6. En mala compañía

El restaurante estaba situado en una plaza muy concurrida. Ante la falta de huecos para aparcar mejor, algunos clientes habían subido sus vehículos a la acera. Eso sí, el espacio frente a la FATTORIA era lo suficientemente grande como para que allí hubiera cabido un avión.

Tarzán apoyó su bicicleta en una jardinera, cuyo tamaño era a como el de una bañera. No pudo echar la cadena, lo que le causo cierta preocupación. Se decidió, por tanto, a no perderla de vista ni un momento y a observarla a través de las ventanas del restaurante.

Pasó al lado de un Ferrari de color gris metalizado.

En el otro extremo de la jardinera se encontraba la moto de Seibol, lo que indicaba que el tipo aún seguía allí.

Tarzán entró en la FATTORIA.

A esas horas había poca gente. Dos camareros se aburrían en el comedor. Al fondo, una pareja con tres niños almorzaba en una mesa del rincón.

En la barra, y de espaldas a la puerta, estaban sentados dos clientes.

Uno de ellos era King Seibol; el otro, un tipo moreno muy elegantemente vestido. Llevaba un traje de seda de color crema, unos zapatos claros y un pañuelo azul sobre el que, en la nuca, se le enredaban los cabellos.

Ambos bebían vino, servidos por una chica rubia que se encontraba detrás de la barra.

La camarera les preguntó en ese momento:

—¿Desea otra botella del mismo vino, señor Borello, o prefiere cambiar de marca?

—Beberemos «Laguno» —respondió con voz ronca el aludido, que parecía un enfermo de faringitis.

¿Borello?

Tarzán se quedó estupefacto.

«¿No será el marido de la Mibo? Fácil que sí: Borello es un apellido bastante raro, al menos en este país. Sí, seguro que se trata de él», siguió pensando Tarzán. «Pero ¿qué tendrá que ver ese tipo con Seibol?».

Borello y Seibol no se percataron de que alguien estaba detrás de ellos.

El italiano sacó la mano del bolsillo. Entre sus dedos sostenía un billete. Tarzán pudo ver con claridad que se trataba de un billete de mil marcos[2].

Se lo entregó a King diciéndole:

—Hasta ahora lo has hecho muy bien. Después de esta pasta, habrá más. Sigue en ello, amigo mío.

—¡Lo conseguiré! —respondió Seibol—. Ella tendrá que rendirse muy pronto.

En ese momento, se dieron cuenta de que alguien les estaba observando, ya que la rubia miró en dirección a Tarzán.

Borello volvió la cabeza.

Era un hombre atractivo: de perfil bien dibujado, dientes brillantes, con unas ligeras bolsas bajo los ojos, apenas insinuadas… Pero sus ojos le parecieron a Tarzán tan fríos como el cristal.

Seibol se giró.

Él y Tarzán se miraron durante un instante. Seibol abrió los ojos lleno de asombro.

—¿Me reconoces? —preguntó Tarzán—. Supongo que estarás muy contento de verme, ¿no?

Seibol cerró la boca y echó mano a su pendiente, que, pese a que su cabeza estaba quieta, se movía sin parar.

—¡Mira por la ventana! —exigió Tarzán.

—¿Cómo? ¿Para qué? ¿Quién eres y qué es lo que quieres?

—Pero si lo sabes perfectamente, sucio ladrón. Mira allí, donde la jardinera. ¿Conoces esa bicicleta de algo?

Todos podían contemplarla a través de la ventana.

—¿Te asombra? —siguió hablando Tarzán—. La policía acaba de sacarla de tu garaje. Ahora te están buscando. Ya han detenido a tu padre por cómplice, y yo tengo unos irreprimibles deseos de hacerte tragar esa ridícula cadena junto con el emblemita. Pero no merece la pena ni tocarte; me ensuciaría las manos.

Tarzán pensó que un insulto tan duro le caería como un martillazo, pero, al parecer, Seibol no había llegado ni a oírlo.

Estaba pálido como la cera. Tragó saliva.

También Borello reaccionó de forma inesperada para Tarzán. El susto había dilatado sus pupilas. Parecía turbado y jugueteaba nervioso con su pañuelo.

Seibol se bajó del asiento.

«Ahora viene a por mí», pensó Tarzán. «Le daré una paliza tal, que no la va a olvidar durante el resto de su asquerosa vida».

Pero Seibol pasó por su lado y echó a correr.

—Tengo que hacer una llamada —le dijo a Borello en voz baja.

Y desapareció por una puerta que, al parecer, no solo conducía a los aseos, sino también al teléfono público.

Borello ya se había recuperado. Su mano, que sujetaba un vaso, parecía totalmente tranquila. Se llevó el vino a la nariz para olerlo y luego echó un trago.

—¿Quién eres? —le preguntó a Tarzán.

—Ya se lo contará ese animal. Pero ¿quién es usted? Su nombre me suena. ¿Es el marido de la señora Miller-Borello?

Una expresión de alerta se posó en los ojos del italiano.

—¿Y qué?

—En ese caso, su mujer es demasiado buena para usted. Seguro que le exigía que aguantase a ese ladrón, a ese tipo con aspecto de matón, a ese canalla que maltrata a los de su propio país y del que parece no separarse, pues incluso le ha dado mil marcos para que continúe haciendo el salvaje. Negocios más bien turbios, ¿verdad? Si es así, su hijo puede estar muy contento de que, dentro de muy poco, usted ya no tenga nada que ver con su educación.

Tarzán respiró profundamente. ¡Vaya parrafada que había soltado! Su mal humor casi se había calmado. De pronto, comprobó sorprendido que la cara de Borello se había transformado. Su rostro parecía congestionarse y en las sienes se destacaban oscuras venas del tamaño de un dedo.

—¿Qué tiene que ver Marco con todo esto? —gritó Borello—. ¡Es mi hijo! ¡Mio! ¡Y yo haré que vuelva conmigo! ¡En mi casa, y solo en mi casa, estará bien!

—En casa de su mujer se encuentra estupendamente —dijo Tarzán con mucha calma—. Salta a la vista. Es un muchacho guapísimo, y muy simpático.

—¡Cállate! —gritó Borello, añadiendo algo en italiano que sonaba igual que una maldición o que un taco de los más feos.

—Non capisco. Parli adagio —dijo Tarzán, utilizando para ello las únicas palabras que conocía en italiano, es decir: no entiendo. Hable despacio.

En ese momento, Seibol regresó. Su rostro estaba rojo de ira.

—¡Todo es mentira! —gritó—. Este mocoso miente. Mi padre está en casa y ese estúpido poli tuvo que largarse porque…

Se detuvo.

—Porque no había pruebas —concluyó Tarzán—. Por desgracia así fue. Pero tú has estado a punto de morirte de miedo, ¿verdad?

—¡Échale! —ordenó Borello a King—. Y dale en los morros, pero no antes de llegar a la calle.

—No hay nada que me guste más, Antonio.

Seibol sonreía diabólicamente mientras se acercaba a Tarzán caminando con las piernas abiertas y rígidas, como un matón del lejano Oeste.

Un segundo más tarde se cala de culo con tal fuerza, que os vasos de la barra tintinearon.

Más rápido que un rayo, Tarzán le había golpeado en las piernas haciéndole perder el equilibrio.

Seibol lanzó un grito.

Su rabadilla había sufrido un fuerte golpe contra el suelo de azulejos.

—No quiero convertir el restaurante en un campo de batalla —dijo Tarzán—, aunque merecerías una paliza por tu sucio robo. Pero estoy seguro de que en otra ocasión volveremos a vernos las caras. Ah, otra cosa: María Estate y Fabio Leone son, a partir de ahora, mis protegidos personales y los de mis amigos. No vuelvas a meterte con ellos, porque entonces ni en Navidades estarías fuera del hospital. Esto vale para ti y para tus amigotes.

Lanzó a Borello una mirada de desprecio y, tras despedirse y amablemente de la rubia y de los dos estupefactos camareros, salió a la calle.

Durante todo el tiempo no había perdido de vista su bicicleta.

«¡Qué racha!», pensaba. «Ya es el segundo local en el que hoy me han visto metido en líos. Si sigo así, voy a coger mala fama. Bueno, de todas formas no es culpa mia. A me han robado y conmigo se metieron Beger, Presel y Seibol».

Estaba más claro que el agua que los chicos de 8° A tenían alguna relación con el asunto. Puesto que Seibol no conocía a Tarzán, eran ellos dos los que le habían inducido a robarle.

Cuando Tarzán montó en su bici, descubrió que al otro lado de la plaza había una tienda de bicicletas.

Se puso en marcha hacia allí y, aunque sintió sobre su espalda las miradas enfurecidas de esos dos desgraciados, no volvió la cabeza.

La tienda era atendida por una amable señora que se le quedó mirando mientras aparcaba su bici.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. No hay nada mejor en el mercado. ¿Te propones ser un profesional?

—No, solo amateur —se rio Tarzán.

Compró una cadena con el candado más fuerte que había. Al pagar, miró por casualidad hacia la ventana.

Borello y Seibol salían de la FATTORIA en ese momento.

Hablaban confidencialmente, con las cabezas juntas.

Luego King subió a su moto y salió disparado. El italiano montó en el Ferrari de color gris metalizado.

—«¡Vaya, vaya! ¡Cuánta pasta debe de tener este tío!», pensó Tarzán, pues el coche era un modelo supermoderno y uno de los más caros del mundo.

—Ten cuidado de que no te roben la bici —le aconsejó la mujer.

Tarzán, sonriente, le dio las gracias. Le pareció más oportuno no contar la batalla, porque además ya iba siendo hora de volver al internado.

Salió de la tienda y, tras colgar la cadena debajo del sillín, subió a la bicicleta.

—¡Eh, chico! —gritó alguien al otro lado de la plaza.

Tarzán alzó la vista y comprobó que era a él a quien se dirigían.

Uno de los dos camareros italianos se encontraba delante del restaurante, haciéndole señas para que se acercara.

«Voy a ver qué quiere», pensó Tarzán, yendo de camino hacia allí.

El camarero mostraba una amplia sonrisa. Llevaba una especie de pseudotraje folklórico italiano: los pantalones oscuros, la camisa blanca, el chaleco rojo y una faja Verde, que sin embargo, no podía ocultar su barriga.

Tenía un bigote gigantesco, que destacaba junto con sus mofletudos carrillos.

—Muchacho, no te puedes imaginar la alegría que me has dado poniendo en ridículo al cerdo ese. Se lo venía mereciendo desde hace mucho tiempo. Me refiero a Seibol. Pero ten cuidado con Borello. Bueno, solo quería decirte que tuvieses cuidado.

—Muchas gracias por el aviso. Pero ¿es realmente tan malo?

—Peligroso, eso es lo que es. No todos tienen el valor de decirle a la cara lo que tú le has dicho.

—¿Por qué? En realidad no ha sido nada, ¿sabe usted a que se dedica?

—Es vendedor de coches, tanto nuevos como de segunda mano. Se trata de un hombre muy rico. Y bastante bruto. Es casi un mafioso —le revelo en voz baja, aunque no se encontraba a nadie cerca—, o al menos eso dicen. Sus enemigos no tienen muchos motivos para estar contentos. Todo tipo de gentuza trabaja para él.

«Seguro que está exagerando», pensó Tarzán. «No creo que Borello pertenezca a la Mafia, a esa organización de origen siciliano que extiende sus redes por todo el mundo. Al parecer, para los italianos cualquier gángster es miembro de la Mafia».

—Ha sido muy amable por contarme todo esto —dijo Tarzán, estrechando la mano del camarero.

Luego se marchó hacia el internado.

Cuando llegó, la hora de «Estudio» estaba a punto de terminar.

El señor Lember, profesor de Lengua de 8° A, les vigilaba. Aunque normalmente solía andar ensimismado y abstraído en sus cosas, todos los alumnos apreciaban a este amable profesor por sus enormes conocimientos.

Se había percatado de la ausencia de Tarzán.

Sorprendido, escuchó la justificación que le daba.

—Eso sí que ha sido un golpe bajo, es increíble —movió la cabeza estupefacto.

Tarzán le había contado todo lo referido a Seibol, pero omitió los nombres de Beger y Presel. Se habría organizado un buen lío y, además, su culpabilidad solo era demostrable si King confesaba, lo que no parecía muy posible.

Albóndiga que, como los restantes alumnos, había escuchado el relato, se metió en la boca un gran trozo de chocolate —debido a los nervios, claro.

El tiempo que faltaba para que se acabara la clase Tarzán lo dedicó a terminar una traducción de francés, el único deber por escrito que tenían para el día siguiente.

Después, Albóndiga y él subieron al NIDO DE ÁGUILAS.

—Son increíbles las cosas que te pasan mientras los demás estamos sudando, rodeados de libros de texto —dijo Albóndiga dejándose caer en la cama.

—Y lo que he contado a Lember no es todo.

Se lo relató sin olvidar ni un detalle.

—¡Qué canallas! —exclamó Albóndiga refiriéndose a Beger y a Presel—. Estoy seguro de que pronto se van a encontrar con su merecido.

—No puedo quitarme una sospecha de la cabeza.

Tarzán se sentó en al alféizar de la ventana y rodeó sus rodillas con los brazos.

—¿De qué se trata?

—Me pregunto si Borello tendrá algo que ver con los ataques a la Mibo. Aún es su mujer aunque estén separados. Tal vez al principio de su matrimonio se hiciera el simpático y disimulase.

Luego, ella descubrió que era un gángster y se acabó la historia de amor. Le abandonó y quiere el divorcio, ¿qué te parece?

—Entiendo lo que quieres decir —respondió Albóndiga—. Está dolido en su amor propio y, en vez de separarse por las buenas, tira piedras contra las ventanas de su mujer, estropea su coche, la insulta por teléfono, etcétera; pretende…

—No, todo eso no lo hace él mismo —interrumpió Tarzán—. Borello tiene gente que trabaja para él, mientras él dirige las operaciones en la sombra, sin mover un dedo. Él es el jefe y paga a los suyos para que hagan el trabajo sucio en su lugar.

Albóndiga asintió.

—El trabajo sucio tiene sus basureros, sin ofender a esos honrados trabajadores sin los cuales nos ahogaríamos en porquería. Llevas razón. Borello cuenta con tipos como Seibol, al que le pagó mil marcos. ¿Qué dijo?

—«Lo arreglaré. Ella se rendirá pronto». Fin de la cita textual.

—Muy sospechoso.

Siguieron elucubrando durante un rato.

Tarzán abrió una ventana.

El agradable viento de la tarde entró en la habitación. Al oeste, el sol rozaba ya el horizonte. Sus rayos bañaban de luz crepuscular los límites del bosque. Por encima de la amplia superficie del colegio volaban las golondrinas.

Desde la cocina, salía todo el rumor de los tintineos de platos, cacerolas, tenedores, cuchillos y sartenes.

Dentro de un cuarto de hora, todos se reunirían en el comedor para cenar.

«¡Qué cantidad de gente!», pensó Tarzán. «No puedo imaginarme comiendo solo o en el reducido circulo de una pequeña familia, ¿sería igual de divertido?».

—¿Puedes oler qué hay de cena? —preguntó Albóndiga.

—De bebida té aguado.

—¿Es que quieres tomarme el pelo? Desde que estoy en este colegio siempre ha habido de bebida té aguado. Me refiero a la parte sólida y alimenticia del banquete que nos espera.

—Huele a algo pesado.

—¡Ay, no! —protestó Albóndiga—. Entonces, seguro que tendremos bocadillos de salchichón.

—También huele a cebolla.

—Eso suena mejor. Solo en raras ocasiones nos ponen fresas; lo que es una pena es que sepan a cebolla.

—Vete con ese cuento a la jefa de cocina y te convertirá rápidamente en un estofado con el que tendrá para darnos de comer hasta finales de otoño.

—Eso seria practicar el canibalismo. Además, yo me llevo fenomenal con la cocinera. Tiene una gran sensibilidad para los gourmets.

Cuando sonó el timbre que anunciaba la cena, bajaron en dirección al comedor, mezclándose con la agitada masa de estómagos hambrientos que se dirigía hacia allí.

En la entrada, menudeaban los empujones y las apreturas.

Albóndiga, tan ansioso como siempre, intentó abrirse camino a golpes, pero se quedó atascado entre la manada de alumnos.

Tarzán pertenecía al reducido grupo de estudiantes que nunca recibía golpes, o al menos intencionados: se había corrido de boca en boca su fama de buen judoca.

Pero en esta ocasión le dieron un fuerte empujón en la espalda que le hizo tropezar hacia delante, yendo a caer contra un alumno de COU.

Tarzán se disculpó en seguida y, rápidamente, se dio la vuelta y agarró al chico que se encontraba justo detrás suyo.

Desconcertado, miró la cara de terror que ponía Ulrich Kanter-Rank.

—Perdona, Tarzán, yo no quería… alguien me ha hecho tropezar. Estuve a punto de caerme y te he dado con el codo en la espalda.

Era totalmente imposible que Ulrich Kanter-Rank lo hubiera hecho a propósito.

El chico, que tenía también 13 años, era uno de los poco internos de 8° A.

Parecía una mala copia de un muñeco de papel. Llevaba el pelo cortísimo y era una completa nulidad, tan blando que no se atrevía nunca a hacer nada. Un inútil en cuestiones deportivas, sin olvidar que jamás tenía una opinión propia. Pertenecía a ese tipo de gente que no quiere peleas con nadie y siempre dice lo que los demás quieren oír.

A Tarzán no le gustaba, pero le compadecía. Le soltó.

—De acuerdo; pero mi riñón izquierdo está bailando la rumba.

En una ocasión, los hermanos Busjager, del dormitorio APACHE, fueron a darle una paliza por una tontería de nada. Tarzán se interpuso y se mostró dispuesto a defenderle, lo que no fue necesario, ya que ni en sueños se les hubiera ocurrido a los hermanos Busjager atacar a Tarzán.

Cuando Tarzán llegó a la mesa, Albóndiga ya estaba sentado.

—Oye, Tarzán, tenemos una sensacional novedad: té aguado.

—¿Y además?

—Sardinas con patatas y cebollas.

Albóndiga sacó de su bolsillo una reblandecida tableta de chocolate.

—Va bien con todo. Menos mal que me autoabastezco.

Mientras cenaban, Tarzán miraba su plato pensativamente.

—¿No te gusta? —preguntó Albóndiga.

—Sí, sí.

—¿Estás buscando fresas en medio de la salsa?

—¡Tú, siempre pensando en comer! En mi cabeza los pensamientos giran alrededor de cosas más importantes.

—¿Ah sí? ¡Cuéntame!

—Estoy pensando en hacerle un interrogatorio a Kanter-Rank.

—¿A ese enano mental? ¿Por qué?

—Vamos a ver, ¡piensa de una vez, pedazo de tragón! Está en 8° A.

—¡Ah, claro! Se me había olvidado —Albóndiga se echó media sardina a la boca—. Cuando le veo pienso siempre en los centros de preescolar y en las guarderías.

—No es tan tonto.

—¡Bah!, yo tampoco soy tonto —repuso Willi—. Pero, fíjate en mis notas: incluso para un analfabeto serían una verdadera vergüenza.

Hizo un extraño sonido. Se había tragado la sardina de golpe, se atragantó, empezó a toser y Tarzán le tuvo que golpear en la espalda.

—Ahora ya está abajo —jadeó Albóndiga—. Pero se defendía de ser tragada.

—Y si vacías otra jarra de té, tu sardina tendrá una hermosa piscina en la cual podrá nadar esta noche.

—Buena idea. ¿Por qué quieres hablar con ese mequetrefe?

—Porque está en 8° A, ¿es que no te lo he dicho ya? Podrá decirnos qué ocurre allí normalmente, contra la Mibo, quiero decir.

—¿Crees que nos lo dirá?

—Solo tienes que ponerle un gesto de amenaza y te lo suelta todo —dijo Tarzán con desprecio.

Ulrich Kanter-Rank estaba sentado tres mesas más allá. No conversaba con nadie, se limitaba a masticar las sardinas. Tenía manchas en las comisuras de los labios.

Tarzán esperó a que se levantase y torpemente, como siempre, se acercara a la salida.

Él y Albóndiga le siguieron.

Albóndiga solo había tomado tres raciones, de lo que se lamentaba con una voz ininteligible, pues aún seguía masticando.

Como reserva, se llevó a escondidas, debajo del jersey, tres grandes patatas.

—¡Maldita sea! ¡Qué calientes están! ¡Me van a salir ampollas en la tripa!

Alcanzaron al muchacho.

Indeciso, se encontraba frente al tablón de anuncios, como si no supiera dónde ir.

—Oye, quería preguntarte una cosa —dijo Tarzán—. ¿Tienes tiempo?

—¡Claro! ¿De qué se trata?

Aún tenía sucia la boca.

—No podemos hablarlo aquí. ¿Te vienes a nuestro cuarto?

—Sí.

Subieron las escaleras hasta el segundo piso. Ya en el NIDO DE ÁGUILAS, Ulrich se sentó en el taburete de Tarzán.

Albóndiga le ofreció chocolate y Ulrich lo tomó como si no hubiera comido desde hacía tres días.

—¿Qué opinas de la Miller-Borello? —preguntó Tarzán.

—¿De la Mibo? ¿Que qué opino? Um. No sé. Realmente… en el fondo nunca me he puesto a pensar detenidamente sobre ella.

—¿Se puede decir que es una persona bastante maja y una excelente profesora?

Ulrich se movía nervioso en el taburete.

—Sí, sí; creo que tienes razón.

—¿Y quién más piensa así en vuestra clase? A fin de cuentas es vuestra tutora y vosotros deberíais tenerlo muy claro.

—Um. No sé. Algunos; tal vez, la mayoría. Aún no he hablado con nadie de esto.

Tarzán reprimió su desagrado. Este idiota no reflexionaba acerca de nada para evitar tener que dar su propia opinión y tampoco hablaba con nadie.

—Así que podríamos decir que la Mibo cae bien a la mayoría —siguió Tarzán—. Pero eso no os impide machacarla. Todos participan. Tú, Ulrich, tampoco te excluyes. Sois el peor grupo de todo el colegio. Estáis aterrorizando ala Mibo. Hacéis todo lo posible para que un día pierda los nervios. Es la mayor guarrada que he visto hacer en este internado, y no he llegado antes de ayer. Y ahora, Cuéntame lo que realmente está ocurriendo.

Ulrich estaba sentado con la cabeza gacha. Su cara expresaba no entender nada.

—¿Qué quieres decir, Tarzán?

—Quiero que me cuentes por qué estáis incordiando continuamente a esa mujer.

—¿Cómo? ¡Ah, eso! Ni idea. Quiero decir que desconozco el motivo. Beger y Presel así lo han decidido. Los otros están de acuerdo. Y ya… eso les gusta a muchos. Pero a mí no me gusta nada —añadió rápidamente—. Yo soy muy reservado; realmente no hago mal a nadie.

—¿Así que Beger y Presel soliviantan a la clase?

Ulrich asintió.

Tarzán movió la cabeza sin comprender nada.

—¿Y todos participan? ¿Y nadie se opone? ¿Toda la clase de 8° A no es más que un hatajo de borregos?

—No, eso no. Pero todos tienen miedo. Cuando empezó la cosa, tres externos se negaron a seguirles el juego: Frank, Dipo y Raúl, y esa misma tarde, en la ciudad, les dieron una paliza que les dejaron medio muertos.

—¿Quién les dio esa paliza?

—Beger y Presel estaban presentes, y además tres tipos ya mayores con pinta de macarras; a uno le llaman King. Después de esa experiencia, Frank, Dipo y Raúl son los mayores fanáticos y colaboran sin oponerse a nada; es comprensible, no quieren arriesgarse. Al fin y al cabo, que cada palo aguante su vela. Ese incidente sirvió de aviso para los demás. Nadie se opuso a partir de ese momento. Beger y Presel tiene el apoyo total de ese King y sus amigos. Todo 8° A está muerto de miedo. Esos tipos suelen golpear en los riñones y en el estómago y duele aunque pasen varios días.

Ulrich palideció. La idea de que él podía ser la próxima víctima le horrorizaba.

—Vale —dijo Tarzán—. Eso era todo lo que quería otra cosa más, ¿mañana os dará clase?

—Sí, dos horas seguidas de Inglés.