Capítulo XLVII
“Idiota: Del griego idiotés, utilizado para referirse
a quien no se metía en política,
preocupado tan solo en lo suyo,
incapaz de ofrecer nada a los demás”
Fernando Savater
Dicen que el que no se consuela es porque no quiere y ahora, no le vendría nada mal algo de consuelo a Acusica, que con ojos desorbitados, vuelve a intentar reanimar el cadáver del doctor Renard, cuando ya han transcurrido más de dos minutos desde su fallecimiento.
«Ten cuidado. Ahora está muerto e infectado. Puede reanimarse de un momento a otro y si lo hace…».
Será un puto zombi, al que habrá que meter un buchante en la cabeza.
Acusica desiste por segunda vez y se vuelve mirándome con ojos de pantera. Ha perdido a dos de sus mejores hombres para nada y ahora, está buscando a quien culpar del incidente. Parece a punto de hablar cuando uno de los pilotos grita:
—¡Señor! ¡El doctor Rodríguez pregunta por el resultado de la operación!
Acusica se coloca el auricular integral que le pasa el piloto y parece disponerse a accionarlo para hablar, cuando le corto.
—¡Espera!
Él me mira con una mezcla de fastidio y curiosidad.
—Dile que todo marcha según lo previsto —explico.
Acusica me observa como si me faltara un tornillo.
—Rodríguez es el topo —le explico—. Al doctor Renard le mató el inyectable que tendría que haberme chutado yo.
—¡Ya basta de esa mierda! —explota mi interlocutor—. ¡Deja de montarte películas!, ¡el pobre tipo sufrió un infarto! —Su voz no hace el menor intento por disimular la amargura que siente—. ¡No hay ningún topo y dos de mis hombres han muerto por tus fantasías!
«Si no haces entrar rápidamente en razón a este tonto del culo, podemos tener serios problemas».
—¿No estaba acaso el doctor Renard donde dije que estaría? —Hablo con tranquilidad, como si la situación estuviera bajo control—. Esto no ha salido exactamente como lo tenía previsto, pero mientras crean que tenemos con nosotros al doctor y a su antídoto, podremos negociar un intercambio.
Acusica mira hacia el exterior, como si sus ojos pudieran ver algo más que la negra oscuridad de la noche. Su mano finalmente acciona el interruptor del micro y dice con voz más o menos calmada:
—Hemos sufrido un par de bajas. Pero se ha cumplido el objetivo.
Pulgarcito mantiene su vista fija en mí. Está claro que también me culpa de la muerte del sanitario y del otro tipo.
El estruendo de los rotores me impide oír la respuesta del traidor, pero sí la de Acusica:
—En unos diez minutos.
«Sospecho que encontraremos un comité de recepción. Pero lo peor es que toda la instalación puede encontrarse bajo el control de los puercos cultistas».
—¡Mierda! —exclamo.
«Y te recuerdo que tu amigo sigue con vida. Los códigos de lanzamiento del silo de misiles gabacho pueden estar ya en su poder».
No creo. Esta base me estaba siguiendo por satélite. De haber tenido la ocasión, el Culto ya hace tiempo que la hubiera tomado.
«Ese cabronazo es médico. No tenía por qué estar al tanto de eso. Después de la última incursión, puede que el alopécico lo mantuviera en secreto».
Eso me lleva a preguntarme una cosa y supongo que Acusica puede darme la respuesta. Así que aprovecho y le pregunto:
—¿Por qué no seguisteis desarrollando el aparato que yo utilicé para ser invisible ante los fiambres?
El hombre me mira como si le hablara en chino.
—El chisme que implantasteis en la cabeza de Chanquete.
—¿Chanquete?
—El aparato mediante el que me seguíais por satélite —explico.
El hombre parece comprender por fin.
—Ese era un proyecto del doctor Resnik.
«El tipo de la bata potada».
—Ese proyecto —continúa Acusica— murió junto con él, ya que su trabajo quedó atrás cuando nos vimos obligados a evacuar las instalaciones.
«El único prototipo de interferidor de ondas cerebrales y el único en tener la vacuna antizombi en sus venas. ¡Tendrían que pagarte un plus! ¡Eres el puto conejillo de indias definitivo!»
—Lástima.
«¿Sigues pensando que es buena idea seguir volando hacia la boca del lobo?»
No hay razón para que intenten nada. Saben que quiero negociar un intercambio.
«También saben que no eres de fiar».
Creo que será mejor apartar el asuntillo de mi sangrienta fuga de sus instalaciones, así que pregunto:
—¿Se te ocurre un buen lugar para efectuar el intercambio?
Acusica vuelve a mirarme con una mezcla de fastidio y curiosidad.
—¿Qué intercambio?
—El de Marta por mí.
Él niega con un movimiento de cabeza.
—No podemos hacer eso.
«Menuda sorpresa».
—¿Por qué no?
—En tu sangre se encuentra la clave para replicar la vacuna. Eres demasiado valioso.
«Vaya. Por fin tu pellejo justifica la saña con la que esos bastardos te persiguen».
¿Debería alegrarme? La verdad es que no. Puede que ahora sea el puto omega man, pero de todas las personas que quedan con vida en este podrido planeta, la única que me importa es Marta y no pararé hasta recuperarla.
—El doctor Renard era el único que sabría cómo hacerlo —le recuerdo— y no creo que actualmente sea fácil encontrar a un experto en hematología.
«Muy listo. Parece mentira como poco a poco van encajando todas las piezas en su sitio».
—De nada nos servirá ella —dice Acusica—, si no te tenemos a ti.
«Bueno. Siempre puedes llenar un par de botellas de sangre para que investiguen… ya sabes, por si no puedes conseguirlo».
—Entonces —digo pensando en voz alta— tendremos que jugar sucio.
Nadie dice nada, pero en la cara de Acusica veo que está empezando a verlo claro. Quizás no sea el mejor momento para decirle, que en realidad, también tengo intención de inyectarle el dardo con el fijador y capturar al puerco líder. Después de todo, de un dos por uno a un tres por uno, no hay tanta diferencia.
Las luces de la pista de aterrizaje se hacen visibles.
—¿Estás seguro de que el doctor Rodríguez es el topo? —me pregunta Acusica.
—Renard sabía que le habían envenenado.
El hombre parece meditar durante algunos instantes, antes de activar las transmisiones y preguntarle al piloto:
—¿Cómo vamos de combustible?
Oigo su respuesta por encima del estruendo:
—Estamos casi secos.
«Tampoco él piensa que sea buena idea tomar tierra aquí».
—¡Joder! —exclama Acusica.
Pero parece reponerse del disgusto con rapidez e indica a los supervivientes de su equipo y al artillero:
—Estad preparados.
No dice para qué. Supongo que todos pensamos lo mismo:
«Para lo peor».
El aparato frena el ritmo de su descenso hasta quedar casi estacionario y entonces, siento en el estómago el vértigo del descenso en toda su desagradable intensidad hasta que por fin tomamos tierra. Como odio los jodidos helicópteros.
«Te recuerdo que tienes vacío el cargador del fusil de asalto».
Palpo los porta cargadores pero no dispongo de más munición. Así que me limito a tomar la pistola y accionar la corredera, introduciendo una bala en la recámara.
«Allá vamos».
Eso seguro. Lo que no está tan claro es hacia dónde.