Capítulo XXXV
“El que se ocupa demasiado en hacer el bien
no tiene tiempo de ser bueno”
Rabindranath Tagore
La buena noticia es que no estoy en manos del Culto. La mala, es que lo estaré si mis nuevos amigos descubren que pueden sacar algún beneficio con mi entrega. Como dice Alí: “Nada personal, solo busines”.
Alí es el hombre grande y calvo, y el único que habla castellano gracias a que pasó varios años en España, donde consiguió los papeles trabajando en la construcción. Algún turbio asunto sobre el que he preferido no preguntar, lo empujó a mudarse a la vecina Francia. El nervioso y delgado joven que me registró me es presentado como Loui, aunque recuperando mi vieja costumbre de poner motes a todo el mundo, lo he bautizado como “Ratilla”. Mari, (aunque por como lo pronuncia Alí, suena más como “Magí”) es una chica pequeña, delgada y nervuda, que hace las funciones de enfermera. No habla mucho, ni en francés ni en ningún otro idioma y me recuerda a una versión yonki-postnuclear de la protagonista de Amelie. Por último, manteniéndose a una distancia más que prudente, hay un niño al que se refieren como “l’enfant”. Supongo que no son amigos de los nombres largos o complejos. El pequeño, al que calculo una edad inconcreta entre los diez y los trece años, me mira con unos ojos azules, tan expresivos como los de un tiburón. Entre sus manos, sostiene una escopeta de cañones recortados, que no creo que me cambiase ni por una videoconsola de última generación (suponiendo que tuviera donde y a que enchufarla). No me cabe la menor duda de que va camino de convertirse en un psicópata de primera.
«La nueva generación que heredará el mundo».
Por lo que parece, Marcos está jodido de verdad. Anda con delirios en inglés y castellano, por suerte, ambientados durante su intrascendente infancia. El pobre cabrón, tiene los tímpanos reventados, lo que no solo le dejará sordo, sino que afectará a su equilibrio. En un derroche de generosidad, Alí ha compartido sus escasas provisiones y medicamentos conmigo, aunque sospecho que se trata de un gesto más cercano a la inversión, que a la filantropía.
Le he contado una bonita y creíble historia sobre dos desertores del ejército Español, que se han refugiado en la vecina Francia para evitar una ejecución sumarísima. Mi historia cuenta con casi todos los elementos: penalidades, acción, asesinato e inmigración clandestina. Alí me deja creer que se la ha tragado. Pero sé perfectamente que no lo ha hecho, o por lo menos, no del todo.
«Prefiere tenerte tranquilo y controlado hasta saber a quién puede vender tu pellejo».
Vuelvo a sentirme algo mejor y hasta soy capaz de levantarme y caminar. Pero tengo claro que me encuentro bajo vigilancia.
Cuando inicio un corto paseo por los alrededores, soy consciente de tener varios pares de ojos fijos en mis movimientos. Nos encontramos junto a lo que parece una fábrica abandonada. Las paredes de ladrillos pintarrajeados por grafitis me traen fugaces recuerdos de mi ciudad natal. El sonido de unos pasos a mi espalda, me indica que me he alejado todo lo lejos que van a permitir que me vaya hasta que tensen la cuerda. Alí se aproxima caminando distraídamente y me ofrece una lata de CocaCola.
—Tenemos poca agua —me explica mientras atrapo la lata que me arroja—, pero hace poco, dimos con un camión lleno de esta porquería.
Pese a estar calentorra, degusto con auténtico placer la bebida refrescante de extractos, una de las cosas que más voy a echar de menos en el futuro. Sobre todo teniendo en cuenta que dudo que quede alguna planta en funcionamiento.
«Ten cuidado con el azúcar. Te recuerdo que tu higiene bucal se está viendo resentida y puede ser complicado encontrar un dentista hoy en día».
Mientras doy un largo sorbo al refresco, Alí inicia una conversación con visos de interrogatorio.
—Tu amigo no parece español —comenta él—, en sus delirios, utiliza mayormente el inglés.
—Ha viajado lo suyo.
Como quien no quiere la cosa, me fijo en la pistola de nueve milímetros que mi interlocutor lleva al cinto. Pero descarto intentar hacerme con ella.
«Puede que no tengas otra ocasión».
—Ya veo —responde Alí.
Los dos continuamos caminando en silencio por las inmediaciones de la fábrica. Finalmente, el hombretón me coloca una mano sobre el hombro y mirándome directamente a los ojos, me pregunta:
—Dime solo una cosa. —El sujeto me muestra la jeringuilla, que contiene la sustancia, que se supone puede apresar al líder dentro del cuerpo que ocupa—. ¿Qué es esto?
«Cuidado con lo que dices».
El cabrón paranoico nunca parece estar cuando Gabriel entra en mis sueños. Pero curiosamente, siempre está al corriente de lo que allí se cuece. La mejor mentira es la que está confeccionada con verdades.
—No lo sé con seguridad —admito—, pero existe la posibilidad de que pueda contribuir a mejorar las cosas.
Alí entrecierra los ojos.
—¿En qué sentido puede contribuir a ello? ¿Qué es lo que se supone que puede hacer esto?
«No se te ocurra decirle que es un nuevo y revolucionario crecepelo»
—Es una muestra de tejidos —miento—, que en las manos apropiadas puede ayudar a desarrollar una cura contra esa especie de rabia.
Los labios de mi interlocutor se curvan en un amago de sonrisa.
—Entonces, ¿esa era vuestra misión?
Mi silencio es interpretado como una afirmación. El tipo farfulla entre dientes algo en francés, cuyo significado se me escapa. Pero no es difícil hacerme una idea de que es lo que está pasando ahora mismo por su mente: se está preguntando quién estará dispuesto a pagar más por ello. Si lo que queda del gobierno, para intentar desarrollar la hipotética cura, o los cultistas, para frenar el proceso.
Para mi sorpresa, el hombre me devuelve la jeringa.
—Quédatela.
Al ver la cara de sorpresa que sin duda se me ha quedado, el tipo añade:
—Considéralo mi buena obra del año. He tenido que hacer mucha mierda para seguir vivo desde que empezó todo esto, y tengo por seguro que tendré que hacer mucha más antes de ver el final. Si es que alguien llega a verlo algún día.
«Ahora sabes cómo se sintió Frodo cuando Faramir no le quitó el anillo».
—Supongo que en el fondo no eres tan malo.
Los dos reímos. Pero la risa muere rápidamente en la boca de Alí, que poniéndose serio de un modo repentino añade con una voz preñada de amargura:
—Tampoco te engañes. Si te la doy, no es solo por tener tranquila la poca conciencia que pueda quedarme, sino porque pienso que eso no vale absolutamente nada.
Nuevamente, mi silencio es interpretado como una invitación a seguir hablando.
—Los cultistas me matarían y me la quitarían y en cuanto a las ciudades… —La expresión de su rostro me hace suponer que salió escaldado de alguna de ellas—. No pienso volver a acercarme a una. La sociedad se está pudriendo en su propio jugo.
Quizás con un poco de suerte, también me devolverán la pequeña pistola que le arrebaté al cultista y mi cuchillo. Las gafas de visión nocturna y el colgante que me hacía invisible a los muertos vivientes se han estropeado por las horas transcurridas dentro del agua. De todos modos, como no quiero tentar a la suerte antes de tiempo, creo que será mejor esperar al momento de la emotiva despedida para mencionarlo.
—Pasaremos la noche aquí —dice Alí como si adivinará mis pensamientos—, podéis quedaros esta noche. Pero no nos sobran las provisiones. Mañana por la mañana, nosotros tomaremos nuestro camino y vosotros el vuestro.
—Mi amigo no estará en condiciones de caminar.
—Ese no es mi problema. Yo cuido de los míos.
Sin decir nada más, el hombretón se vuelve y regresa al improvisado campamento.
«Puedes darte con un canto en los dientes».
Empieza a oscurecer. Será mejor que intente dormir algo.
El niño de la escopeta se encarga de la primera guardia. No responde a mi saludo, se limita a mirarme de reojo con el dedo en el disparador de su arma. Me instalo cerca de Marcos e improviso una cama sobre unos cartones. Ninguno de nuestros nuevos conocidos se tiende a menos de media docena de metros de nosotros. Parece que han optado por desentenderse por completo de nosotros, en cuanto han descubierto que no valemos más que la ropa que llevamos puesta. Cada cual se las apaña como mejor puede para construirse un refugio de circunstancias en el que pasar la noche. Nadie enciende fuego para no delatar nuestra posición, algunos se las apañan para improvisar unos techados con material impermeable.
Ratilla masca sonoramente un reseco salchichón. Mari se acerca al refugio de Alí y ambos desaparecen bajo el pequeño toldo impermeable.
«Ya se sabe que cuando el frío aprieta…».
Hoax tiembla. La temperatura ha descendido un par de grados mientras el sol desaparece del horizonte. Me tiendo junto al hacker y nos cubro lo mejor que puedo con algunos plásticos y cartones que he encontrado por los alrededores. No es que sea una manta, pero menos es nada.
Llega la noche y es oscura de cojones. La temperatura sigue descendiendo. Tengo frío y me siento inquieto, apenas soy capaz de dormir a saltos. Me sobresalto cuando Ratilla abandona ruidosamente su refugio, para relevar al joven centinela.
No han pasado ni quince segundos, cuando un grito, casi femenino, hace saltar todas las alarmas. Alí, vestido con unos calzoncillos largos y sus botas, que no se ha quitado para dormir, emerge de su refugio con una pistola de nueve milímetros en una mano y un machete de generoso tamaño en la otra. El hombretón es seguido a corta distancia por Mari, también calzada, pero vestida únicamente con un tanga de color oscuro. Sus pequeños y pálidos pechos botan arriba y abajo, mientras trota en pos de su calvo amante, empuñando un revólver de cañón corto.
«Esto no pinta bien».
Abandono mi lecho improvisado y me aproximo a la zona del drama. Los dos hombres intercambian rápidas frases en francés, mientras la muchacha abraza al pálido niño.
La jovencita me señala con el dedo y me apunta con el revólver en cuanto me aproximo, pero Alí le agarra la mano armada antes de que pueda dispararme. El cuerpo del niño mantiene exactamente la misma postura que tenía cuando pasé a su lado. Incluso sigue con el dedo en el disparador del arma. La lividez de su cuerpo me indica que ha muerto desangrado y tengo una idea muy clara de quién es la responsable de ello. Pero no veo la menor herida en su garganta.
«¿Crees que es posible que estos mendrugos piensen que ha muerto de frío? Será mejor que parezcas sorprendido. Si sospechan que sabes de que va esto, podemos tener problemas».
Mari escupe en mi dirección y vuelve a abrazar al pequeño. En ese momento, veo un hilillo de sangre escapando de la boca del pequeño cadáver.
—¡Mierda! —exclamo—. ¡Apártate de él!
Los dos hombres me miran entre sorprendidos y sobresaltados, pero la muchacha no me hace el menor caso mientras el difunto infante abre unos ojos fríos como el hielo. Mari grita cuando el pequeño al que abrazaba cierra sus dientes alrededor de su pecho.
«Debió arrancarle la lengua y quizás él llegó a morderle. Pero ¿cómo lo hizo para que no disparara la escopeta?»
Eso ahora importa poco. Alí propina una patada a la cabeza del niño y consigue separarlo de la muchacha, antes de decapitarlo con un brutal movimiento de machete.
«Parece que el calvo tiene práctica en estos menesteres».
El hombretón suelta el ensangrentado arma y dice algo en francés a Ratilla, que se marcha a la carrera en dirección al campamento. Mientras, intenta contener la fea herida que Mari tiene ahora en el pecho izquierdo. Ella aún está consciente y le habla suavemente en francés.
«Este puede ser un buen momento para hacerse con la escopeta. Dentro de poco llegará el momento de las explicaciones y las cosas pueden ponerse feas».
Las cosas ya están muy feas y seguramente empeorarán antes de que termine la noche.