Capítulo L

“Quiero morir lentamente y con infinito dolor,

para poder recordar lo que era estar viva.”

Kirina

La luz del foco me permite percibir en todo su esplendor la triunfal sonrisa del líder, mientras mueve los brazos ordenando al piloto que aterrice.

«¿Estás seguro de esto? Aunque escapes con el helicóptero y él cumpla su promesa y libere a Marta, no dejarán nunca de buscarte… por no hablar de la venganza de Gabriel y Discordia».

¡Que se jodan! Tragué toda la mierda que ellos quisieron y solo pedí una única cosa a cambio. Me han mentido, utilizado y engañado. El único que por el momento nunca ha ocultado sus intenciones ha sido este bastardo malnacido.

Gabriel da un par de pasos en mi dirección. Lo encañono antes de que pueda acercarse más.

—¡No puedes hacer eso!

«Será mejor que lo mates».

Lo haría si pudiera. Pero si le disparo, solo conseguiré asesinar al pobre tipo en cuyo cuerpo anda metido.

«De todos modos morirá cuando caiga el petardazo».

También es verdad. Pero preferiría no tener que dispararle.

—Puedo y lo haré —afirmo—. Debiste pensar mejor tu puerca ecuación antes de mentirme.

—¡Condenarás a toda la humanidad por una furcia! —grita Gabriel.

«Pero por una furcia de buenas tetas».

—Si das un paso más, dispararé a tu rodilla —le advierto.

Discordia, que se había mantenido más o menos al margen, mueve los labios y sé que está diciendo algo. El estruendo del helicóptero se traga sus palabras.

Aprovechando la polvareda, Gabriel hace gesto de intentar algo. Acusica, que por fin parece haber escogido bando, lo encañona con su arma.

«Puede que la posibilidad de disponer de un helicóptero para salir de aquí haya tenido algo que ver en eso».

Del aparato descienden un par de cultores armados hasta los dientes, que parecen salidos del ejército de Pancho Villa.

—Matadlos a todos —ordena el líder, cambiando repentinamente de opinión.

«¡Mierda!»

El primero de ellos vacila durante un par de segundos antes de disparar, ya que su líder se encuentra en la línea de tiro. Aprovecho ese escaso segundo y abro fuego dos veces. Las balas se estrellan contra el rostro del fanático y sus sesos salpican el aparato volador. Acusica utiliza su subfusil en fuego automático, acribillando al segundo. El piloto hace amago de intentar volver a elevarse, pero Acusica le dispara a través del cristal.

Todo ha sucedido en apenas un par de segundos, más de lo que Gabriel necesita. A pesar del decrépito cuerpo que ocupa, se mueve a una velocidad casi sobrenatural y soy desarmado antes de poder reapuntarlo.

«¡Mierda! ¡Te dije que lo matarás cuando podías!»

Veo a Acusica ser lanzando por los aires, antes de que una mano que parece de hierro me agarre por el cuello y me levante en vilo. Su fuerza es sobrehumana.

«¡El cuchillo!»

—Podías haber sido el nuevo Mesías —me dice Gabriel mientras me golpea con su mano libre.

Mi boca se llena de sangre. El ser me rompe varias costillas antes de arrojarme al suelo. Su pierna su se acerca a mi garganta. Es el fin.

—¡Espera! —grita Discordia—. ¡Necesitaremos su sangre! Cuando reaparezcamos haciendo milagros y curando la plaga, todos nos adorarán. ¡El miedo que ahora recorre el mundo se convertirá en fe y devoción ciega hacia nosotros!

«Me pregunto si no lo tenían todo planeado desde el principio».

El pie se aparta de mi garganta. Toso. Escupo.

—No se te ocurra morirte todavía —me dice Gabriel con la burla reflejada en su voz—, antes, tenemos que acomodar a nuestro antiguo compañero de fatigas.

Este es el momento en el que según las películas debería responderle algo amenazante o como mínimo escupirle. Pero el mero acto de respirar es una tortura que parece requerir de todas mis fuerzas.

—Por cierto —añade—, no te preocupes por tu zorrita. Pienso buscarla y cuando la encuentre… digamos que me tomaré mi tiempo.

—Tenemos cosas más importantes que hacer —le recuerda Discordia.

El líder maldice cuando Gabriel lo arrastra como si fuera un saco y sigue a Discordia hacia el campo de contención.

«Ya está. Ellos han ganado».

Dicen que el amor es la mayor fuerza sobre la tierra. Pero lo que hace que me arrastre sobre el polvoriento suelo, en dirección a la pistola a pesar del dolor que sufren mis torturados pulmones, es el odio.

«¡Esa es la actitud!»

Las burlas y maldiciones de los tres monstruos son como un faro al que me dirijo a través de un océano de dolor.

«¿Eso es el famoso campo de contención?»

En el interior de una especie de círculo, trazado con lo que a mí me parece pintura plástica de color gris y roja, se encuentran Gabriel, Discordia y el líder. La situación parece incluso demasiado buena como para ser cierta y desde luego, demasiado tentadora como para dejarla pasar. El líder me ve, pero no dice nada. Supongo que preferirá compañía para la larga temporada de aislamiento que les espera.

Levanto la mano armada. La Glock me pesa como si fuera de cemento, en lugar de polímero. Me las arreglo para mantener firme el pulso cuando aprieto el disparador. Abro fuego dos veces, primero contra las piernas de Gabriel, que se derrumba sorprendido. Luego, disparo otra bala que destroza la rodilla derecha de Discordia, y esta se vuelve alarmada y sorprendida. El líder se arrastra impulsándose con los brazos fuera del círculo, así que le disparo en el antebrazo.

—La chica —dice el ser con una deliciosa expresión de dolor en el rostro— te la entregaré.

—Tuviste tu oportunidad.

Gabriel, sudando a mares, se lleva las manos a la herida y vuelve a ponerse en pie.

«Olvidabas que puede curar las heridas físicas».

Vuelvo a disparar contra sus piernas y él cae golpeándose en el culo. No hay problema. Esto es una Glock. Aún me queda más de medio cargador y me encantará utilizar hasta la última bala.

—¡Joder! —grita el dolorido Gabriel desde el suelo—. ¡Sé razonable! Puedes ser un héroe, salvar a la humanidad y…

—Estaremos mejor sin vosotros —le corto.

—Esto no nos matará, solo nos atrapará —dice Discordia—, y nosotros somos eternos.

«En eso tiene razón. Volverán a quedar libres antes o después».

Para entonces, puede que el hombre haya aprendido la lección o más probablemente, puede que ya no quede ninguno al que comer la cabeza.

Acusica llega junto a mí, cojeando visiblemente.

—¡Vamos! —dice—. Tenemos un helicóptero, podemos largarnos de aquí antes de que todo esto se vaya a la mierda.

«Si los matas quedarán atrapados en el círculo… pero podrían intentar pasar a tu cuerpo o al de Acusica. No les inyectaste nada ni a Gabriel ni a Discordia».

Niego con la cabeza.

—Yo me quedo aquí —apuntando con el arma a los prisioneros añado—: y ellos se quedan conmigo.

«Bueno, por lo menos tendremos compañía».

—No tengo tiempo para discutir.

—No tengo intención de discutirlo —replico—. Tengo varias costillas rotas y sospecho que un pulmón perforado, no llegaré lejos. El Culto no se atreverá a matar a Marta mientras no aparezca mi cadáver.

Acusica se encoge de hombros y se da la vuelta para marcharse, supongo que no es un tipo ceremonioso. Antes de que se aleje, le digo:

—¡Espera!

Él se vuelve.

—Llévate una muestra de mi sangre —le aconsejo—, en la casa, quizás encuentres una nevera de playa o similar.

—Aunque la hubiera, sin electricidad no tendrán hielo —responde él—, pero en el botiquín del helicóptero está lo necesario.

Después de acomodar a bordo del aparato a Pulgarcito y proporcionarle un calmante, Acusica me extrae unos cuantos viales de sangre, que guarda en una bolsa de aluminio. Quizás no sirva para nada, pero quien sabe…

«Al final, has terminado siendo el puto Omega Man».

En realidad no es eso lo que me importa.

—Marta es una famosa hematóloga —le recuerdo.

—La encontraré —me asegura—. Cueste lo que cueste.

Asiento con la cabeza. Acusica, el hombre cuyo nombre nunca llegué a conocer y que todo sea dicho, me importa una mierda, me mira como si se preguntara si estrecharme la mano. Supongo que ninguno de los dos somos de ese tipo, así que se limita a decir:

—Si existe el infierno…

—Te reservaré una parcela —respondo.

Él asiente con el amago de una sonrisa en el rostro, antes de darme la espalda y ponerse de nuevo en marcha.

Tengo que volver a disparar contra Gabriel, cuando el aparato despega llenándonos de polvo y cegándome momentáneamente. Está claro que esta vez el esfuerzo que ha tenido que hacer para regenerar las heridas ha sido mucho mayor. Discordia ni siquiera lo intenta.

Amanece. Los tres seres tratan primero de tentarme con promesas de gloria y poder. Luego me amenazan y finalmente, optan por injuriarme. Pero todos callan cuando vemos caer la bomba. El fogonazo es cegador.

«Recuerda que nunca debe mirarse el fogonazo de una explosión nuclear o te quemará la retina».

Ya no queda nada que ver.