que dice sin que él se dé cuenta. Hoy por la tarde piensa quedar con María para ir al cine a ver no sé qué película.
Seibol sonrió con malicia.
—Ya le di en una ocasión tal paliza que luego no podía encontrar ni el camino de vuelta a su casa, pero no sirvió de nada: ese canalla a sigue con la pequeña. Me alegro de que me lo hayas dicho. Hoy por la tarde le daré una, que va a desear salir corriendo hacia su soleada Italia. ¿Os apuntáis?
Beger y Presel sonrieron.
—¡Por supuesto! —dijo Presel.
—Yo avisaré a Bernardo —propuso Fernando—. Así seremos cinco, no sea que lleguen más espaguetis. No lo creo, pero nunca se sabe.
—¿Cuándo nos vemos? —quiso saber Beger.
—La película empieza a las ocho —dijo Fernando.
—Entonces, nos veremos a las siete y media en la esquina del cine —dijo Seibol—. Así, no se nos escaparán. Tú, Fernando, pasarás con tu moto a recoger a Daniel (se refería a Beger) y Bernardo podrá pasar por casa de Joaquín (ése era el nombre de Presel). Todo saldrá bien y la gente tendrá motivos suficientes para hablar de nosotros. ¿Todo claro?
Asintieron.
—¿Es de aguardiente? —preguntó Fernando, señalando la botella que estaba situada junto a la moto de King.
—Sí; aunque alguien ya le ha dado un buen lingotazo, la llevaré hoy por la tarde. Anima el ambiente: dar palizas a los espaguetis y tomar unas copas… ¡Es demasiado para una sola tarde! También las alegrías hay que distribuirlas razonablemente.
Todos se rieron.
Entonces Seibol preguntó si querían ver el coche y entraron en el establo, donde, al parecer, se encontraban los coches ya listos.
—¡Larguémonos! —dijo Tarzán—. Ya no nos vamos a enterar de más cosas, y lo que hemos oído por el momento es suficiente. ¡Qué idea hemos tenido, ha sido una suerte haber estado aquí espiando!
Recorrieron un tramo hasta poder encontrarse fuera del alcance de los otros. Gaby no podía contener su indignación por más tiempo.
—¡Esta banda de canallas es que no para! —exclamó—. Otra vez quieren atacar al pobre Fabio, con lo amable que es. Si se lo cuento a María, no se atreverá a salir de casa, le va a entrar un miedo horrible. ¡Cómo se puede acosar así a la gente! ¡No hay derecho!
—¿Sabes si Fabio tiene amigos? —preguntó Tarzán.
—Claro, cuenta con Luigi y Marcelo.
—¿Son fuertes? ¿Cuántos años tienen?
—Marcelo parece ser fuerte; Luigi, un poco menos. Tienen… bueno, unos 17 años, que yo sepa, como Fabio. ¿Por qué lo dices?
—Porque creo que King y sus amigotes deberían darse cuenta de que sus bestialidades no conducen a nada. Las palabras no han servido para que se eche atrás. Ya le advertí. Así que solo queda utilizar los mismos métodos que él. Esos cinco necesitan una paliza que los deje hechos polvo.
—Se lo merecen —asintió Gaby.
—Albóndiga y yo tenemos que volver al colegio. Ya es la hora. Pero Karl y tú avisaréis a María y, por supuesto, a Fabio. Que lleve a sus amigos. Espero que vengan. Así les podremos tender una trampa a esos bestias.
—¡Fenomenal! ¿Cómo haremos?
—Nosotros cuatro, más Marcelo y Luigi, nos encontraremos como muy tarde a las siete y cuarto delante del pequeño café que está situado en frente del cine. Si no recuerdo mal, por allí hay un patio muy oscuro donde podemos dejar las bicis. Ahí nos esconderemos. Desde el patio hasta el cine no habrá más de treinta pasos y podremos observar a María y a Fabio. En cuanto aparezcan esos tipos, entraremos en acción.
—¡Estupendo! —dijo Gaby—. Yo también me apunto.
Tarzán la miró sorprendido. No podía imaginarse a Gaby dándole una paliza a alguien. Además, por nada del mundo hubiera permitido que se arriesgase.
—Llévate algo de dinero y nos esperas en el café, desde don de podrás verlo todo. No quiero encontrarte en ninguna otra parte. En cuanto comience la cosa, María se reunirá contigo. Las chicas no tienen nada que hacer en una pelea.
Gaby hizo una mueca, pero en el fondo no era tan valiente: solo la indignación le había hecho decir que quería, participar.
—Nos vamos corriendo —dijo Tarzán—. Bueno, entonces, hasta luego.
Él y Albóndiga pedalearon con ganas para estar de vuelta cuanto antes en el internado. Pero a pesar de todo, llegaron tarde a la clase de «Estudio».
No obstante, les sirvió la disculpa de que habían estado en casa de la señora Miller-Borello, librándose así de un pequeño sermón.
Albóndiga parecía desanimado. Mientras terminaban sus deberes, mordisqueaba un trozo de chocolate casi sin ganas.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Tarzán.
—¡NOOO! Bueno…, a ti te lo puedo decir; sé que guardarás silencio: tengo miedo.
—¿Por lo del cine?
—Claro. Beger y Presel son unos matones. El King, qué te voy a contar que tú no sepas. Ese Fernando tiene toda la pinta de poder subirme con una sola mano encima de un armario, y el otro, el tal Bernardo o cómo se llame, no se quedará atrás. Ante eso, nosotros vamos a hacer el ridículo. ¡Qué miseria!
—¿Por qué?
—Bueno, tú no, claro. Que yo no sirvo de nada en una pelea, no hace falta que nadie me lo recuerde; y que Karl es un cerebro con tantos músculos como mi madre, tampoco. No es que seamos unos miedicas, pero es que tampoco podemos hacer gran cosa. No parece que Fabio sea un héroe, y Patitas afirma que Luigi no tiene aspecto de ser fuerte. Solo te queda Marcelo, con el que sí podrás contar.
Tarzán lanzó una mirada al profesor, que por suerte, se había quedado dormido, sentado en su mesa.
En voz baja respondió:
—Estás desvalorizándote, tanto a ti mismo como a Karl. Siempre que ha sido necesario, habéis actuado muy bien. Aún no hemos fijado la estrategia, pero creo que vosotros debéis dedicaros a uno de ellos. Quizá a Beger. Fabio y Luigi se ocuparán de Presel, y Marcelo y yo atacaremos a los tres mayores. ¿Para qué si no, he estado practicando cuatro y cinco horas de judo durante la semana desde hace tres años? La última vez, el profesor me dijo que ya podía conseguir el cinturón marrón, es el último antes del de los maestros. Ya verás como para mí va a ser un juego el enfrentarme a toda esa panda de fumadores y bebedores.
Los ojos de Albóndiga brillaban y decidió comerse antes de la pelea dos tabletas por lo menos. Seguro que así tendría más fuerzas.
Tarzán se concentró en sus deberes, se puso a trabajar con rapidez. Mucho antes de que concluyese la clase, él ya había terminado.
Se quedó bostezando tranquilamente, sentado en su silla. No sentía la más mínima preocupación por lo que les esperaba por la tarde. Al fin y al cabo, ya habían sido muchas las batallas terminadas con la victoria a su favor. Ahora era peor, se estaba aburriendo como un hongo. En ese momento fijó la vista en el periódico local, que el profesor había olvidado sobre uno de los estantes.
«Voy a ver lo que pasa en la ciudad», pensó, abriendo el periódico.
«OLEADA DE ROBOS DE COCHES» decía el titular de un artículo a tres columnas.
Esto le interesaba. Además, el policía Kaltemberger ya le había comentado que los ladrones actuaban cada vez con mayor frecuencia.
El artículo hablaba del triste balance de la pasada semana. Habían sido robados y dados por desaparecidos los siguientes vehículos: un Mercedes, dos BMW, un Jaguar y un Porsche. Uno de los coches pertenecía a un arquitecto y contenía unos planos de gran importancia, de los cuales no poseía copia. Una doble pérdida, por decirlo así.
En el Jaguar, que era de un tal Wilfredo Markof, se encontraba un resguardo de la lotería primitiva con cinco aciertos.
«…no es de esperar que el ladrón recoja el premio»: decía el artículo.
En otro coche se hallaba un líquido tóxico para proteger plantas.
Se suponía, como ya sabía Tarzán, que no se trataba de un único ladrón, sino de una banda organizada que se dedicaba a vender los coches en el extranjero.
Al fin, el timbre dio por finalizada la hora de estudio.