15. PREGUNTAS Y RESPUESTAS
(Domingo 19 de enero, 1:45 de la tarde)
El doctor Quayne se agitó, molesto.
—Es un mal asunto —dijo—. Un mal asunto. Bassett murió hace lo menos diez horas. El cadáver ha sido enviado al depósito. Otra autopsia que llevar a cabo. Por lo que he visto, puedo decir que Bassett murió de una manera muy parecida a la de Wallen. Pero esta vez no existe ningún risco del que haya podido caer.
—¿También usted ha observado la similitud de las heridas, doctor? —preguntó O’Leary.
—No podía dejar de notarlo. Nunca me había encontrado ante una coincidencia tan extraña. Si no me confundieran tanto otros factores, juraría que ambas muertes fueron producidas de la misma forma.
O’Leary apretó los labios y, con gran satisfacción, declaró:
—Lo mismo he pensado yo.
—Tengo entendido, mister Vance, que esta mañana ha recibido usted un informe oficial acerca del muerto —siguió el doctor—. Por lo que me ha dicho el teniente, he formado una teoría que me gustaría exponerle.
—Le ruego que lo haga —dijo Vance.
—Se trata de lo siguiente: Es indudable que Bassett vino aquí con el propósito de apoderarse de algunas esmeraldas de mister Rexon. Si suponemos que su primer intento se realizó desde fuera, y que, cuando trataba de limar los barrotes de una de las ventanas, fue sorprendido por Wallen, podemos suponer que no le quedaba por hacer más que acabar con él. Demos por descontado que hizo eso; que algún amigo de Wallen le vio cometer el crimen sin poder hacer nada por evitarlo. Ese testigo debió de jurar vengar al muerto. La gente, aquí, es muy sencilla, mister Vance. Creen de todo corazón en la vieja ley mosaica de «ojo por ojo». No vacilarían en tomarse la justicia por sus manos, dando lo que ellos llaman una justa retribución.
—Es una teoría muy plausible, doctor —replicó Vance—. Conviene tenerla en cuenta.
Quayne inclinó la cabeza, como dando las gracias por el cumplido. Luego Vance miró a miss Bruce, que se sentaba al lado de su novio.
—¿Dice usted que cerca de mediodía vio por el vestíbulo a mister Sydes?
La mujer asintió.
Vance se volvió hacia Rexon.
—¿Quiere hacer el favor de llamar a ese caballero? Y también a su hijo. Pero en seguida. No pierda un momento. El tiempo vuela.
Rexon llamó al mayordomo y le trasladó la orden.
Unos minutos más tarde, una llamada en la puerta fue seguida de la entrada de Stanley Sydes, acompañado de Richard Rexon. El más joven se dirigió a la ventana, detrás de su padre, y se sentó en el amplio alféizar. Sydes permaneció de pie, con las manos apoyadas en el respaldo de una silla vacía.
—El conclave está reunido —comentó—. Espero que no nos perderemos toda la exhibición de miss Gunthar. En mi vida he visto a nadie que pueda comparársele.
—No es usted el único que participa de tal opinión, mister Sydes —hizo notar Vance—. Procuraremos no entretenerle demasiado… ¿Podría usted recordar dónde estaba ayer cuando sonó el toque de sirena de mediodía? Miss Bruce cree que le vio pasar por el vestíbulo.
Sydes se echó a reír estrepitosamente.
—No diré que la señorita se haya equivocado. Seguramente me dirigía al bar, a calmar mis agitados nervios.
—Espero que el antídoto fue eficaz —sonrió Vance—. Y hablando con franqueza: ¿siente sólo interés por los tesoros enterrados?
—No le entiendo, señor. Como ya dije una vez, es sólo la emoción de la busca lo que me importa. Pero no creo que ningún hombre del mundo apartara la vista de un tesoro, si lo tenía ante las narices.
—¿Conoce usted la colección de esmeraldas de mister Rexon?
—Aunque le parezca extraño, no me enteré de su existencia hasta el segundo día de mi estancia aquí. Debo decir que sufrí una gran decepción cuando me dijeron que nos iríamos sin ver las piedras.
—¿Sabe, acaso, por qué mister Rexon no ha enseñado las esmeraldas a sus invitados?
—No tengo la menor idea. Y no he sido lo bastante curioso para preguntar.
—Me admira su discreción —repuso Vance—. Voy a responder a esa pregunta que usted no llegó a formular. Lo cierto es que una parte de las esmeraldas de mister Rexon han desaparecido de la habitación donde estaban guardadas. No cabe duda de que han sido robadas. Y uno de los invitados, mister Bassett, ha sido asesinado.
Richard Rexon se levantó de un salto de su puesto en la ventana.
Sydes se irguió y contuvo el aliento.
—¡Increíble! —murmuró—. Pero si le vi…
Se interrumpió.
—¿Cuándo vio usted por última vez a Bassett? —preguntó Vance.
—Ahora recuerdo que hoy no lo he visto —replicó Sydes—. ¿Puedo hacer algo?
—Muchas gracias. Reúnase con los demás y ayude a miss Gunthar a mantenerlos lejos de nosotros.
Sydes inclinóse, y en su rostro se mezclaron la inquietud y el alivio.
El joven Rexon hablaba en voz baja con su padre. Al regresar hacia la ventana parecía completamente desconcertado. Vance se volvió hacia él.
—¿Qué sabe usted de su amigo Bassett, mister Richard?
El joven no contestó en seguida. Mientras aguardaba, Vance encendió un cigarrillo. Por fin, el joven Rexon contestó:
—No mucho. Sólo que parecía un buen muchacho. Era un agradable compañero de viaje.
—No es una gran recomendación —gruñó el mayor de los Rexon—. El hombre era un ladrón.
—¿Sabe usted que, durante su breve estancia en esta casa, estuvo molestando a miss Ella? —preguntó Vance, como sin dar importancia a la cosa. Richard Rexon negó con la cabeza, y mi amigo continuó—. El viejo Jed se vio obligado a reñirle severamente. Tal vez Jed hizo algo más que eso…
Eric Gunthar se puso en pie.
—¡No puede usted decir eso, señor! ¡Jed podrá ser un tipo extraño, pero es incapaz de matar a nadie!
El hombre pareció sorprendido de sí mismo y volvió a sentarse.
Quayne miró significativamente a Vance, que asintió con un movimiento de cabeza y dejó caer en un cenicero la ceniza de su cigarrillo.
—Dígame, Gunthar: ¿era amigo de Wallen ese ermitaño?
—El ermitaño no es amigo de nadie. Sólo, tal vez, de mi Ella.
—¿Tenía Wallen algún amigo en la finca que hubiera querido vengarle de pensar que le habían asesinado?
—No sé gran cosa acerca de los amigos, pero cualquiera de nosotros habría podido hacerlo de tener motivo para ello.
—Muy interesante. Y muy bello… Pero creo que el teniente O’Leary quiere hacerle un par de preguntas.
Y Vance hizo un grandilocuente ademán, como pasando el testigo a la oposición.
—Míster Gunthar —comenzó el teniente—. ¿Estaba usted en la taberna de Murphy la noche en que Wallen murió?
Gunthar reflexionó, contestando luego:
—Sí, estaba allí.
—¿Y fue directamente a su casa desde la taberna?
—Sí, señor. Sólo me entretuve un momento fuera de la casa, para ver si estaba todo en orden.
—¿Vio a Wallen?
—No, no lo creo —Gunthar vaciló. Luego corrigió su declaración—. Y aunque le hubiera visto no me habría fijado especialmente en él.
—¿Vino usted ayer a la casa, Gunthar? —el teniente se iba haciendo más belicoso.
—Vine… y no vine. Quiero decir que no entré en la casa.
—¿A qué vino?
—A hablar con el señor —miró nerviosamente a Rexon—. Míster Richard quería que yo viniese aquí y prometiera a mister Rexon que no volvería a beber si me conservaba en mi puesto. Por eso, lo primero que hice por la mañana fue venir aquí. Pero mister Rexon aún no había bajado. Más tarde, mister Richard me fue a buscar al pabellón, donde estaba trabajando, y me dijo que volviera. Yo no quería, pero mister Richard me obligó. Vine, pues, hacia aquí. Llevaba una botella encima y por el camino bebí otro trago. Para darme ánimo, ¿comprenden? Y cuando llegué a la casa me detuve para pensar lo que tenía que decir. Entonces pensé que a mister Rexon no le gustaría notar olor a whisky en mi aliento. Pasé un rato fuera, sin decidirme a nada. Pero no entré. Volví al pabellón. Después del lunch, mister Richard volvió a preguntarme…
—¡Ya es bastante!
O’Leary interrumpió, impaciente, el relato.
—Creo, teniente, que la teoría del doctor es más lógica —dijo suavemente Vance—. Sin embargo, creo que requiere algunos cambios. Vamos, pues, a realizarlos. Demos por hecho que el guardián, habiendo frustrado un intento de asalto a las esmeraldas desde el exterior, es fríamente asesinado. Que existe un testigo ocular del crimen no me parece descabellado. Nos consta que el asalto a la habitación, donde se guardan las piedras preciosas, es llevado a cabo más tarde, con la ayuda de la llave de mister Rexon. También sabemos, sin duda alguna, que un tal Bassett, con motivos suficientes y comprensibles para estar interesado por las esmeraldas, cae víctima de un segundo asesino.
Vance hizo una pausa para encender otro Régie.
—Nos hallamos ante una serie enorme de ignoradas cantidades para un solo problema: ¿Quién fue testigo del primer crimen? ¿Quién logró apoderarse de la llave del cuarto de las piedras y robar las esmeraldas? Por fin: ¿Quién mató a Bassett y por qué lo hizo?
Dio unas chupadas al cigarrillo y miró a su alrededor.
—No cabe duda que Bassett parece el personaje lógico para el segundo factor del problema —los demás asintieron—. Si al menos hubiésemos encontrado sobre él, o en su cuarto, las esmeraldas…
—¿Se ha hecho un registro concienzudo? —preguntó, esperanzado, Rexon.
Antes que Vance pudiera hablar lo hizo el doctor.
—Mi querido Rexon, ese hombre no era tan simple para dejarlas descuidadamente en cualquier sitio. Seguramente las envolvió con el mayor cuidado y las envió por correo a cualquier sitio.
—Una sugerencia muy razonable —asintió Vance—. Por otra parte, he llegado a la conclusión de que Bassett no pudo robar las esmeraldas.
Hubo un murmullo de sorprendido desacuerdo.
—¿Y por qué no, mister Vance?
Fue O’Leary quien hizo la pregunta.
—Por la sencilla razón de que no hubiera tenido tiempo. Míster Rexon nos ha dicho que oyó el comienzo del toque de la sirena de las doce, en el momento en que perdía el sentido. ¿No es así?
—Sí, estoy seguro, completamente seguro de ello.
—Pero a mí no se me llamó hasta las doce y media —intervino el doctor—. Supongo que hasta entonces nadie se enteró de lo que le había ocurrido a mister Rexon.
—Tiene razón, doctor —replicó Vance—. Y sin embargo, insisto en mi parecer de que Bassett no pudo hacerlo… La costumbre entorpece nuestros sentidos y nos impide ver y oír una cosa o un sonido repetidos. ¿Cuántos de nosotros nos damos cuenta de qué un reloj da la hora, a menos que nos interese oírla? Dejamos transcurrir el tiempo sin fijarnos. Pero si se tiene que tomar un tren o hacer algo a una hora determinada, entonces el tic-tac del reloj adquiere una enorme importancia. ¿No es una exposición psicológicamente correcta, doctor Quayne?
—Sin duda alguna —asintió Quayne.
Apoyó una mano en la espalda de la mujer que tenía a su lado. Marcia Bruce parecía sumida en hondas meditaciones.
—Muy bien, pues…, Bassett se reunió con nosotros en la galería casi antes que el eco de la sirena se apagara. Seguramente usted debió de verle.
—No recuerdo.
Y el médico carraspeó con indiferencia.
—Es posible. Era un tipo muy curioso. Permaneció solo en un extremo de la galería. Es curioso que en cualquier otro día no hubiera notado la sirena. Como ya he dicho, la costumbre embota nuestros sentimientos. Pero aunque de momento no me fijé en ello, más tarde el sonido acudió a mi memoria, recordado por usted mismo, doctor. ¿Lo recuerda?
—Es posible. Recuerdo que tenía mucha prisa. Me había quedado más tiempo del que pensaba.
—Exacto. Pero lo más importantes es, y usted no puede saberlo, doctor, porque se separó en seguida de nosotros, que Bassett permaneció en la galería por lo menos durante la siguiente media hora. ¿No es prueba suficiente para mi suposición?
De nuevo se produjeron unos murmullos de admiración.
—Siendo necesario, pues, eliminar a Bassett de esa fase de nuestro problema. ¿A quién podremos colocar en su sitio? Es indudable que Sydes dijo la verdad.
—Puede ser, mister Vance —concedió O’Leary—. Pero ¿y Eric Gunthar?
Richard Rexon se adelantó.
—Puedo confirmar todas las declaraciones de Eric —dijo—. Les ha dicho la verdad.
—Sí, teniente —siguió Vance—. Déjeme decir algo en favor de Gunthar. Ha sido débil, ha sido loco. Ha dejado que su personalidad y competencia se transformaran en belicosidad. De ahí sus enemigos. Luego empezó a beber demasiado. Fue un error. El resultado: que su hija y él se encontraron en una situación apurada. A pesar de ello no creo que sea culpable. Y creo que dentro de poco estará usted de acuerdo conmigo, teniente. Unos minutos más, por favor.
Miró a O’Leary, que accedió con un hosco movimiento de cabeza, y entonces Vance se volvió al joven Rexon.
—¿Y usted, mister Richard? ¿Podría haber robado las esmeraldas de su padre y hacer con ellas un paquete…?
Le interrumpió un ahogado grito de Marcia Bruce, que, levantándose de su puesto, exclamó:
—¡Oh Dios mío! —y echó a correr fuera del cuarto.
Quayne le vio alejarse lleno de asombro.
La pregunta de Vance nos había dejado a todos desconcertados. Richard estaba pálido y sin voz ante su acusador.
—Por lo que he observado y oído —siguió Vance—, y dejando a un lado, por el momento, la cuestión del motivo, usted parece haber tenido todas las oportunidades…
Carrington Rexon se puso en pie y golpeó con los puños la mesa.
—¡Óigame, Vance! —tronó—. Esto se ha llevado* ya demasiado lejos. Si va usted a hacer una burla de todo ello, hará que envíe al diablo las esmeraldas y deje este asunto a su vez.
—Rexon tiene razón —intervino Quayne—. ¡Piense en el escándalo!
—En él pienso —Vance seguía, muy frío—. Pero ya no se trata sólo de las esmeraldas. No cabe duda alguna que tenemos un crimen entre manos. Es posible que incluso sean dos. No creo que usted envíe al diablo esos delitos.
El viejo Rexon movió, abatido, la cabeza y se echó hacia atrás. El hijo, a una señal de Vance, volvió a ocupar su sitio en el alféizar de la ventana.