Capítulo XLIV

“El sabio puede sentarse en un hormiguero,

pero solo el necio se queda sentado en él”

Proverbio Chino

El sonido del rotor no hace gran cosa por mejorar mi zumbante dolor de cabeza. La PDA de Acusica va pasando de manos y todos hacemos lo posible por memorizar la disposición de los edificios y, sobre todo, para tomar referencias que nos ayuden a llegar hasta el punto de extracción. Lo malo es que después de trastear un poco, veo otro lago a la izquierda. Eso, por no mencionar que en medio de la noche será complicado orientarse correctamente. Lo mejor será permanecer juntos e improvisar un punto de recogida donde se pueda. En cualquier caso, me preocuparé de ello cuando sea el momento. Ahora mismo, mi principal preocupación es localizar al doctor Joseph Renard. Supongo que lo tendrán custodiado en la zona inferior. Lo mejor será capturar a algún guardia para interrogarlo.

Doy una fugaz mirada al reloj. Llevamos poco más de cuarenta minutos de vuelo. Espero que el piloto encuentre una buena zona para el descenso. Si nos deja demasiado cerca del hospital, alertaremos a la guardia. Pero si nos deja demasiado lejos, perderemos demasiado tiempo en llegar al objetivo y se multiplicarán las posibilidades, de encontrarnos con problemas.

—¡Un minuto! —grita Acusica.

Comprobamos las armas. Aunque tal y como acordamos antes de embarcar, a menos que nos descubran, solo los que disponen de subfusiles con silenciador integrado, están autorizados a abrir fuego. El artillero prepara su ametralladora multitubo. Si tiene que utilizarla, las probabilidades de que esto salga bien, descenderán a marchas forzadas, ya que la mayor parte del éxito de este plan depende de que consigamos llegar hasta el hospital sin ser detectados.

El helicóptero se estabiliza. Ha llegado el momento, dos hombres abren el portón lateral y lanzan las cuerdas. Ya es la una de la madrugada y la noche es oscura como boca de lobo. A una señal de Acusica, la pareja que tendrá el dudoso honor de ser la primera en descender del aparato, activa sus aparatos de visión nocturna e inicia el descenso. Al cabo de unos segundos, le sigue el siguiente binomio.

—¡Vamos! —me apremia Acusica.

Llegó mi turno. Pongo en marcha el aparato de visión nocturna y el mundo adquiere un tono verdoso. Se me acelera el corazón al agarrar la soga y una fuerte sensación de vértigo repta por mi cuerpo durante el acelerado descenso. Casi me caigo de culo al llegar al suelo, probablemente mi aterrizaje haya sido el más chapucero de todos pero sigo de una pieza. Acusica desciende impecablemente, mientras sus hombres se despliegan cubriendo los cuatro puntos cardinales. Nos encontramos en lo que parece una calle principal, que por lo que recuerdo de la PDA, debe ser el famoso bulevar que conduce hasta nuestro objetivo.

Ha habido suerte. De momento nadie nos ataca. Así que el helicóptero, se limita a ganar altura antes de iniciar el vuelo de regreso. Todos imitamos a Acusica cuando pone en marcha el cronómetro de su reloj iniciando una cuenta atrás. Tenemos aproximadamente cincuenta minutos. Así que será mejor que nos demos prisa.

Acusica trastea con una brújula y la PDA. Supongo que asegurándose de que se encuentra bien orientado. Al cabo de unos segundos, nos indica mediante una serie de gestos que avancemos en la dirección indicada, adoptando un despliegue en cuña. El tipo que me ayudó a colocarme el aparato de radio avanza en pos de su binomio. Algo retrasados y a la derecha del bulevar, les siguen el sanitario y el enano de los explosivos, pareja a la que acabo de bautizar como “dúo sacapuntas”. Finalmente, al otro lado, Acusica y yo formamos el tercer binomio.

Nos movemos a paso vivo pero sin correr. La zona apesta a muerte y no es para menos. El camino está sembrado de cuerpos acribillados a tiros. Algunos han sido eliminados con bastante precisión y apenas muestran una herida de bala en la cabeza. Pero en la mayoría de cadáveres puedo ver los destrozos producidos por algún arma automática de grueso calibre o incluso por explosivos.

5

Somos sobresaltados por el sonido de un motor. Nos dispersamos y ocultamos lo mejor que podemos, mientras el vehículo se aproxima lentamente, barriendo la zona con un potente foco, al que todos evitamos mirar para no deslumbrarnos.

Me escondo tras los restos de lo que en su momento fue un quiosco de prensa y desactivo la visión nocturna. El foco hace un par de barridos por la zona. La patrulla se desplaza con lentitud, a una velocidad similar a la que llevaría un hombre que trotara a buen paso. El corazón amenaza con salírseme por la boca, cuando una mano fría como el hielo se cierra alrededor de mi brazo. Distingo a duras penas una negra y mutilada silueta. Probablemente se trate de uno de los cadáveres que di por muertos. Parece que este no estaba del todo fiambre después de todo. Me libero de un brusco tirón y mi codo golpea contra la chapa metálica del quiosco. El foco gira bruscamente para iluminar la zona. Reconozco el susurrante sonido de los silenciadores y el vehículo se detiene cuando todos sus ocupantes son acribillados.

La luz dota de rasgos a lo que hasta hace unos segundos apenas era una sombra. El cadáver animado solo conserva un brazo y la mayor parte de sus piernas. Un espeso fluido entre blanco y amarillo, que supongo pertenece a su masa encefálica, escapa por una fea herida en su cabeza. Parece mentira que semejante despojo aún pueda moverse, pero el maltrecho monstruo tiene ganas de causar problemas. Lo aparto propinándole una patada y me aproximo cautelosamente al vehículo.

Se trata de un largo descapotable, tuneado con llamativos dibujos de colores, al que le han añadido un foco y una ametralladora M-60. Aunque tenía la esperanza de poder sacarle algo de información a alguno de sus ocupantes, los hombres de Acusica han hecho gala de una letal eficiencia.

El dúo sacapuntas me mira ahora con franca hostilidad, como si este incidente fuera culpa mía. Los ignoro y me centro en los cadáveres. Todos eran muchachos jóvenes, de entre catorce y dieciséis años, vestidos con sucias y llamativas prendas de colores. El interior del vehículo se encuentra atestado de restos de comida, revistas porno, casquillos de bala, drogas y armas. Aparto a un lado el cuerpo del conductor y me siento tras el volante.

—¡¿Qué coño pretendes?! —pregunta Acusica visiblemente molesto.

—Si hay alguien mirando hacia aquí y ve que el vehículo no se mueve, empezará a extrañarse.

—¡Mierda!

Agarro el cuerpo del fallecido jovenzuelo y finalmente, opto por arrojarlo fuera del vehículo.

—Míralo por el lado bueno —murmuro—, esto acelerará las cosas.

Doy por hecho que habrá personal de guardia custodiando la entrada de la instalación. Pero en medio de esta oscuridad y si llegamos a bordo de su tuneado descapotable, será fácil pillarlos por sorpresa. Acusica no ve el tema nada claro. Pero el tiempo pasa y aún nos queda mucha tela que cortar. Así que, aunque no demasiado convencido, ordena a sus hombres que saquen los cadáveres y suban a bordo.

Finalmente, es Acusica quien se pone tras los mandos del gran vehículo, mientras yo me encargo de manejar el foco.

Conducimos durante unos minutos en la misma dirección que llevaba la patrulla antes del incidente. Luego, damos la vuelta y emprendemos el camino de regreso en la dirección que nos interesa. Mientras nos acercamos, sigo accionando el foco y me arrepiento de no haber traído algún arma silenciada. Por suerte, los muchachos de Acusica parecen bastante efectivos. Supongo que serán la flor y nata de sus hombres… o los pocos en los que tiene confianza. Sea como sea, por lo menos parece que tienen puntería. El conductor aumenta la velocidad del vehículo.

No tardamos en llegar hasta una barricada, donde una pareja de muchachos, a los que me encargo de deslumbrar dirigiendo el potente haz de luz hacia sus caras, me maldicen entre risas e insultos gritados en francés. Las risas cesan en seco para ser sustituidas por el silbante sonido de los silenciadores.

Apago el foco, vuelvo a encender la visión nocturna y bajo del vehículo.

Mientras el segundo binomio se ocupa de esconder los cuerpos, el dúo sacapuntas vigila la zona y Acusica se encarga de estacionar bajo una especie de porche, en el que vemos más vehículos tuneados de formas pintorescas. Desde un blindado militar, pintarrajeado con todo tipo de grafitis, a una ambulancia adornada con cráneos y costillares. El parque móvil se compone de más de una docena de cacharros adornados y artillados, con un estilo que combina en distintas proporciones lo llamativo, lo ridículo y lo terrible.

Un metálico ruido a mi derecha hace que centre mi atención en un pequeño edificio. Me pego como una lapa a la pared y permanezco inmóvil. Se abre una puerta metálica y por ella aparece un bostezante muchacho, vestido con pantaloncitos cortos y una sucia camiseta, con el logotipo de batman, arrastrando un fusil de asalto que lleva agarrado por el cañón. El adormilado recién llegado pasa prácticamente por mi lado, mientras avanza en dirección al puesto de guardia. Supongo que debe ser el relevo de la guardia. Pero, ¿dónde está el otro? La guardia está compuesta por una pareja, por lo que un segundo centinela debería estar en camino. Aunque no veo a su compañero de fatigas, decido arriesgarme a capturarlo antes de que los hombres de Acusica lo escabechen. Con un rápido y violento movimiento, lo agarro por el cuello y le tapo la boca para impedir que grite. Para mi sorpresa y aunque el chaval no es gran cosa, se revuelve con sorprendente violencia y ferocidad, propinándome un doloroso pisotón y estrellando su codo contra la placa de cerámica de mi chaleco antibalas, lo que sin duda resulta más doloroso para él que para mí. Aprieto a mi presa por el cuello, haciéndole gemir de dolor; cuando por fin comprende que no tiene nada que hacer, parece calmarse y aprovecho para susurrar lo más alto que me atrevo:

—¡Silencio!

¡Mierda! Seguro que estos delincuentes juveniles solo hablan francés. Un punzante dolor en el ojo derecho empieza a ganar intensidad, mientras estrujo mi cerebro tratando de recordar las palabras adecuadas.

Docteur Renard, ¿où est? —consigo preguntar.

El criajo mueve la cabeza a los lados en un claro signo de negación, lo que me provoca una seria punzada en el estómago. ¿Y si todo fue un estúpido sueño?, ¿me habrá mentido Discordia?

El sonido que antes precedió la apertura de la puerta me indica que se acerca compañía. El jovenzuelo aprovecha que centro en ella mi atención para redoblar sus esfuerzos por escapar, hundiendo sus dientes en mi mano, que estoy a punto de retirar de su boca. Si grita, dará al traste con todo. Así que aprieto los dientes aguantando el dolor y aumento la presión, hasta romperle el cuello. Lo arrastro caminando de espaldas para alejarme de la puerta.

Desde la esquina, veo como el que sale esta vez es un adulto que parece salido de una película carcelaria. De momento, no parece muy despierto, pero eso no cambia el hecho de que parezca un hueso realmente duro de roer. El muy cabrón medirá cerca de dos metros de músculo y tatuajes talegueros. Suelto el cuerpo de mi última víctima y agarro el cuchillo de combate, mientras me maldigo mentalmente por no haber pensado en algo tan crucial como un silenciador. De todos modos, está medio dormido…

¡Mierda!

El tipo se despierta de golpe cuando pisa el arma de su joven compañero de guardia, que quedó abandonada en el suelo.

—¡Malik! —grita él.

—¡A la mierda! —murmuro yo.

Agarro el cuchillo por la hoja, echo el brazo atrás y luego violentamente hacia delante. La distancia que nos separa, es de menos de diez metros, pero nunca he sido demasiado habilidoso arrojando cuchillos. El arma vuela y aunque mi objetivo no lo ve venir, pasa de largo con un zumbante sonido.

—¡Joder! —maldigo ahora en voz alta, mientras el hombretón, que me ha localizado, levanta su fusil de asalto.

La parte superior de su cabeza prácticamente parece licuarse, cuando media docena de balas de nueve milímetros se estrellan contra ella.

—¿Se puede saber qué coño haces? —pregunta Acusica visiblemente molesto.

—Intentar averiguar dónde tienen a Renard.

Su rostro enrojece.

—¡Dijiste que sabías donde estaba!

—Y lo sé —le corto—, solo que de un modo general.

—¡Joder! —El hombre consulta su cronometro—. Nos quedan treinta y cinco minutos.

—Entonces será mejor que movamos el culo.

Sin volverme para comprobar si me siguen, me dirijo por las sombras adyacentes a la pared hacia lo que parece el edificio principal. Como suele decirse: “burro grande ande o no ande”.