Capítulo XLI
“El que madruga, tiene sueño”
Chema
El efecto de lo que sea que me han inyectado para frenar el avance de la mortal infección que recorre mi organismo, debe incluir una generosa dosis de calmantes o puede que sea el efecto de la propia infección. Pero a pesar de que siento terriblemente hinchada la zona que envuelve la mordedura, no padezco el menor dolor. Por el contrario, la cabeza sí me duele horrores, mientras camino escoltado por una numerosa tropa, sintiéndome como un cruce entre Hannibal Lecter y un conejo mixomatoso.
Aunque no tengo la menor idea de donde nos encontramos, el lugar parece muchísimo más austero que la instalación de la que escapé a sangre y fuego. En lugar de los larguísimos pasillos blancos, veo espartanas paredes de granito mal iluminadas por esas bombillas alargadas de ahorro energético, algunas de las cuales permanecen apagadas, bien por falta de mantenimiento o bien para economizar electricidad.
No tengo que caminar demasiado antes de llegar a una pequeña sala de aspecto sobrio. Sus paredes de hormigón se encuentran desnudas de cualquier tipo de decoración. La única iluminación es la que proporcionan unas bombillas que cuelgan del techo y el gran despliegue de monitores que se encuentran en la pared.
Sentado frente a ellos en una oscura butaca de cuero, como si se tratase del malo de una película de James Bond rodada con escasez de medios, se encuentra Calvorota. Ha perdido mucho peso desde la última vez que nos vimos. Sus ojos son dos luces en medio de un pozo de ojeras y por lo que veo, su cara hace tiempo que no se encuentra con una cuchilla de afeitar.
—Por fin damos contigo —dice con un tono de voz remotamente afable—. Desde que jodiste el transmisor, nos vimos obligados a rastrear la zona para buscarte visualmente.
—¿Transmisor?
—El chip de filtrado de ondas que insertamos en la cabeza que tanto le gustaba a tu amigo. Se trata de un dispositivo rastreable vía satélite.
Sí, supongo que por mucho que las infraestructuras de tierra estén viniéndose abajo, los satélites continúan estando fuera del alcance del Culto.
—Marta —prosigue Calvorota— debía manipularlo para enviarnos una señal en cuanto descubriera que es lo que te hace tan especial. Llegado ese momento, nosotros organizaríamos vuestra… recogida.
Siempre he sabido que nos dejaron escapar, y me pareció sospechoso que Marta pareciera sucumbir tan rápidamente al síndrome de Estocolmo, aunque no recuerdo que nunca hiciera el menor intento de tocar la cabeza de Chanquete.
—Así que —ahora la voz del sujeto se endurece—, supongo que la descubriste y silenciaste el filtrador de hondas.
Está claro que sospecha que la he matado. Pero si eran capaces de rastrearme y tienen un topo dentro, ¿cómo es posible que los miembros del Culto no dieran conmigo? Si son capaces de desarrollar aparatos de filtrado de hondas, que hacen a su portador invisible a los muertos vivientes, ¿por qué el comando de Acusica no iba equipado con él en lugar de abrirse paso a tiros?
Son demasiadas preguntas sin respuesta.
—No descubrí una mierda —reconozco—, el jodido trasto se jodió al mojarse.
Calvorota se pone en pie propinando un sonoro golpe en la mesa. El poco aspecto de gentelmen que pudiera quedarle, acaba de desaparecer “water p´abajo”.
—¡Me importa una mierda! —grita mientras me agarra por la pechera—. Tú y tu panda de frikis chalados os podéis ir y haceros matar, ¡pero devuélveme a mi prometida!
¿Debería sorprenderme? Supongo que no.
—Ahora entiendo porque se escapó —digo mientras intento perfilar algo remotamente parecido a una sonrisa.
El puño de mi interlocutor me golpea bajo el ojo izquierdo. Esposado como estoy, lo único que puedo hacer es encajar el golpe lo mejor posible, algo en lo que por desgracia, ya tengo cierta práctica. Además, lo que sea que me han inyectado me hace relativamente insensible al dolor.
—¡Esto es el fin! —ruge Calvorota—. ¡Todo está jodido! ¿Comprendes?, ¡jodido sin remedio! Pero quiero volver a abrazar a Marta antes del final.
También yo. Incluso me gustaría ver a ese hijo que no conoceré, pero el tiempo se me escapa de las manos y no puedo perderlo con este merluzo llorón. Necesito al frío y cabrón hijo de puta y si tengo que utilizar a Marta como palanca para mover las piezas necesarias para terminar la tarea, lo haré.
—Ella está en poder del Culto —le espeto sin el menor tacto, mientras veo como sus ojos parecen amenazar con salirse de las órbitas—, pero eso forma parte del plan.
—¿Plan? —La voz de Acusica llega desde mis espaldas, cargada de incredulidad.
Por el contrario, Calvorota solo acierta a preguntar:
—¿Aún vive?
Este tipejo empieza a estar más cerca del demente Rey Lear que del bastardo que yo conocí. Puede que el haberse tirado horas vigilando personalmente todos esos monitores, tenga algo que ver.
La idea de emplear a infectados dotados de cámaras para buscarme me parece una jugada muy inteligente. Sabiendo el punto en el que desaparecí y teniendo en cuenta que al carecer del filtro, tarde o temprano, terminaría por atraer a los muertos vivientes, era muy lógico pensar que soltando a unos cuantos equipados con cámaras en un par de kilómetros a la redonda, los resultados no se harían esperar. Pero ahora, es como si se hubiera hundido por completo, por la decepción de no haber encontrado a su cuchicuchi.
—Es a mí a quien busca el líder… —prosigo dispuesto a exponer mi plan, pero soy rápidamente interrumpido por Calvorota.
—¡Entonces te tendrá!
—¡Usa la puta cabeza! —grito perdiendo los estribos.
Para mi sorpresa, el tipejo guarda silencio. Al menos por el momento.
—A estas alturas, el líder ya sabrá que estoy vivo y en vuestro poder. ¡Pero también que estoy infectado!
Esa afirmación hace que Acusica se ponga tenso y pregunte:
—¿Cómo puede saberlo?
—Tenéis un topo —afirmo sin volverme—, os traicionó la última vez, y debemos asumir que ya sabe que solo me quedan unas cuantas horas de vida. ¿De verdad creéis que se molestarán en hacer un canje en esas condiciones?
—¡Mientes! —grita Calvorota fuera de sí.
—¿Qué propones? —pregunta Acusica con serenidad.
—Sé donde tienen retenido al doctor Renard.
—¡Mientes! —repite Calvorota con obcecación—, ¡solo pretendes salvar tu pellejo!
Para mi sorpresa, Acusica se planta frente a él y dice:
—En función de la directiva de emergencia, considero que no se encuentra capacitado para ejercer el mando.
Calvorota enrojece como los cojones de un mandril y se lleva las manos hacia el interior de su chaqueta.
—¡Traidor! —escupe más que dice.
Pero Acusica es mucho más rápido y, antes de que Calvorota haya podido extraer el arma que guarda bajo la axila, se encuentra con el afilado cuchillo de combate de su futuro sustituto bajo el gaznate.
—¿Cómo te atreves? —ruge el alopécico.
—No me obligues a hacerlo.
Aunque estoy seguro de que esto va a terminar con derramamiento de sangre, Calvorota se raja antes de ser rajado y opta por la rendición. En cuanto dos de los hombres de Acusica se lo llevan de la habitación, el individuo que ahora parte el bacalao me pregunta:
—Bien. ¿Dónde lo tienen?
Muevo la cabeza negativamente antes de responder:
—Os indicaré la ruta cuando estemos en el aire.
—¿Pretendes…?
—No voy a correr el riesgo de que el Culto nos tome la delantera. No me importa que se enteren de qué es lo que vamos a hacer. Pero no revelaré nuestro destino hasta que estemos dentro del helicóptero.
Acusica me observa sin dejar de jugar con su cuchillo. O anda juguetón o está decidiendo si destriparme o no. Tampoco puede decirse que tenga muchas opciones.
—No nos sobra el combustible ni la munición —dice finalmente—, espero que no sea uno de tus truquitos.
—Me han mordido —respondo con naturalidad—, ¿crees que jugaría con algo así?
El hombre finalmente se sitúa a mis espaldas y corta las bridas, que mantenían mis manos apresadas a la espalda.
—¿Cuándo partimos?
Si el lugar está tan custodiado como supongo, la única posibilidad que tenemos es un asalto aéreo aprovechando la visión nocturna. Si nos plantamos allí a pleno día, lo único que conseguiremos sería hacernos matar. Pero, ¿qué hora es?, ¿dónde estamos?, ¿cuánto tardaremos en llegar? Son demasiados los factores a calcular y, ¿en quién puedo confiar? Me consta que hay un topo y sospecho que bien situado, pero ¿quién puede ser?
—¿A cuántas horas de vuelo estamos de París? —pregunto siendo consciente de que estoy dando más pistas de nuestro destino de las que debería.
—A menos de una hora.
Eso es bueno. Por lo que recuerdo, la autonomía de vuelo de un helicóptero Superpuma, que es en el que he venido hasta aquí, es de alrededor de dos horas si va cargado y vamos a tener que ir muy cargados. Eso significa que iremos realmente apurados de tiempo.
—¿Qué hora es? —pregunto.
Acusica mira el reloj de su muñeca.
—Poco más de las ocho de la mañana.
Mierda. Eso es malo. Si queremos tener alguna posibilidad de éxito, la mejor hora para efectuar el asalto es entre las dos y las tres de la madrugada. ¿Puedo permitirme perder cerca de dieciocho horas?
—Está muy custodiado —explico—, tendrá que ser un asalto aéreo nocturno.
Él se encoge de hombros.
—No es a mí a quien se le está acabando el tiempo.
—Saldremos a media noche —decido finalmente.
—Eso nos dará tiempo para los preparativos.
Asiento con la cabeza. Lo peor del caso es que esta es la parte fácil del plan. Si todo sale bien, entonces tendré que preocuparme de la complicada.