Capítulo XL
“Es mejor viajar lleno de esperanza que llegar”
Proverbio nipón
El poblado indio tiene el desvaído color de los westerns que veía por televisión durante mi niñez. Camino entre las tiendas sin encontrar el menor rastro de vida. Hasta que en el centro del poblado, veo un grupo de siluetas sentadas alrededor de una pequeña fogata.
A medida que me acerco a ellas empiezo a distinguir a los reunidos. Veo a Gabriel, vestido como un jefe indio, con un ridículo y ostentoso tocado, fumando una pipa descomunal. A su derecha, se encuentra Discordia, que parece vestida como la modelo de un catálogo de bikinis que el fotógrafo hubiera decidido ambientar en el oeste; una faldita de piel ridículamente corta deja ver sus hermosas piernas y un minúsculo bikini de piel con flecos se las apaña para ocultar una pequeña parte de sus pechos. A su lado, vestido con ropas negras, como el típico pistolero malo, reconozco a lo que parece una versión de mí mismo, que solo puede ser el cabrón paranoico. Ahora que lo pienso, creo que esta es la primera vez que este aparece junto a Gabriel.
—Siéntate —me invita Gabriel mientras me ofrece la enorme pipa—, tienes que probar esta mierda.
Me siento en el hueco que queda, entre el arcángel y esa extraña versión de mí mismo.
—No, gracias —rechazo—, no fumo.
Discordia me mira con una expresión a caballo entre el reproche y la cara de emporrada. La pipa es cogida por el cabrón paranoico, que le da una buena calada. Todos parecen felices y relajados. Claro que a ninguno de ellos le ha mordido un infectado.
—¿Entonces estamos aquí reunidos para fumar leños?
—Tú sabrás, tío —responde Gabriel entre risas, mientras vuelve a aspirar por la pipa—, esta es tu fiesta.
Discordia se levanta el sujetador mostrándome sus pechos y me pregunta con voz lasciva:
—¿Te apetece más hacer otra cosa?
—Yo no lo rechazaría —me aconseja el cabrón paranoico—, esta no es una ocasión que se presente todos los días.
Si lo que pretenden es tocarme las pelotas con su frivolidad, lo están consiguiendo. Así que me levanto dispuesto a largarme, aunque ¿hacia dónde? Esto no es más que un sueño.
Gabriel vuelve a ponerse serio en cuanto me levanto, como si considerase que la broma ya ha durado demasiado.
—¡Tranquilo, hombre! —exclama—. Solo intentábamos darle un tono más desenfadado al asunto.
El ambiente se carga de tensión de un modo casi palpable en cuanto me siento. Así que empiezo por lo obvio.
—Estoy infectado y me quedan menos de tres días. —Miro directamente a los ojos de Gabriel, antes de hacer la pregunta—. ¿Puedes hacer algo al respecto?
—Puedo curar cualquier herida física —responde confirmando mis temores—, pero en cuanto a la infección…
Para mi sorpresa es el cabrón paranoico el que toma la palabra.
—¡No me jodas! —A diferencia de su cuerpo, que parece una copia exacta del mío, su voz no tiene el menor parecido con la mía—. En otros tiempos, incluso resucitabais a las personas como al tal Lázaro.
—Eran otros tiempos —responde el jefe indio con algo remotamente parecido a la pena en su voz—, la fe de la gente era fuerte y nosotros poderosos.
—Pero hay alguien que quizás pueda ayudarte —interviene Discordia guardándose las domingas—. Sé dónde está el doctor Joseph Renard, el científico que hizo avances en el instituto Pasteur.
—Genial —digo con escasa convicción—, ¿sigue vivo?
—Por ahora —responde Discordia.
Esa respuesta y el tono en que ha sido dicha no me han hecho demasiada gracia. Pero supongo que tengo que saberlo.
—¿Está en poder del Culto?
La interpelada mueve negativamente la cabeza antes de responder:
—Ellos se hubieran limitado a matarlo. Lo tienen los piratas.
—¿Piratas?
En un mundo en el que he visto endiosados puercos gigantes, muertos vivientes y seres extraterrestres que se hacen pasar por dioses, no debería sorprenderme el encontrarme a un tipo con un parche en el ojo y pata de palo. Pero de todos modos, esa respuesta me parece tan anacrónica como un reloj de pulsera en la muñeca de un centurión.
—Es así como se denomina a las distintas bandas —me explica Discordia, probablemente motivada por la desconcertada expresión de mi rostro—, de supervivientes sin alinear. Una de ellas lo tiene en su poder.
—¿Para venderlo al mejor postor?
Ella ríe como si acabara de preguntar algo gracioso.
—No piensan negociar con ninguna facción. Su plan es ser los únicos en poseer la cura.
Un plan ambicioso, que puede granjearles muchos y peligrosos enemigos. Pero si consiguen salirse con la suya…
—Pero no pueden desarrollarla así como así —interviene el cabrón paranoico—, ese hombre, por muy genio que sea, no podrá trabajar con el juego de química de su sobrino.
—¡Exacto! —dice Discordia.
No me cabe la menor duda respecto a las intenciones que tendría ella con respecto a ese lugar. Aunque ahora parezca estar de mi parte, tampoco puedo fiarme de ella, por lo menos no completamente. Quien controle esa cura, puede intentar traer algo de orden a este mundo… o desencadenar la más terrible de las guerras por su posesión.
Supongo que este es el momento de la pregunta:
—¿Dónde lo tienen?
Todas las miradas se centran en Discordia, que parece retrasar el momento. Quizás lo haga por el placer de sentirse el centro de atención, o más probablemente, porque tenía otros planes para esa información. Pero al cabo de unos segundos responde por fin:
—El líder de esa banda era un famoso narcotraficante, que ha montado su cuartel general en el hospital Raymond Poincare, uno de los pocos que aún siguen en pie después de que el ejército se retirase de la ciudad.
—¿Entonces es territorio del Culto? —pregunto no demasiado convencido.
—Depende de la zona —responde Discordia—. París es una ciudad enorme. Lo que queda del gobierno francés aún controla algunas zonas. El Culto tiene el poder de muchos barrios y las bandas de piratas mantienen el control de otras.
—Genial.
Mientras cavilo sobre el avispero en que se ha convertido la que no hace tanto era considerada como la ciudad del amor, Gabriel toma la palabra:
—Escucha, no nos queda mucho tiempo. —El arcángel parece ahora totalmente despejado—. Tendrás que confiar tus planes a la facción con la que te encuentras. Solo ellos cuentan con los medios que necesitarás.
—Comprendo.
—Pero tampoco puedes confiar en ellos ciegamente —continúa Gabriel—, hay un traidor del Culto entre ellos.
Eso es algo que deduje cuando vi las operaciones cerebrales realizadas en algunos pastores del Culto. Aunque el saberlo, no va a ponerme las cosas más fáciles.
—Estarás solo —añade el cabrón paranoico—. Esa mierda que frena el virus ejerce un efecto parecido al de los antipsicóticos que tomabas en el loquero.
Eso no es algo necesariamente malo, aunque siendo realista, el cabrón paranoico ha salvado mi pellejo en más de una ocasión y voy a necesitar toda la ayuda posible.
—Si no te medicas —continúa el pistolero—, la infección avanzará más aprisa, pero si lo haces, te quedas solo. Sin mí, ellos —con ellos se refiere a Gabriel y Discordia— no podrán localizarte.
—Me las apañaré —acierto a responder.
…
El sonido de las aspas de un helicóptero empieza a llegar a mis oídos. Mientras, las tiendas indias empiezan a decolorarse.
—Está despertando.
Abro los ojos con un terrible dolor de cabeza y una desagradable sensación de vértigo, para encontrarme en el suelo del aparato junto a Hoax.
—Esta es nuestra parada —dice Acusica.
Supongo que se acerca el momento de encontrarme con viejos conocidos.