Capítulo XX
“Me gustan las cosas simples,
por eso ya solo distingo entre dos tipos de marrones:
los que tienen capacidad para salpicarme a mí y los que no”
Anónimo
Una cosa está clara, esta aldea está más que muerta. El pequeño convoy se detiene. Desde mi posición, a bordo del tercer vehículo, veo como Leach, el bastardo al mando, desciende del todoterreno y mientras se rasca el trasero con una mano, toma los prismáticos con la otra.
—Si ahí es donde estaba el equipo médico —dice Peña—, creo que la enfermería va a acumular polvo durante unos días.
Lo que Peña quiere decir es que las posibilidades de que el equipo médico esté vivo, son ahora mismo del tamaño de la próstata de una hormiga. Un buen tipo, Peña. Un tanto violento, sádico, cínico y racista… pero ¡qué coño! Nadie es perfecto y encima tiene buena puntería.
—Si esto fuera un lugar civilizado, como Sudamérica —continúa el mercenario—, sería más optimista. Allí saben lo que cuesta encontrar un doctor, pero estos kafires solo saben matar y follar. Nunca debí volver a este continente maldito por el señor.
El hombre se santigua y besa el pequeño crucifijo dorado que cuelga de su cuello, sujeto por una fina cadena de plata.
—¿No decía Dios algo al respecto de que los hombres se quisieran como hermanos o algo así? —pregunto con mucha menos inocencia de la que pretendo aparentar.
Mi pregunta no tarda en causar el efecto deseado.
—¡¿Qué coño andas diciendo, jodido ateo?! —ruge Peña—. ¿Insinúas que esos animales de piel negra son mis hermanos?
Estoy temiendo haber cabreado un poco más de la cuenta a mi fornido interlocutor, cuando Leach da la orden de que bajemos de los vehículos.
¡Mierda! Vamos a entrar.
—Menuda jodienda —refunfuño mientras compruebo el cargador de mi fusil de asalto—, se supone que me pagan por proteger instalaciones.
Por el contrario, Peña recupera al instante el buen humor. No sé si por qué sabe que a mí me jode esta mierda, o porque dentro de poco, puede que tenga la ocasión de enviar al infierno a un par de kafires.
—También te pagan —responde mi racista compañero—, por proteger al personal extranjero y ahora mismo, estás en medio de una misión sagrada para rescatarlos de las garras de esos demonios.
Puede que Peña no esté del todo bien de la cabeza. Pero estoy razonablemente seguro de que sabe tan bien como yo lo que encontraremos aquí: un montón de cadáveres mutilados, hirviendo de moscas y sirviendo de pitanza a buitres y hienas. Si se investiga quién está detrás de esta masacre, todo apuntará al grupo de algún señor de la guerra. Si se le llegase a pedir responsabilidades, alegaría que no puede controlar lo que hacen todos sus hombres y en el caso de apretarle lo suficiente las tuercas, entregará a un puñado de críos traumatizados y drogados como cabezas de turco. Esto es África, donde la matanza siempre continúa.
A pesar de que no es la primera vez que veo algo así, el panorama sigue pareciéndome descorazonador. Ya el penetrante y dulzón hedor de la carne quemada, mezclado con la peste típica de este tipo de poblados, me hace tener una ligera idea de lo que voy a encontrarme. Pero como de costumbre, mis peores expectativas se quedan cortas.
Avanzamos en guerrilla. Uno al lado del otro, separados por una distancia de unos seis metros entre hombre y hombre. Me muevo sin perder de vista la silueta de Rojas, que se encuentra a mi izquierda.
Los primeros cuerpos pertenecen a niños. Probablemente los han matado con un machete para alegría de las hienas, que pueden coger una extremidad y marcharse con ella. En medio de una carnicería semejante, los animales no tienen ni que competir entre sí, por lo que aves de rapiña y carroñeros se dedican a lo suyo sin ser molestados.
—Para que luego digan que en este jodido continente se pasa hambre —comenta Rojas con su cinismo habitual.
—¡Leach! —grita un tipo desde la derecha—. ¡He encontrado algo!
El hombre levanta uno de los grandes botiquines. Es muy raro que, quien sea el que haya hecho esto, abandone a su suerte unos suministros que valen una fortuna. Especialmente en un lugar como este, donde unos sobres de amoxicilina son tan abundantes como los dientes de gallina.
—Puede que anden cerca —nos advierte Leach—. ¡Seguid buscando!
—Puede que los hayan secuestrado para pedir rescate —aventura alguien.
A los diez minutos hemos recorrido la mitad del devastado lugar. La mayor parte de los cuerpos pertenecen a ancianos, mujeres y niños de menos de diez años. Eso puede significar que se trataba de un señor de la guerra buscando esclavos, o bien que fue una de tantas matanzas, sin sentido, por lo menos para mí. Tampoco es que me importe demasiado y al mundo civilizado todavía menos.
—¡Están aquí!
Todos nos volvemos hacia Ríos, un novato pálido y delgado, que de alguna forma se las apaña para no vomitar y quedar como una nena ante la panda de curtidos mercenarios aquí presentes.
Nos aproximamos a la zona y encontramos algo que solo habían visto los más curtidos del lugar.
—¡Joder!
—Andaban creativos los muy hijos de puta.
Esta no es la primera matanza que veo durante los cuatro meses que llevo trabajando para esta empresa, pero nunca había visto algo así. No se han contentado solo con matarlos, sino que han mezclado y cosido los cuerpos, creando unos macabros puzles con los mismos.
Alguien vomita. Supongo que Ríos, pero soy incapaz de apartar la vista de ese horror. Fascinado de alguna forma oscura y terrible, me centro en una de las desnudas figuras humanoides. Veo una pierna gruesa y peluda… supongo que pertenecería al doctor Marcus, pero junto a los gruesos costurones, se encuentra una vagina que conserva algo de vello pelirrojo, por lo que supongo que la parte inferior del tronco y la otra pierna pertenecen a aquella enfermera pelirroja, por la que tantos hemos suspirado durante las largas y frías noches de alcohol y pajas… Por triste que parezca, soy incapaz de recordar su nombre.
Ríos, ignoro con que intenciones, se acerca más a los cuerpos; puede que quiera cubrirlos con su manta americana, o quizás quiera ahuyentar a los buitres, que se están alimentando sin prestarnos la menor atención.
—¡No toques nada! —grita Leach.
Antes de pensar siquiera en tirarme al suelo, se produce la brutal explosión. Salgo despedido hacia atrás. Voy a morir. Caigo en el suelo. Aún no me duele, no mucho al menos. Estoy aturdido y en shock, pero consciente. La idea se abre paso poco a poco en mi cabeza: todo el personal sanitario está desperdigado por el lugar. Voy a morir aquí. Tendido boca arriba, tengo una espléndida visión del azulado cielo africano, que pronto es estropeada por el feo y sonriente jeto de Peña.
—Tranquilo hereje. —Aunque muy distorsionada, su voz me resulta inteligible—. Dios es misericordioso, incluso con los bastardos como tú.
Me gustaría responderle que no lo fue en absoluto con el equipo médico. Pero lo único que sale de mi boca es un sonido balbuceante.
El mercenario empieza a manipular mi equipo. Huelo a carne quemada y oigo lo que supongo debe de ser el sonido de unos velcros al despegarse. Noto algo parecido a un tirón y veo como Peña sostiene lo que parece un largo fragmento óseo.
—¿Has visto esto? —me pregunta—. Esta puta costilla ha atravesado tu chaleco.
Toso mientras Peña espolvorea polvos sulfamidas a discreción sobre mi abdomen.
—Esto no tiene buena pinta —continúa diciendo, mientras su sempiterna sonrisa, de sádico fanático religioso, se curva en dirección contraria a la habitual—. No, señor… voy a tener que zurcirte.
—¡Mierda! —consigo exclamar—. ¡Hazlo!
Peña toma una enorme y curvada aguja.
—Podría utilizar morfina —me dice mientras me muestra la enorme aguja—, pero el dolor es bueno para expiar las ofensas a Dios.
…
Abro los ojos. Estoy cubierto por mantas en medio de un polvoriento suelo de madera. Un débil gemido me hace volverme hacia mi derecha. Ignoro el aspecto que tendré yo, pero el otro mercenario de Dark Water tiene pinta de estar jodido a conciencia. El súper hacker se encuentra dormido sobre un banco rodeado de material médico.
«No ha resultado tan inútil después de todo».
Supongo que no. Por la cantidad de luz que entra por los ventanales de colores, deduzco que ya debe de ser mediodía. Intento ponerme en pie, pero no lo consigo. Me siento febril y estoy empapado en sudor.
—¡No te levantes, huevonazo!
Hoax, que se ha despertado sobresaltado, me mira con cierta preocupación.
—Te extraje las postas —explica—, pero tu herida está infectada. Te he inyectado amoxicilina, pero pensé que te perdía.
—He sufrido heridas peores —le comento mientras vuelvo a intentar incorporarme sin éxito.
—Ni que lo digas. Tienes más cicatrices que un puto mapa de carreteras.
—¡¿Quieres estarte quieto de una vez?!
—Tengo que mear —explico.
El hacker me acerca una botella de agua vacía.
—Utiliza esto.
Me las apaño para introducir mi minga dominga en el recipiente, que lleno hasta la mitad.
—¿Escondiste la furgoneta? —pregunto mientras dejo la amarillenta botella a mi vera.
—¡Por supuesto!
«Menos mal».
—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
—Unas diez horas.
Joder. Eso es demasiado tiempo. A estas alturas, los gárrulos follacerdos ya deberían haber dado con nosotros.
—¿Has visto a alguien?
—Bueno… —El hombre parece vacilar—… no. Debí imaginarlo, no he visto a nadie.
«¿Imaginar?»
—¡Habla claro, coño! ¿Qué es lo que te pareció ver?
El hacker casi parece avergonzado. Pero finalmente responde:
—Esta madrugada… poco antes de que amaneciera, no vi a nadie. Pero me pareció oír la risa de una niña.
«¡Mierda!»
¡Joder! Un escalofrío recorre mi espalda, como si las frías manos de la muerte acabaran de acariciarme las pelotas.