Capítulo II

“El que busca encuentra”

Dicho Popular

¿De qué sirve un reloj en un mundo en el que los horarios están a punto de perder cualquier sentido? Pues ahora mismo, para algo tan importante como salvar mi pellejo. No es que sea uno de esos cabrones que quieren vivir para siempre, pero aún tengo algunas cuentas que ajustar antes de dejar este valle de lágrimas y nunca me ha gustado dejar las cosas a medias.

Me acerco al primero de los ahorcados. Su cuerpo lleva ya una buena temporada muerto y en estado “sucosillo”, pero este no es momento para ponerse melindroso. Veo en su muñeca uno de esos baratos relojes digitales y me lanzo hacia él, con la voracidad de un profanador de tumbas hacia unos dientes de oro.

La parte posterior del aparato está cerrada mediante cuatro pequeños tornillos. Utilizando la punta de una navaja multiusos, consigo retirar el primero. El segundo se me resiste un poco más, pero también consigo sacarlo. Mi corazón se acelera mientras me afano con el tercero. Empiezo a pensar que voy a conseguirlo, cuando la puerta decide que ya ha aguantado suficiente.

«¡Retirada! ¡Rápido, al cagadero!»

Me introduzco a toda prisa en el pequeño cubículo. Cierro la puerta y echo el pequeño pestillo. Si la puerta de los servicios no me parecía especialmente sólida, la que ahora se interpone entre una muerte horrible y mi persona, casi me parece de papel… Aunque debo reconocer que por lo menos esta cuenta con una decoración mucho más creativa, compuesta mayormente por números de teléfono escritos a bolígrafo y dibujos obscenos grabados a navaja.

Las manos muertas que golpean y arañan la puerta del cagadero me hacen centrarme en lo que tengo entre manos.

«¡A la mierda los tornillos! La madera no aguantará mucho más».

Introduzco el filo de la navaja bajo la chapa posterior y la hago saltar haciendo palanca. Mis manos tiemblan tanto que estoy a punto de tirar la pequeña pila al sacarla de la carcasa.

«¡Céntrate, carajo! Hace un rato no te asustaba tanto la posibilidad de morir».

No es la posibilidad de morir lo que me aterra, sino la de ser devorado por esos seres con mirada de pescado.

Recupero el suficiente autocontrol como para colocar la batería en el colgante. El efecto es inmediato. Los golpes y arañazos cesan en el acto. Siento una gran sensación de alivio y luego náuseas.

«Esta vez sí que estuvo cerca».

Pero después de unos pocos segundos de calma, los golpes y arañazos se reanudan al otro lado de la puerta.

—¿Pero qué cojones?

El único pensamiento que soy capaz de formularme es: ¿por qué? Voy a morir de un modo horrible, sin estar siquiera cerca de iniciar mi venganza y lo que es peor, del modo más estúpido. Devorado por meterme yo solito en la boca del lobo.

«No son tan tontos. Aunque tu señal ha desaparecido, saben que tienes que estar por aquí».

Supongo que tiene su lógica. Me consta que en muchos casos, sus ojos todavía son más o menos funcionales, pero el pequeño aparato parece eliminar la señal que emitimos los seres vivos, que es lo que parece atraerles.

Un cuerpo muerto tampoco desprende esa señal, pero estos monstruos también son carroñeros y se alimentan de los cuerpos inanimados. Saben que vivo o muerto, aquí hay un cuerpo en alguna parte y no se marcharán hasta dar con algo a lo que hincarle el diente.

«No puedes quedarte aquí. El colgante te hace invisible, pero si saben dónde estás y te buscan activamente, terminarán por encontrarte».

Me subo a la taza del váter y examino el techo. El único asidero es una tubería que no me parece demasiado sólida.

«¿A qué coño estás esperando?»

El aspecto de esa estrecha cañería no me inspira la menor confianza, pero este retrete está demasiado puerco para dejar el pellejo en él, así que opto por intentarlo. Salto y me aferro con ambas manos al tubo metálico. La cañería desciende un par de centímetros y una lluvia de polvillo blanco cae desde las alturas, pero por el momento parece que aguanta mi peso.

La buena noticia es que no hay duda de que el colgante vuelve a funcionar. La puerta del cagadero cede, pero ninguno de los fiambres dirige su atención hacia arriba. Aunque les bastaría con alargar las manos para alcanzar mis botas, ellos centran su atención en el suelo y en la mugrienta taza. La mala noticia es que peso más de cien quilos y si la tubería termina por partirse o arrancarse del techo, tendré un aterrizaje más complicado que el del jodido Apolo 13.

«Tienes que moverte».

Manteniendo los pies a escasos centímetros de la caterva de fiambres, acciono mis brazos y empiezo a desplazarme a lo largo de la cañería.

«Parece que no se marcharán con el estómago vacío».

El cabrón paranoico se refiere a los cuerpos de los suicidas, con los que están dándose un auténtico festín. Gracias a ello, la mayoría se afana por llegar hasta la putrefacta pitanza, en lugar de fijarse en mí. Un escalofrío recorre mi espalda cuando un fiambre que se encuentra junto a la entrada, levanta la vista y parece fijar su inexpresiva mirada en mi persona.

«¡No te muevas!»

Con el corazón bombeando a toda máquina y gruesos goterones de sudor descendiendo por mi rostro, me quedo colgando como un chorizo, tratando de balancearme lo menos posible. Pero ¿de qué me servirá la inmovilidad? No creo que los cuerpos de los suicidas emitiesen señal alguna y desde luego, estaban bien quietos.

«Tampoco yo sé más que tú al respecto. Puede que lo que busquen sea propagar la infección más que comer. Es posible que el trasto de tu cuello, emita la misma frecuencia de onda que ellos y por eso te ignoran tomándote por uno de los suyos cuando funciona, pero ¿quieres bajar y comprobarlo?»

La tubería empieza a combarse y otra blanquecina lluvia de yeso o de pintura cae sobre mi cabello, está claro que no soportará mi peso durante mucho más tiempo. Tengo que alejarme de aquí y rápido. Lo malo es que el tubo metálico por el que me desplazo, se interna en un agujero al llegar junto a la puerta.

«Parece que tendrás que bajar y comprobarlo después de todo».

Maldigo en voz baja. La idea de descender y mezclarme con esa horda, me parece tan atractiva como lanzarme en tanga a una piscina llena de tiburones. Pero mis brazos tampoco aguantarán mi peso indefinidamente.

«No parece que te estén haciendo mucho caso y te has alejado de su zona de búsqueda. Si mi teoría es cierta y mantienes la sangre fría…»

Esas son demasiadas variables y ni siquiera veo un maldito hueco donde bajar.

«¿Tienes miedo, cagón?»

¡Joder, claro que sí! Las imágenes de gente, al ser cruel y dolorosamente devorada por los fiambres, acuden a mi mente y con ellas, las muertes de Lucia y de Esperanza, su hija recién nacida. Puede que esto sea lo que merezca después de todo… pero no estoy preparado para bajar ahí.

«Si gritas o te mueves demasiado rápido les alertarás. ¡Mantén la sangre fría!»

Siento náuseas. Oigo como saltan algunas abrazaderas y la tubería empieza a combarse peligrosamente.

«¡Suéltate de una puta vez!»

—A la mierda.

Abro las manos y cierro los ojos. Choco contra un cuerpo húmedo y unas manos me empujan. Quiero gritar, pero aprieto los dientes y mantengo la boca cerrada.

«¡Abre los putos ojos!»

Lo hago. Me encuentro cara a cara con la mirada de una anciana de sucio cabello grisáceo.

«¡No te distinguen! Muévete despacio y saldrás de esta».

Veo ojos muertos y miradas vacías por doquier. Puedo decir que sé muy bien lo que es tener miedo, pero creo que nunca había estado en una situación tan espeluznante. Mi estómago dice basta, un sabor amargo y salado asciende por mi garganta. Reconozco el sabor de la sangre.

«Luego pasaremos por la farmacia, pero ahora tienes que aguantar. Camina hacia la puerta, despacio y con suavidad».

A pesar de ser presa de violentos temblores, consigo apañármelas para seguir las instrucciones del cabrón paranoico. Empujo y consigo avanzar un par de metros en dirección a la salida, como un pequeño bote en medio de un mar de carne putrefacta.

El escaso autocontrol que he conseguido reunir, a punto está de venirse abajo cuando reconozco al fiambre que me miró fijamente mientras colgaba de la tubería. El muy bastardo hace esfuerzos evidentes por avanzar en mi dirección. ¡Lo sabe! No sé cómo, pero ese hijo de puta lo sabe.

«¡No puede saberlo! ¡Mantén la puta calma! Si lo supiera ya estarías muerto, tienen una mentalidad de colmena. ¡No lo sabe!».

Mi respiración se acelera y mi mano vuelve a cerrarse en torno a la empuñadura de la pistola. Puede que si le vuelo la sesera…

«¡Ni se te ocurra disparar! ¡Mantén la calma!»

Decirlo es fácil y supongo que en algún lado debe de haber alguien capaz de mantenerla, pero me estoy hiperventilando. Ya es todo un jodido milagro que mantenga seca mi ropa interior.

«No te preocupes, estás en el lugar apropiado para eso. Cágate encima si tienes que hacerlo, pero no comentas estupideces».

Una mano agarra mi brazo, me suelto dando un brusco tirón y estoy a punto de gritar, pero mi respiración es tan acelerada que soy incapaz de hacerlo. La rabia irracional empieza a abrirse paso desde el fondo de mi enferma mente, mientras mis manos vuelven a cerrarse alrededor de las empuñaduras de las armas.

—Hijos de puta —digo en voz alta—, estáis jugando conmigo. Lo sabéis, lo sabéis todos, hijos de puta.

«¡Cierra la puta boca, tarado!»

—¡Os mataré! —grito—. ¡Os mataré a todos!

Ahora son varios los que se vuelven hacia mí y muchas las manos que se tienden en mi dirección.

«¡No llames su atención, cabrón de mierda!, ¡conseguirás que te maten!»

Mi visión empieza a tomar un tinte rojizo. El miedo se convierte en odio y en rabia.

«¡Empuja!»

Doy un violento empellón y consigo avanzar otro par de metros.

«Son como ciegos buscando algo que saben que tiene que andar por algún lado…».

Me encuentro frente a frente con el fiambre que pareció fijar su atención en mí.

—¿Te crees muy listo, verdad? —le pregunto.

«¡No lo hagas!»

Él levanta lentamente el brazo, como si quisiera comprobar mi existencia mediante el tacto.

«¡No!»

Me las apaño para levantar el arma y a punto estoy de dispararle entre los ojos, pero consigo contenerme en el último segundo. Él me palpa y después de unos tensos segundos, pierde interés y me da la espalda.

«Por los pelos».

¿Qué habría pasado de haberme quedado sentado en el váter cuando cedió la puerta?, ¿se habrían limitado a palparme?

«¿Te apetece volver atrás y comprobarlo? ¡Guarda esa puta pistola! La sangre fría es lo único capaz de sacarte de aquí. ¡Si llegas a apretar el puto gatillo, ahora mismo serías hombre muerto!»

Puede que sí y puede que no. Supongo que algunas veces uno termina siendo su peor enemigo.