10. La batalla frente al cine
El aire tibio de la tarde acariciaba los campos y la hierba. Hacia a el oeste, el cielo había tomado una tonalidad rojiza, pero aún era de día cuando Tarzán y Albóndiga llegaron a la ciudad. Conocían perfectamente el camino hasta el cine.
La agradable tarde hacía que la gente se echara a la calle. En las zonas donde estaban situados los centros comerciales, mucha gente paseaba tranquilamente viendo escaparates. En las dos terrazas por las que pasaron los chicos no quedaba ni una mesa libre.
El cine estaba algo apartado, al final de una calle no muy transitada que se ensanchaba formando una plaza rodeada de árboles. Frente al cine había un café, aún abierto. Al lado se podía ver un patio ensombrecido por un inmenso castaño, hasta el punto de que quien se metía en él, desaparecía de la vista de cualquier observador.
A la entrada de este patio había un grupo de gente.
Gaby vestía un conjunto de tela vaquera. Karl, apoyado en su bicicleta, tenía las manos metidas en los bolsillos. María Estate había aparecido sin su ratoncito blanco. A los tres chicos se les notaba su origen italiano.
Tarzán desmontó de la bici.
Gaby exclamó:
—Aquí están —y todos se dirigieron hacia Tarzán y Albóndiga.
A Tarzán le bastó mirar fijamente a los tres chicos para saber quién era cada uno de ellos.
Fabio Leone era un tipo soñador, con la piel tan suave como la de una muchacha. Tenía aspecto de ser muy tímido. Ciertamente, nunca había destacado como un aventurero. Tarzán no lograba comprender cómo alguien podía acosar a una persona así.
Luigi era alto y delgado. Iba vestido como si pensara irse a la discoteca: con vaqueros de color rojo, una camisa rosa y un chaleco blanco. Parecía un chico con mucho temperamento. Hablaba sin parar y, en apariencia, estaba nervioso.
Marcelo le dio un apretón de mano con mucha fuerza, y ciertamente era fuerte, pero a su rechoncha figura de ancho pecho le faltaba agilidad. Al menos, eso si había que reconocerlo, no tenía ningún miedo. Sonreía de oreja a oreja y protegía sus muñecas con cintas de cuero.
Tarzán y Albóndiga se presentaron.
—Sois muy amables al haber tomado partido por nosotros —dijo Fabio. Sus dos amigos asintieron.
María dijo:
—Sin vuestra colaboración, lo hubiéramos pasado muy mal esta tarde. Ese King es un bestia.
—¿Entonces van a ser cinco? —preguntó Marcelo.
—Sí, cinco —le confirmó Tarzán—. Y pueden aparecer en cualquier momento. Propongo que nosotros, los chicos, nos escondamos allí, en el patio. María y Fabio se irán a la cola del cine, y Gaby se marchará al café. En cuanto esos tipos aparezcan, María correrá hacia ella, y en caso de que le corten el camino, que intente meterse en el cine.
Todos se mostraron conformes con este plan de ataque.
Luego, Tarzán les explicó quién debería atacar a cada uno, y también estuvieron de acuerdo.
Mientras tanto, se había ido haciendo de noche. En el patio dominaba tal oscuridad, que parecía que se encontraban en un túnel.
Antes de dirigirse hacia el café, Gaby le cogió discretamente la mano a Tarzán.
Fabio se unió a María y, aparentando tranquilidad, caminaron hasta el cine.
Echaban una película de vaqueros. Se situaron junto a las carteleras, haciendo como si estuviesen mirando los fotogramas.
La bicicleta de Gaby ya se encontraba oculta en el patio, y Tarzán, Karl y Albóndiga colocaron las suyas al lado.
Marcelo y Luigi estaban detrás de un pequeño muro, de una altura que apenas les llegaba a las caderas. Esta valla separaba el patio de la acera.
Albóndiga se llevaba chocolate a la boca sin parar.
—Déjalo ya —dijo Tarzán—. Te va a entrar un empacho. Imagínate por un momento que alguien te golpee en la tripa.
—Aguanta lo que le echen —respondió Albóndiga—. La he llenado tanto que está más dura que un balón de fútbol.
Acercándose a los italianos, se dedicaron a observar la calle.
De vez en cuando pasaba un coche. El café estaba lleno de gente.
Gaby había conseguido una mesa al lado de la ventana y forzaba la vista en dirección a los chicos.
Tarzán le hizo una seña con la mano, pero ella no reaccionó. Aunque sabía dónde se encontraban exactamente, la oscuridad le impedía distinguirlos bien.
María y Fabio volvían de vez en cuando la cabeza. Tarzán vio cómo el chico le hablaba para intentar tranquilizarla. Pero ella tenía miedo, y apoyándose nerviosamente sobre un pie, luego sobre el otro, se toqueteaba el pelo una y otra vez, a pesar de que estaba bien peinada.
A las siete y veintisiete Tarzán oyó el ruido de las motos que se acercaban.
Un momento más tarde también pudo verlas. Subían calle arriba. King iba el primero, seguido por el pelirrojo, que llevaba a Beger en el sillín trasero. En la tercera moto iba un tipo de aspecto brutal, cuyo pelo grasiento le colgaba hasta los hombros. Presel, sentado en el asiento de atrás, hacía unos gestos como si tuviera dolor de estómago.
—Precisamente ahora debería ir al servicio —musitó Karl, que estaba junto a Tarzán.
—Bueno, puedo decir a esos tipos que aplazamos la pelea hasta que vuelvas.
—No, no. Me quedo aquí.
Al pasar frente al cine, frenaron algo la velocidad de las motos.
Por la forma en que movían el cuello, Tarzán y los demás se dieron cuenta de que habían descubierto a la pareja.
King detuvo su moto al otro lado de la plaza, y los demás hicieron lo mismo. Tarzán vio que King sacaba de un bolso que llevaba detrás de la moto, la botella de aguardiente, pero, en lugar de abrirla, la colocó en el sillín. Tal vez, quisieran celebrarlo después. Ahora no tenían tiempo, pues María acababa de perder los nervios.
A pesar de que, según los planes, aún debería quedarse un rato más junto a Fabio, echó a correr de repente hacia el café.
Fabio, desconcertado, la siguió, lo cual les acercaba aún más a sus enemigos. Se metieron directamente en la boca del lobo.
Un segundo más tarde los cinco tipos les rodeaban.
—¡Vamos! —exclamó Tarzán.
Este era el momento, pues al parecer, Seibol estaba tan cabreado que no podía contenerse ni un segundo más.
Sin previo aviso, empezó a dar golpes.
Fabio recibió un fuerte puñetazo en los labios. Vaciló unos instantes y luego cayó de rodillas.
Seibol agarró violentamente a la chica por los hombros. Ésta dio un grito. Un instante después, su atacante no comprendía qué es lo que pasaba.
Alguien le había cogido por detrás. Tarzán le hizo volar por los aires. Seibol tropezó contra Presel, que no pudo apartarse, cayendo los dos al suelo.
Presel consiguió caer de costado, pero Seibol fue a dar con el lado derecho de la cara contra el asfalto. El dolor le hizo pegar un grito. Aunque solo le faltaba un poco de piel, su cara apareció llena de sangre, desde las cejas hasta la barbilla.
Los otros se quedaron petrificados durante unos segundos, pero luego superaron el susto.
—¡Vamos a acabar con estos imbéciles! —gritó Bernardo, el melenudo, echándose encima de Albóndiga, que era el que tenía más cerca.
Albóndiga, intentando librarse de él, le dio, de pura casualidad, un cabezazo en la nariz. El melenudo empezó a sangrar y sus ojos se llenaron de lágrimas. Esto le enfureció tanto que agarró del cuello al pobre Willi.
Tarzán vio cómo Marcelo y Fernando intercambiaban fuertes golpes.
Beger, dirigiéndose a Fabio, que aún estaba arrodillado, empezó a darle patadas. Karl salió en ayuda del italiano, colgándose del brazo de Beger como si pretendiera arrancárselo.
Presel acababa de agarrar por la cabeza a Luigi, que había salido ileso de una caída.
King aún permanecía en el suelo.
Albóndiga se estaba poniendo peligrosamente rojo y parecía que los ojos se le fueran a salir de sus órbitas. Necesitaba ayuda. Bernardo, cogiéndole del cuello, le seguía sacudiendo.
Cuando Tarzán le dio un codazo en las, costillas, sonó como si hubiera estallado un globo. Las manos del pelirrojo soltaron el cuello de Albóndiga y se dobló rápidamente, aunque intentó darle a Tarzán un puñetazo en el estómago. Habría sido mejor para él no intentarlo, pues nuestro amigo le atizó un soberano golpe, un manotazo en la nuca. Cayó desplomado. A partir de aquí no volvió a tomar parte en este juego y tuvo la perfecta ocasión de «descansar».
Presel había reducido a Luigi, y en este momento intentaba golpear contra el suelo la cabeza del italiano.
Tarzán le apartó del frágil muchacho y, aunque Presel intentaba defenderse, la llave de judo fue un remedio contundente: salió disparado contra Seibol, que en ese momento estaba ya a punto de levantarse.
Durante toda la pelea, Tarzán, mantenía sus sentidos despiertos, procurando vigilar todo lo que pasaba y actuando con sensatez. Su sangre fría le permitía hacerlo de ese modo.
De nuevo Presel y Seibol fueron a dar con sus huesos en tierra, pero esta vez Presel se golpeó en un hombro. Se quedó en el suelo gimiendo y tocándose la clavícula.
El intercambio de golpes entre Marcelo y Fernando seguía en empate.
Beger, al que Karl continuaba agarrado como si fuese un mono, le dio a Fabio una patada en el pecho.
Atacar a otro que está indefenso es ya el colmo de la brutalidad.
Tarzán agarró fuertemente a Beger, obligándole a darse la vuelta.
—Te lo mereces —le dijo.
Y Beger recibió la mayor bofetada que jamás había sido dada en esta parte de la ciudad.
Sonó como si un hombre de 150 kilos de peso se hubiera lanzado desde un trampolín de tres metros, cayendo de panza en el agua. Beger lanzó un grito, se tambaleó y se quedó sentado en el suelo, moviéndose como atontado y sintiendo que su cabeza se hinchaba como una masa de levadura.
Tarzán se frotó las manos.
«¡Qué golpe!», pensó. «Duele como si me hubiera roto los huesos».
—¡Cuidado! —gritó Albóndiga.
Tarzán se dio la vuelta. Se libró por los pelos de una fuerte patada en los riñones.
King llevaba botas de motorista, un arma bastante peligrosa.
—Eras mucho más ágil como ladrón de bicicletas —le gritó Tarzán.
King, con la cara llena de sangre, ofrecía un aspecto terrible. Sacó una cadena de hierro del bolsillo. Se disponía a golpear con ella, pero Tarzán agarró su brazo levantado y, cogiéndole de la muñeca y del cinturón, le arrojó al suelo.
Seibol no tuvo los suficientes reflejos como para protegerse la cara con las manos, así que volvió a caer sobre el lado que ya se había herido.
Gateó hasta la acera, y allí se sentó, gimiendo como un animal herido.
—¡Alto! —gritó Tarzán.
Dirigiéndose a Fernando, tocó su hombro.
Este se encogió del susto, colocándose en posición de combate. Luego deslizó una mirada a su alrededor.
Bernardo acababa de despertarse del sueño. Beger sollozaba con la cara hinchada; Presel, en el suelo, gemía; Seibol se pasaba un pañuelo por la mejilla.
—Parece ser que no habéis oído hablar para nada de la honradez —dijo Tarzán a Fernando—. Si fuéramos como vosotros, ahora tendríamos que machacarte. Pero ni siquiera mereces que nos tomemos esa molestia.
Tarzán le escupió.
Fernando aguantó la humillación sin mover un dedo.
Absorbido como estaba en la pelea con Marcelo, no se había dado cuenta de que los otros iban siendo vencidos uno tras otro. Ahora, el tipo pecoso estaba más solo que la una. Su cara palideció hasta conseguir el blanco de una sábana.
Tarzán se apartó de él.
Marcelo, Karl y Luigi habían salido completamente ilesos.
Albóndiga se frotaba su dolorido cuello, pero no parecía presentar ninguna herida de consideración.
Fabio se levantó con dificultad. A la pregunta de Tarzán negó con la cabeza.
—No, no necesito ningún médico. El tipo ese me ha dado una patada en el brazo, en el pecho y en un hombro, pero no hay nada roto; solo son contusiones.
Tarzán vio a María, que se encontraba con Gaby en la puerta del café. Las chicas todavía no se atrevían a acercarse.
Como era de esperar, la pelea no había pasado desapercibida. Muchos clientes del café se amontonaban detrás de las ventanas mirando lo que pasaba. Pero nadie había intervenido.
Tarzán y sus amigos se juntaron.
Mientras iban hacia el café, Tarzán miró para atrás. King Seibol, ya en pie, seguía pasándose el pañuelo por la mejilla; cojeando, se dirigía lentamente a su moto.
Tarzán adivinó que iba a ahogar en aguardiente la pena que le había producido la derrota sufrida.
Siguieron andando. Las chicas les salieron al encuentro.
De repente, un grito angustioso hizo que Tarzán volviese la cabeza.
Seibol se retorcía al lado de la moto. Escupió algo y, tosiendo, se arrodilló en el suelo. La botella se deslizó de sus manos.
Cayó a un lado. Seguía gimiendo y escupiendo, se revolcaba sujetándose el estómago con las dos manos.
—¿Pero qué le pasa a ése? —preguntó Albóndiga extrañado—. ¿Ya no soporta el aguardiente?
—Tenemos que ayudarle.
Tarzán salió corriendo en dirección al muchacho.
Los amigotes de King le observaban, pero nadie se movía.
Tarzán se arrodilló junto a Seibol y le preguntó qué ocurría. Pero este, con la cara desencajada, no podía articular palabra.
Una terrible sospecha se abrió paso en la mente de Tarzán. Recogió la botella. El tapón estaba al lado.
Tarzán olió el contenido. No entendía de bebidas alcohólicas, pero aquel líquido tan claro como el agua, del cual aún quedaban en la botella como dos dedos, no parecía aguardiente, sino más bien algún desinfectante.
«Ha sido un error», se le pasó por la cabeza. «Sin darse cuenta ha cogido una botella equivocada, con algún producto tóxico. ¡Qué horror! ¡Cómo no lo habrá notado, si hasta un ciego se hubiera dado cuenta! ¿Estaba tan atontado después de la paliza?».
Tarzán se levantó de un salto.
—Cogedle. Intentad que vomite. Ha tomado algún veneno. Vuelvo en seguida.
Salió disparado hacia el café, pasando junto a las chicas sin detenerse siquiera. Una vez dentro, le paró una camarera, que al parecer, había observado la pelea, pero sin enterarse de quién tenía la culpa.
—Aquí no puedes…
—Tengo que hacer una llamada para pedir una ambulancia urgentemente. Uno se ha tomado un veneno por equivocación. Corre peligro de muerte. Por favor, pregunte a sus clientes si entre ellos hay algún médico que pueda hacer algo, lo que sea.
—¿Cómo? Ah, sí. El teléfono está allí.
Tarzán pidió una ambulancia al Hospital Municipal. Les dio la dirección exacta, añadiendo que parecía tratarse de una intoxicación.
Acto seguido, llamó a la policía.
Cuando regresó al lugar de los hechos, vio cómo Fernando y Bernardo montaban en sus motos y se daban a la fuga, largándose sin la menor preocupación por los otros. Ni siquiera se les ocurrió llevarse a Presel o a Beger.
Estos, al igual que nuestros amigos, rodeaban a Seibol. Un hombre mayor se había acercado hasta su lado. Dándole media vuelta, le colocó en la postura adecuada.
Se levantó.
—No puedo hacer más por el momento —dijo.
—¿Es usted médico? —preguntó Tarzán.
El hombre asintió. Él también había olido la botella.
—Parece un compuesto muy tóxico. Es una locura haber llenado con esto una botella que lleva puesta una etiqueta de vodka. Por suerte, escupió en seguida la mayor parte, pero algunas gotas…
No siguió hablando. Seibol se quejaba de un modo espantoso. Su rostro descompuesto estaba cubierto de sudor; los ojos se salían de sus órbitas.
Tarzán agarró a Presel por un brazo.
No ofreció ninguna resistencia. Su cara estaba tan blanca como la cal.
De Beger no se podía decir lo mismo. La piel le ardía allí donde Tarzán le había descargado la bofetada. Pero parecía estar haciendo lo posible por no desmayarse.
—Teníais pensado beber todos de esa botella, ¿verdad? —dijo Tarzán dirigiéndose a Presel—. Tú hubieras podido ser el primero en echarse un trago a la garganta. En ese caso, serías tú el que estuviese ahí en el suelo.
Observó a Presel.
Su mandíbula temblaba y le castañeteaban los dientes. La idea de que hubiera podido ser él el envenenado le producía escalofríos. Ello y la dura pelea habían terminado con su resistencia. Su aspecto daba pena.
Tarzán, instintivamente, se aprovechó de la situación, percatándose de que era el momento oportuno para interrogarle.
—Tenéis orden de hacerle la vida imposible a la señora Miller-Borello, ¿verdad?
Presel asintió.
—¿De quién?
—De… de… su marido. De Borello.
—¿Tú y Beger teníais que incitar a 8° A a ponerse en contra de ella?
—Sí.
—¿Y qué os había prometido?
—Nos dio 500 marcos a cada uno y, además, nos ha prometido un puesto de trabajo en su empresa.
—¿Y los ataques contra su casa y su coche?
—Eso no hemos sido nosotros.
—¿Quién si no?
—King. Y Bernardo Krause.
—¿Y Fernando?
—No, ése no tiene nada que ver en el asunto. Solo se dedica… Bueno, se apunta de vez en cuando.
—¿Cuál es su apellido?
—Wagner.
Tarzán le miró con ojos escrutadores. Estaba destrozado. El miedo le hacía sudar y su hombro contusionado le colgaba como una ala rota.
—Has hecho bien en decírmelo, Presel. Estas cerdadas no te han aportado nada bueno. Solo enemigos y desprecio. ¡Déjalo! Yo que tú me disculparía ante la Mibo y olvidaría el puesto en la empresa de un delincuente como Borello. Lo que fueras a aprender allí te conduciría a la cárcel directamente.
Presel le miró, atento y ausente a la vez. Parecía no haber entendido del todo el sentido de sus palabras.
—Por… por… por favor, no le cuentes a nadie que te lo he dicho yo —murmuró.
Tarzán le dejó donde estaba, pues en ese momento llegaba la ambulancia.
Rápidamente, colocaron a Seibol en una camilla que introdujeron en el vehículo. Con las sirenas y las luces encendidas, la ambulancia salió disparada hacia el Hospital Municipal. Un médico de urgencias y una enfermera se ocuparían del chico durante el trayecto.
Karl había explicado cuanto sabía a las dos chicas. Gaby quería preguntarle algo a Tarzán, pero en ese momento llegó el coche de la policía.
Fue preciso que transcurriera un buen rato hasta que tomaran nota de todo el incidente. Cerraron la botella y la guardaron.
Nadie pudo contestar a la pregunta de cómo había llegado h el líquido tóxico a la botella. Tal vez tuviera que ver con alguno de los Seibol. La policía anotó la dirección de la familia.
Una vez que los policías se hubieron marchado, nuestros amigos de PAKTO siguieron allí un rato hablando con los italianos.
Todo eran suposiciones y nadie podía explicar cómo había sido posible un error así.
Presel y Beger se habían marchado discretamente.
Gaby y María estaban especialmente preocupadas, pero tampoco los chicos se hubieran podido imaginar un final tan trágico para la pelea. Le enemistad se olvidó y todos deseaban que King sobreviviese.