Capítulo XIV

“Para que considere la caza como práctica deportiva,

tanto el cazador como el cazado

deberían encontrarse en igualdad de condiciones”

El Santi

No es que esperara que localizar el oscuro agujero, donde esta panda de porcinos paletos endogámicos gabachos se esconde para meneársela, fuera a resultar una tarea sencilla. Pero empiezo a pensar que no voy a encontrarla. Los cerdos que utilizan para seguirme el rastro, quizás no tengan tanta resistencia física ni velocidad como los esparkis, pero el cabrón paranoico parece estar en lo cierto con respecto a su olfato.

Llevo dos horas moviéndome en medio de un bosque más espeso que la sopa de pollo de mi abuela y me consta que aún me pisan los talones.

«¡Quieto!»

Me detengo.

¿Qué pasa?

«¿Es que no ves ese puerco harapo colgando del árbol?»

En efecto, un infecto trapo cuelga de una rama a un par de metros sobre mi cabeza.

Solo son un grupo de paletos, no guerrilleros de las FARC ni nada por el estilo. Pero por si acaso, examino cuidadosamente el suelo bajo el harapo y no tardo en localizar un feo cepo de grandes dimensiones.

—Qué hijos de puta —murmuro entre dientes.

Parece que el dicho: “cuando veas algo colgado arriba, mira hacia abajo”, sigue siendo válido.

«Distintos hijoputas, mismas hijoputadas».

Un grito digno de un pobre cabrón que se hubiera pillado los cojones en una trampa para osos, me sobresalta. Vuelven a estar cerca.

«Parece mentira que fueran tan silenciosos mientras examinabas el helicóptero».

Entonces se exponían a que me montara en el vehículo y me largara. Ahora saben que no puedo llegar muy lejos corriendo. Están cazándome y quieren que lo sepa.

«Aunque ahora estás más en forma, a este ritmo no aguantarás mucho. Tienes que esconderte para descansar».

Decirlo es una cosa, pero para poder esconderme, antes tengo que librarme de los cerdos.

«Bueno, ellos creen que estás huyendo. Lo último que se esperan es un contraataque».

Contraatacar en medio de este bosque es muy peligroso. Por un lado, la falta de visión iguala la situación en cuanto a armamento. Cuento con dos pistolas de nueve milímetros, el revólver del tres cincuenta y siete, un cuchillo de combate, un cepo y algunos cartuchos de escopeta en los bolsillos. Ellos cuentan con escopetas y posiblemente con rifles, pero no les servirán de mucho a menos que salga a campo abierto. Pero lo más importante, es que ellos conocen el terreno y yo no. Si me rodean estaré perdido. Lo que significa que como no dispongo de un silenciador, el usar armas de fuego queda descartado si no quiero que me localicen y se me echen encima.

«Puede que no… pero tendrás que correr».

Ya estoy muy acostumbrado a eso.

Arranco el cepo y corro durante un par de minutos, hasta que doy con el lugar apropiado. Escarbo un poco con el cuchillo de combate y planto la trampa. Saco mi minga dominga y orino sobre ella, antes de cubrirla con hojarasca. Luego me alejo corriendo hacia la derecha.

«No creo que dispongas de mucho más de diez minutos».

Diez minutos dan para mucho. Lo malo es que este bosque está tan apartado, que no consigo encontrar una botella o una lata, elemento que necesito para mis planes. Corro como un loco durante unos minutos más, veo que no me va a quedar más remedio que improvisar. Me desprendo de la cazadora de piel y la relleno de la hojarasca más seca que puedo reunir. Luego, con el cuchillo de combate, abro un par de cartuchos de escopeta y espolvoreo su contenido. Mi siguiente paso es colocar entre las hojas todos los cartuchos de escopeta y el contenido de los cargadores extra de pistola.

«Ahora todo depende del tiempo».

Sí. La única forma que tengo de retardar la explosión de las municiones para simular un tiroteo, es envolviéndolas con mi chaqueta. Pero, ¿cuánto tiempo tarda en arder una chaqueta de piel? No tengo la menor idea, así que me limito a acumular ramas y hojas secas sobre ella para preparar una buena fogata, ya que si se apaga, todo el plan se irá a la mierda.

«También es posible que acabes provocando un buen incendio».

Bueno, cuanto más caos y confusión pueda generar, más probabilidades de salir de esta tendré.

«Date prisa, ya deben estar cerca del cepo».

Efectivamente, al cabo de unos segundos, los gritos de jolgorio de mis cazadores quedan en nada, al ser sustituidos por los chillidos de dolor del gorrino que ha caído en el cepo. Utilizo mi nuevo zippo para prender la fogata y corro en la dirección de los chillidos.

«Apuesto a que eso los habrá cabreado».

El estruendo de un disparo de escopeta retumba por la zona. Supongo que habrán sacrificado al animal herido.

«Ya estás cerca, escóndete».

Me oculto lo mejor posible tras unos arbustos y oigo como los cazadores se aproximan. La posibilidad de que la fogata se apague o de que los cartuchos detonen demasiado tarde, empieza a preocuparme.

«No creí que tardaran tanto. Ya están demasiado cerca».

Compruebo que la bolsa de tela que contiene el visor nocturno esté bien sujeta del cinturón de mis pantalones y empuño las pistolas. No tengo munición extra para ellas, por lo que será mejor que mate a todos los que pueda.

—Vamos, vamos —murmuro.

«Puede que no…»

La detonación de los primeros cartuchos me sorprende a pesar de que hace rato que la esperaba. Aunque empezaba a temer que no se produciría, el efecto de las explosiones es fulminante. Gritos, gruñidos y el inconfundible estruendo de una tropa avanzando a toda prisa. A través de mi escondrijo, puedo ver como los porcinos intentan correr en mi dirección, pero los garrulos que los sujetan piensan que se trata de otra trampa y los obligan a seguirlos, en dirección al lugar donde resuenan disparos de pistola y escopeta. Nadie parece querer perderse la diversión. Como esperaba, los tipos que sostienen las correas de los cerdos quedan retrasados, mientras el resto de paletos los adelantan corriendo hacia el presunto tiroteo.

«Este es el momento».

Salgo de mi escondrijo y me acerco hacia los rastreadores por detrás. Los garrulos, que siguen ocupados intentando redirigir a los puercos, no se percatan de mi presencia hasta que es demasiado tarde.

Todo sucede en cuestión de unos pocos segundos. Efectúo treinta y cuatro disparos contra ocho objetivos desde una distancia de apenas cinco metros. Vacío ambos cargadores contra hombres y cerdos. Solo mato cara a cara al último de los garrulos, que me deja una fugaz visión de un rostro más sorprendido que asustado. Los cerdos me dan bastante más trabajo. Uno muere o por lo menos se derrumba en el suelo. Otro, puede que enloquecido por el dolor, se revuelve contra el cadáver del tipo que lo sujetaba y otros dos, aun arrastrando el cuerpo de sus amos, que ni muertos parecen decidirse a soltar sus sujeciones, se vuelven y cargan contra mí.

A pesar de estar heridos de bala y de cargar con un peso muerto, la pareja de animales se mueve a respetable velocidad, mientras yo me encuentro con un arma descargada en cada mano.

«¡Date prisa! El resto no tardará en darse cuenta del engaño».

Suelto las dos pistolas, que ya no me sirven de nada y dando un rodeo, me acerco a uno de los caídos. Veo como el animal al que daba por muerto, todavía se retuerce por los suelos.

«¡Son más duros de lo que parecen!»

Al dueño del animal tampoco le ha ido mucho mejor y a pesar de haber sufrido tres impactos de bala, uno de ellos en la columna, abre los ojos a tiempo para ver cómo me hago con su escopeta y remato a los dos puercos disparándoles casi a quemarropa.

«Esto fue intenso».

Dirijo mi atención a los caídos en busca de más munición para la ahora descargada escopeta, pero reconozco el estampido de un disparo y un par de postas se incrustan en mi espalda.

«Disparan a ciegas pero saben dónde estás».

Por el momento la sorpresa es más intensa que el dolor, pero me consta que eso no tardará en cambiar y que no me gustará cuando eso ocurra.

«¡Corre!»

Suelto la escopeta y corro lo más rápido posible. Las detonaciones se multiplican mientras postas y perdigones silban por todos lados. Detonaciones. El dolor de mi espalda gana intensidad. No se trata de heridas graves, pero no sé cómo voy a apañármelas para extraerlas. Me consta que los fragmentos de ropa pueden terminar infectando la herida. Voy a necesitar ayuda, unas pinzas y sulfamidas.

«Como no te des prisa, no vas a necesitar nada más».

Los cazadores vuelven a andar cerca, pero ahora no pueden rastrearme.

«A menos que algunos de ellos regresen en busca de más puercos».

Exacto. Y es precisamente a esos a los que pienso seguir para encontrar su guarida.